Cuatro asesinatos provocados por «La Curandera asesina» de Mallorca

Representación de una curandera

La España de finales de 1939 y comienzos de la década de los cuarenta del pasado siglo era un país que había sido diezmado por la Guerra Civil en el que cada uno se las arreglaba como podía con tal de susbsistir. Lo importante era ir tirando. Algunos, como el caso que se verá a continuación, lo hacían a cualquier precio, sin importarles mucho las consecuencias que de su deplorable actitud pudiesen derivarse. En aquel sórdido ambiente de miseria e inmundicia desenvolvía sus supuestas artes adivinatorias Magdalena Castells Pons en Palma de Mallorca. A ella acudían mujeres en busca de algunas soluciones a sus problemas, pues esta señora también se decía que practicaba abortos clandestinos y a saber cuales eran esas prácticas. Lo que sí ha quedado constatado ese que fue una de las asesinas en serie del siglo XX español y se ha tenido constancia de al menos cuatro crímenes, aunque pudieron haber sido más.

En aquella deprimente sociedad en la que sangraba a borbotones la profunda herida de la recién concluida guerra que había enfrentado a España a lo largo de casi un millar de días, Magdalena consideró que era el momento idóneo para ampliar el negocio que le estaba deparando unos beneficios que le permitían sortear el crónico vendaval de necesidades que había dejado tras de sí el conflicto bélico. Para la continuidad de su actividad contó con la ayuda de Antonia Font, quien desde su sastrería hacía de intermediaria en la captación de nuevas clientas que buscaban algún «remedio» a sus problemas, casi todos ellos relacionados con desavenencias familiares.

Magdalena Castells conocía a la perfección las propiedades tóxicas de un producto, conocido como Ratil, compuesto a base de harina, radio y arsénico que, en aquel entonces, se podía adquirir en cualquier droguería o establecimiento similar de la época. Era este el mortal veneno que ella vendía para que sus clientas lograsen sus macabros y crueles objetivos, hasta dejar un total de cuatro víctimas mortales en el camino, en poco más de diez meses.

Despecho

Si alguna características unía a las mujeres que cometieron los cuatro crímenes era el despecho y el ansia de deshacerse cuanto antes de las respectivas personas que, de una u otra forma, estorbaban en su camino. En las Navidades de 1939, las primeras en paz tras cuatro años de conflicto armado, Juana María Veny sería la primera mujer en emplear el mortal brebaje vendido por la «curandera asesina». Lo haría para deshacerse de su marido y así reiniciar una nueva vida junto a su amante. El médico encargado de expedir el certificado de defunción acreditaría que el hombre había fallecido como consecuencia de un colapso.

La macabra fama de Magdalena Castells no tardaría en dar sus tétricos frutos y vendrían nuevas clientas en busca de ese ansiado brutal consuelo entre quienes buscaban sus horrendos auxilios. Ya, en el año 1940, recurriría a sus servicios Margarita Martorell, quien, al igual que la anterior también pretendía deshacerse de su cónyuge, Miguel Massot, para así poder dedicarse libremente al oficio de la prostitución. Esta le suministraría el preparado en el café y la comida, en tanto que el médico que lo atendió se encargaría de certificar que había fallecido como consecuencia de una hemorragia interna. La vida de la víctima le costó a su asesina 350 pesetas, un corte de traje y un reloj, una sustanciosa cantidad para una época en la que se malvivía con enormes dificultades.

Pero no fueron solo hombres las víctimas de los tóxicos preparados de Castells. Hubo un curioso caso en la que la víctima fue una anciana de 76 años, Juana Mesquida, quien fallecería después de que su nuera, María Nicolau, le facilitase un ungüento similar al que habían empleado las otras dos asesinas. El motivo del móvil en este caso obedecía a que su suegra pensaba contraer matrimonio con un joven de 25 años, quien aparentaba «poseer pocas luces», tratando de evitar así que se le escapase la suculenta herencia de la que disponía su madre política, quien pretendía desheredarla.

Otra mujer que quiso liberarse del hombre con quien se había casado fue Antonia Suau Garán, a quien su avaricia le llevó a contraer matrimonio con un tío suyo, Pedro Garau, un hombre que había regresado recientemente por aquel entonces de la emigración americana. Su sobrina creyó que «había hecho las Américas» y que era una persona pudiente, aunque comprobaría que solamente se trataba de un tipo normal, que ni era millonario ni nada que se le pareciese, por lo que pretendió poner tierra de por medio envenándolo mientras comía. Es a partir de este caso cuando se inician las investigaciones en torno a las misteriosas muertes que estaban sucediendo en la capital mallorquina y enseguida se percatan los investigadores de que las pistas les conducen a una mujer que se estaba haciendo de oro con las desgracias de terceros y esa no era otro que la tristemente célebre, Magdalena Castells Pons.

Pena de muerte

En el año 1941 se celebraría el juicio contra la «curandera asesina de Mallorca» en medio de una gran expectación, aunque la prensa de la época apenas podría facilitar información alguna como consecuencia de la férrea censuraba que imperaba en el momento, tratándose además de un asunto que levantaba el morbo y cuestionaba la actuación de las autoridades en materia de salud pública.

Magdalena Castells sería condenada, en primera instancia, a la pena de muerte, en tanto que las restantes mujeres que habían intervenido en su macabra cadena de muertes, serian sentenciadas a 30 años de prisión. Por su parte, Antonio Font debería cumplir 14 años de cárcel, en calidad de colaboradora con la mujer que se dedicaba a suministrar los efectivos y mortales tóxicos.

El recurso al Tribunal Supremo daría sus frutos y este evitaría que la «curandera asesina» terminase sus días en el cadalso ante el temible garrote vil. La mujer sería finalmente indultada, siendo sustituida la pena capital por la de 30 años de cárcel por cada uno de los asesinatos. A partir de ese instante se le pierde definitivamente la pista a una mujer que llevó a la capital de las Baleares, en un tiempo que escocían profundamente las heridas de la Guerra Civil y que era todavía asunto de constante tratamiento informativo en las primeras planas de los periódicos y revistas de la época.

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Un interno asesina a una pareja de ancianos en un centro geriátrico de Manresa

Ancianos desarrollando actividades en un centro geriátrico

En cualquier lugar y en las circunstancias menos esperadas puede producirse un suceso sangriento. La madrugada del 15 de noviembre de 2005 fue la fecha en la que se produjo uno de esos sucesos a los que es difícil encontrarle una explicación, si es que un hecho de semejantes características puede tenerla. El escenario no es desde luego nada habitual, pues se supone que es un centro destinado a la convivencia entre personas de una cierta edad, alguna de la cuales tiene ya, por razón de sus muchos años, sus facultades cognitivas e intelectivas bastante mermadas. Sería precisamente en una unidad destinada al cuidado de este tipo de personas donde un conflictivo interno de 69 años le daría muerte a una pareja de personas mayores, Miguel G.S., de 79 años y su esposa, Carmen S.G., de 81, naturales ambos de la localidad sevillana de Écija.

Al parecer, el supuesto homicida había protagonizado altercados con otros internos del centro en distintas ocasiones y era frecuente que iniciase discusiones triviales con sus compañeros. Fue precisamente un enfrentamiento verbal con la pareja en la que terminaría por convertirse en su víctima la causa de un suceso que conmovería a la residencia Sant Andreu de Manresa, así como a todo su personal, tanto por lo inesperado del hecho como por la irracional actitud que emprendió aquel hombre que supuestamente tenía visiblemente alteradas sus facultades mentales, tal y como se acreditaría en el transcurso de la vista que se siguió en su contra en el año 2009.

Estrangulados

Una enfermera de las dos que estaban de guardia de madrugada sería quien descubrió el doble crimen cuando se dirigió a la habitación que ocupaba la pareja asesinada a las seis de la mañana del día de autos. El hombre se encontraba tendido sobre la cama con una cinta abdominal, la cual fue empleada para darle muerte. En tanto que su esposa, que ya padecía una enfermedad neurodegenerativa había sido estrangulada con la almohada de su cama, siendo evidentes los signos de violencia que presentaban ambos cadáveres.

En el mismo momento en que la asistente se había dirigido a la habitación de los dos ancianos, pudo observar al homicida salir de la habitación en que se había perpetrado el doble crimen. En ese momento se dirigió a la enfermera preguntándole con cierto cinismo que le ocurría a aquellos dos, apostillando que le parecía que estaban muertos. La mujer no salía de su estupefacción y puso en conocimiento del director del centro el suceso, quien, a su vez, lo denunció ante los Mossos d´Esquadra, quienes detendrían prácticamente de inmediato al conflictivo interno, que había llegado a aquel centro procedente de otro emplazado en Cerdanyola hacía poco más de un año.

En la planta en la que se produjo el doble crimen, la de psicogeriatría, había ingresadas un total de 28 personas cuando tuvo lugar este sangriento suceso. Según los responsables del centro algunas de ellas sufrían patología de carácter neurodegenerativo en estado muy avanzado, siendo habitual que algunos de ellos presentasen conductas agresivas, aunque sin llegar a tamañas consecuencias.

40 años de internamiento

Algo más de tres años y medio después de acontecido el doble crimen, se celebraría la vista contra el interno que había dado muerte a la pareja de ancianos sevillanos. Ni siquiera se llegó a celebrar juicio, puesto que tanto la acusación, representada por los hijos de los fallecidos, como la defensa pactaron una pena que consistía en el internamiento durante 40 años en un psiquiátrico al anciano que había dado muerte a la pareja que en ese momento se hallaba ingresada en la unidad de psicogeríatría. Se consideraba que el procesado sufría graves alteraciones psíquicas derivadas de la enfermedad mental que sufría desde hacía algún tiempo, además de haber admitido los hechos por los que se encontraba encausado.

Los hijos del matrimonio asesinado serían indemnizados de forma civil subsidiaria con 150.000 euros por parte de la residencia Sant Andreu, así como por parte de la asegurado a quien había contratado las pólizas del seguro. Se entendía que eran responsables en parte de lo ocurrido, debido a que el condenado, natural de la localidad albaceteña de Yuste era un individuo conflictivo que ya había protagonizado enfrentamientos con otras personas ingresadas en la residencia en otras ocasiones.

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Una criada asesina al matrimonio para el que trabajaba en Cáceres

Los hechos ocurrieron en la urbanización Montesol de la capital cacereña

Este suceso, en un principio, presentaba muchas vertientes y bien pudiese parecer que obedecía a un móvil económico, tal y como terminaría sucediendo, pero no por una tan exigua cantidad de dinero, pues finalmente solo fueron 270 euros los que precipitaron un sangriento acontecimiento en las primeras horas de la tarde del día 21 de octubre de 2008. Una de las víctimas, Juan Antonio Torrecilla Ortega, de 54 años de edad, estaba convencido de que le iban a matar, al igual que si de un mal presagio se tratase. De hecho, había contratado los servicios de un guardaespaldas para él y su esposa, Mercedes García de las Heras, de 51 años, quien había sido traductora del Parlamento europeo y estaba jubilada como consecuencia de una enfermedad cuando fue asesinada.

Algunos allegados sabían que Juan Antonio, que era padre de tres hijos con edades comprendidas entre los quince y los 24 años, movía mucho dinero e incluso a sus personas de confianza les había facilitado los datos de sus tarjetas bancarias. Su esposa cobraba una sustanciosa pensión de 6.000 euros por sus servicios en el alto organismo europeo. Su marido le había confesado a diversas personas el temor de que los matasen en el momento menos pensado y así se lo habían hecho saber tanto a un abogado amigo de la familia y también a dos individuos que ejercieron de chóferes de la familia, Manuel R.B. y Rafael S.G., ambos habituales consumidores de estupefacientes, y que incluso serían imputados a raíz del doble crimen que consternaría a la capital cacereña en el otoño de 2008. Sin embargo, al igual que si se tratase de un personaje extraído de una novela de Gabriel García Márquez, no se sabía a que obedecían esos temores ni que escondían de cierto. Se rumoreó algunos problemas con una familia de Salamanca, aunque nunca pudo demostrarse absolutamente nada. Las víctimas se llevaron el secreto a la tumba. Ese mismo pánico también era conocido por Ángela Aparecida da Cunha, de 35 años, una ciudadana brasileña que prestó su servicios como empleada doméstica en el domicilio de los Torrecilla-García durante un par de meses.

Detenciones

Tras un arduo trabajo de investigación y después de investigar exhaustivamente todas las relaciones y los movimientos de la pareja se procedió a efectuar tres detenciones, los dos hombres que habían trabajado como chóferes en la casa del matrimonio asesinado así como la criada fueron puestos a disposición de la Justicia por parte de las fuerzas policiales. Más tarde, los dos conductores, uno de los cuáles, Manuel R.B., fallecería en el año 2016 al precipitarse al vacío en un patio de luces cuando intentaba robar en un domicilio de Cáceles, serían puestos en libertad, mientras que la criada, Ángela Aparecida da Cunha, seguía en prisión como principal sospechosa del doble crimen acontecido en la urbanización Montesol en el barrio cacereño de la Mejostilla.

Según la versión policial, los dos asesinatos habrían acontecido en torno a las dos de la tarde del 21 de octubre de 2008 cuando la ciudadana brasileña acudió al domicilio de las víctimas a reclamarles una deuda que ascendía a 270 euros por los servicios prestados durante dos meses. La mujer había dejado de trabajar en la casa del matrimonio al que daría muerte una semana antes de producirse el fatal suceso. A raíz de esa reclamación se inició una fuerte discusión entre la agresora y sus víctimas. En un momento dado, la asesina le habría propinado un fuerte golpe a Juan Antonio Torrecilla con un objeto contundente y romo aprovechando que el hombre se encontraba sentado en uno de los sillones del salón donde tuvieron lugar los hechos. Como consecuencia de la brutal agresión le fracturaría la base del cráneo, lo que le provocaría la muerte de manera prácticamente instantánea a consecuencia de una parada cardiorrespiratoria.

Ante el dantesco espectáculo al que estaba asistiendo, Mercedes García comenzó a proferir gritos de auxilio que no fueron escuchados por nadie. Al igual que había hecho con su cónyuge, su antigua criada le propinaría un fuerte golpe en la cabeza con el mismo objeto empleado para dar muerte a Juan Antonio. Una vez derribada, se quiso asegurar de su muerte clavándole una navaja en el cuello que terminaría seccionándole la yugular, lo que le ocasionaría una gran hemorragia a consecuencia de la cual le sobrevino la muerte.

34 años de cárcel

El juicio contra Ángela Aparecida da Cunha se celebraría en los primeros días del mes de abril del año 2012, después de que se hubiese suspendido hasta en dos ocasiones debido a las dilaciones efectuadas por su defensa por su disconformidad con la composición del jurado encargado de dilucidar su suerte. La vista oral despertaría una gran expectación en Cáceres. En el banquillo se sentaban tres personas, la presunta asesina y los dos hombres que habían trabajado como chóferes en el domicilio del matrimonio vilmente asesinado. Estos últimos resultarían absueltos al de todo cargo, debido a que se demostró que carecían de cualquier implicación en los hechos.

Lo que quedó muy claro para el jurado es que la única responsable de la muerte del matrimonio asesinado hacía casi cuatro años por aquel entonces había sido la ciudadana brasileña, quien sería condenada a 34 años de prisión, acusada de dos delitos de asesinato, 17 por cada una de las dos muertes. También debería indemnizar a los herederos de sus víctimas con 500.000 euros en concepto de responsabilidad civil. Asimismo, se la condenaba con la expulsión de España por un periodo de diez años, contados a partir de su acceso al tercer grado o en el momento en que hubiese cumplido las tres cuartas de la pena que le fue impuesta. Apenas un mes después de celebrado el juicio, el Tribunal Supremo confirmaba la sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Cáceres.

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El crimen de Cuenca: dos inocentes condenados después de haber sido brutalmente torturados

Fotograma de la película EL CRIMEN DE CUENCA, de Pilar Miró

«El Crimen de Cuenca» o «Caso Grimaldos» fue uno de los errores judiciales más sonados y más lamentables de la historia de España. El suceso alcanzaría gran repercusión en la España de la época, salpicando directamente al Ministerio de Gracia y Justicia, desde cuyas instancias se ordenaría al Tribunal Supremo que iniciase una investigación, además de la revocación y posterior nulidad de la condena de los dos encausados. Sin embargo, la decisión judicial llegaría muy tarde para ambos sentenciados pues ya habían cumplido la totalidad de su pena y lo peor de todo es que habían sufrido en carne propia la dureza que se aplicaba en la época por parte de las autoridades para obtener la confesión de un delito que jamás se había cometido y cuya víctima aparecería vivo y coleando 16 años después de su presunto asesinato.

Los hechos se sitúan en los municipios conquenses de Osa de la Vega y Tresjuncos, al oeste de la provincia de Cuenca. En la zona el ganado ovino era hace más de un siglo el principal sustento de la mayoría de sus habitantes y el suceso tendría lugar entre pastores que se dedicaban a estas tareas agrarias. El personaje principal de la trama sería un individuo, pequeño de estatura y supuestamente corto de entendederas llamado José María Grimaldos López, de 28 años de edad, conocido como «El Cepa». Al parecer, este hombre era objeto de constantes burlas por parte de otros dos colegas suyos, León Sánchez Gascón «El Pastor» y Gregorio Valero Contreras, «El Varela», siendo esas chanzas uno de los argumentos empleados a la hora de encausarlos, pues la familia de la inexistente víctima estaba al corriente de las mismas.

El día 21 de agosto de 1910, Grimaldos vendió unas ovejas de su propiedad, siendo el dinero de la venta de las mismas el principal móvil del supuesto crimen que atribuirían a «El Pastor» y «El Varela» la causa de un hipotético sangriento suceso cuyo cadáver jamás aparecería. Lógico por otra parte. La familia de «El Cepa» denunciaría la desaparición de su pariente ante el Juzgado de Belmonte, quién sobreseería la causa en el año 1911, después de ser sometidos a un primer interrogatorio las dos personas a quienes se atribuía la muerte del pastor desaparecido. Sin embargo, su familia proseguiría con las gestiones para aclarar su paradero, volviendo a reabrirse el caso en el año 1913, merced a la llegada al Juzgado de Belmonte de un nuevo titular, Emilio Isasa Echenique, otro de los personajes tristemente claves en esta trama y cuyo final es todavía una incógnita cuando está a punto de cumplirse un siglo de su muerte.

Reapertura del caso

La reapertura de las investigaciones acerca de lo que le podría haber sucedido a José María Grimaldos no pudo haber sido más desgraciada ni desafortunada. Por un lado, su familia mostraba el pleno convencimiento de que tanto Sánchez Gascón como Valero Contreras estaban implicados en la presunta muerte de «El Cepa» que no cabía lugar a posible discusión de ningún tipo. La Guardia Civil no escatimaría medios ni tampoco métodos para obtener la confesión de los dos encausados, que serían sometidos a todo tipo de vejaciones, escarmientos y torturas, algunas de ellas de lo más inhumano y deleznable, que parecían retroaer a la época medieval. Baste señalar que les arrancaron uñas, vello facial, fueron colgados de los genitales y hasta les dieron como único alimento bacalao sin desalar al tiempo que se les privaba de tomar agua. Una verdadera salvajada, pero cierta.

Tras soportar unos tormentos despiadados e inhumanos, los dos encartados terminarían por confesar, responsabilizando el uno al otro, aunque ninguno de los dos conocía el verdadero paradero de José María Grimaldos. Llegaron a declarar que habían quemado el cuerpo, cuyo cadáver no aparecía por ninguna parte. El juez encargado del caso decidió levantar un acta de defunción, que fijaba el óbito de «El Cepa» con fecha de 21 de agosto de 1910, situando la hora en que le dieron muerte entre las ocho y media y nueve de la mañana, siendo el móvil del crimen el dinero que la falsa víctima había cobrado por las ovejas que había vendido aquel mismo día.

Cuatro años más tarde de la falsa confesión que se vieron obligados a emitir se celebraba el juicio contra León Sánchez Gascón y Gregorio Valero Contreras en la Audiencia Provincial de Cuenca. Su abogado defensor procuró por todos los medios que no fuesen sentenciados a la pena de muerte. A pesar de que el sumario estaba plagado de contradicciones y había muchas diligencias por esclarecer, al tiempo que existían bastantes lagunas jurídicas en torno a la culpabilidad de los encausados, ambos serían declarados culpables y serían condenados a 30 años de cárcel cada uno. En el año 1925 les llegaría el indulto, después de haber pasado más de una década entre rejas. No obstante, su vida tendría que dar un giro radical, pues sobre ellos pesaba la sombra de una falsa culpabilidad y su reintegración social, teniendo en cuenta los prejuicios de la época, era poco menos que imposible.

Aparición de Grimaldos

El 8 de febrero de 1926 el cura párroco de Tresjuncos, Pedro Rufo Martínez Enciso recibió una carta de su colega del vecino municipio de Mira en la que le solicitaba una partida bautismal de José María Grimaldos López, quien deseaba contraer matrimonio. El sacerdote, que había sido uno de los principales promotores del proceso contra «El Pastor» y «El Varela», estupefacto ante tal petición, no contestó a la misiva de su compañero, a la vez que la ocultó durante algún tiempo. Impaciente por el retraso de la partida bautismal, el mismo Grimaldos decidió acudir hasta Tresjuncos y solicitar el documento de forma personal. Fueron muchos los vecinos los que contemplaron con estupor y sorpresa la presencia vivo y coleando de «El Cepa», saltando la noticia a la opinión pública y llegando a oídos del juez que había encausado a los dos inocentes. Este último ordenaría la detención del desaparecido. A pesar de todo, el acontecimiento ya tenía un largo recorrido y eran muchas las voces que comenzaron a tomar partido por los dos hombres injustamente condenados.

El suceso saltaría de inmediato a las páginas de la prensa de la época, siendo los medios que se oponían a la dictadura de Primo de Rivera quienes se mostraron más ácidos con el hecho y culpaban directamente al Ministerio de Gracia y Justicia, cuyo titular era Galo Ponte y Escartín, quien se vería obligado a tomar cartas en el asunto. Este último ordenaría al Tribunal Supremo la revisión del caso, quien terminaría anulando la sentencia que había dictado la Audiencia Provincial de Cuenca en el año 1918. En el auto emitido por el alto tribunal se destacaba que la confesión de quienes se habían convertido en verdaderas víctimas de un crimen que jamás había ocurrido se había obtenido mediante torturas y se habían empleado métodos salvajes, lo que cuestionaba la actitud de la Guardia Civil. El escándalo estaba servido y ahora comenzaba una leyenda que ha llegado hasta nuestros días. Sin embargo, la verdadera justicia para los dos falsos encausados se había demorado demasiado, tanto que ya habían cumplido sus respectivas penas además de padecer unos terribles y brutales tormentos que ni en épocas remotas se habrían infringido de forma semejante.

Para aclarar lo sucedido, se le preguntó al principal protagonista del caso lo que le había ocurrido. Grimaldos manifestaría que al ver el dinero que le habían pagado por las ovejas le dio «un barrunto», por lo que decidió desaparecer de la zona yendo a tomar unos baños medicinales a un manantial de la provincia de Cuenca. De la misma manera, por extraño que pueda parecer, negaría haber tenido conocimiento de lo ocurrido con los otros dos pastores con los que compartía terrenos para pastar sus rebaños. Mientras, el juez encargado del caso Emilio de Isasa Echenique fallecería en el mismo año en que se descubrió la verdad. Su muerte estuvo rodeada de grandes incógnitas. Su óbito, oficialmente, fue atribuido a una angina de pecho, pero tomarían cuerpo los rumores que apuntaron a un hipotético suicidio.

Consecuencias

La vida de los dos encausados proseguiría su rumbo, aunque no de la forma normal que ellos hubiesen deseado, pues habían cumplido una injusta condena. Ambos, «El Pastor» y «El Varela» reharían sus respectivas vidas muy lejos del pueblo que los había visto nacer. Se trasladaría a Madrid, para huir de un infernal ambiente que los condicionaba de una manera muy cruel. Si es que en hechos similares puede haber justicia, a ambos les llegó demasiado tarde, cuando un tribunal les reconoció, ya en 1935 en plena IIª República española, una pensión vitalicia de 3.000 pesetas anuales, con retroactividad desde cinco años antes. Sin embargo, el dinero no lo paga todo, en otras cosas el sufrimiento padecido por ambos hombres.

También en ese mismo año se iniciaría un proceso contra quienes habían participado en la causa que se siguió contra León Sánchez Gascón y Gregorio Valero Contreras. Entre ellos algunos oficiales y agentes de la Guardia Civil, así como los dos forenses. No obstante, debido a la época en la que se desarrolló este hecho, los tribunales no tuvieron la suficiente valentía para acometer una condena ejemplar y todos ellos fueron absueltos. Desgraciadamente, «El crimen de Cuenca» no fue el único error de envergadura de la justicia española, ya que algo más de cuarenta años después fueron ejecutados tres inocentes por dos asesinatos, estos con víctimas, pero que el tiempo y los propios hechos se encargarían de probar la inocencia de quienes fueron ejecutados por la muerte de las estanqueras de Sevilla. Y hace apenas dos décadas, otra inocente Dolores Vázquez pagaba con cárcel por otro asesinato que no cometió. A veces la Justicia no hace todo lo bien que se desease su trabajo y solamente desear que casos como el que se acaba de narrar o similares no vuelvan a producirse, ante todo por el bien de las personas.

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Un recluso, con un permiso penitenciario, asesina a dos policías en prácticas en Barcelona

Aurora Rodríguez y Silvia Nogaledo, las dos polícías brutalmente asesinadas

En pleno otoño del año 2004 Barcelona y España entera se conmoverían ante un brutal doble crimen que provocaría la lógica consternación de toda una sociedad que veía como un brutal psicópata Pedro Jiménez García quitaba la vida a dos jóvenes policías, Aurora Rodríguez, de 23 años y Silvia Nogaledo, de 28, tras un permiso penitenciario de tres días que le había sido concedido por las autoridades penitencias de la prisión de Can Brians en la que cumplía condena por delitos de índole sexual que había perpetrado hacía ya algún tiempo. El asesino de las dos jóvenes agentes del Cuerpo Nacional de Policía no regresaría al establecimiento penitenciario cuando concluía su breve permiso, después de que la junta de tratamiento considerase que reunía los requisitos necesarios, tales como la integración social, para acceder a esporádicas salidas de los muros carcelarios. Sin embargo, tal y como quedaría acreditado, todo ello no era más que un burdo espejismo y quienes le concedieron esta gracia no dudaron un solo instante en mostrar su arrepentimiento por el «fracaso» en la supuesta reinserción de quien no era más que un despiadado psicópata que, a pesar de su escasa estatura, 1,57, era capaz de cometer las mayores salvajadas y tropelías, tal y como venía haciendo desde que contaba con solo 16 años de edad.

El día 5 de octubre de 2004 un vecino del inmueble número 78 de la Rambla del Mares en L´Hospitalet de Llobregat alertaba a los bomberos de que una densa capa de humo salía del séptimo piso. El cuerpo de emergencias acudió a sofocarlo y después de forzar la puerta de la vivienda en la que se había producido el incendio se encontraron con la dantesca escena de dos cadáveres, que presentaban evidentes signos de violencia. Eran dos mujeres jóvenes, que no tenían mucho trato con el vecindario debido a que en aquel piso era frecuente que sus inquilinos cambiasen con asiduidad, siendo casi siempre agentes de la policía quienes lo ocupaban.

Ambos cuerpos, que serían reconocidos casi de inmediato, habían sido literalmente acribillados a cuchilladas. La autopsia revelaría que el criminal les había propinado hasta un total de veinte. Asimismo, tal y como también quedaría acreditado, una de las agentes habría sido agredida sexualmente por su asesino, circunstancia esta que ayudaría a aclarar el suceso, aunque no sería la única. En el mismo domicilio se hallaron también el arma homicida, fundamental en estos casos, un cuchillo de quince centímetros, unas zapatillas deportivas y un papel con un número de teléfono móvil que habría sido adquirido hacía muy pocos días. La vivienda habría sido revuelta buscando tal vez algunos objetos de valor o tarjetas de crédito.

Detención

En cuestión de muy pocas horas sería detenido Pedro García Jiménez, quien contaba con 35 años de edad en el momento de perpetrar el doble crimen. Eran demasiadas las pistas que conducían a un individuo de compleja personalidad, pero que había logrado engañar a la junta de tratamiento de la prisión en la que se encontraba ingresado, provocando su lógica frustración, pues sin los permisos carcelarios no hubiera cometido este crimen, si bien es cierto que en el año 2005 habría redimido toda la pena a la que había sido condenado desde el año 1992, año en el que había violado a una mujer, además de arrastrar un historial bastante oscuro y turbio a lo largo de su existencia, pues siendo un adolescente ya dio muestras de su problemática conducta.

Según todos los indicios, el asesino de las dos jóvenes agentes las habría elegido al azar. Al parecer, en la mañana del día de autos, habría abordado a punta de navaja a Aurora Rodríguez, quien regresaba a su casa tras haber efectuado el turno de noche en la comisaría de la Verneda, en la que estaba destinada. Posteriormente, le habría obligado a conducirlo al piso en el que se encontraba su compañera durmiendo. Una vez dentro de la vivienda, las maniataría y le daría muerte en primer lugar a la joven que había abordado en la calle, después de haberla violado, tras acuchillarla en cuatro ocasiones. Con Silvia Nogaledo habría hecho los mismo, después de inferirle más de diez puñaladas. afectándole al pecho y el pulmón izquierdo, lo que le ocasionaría la muerte.

Para concluir con su macabra faena, pondría fuego al piso y huiría del lugar de autos, siendo trasladado por un ciudadano turco hasta una barraca de Vila Reja, lugar en el que sería detenido. El individuo que lo trasladó hasta este lugar también seria capturado por la Policía, aunque quedaría en libertad al demostrarse que no había actuado como encubridor. Al mismo lo había conocido el autor de la muerte de las dos jóvenes agentes en el transcurso de su prolongada estancia en prisión.

94 años de cárcel

En marzo del año 2010 en medio de una gran expectación se celebraría en la Audiencia Provincial de Barcelona el juicio contra el terrible asesino de las dos muchachas leonesas. En principio negó que hubiese sido el autor de la muerte de las dos policías, responsabilizando a una tercera persona de la que jamás se probó su existencia física. Igualmente, se apuntó que en el día de autos el asesino habría consumido cocaína. Reconocería que el día de autos estuvo en el piso en el que cometió los asesinatos, además de resaltar que la relación sexual que mantuvo con la joven policía fue «consentida», aunque quedaría también acreditado que ni el verdugo ni sus víctimas se conocían previamente.

El jurado encargado de dirimir su culpabilidad tuvo muy claro que Pedro Jiménez García había sido el autor de los dos asesinatos, declarándole culpable. Por los mismos, se vería condenado a la pena de 94 años de cárcel, con una estancia máxima entre rejas de 40, tal y como lo contemplaba el código penal vigente. Si se tienen en cuenta estas circunstancias es posible que este peligroso criminal esté en la calle en el año 2036, lo que representaría más de dos tercios de su existencia entre los muros de la prisión. De la misma forma debía indemnizar con 900.000 euros a las familias de sus dos víctimas, aunque se declararía insolvente, si bien es cierto que el erróneo dictamen de la junta de tratamiento provocaría que se declarase al Estado como responsable civil subsidiario. Lo terrible de todo es que un sujeto sin ningún escrúpulo se llevó por delante la vida de dos jóvenes que tenían toda la vida por delante y que se habían encomendado a la siempre difícil tarea de velar por la seguridad de los demás, o lo que es lo mismo, prevenirnos de energúmenos tan sádicos como el mismo que les quitó la vida a ellas dos.

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El «Sacamantecas»: un mítico asesino en serie del siglo XIX

Juan Díaz de Garayo, conocido popularmente como «El Sacamantecas»

Su figura, o cuando menos su leyenda y el mito que se ha generado en torno a sus macabras andanzas han llegado hastas nuestros días, con una historia más o menos deformada en función de las circunstancias. Asimismo, se han dibujado o narrado otros personajes alternativos a quienes se ha dado su misma categoría dependiendo del lugar de la geografía española en la que sucedieron algunos hechos luctuosos semejantes a los protagonizados por el tristemente célebre Juan Díaz de Garayo Ruiz de Argandoña, quien daría pie a un mítico personaje de la cultura española que sería conocido como «El Sacamantecas», utilizado otrora para asustar a los más pequeños. De la misma manera, se generarían infinidad de leyendas que aseguraban haberlo visto en distintas épocas y distintos puntos de toda la geografía ibérica. Pero eran tan solo eso. Leyendas, que horrorizaban una tiempo en que las andanzas de individuos similares, entre ellos el famoso «hombre-lobo» de Allariz, habían generado un gran número de tragedias de forma muy macabra. Poco o nada se estudiaba acerca de la personalidad de estos sujetos en la época en la que les tocó vivir debido a que la psicología todavía estaba en pañales y el campo de la neuropsiquiatría era prácticamente inexistente. Solamente vivieron acompañados de los prejuicios de su tiempo y sus figuras pasaron a la historia como la de auténticos malvados capaces de cometer las peores tropelías jamás imaginadas.

La vida de Díaz de Garayo se inicia en la localidad alavesa de Eguiluz el día 17 de octubre de 1821, en el seno de una familia muy humilde, que ni siquiera le puede ofrecer una mínima preparación, por lo que se ve obligado a trabajar desde que era un niño, al servicio de distintas familias. en las que ocupó distintos empleos, todos ellos muy duros. Carbonero, pastor y labrador fueron algunos de los oficios que desarrolló antes de convertirse en uno de los más célebres asesinos en serie españoles de todos los tiempos. Cuenta el periodista Ricardo Becerro de Bengoa que su conducta fue «intachable» en aquellos primeros años, por lo que nadie se podría imaginar lo que terminaría sucediendo tan solo unos años más tarde.

Contraería matrimonio por vez en 1850 primera con una viuda, Antonia López de Berrosteguieta, después de haber entrado como criado en su casa. Tras sus primeras nupcias, encontró la calidez y la concordia necesarias con la mujer con la que se había desposado. Sin embargo, su esposa fallecería en el año 1863, sumiéndose Díaz de Garayo en un estado de abandono absoluto, que incluso le hacen olvidar la hacienda en la que trabaja y comienzan los primeros enfrentamientos con sus tres hijos. Tan solo un año más tarde, en 1864, contrae de nuevo matrimonio. En esta ocasión la elegida es Juana Salazar, otra mujer viuda con hijos. A diferencia de lo que había acontecido con su primera relación, en esta ocasión la convivencia será tormentosa y la pareja no llegaría a funcionar nunca, siendo tildado su carácter de «violento» por Becerro de Bengoa.

Primer asesinato

El temible Díaz de Garayo comenzará su actividad delictiva cuando era un hombre maduro que se acercaba a los cincuenta años de edad, asesinando a nueve mujeres en la década de los setenta del siglo XIX, al tiempo que generaba una situación de terror y temor entre las féminas de la Llanada alavesa, el valle en el que se enclava la capital de la provincia, Vitoria. Su primera víctima sería una conocida prostituta vitoriana, conocida como «La Valdegoviesa», a quien daría muerte el día 2 de abril de 1870 en el paraje en el que se encuentre el cauce del arroyo Errekatxiki. Al parecer, el crimen vendría motivado a raíz de los honorarios que debía percibir la mujer por sus servicios. En un momento dado, «El Sacamantecas» le habría echado las manos al cuello, hasta dejarla semiinconsciente para, posteriormente, meterle la cabeza bajo el agua y así rematar la trágica y macabra faena. El cuerpo de la mujer sería encontrado al día siguiente por un joven que trabajaba de criado en una hacienda de la zona. Debido a que la investigación acerca de lo sucedido no avanzaba mucho, unido a los prejuicios que en la época despertaba la profesión de la víctima, hizo que el caso fuese provisionalmente archivado y con ello se permitiese que aquel energúmeno agrandase su tétrica leyenda.

Apenas un año después, llega un nuevo asesinatos que se producen en el mismo escenario que en el anterior y con similar modus operandi y también el mismo móvil. Una prostituta con quien discute acerca del precio de sus servicios. Sin embargo, apenas se hacen investigaciones lo que le llevará a perpetrar dos nuevos asesinatos en agosto el año 1872. Otra de sus víctimas vuelve a ser una prostituta, en tanto que la cuarta es tan solo una niña de trece años, un suceso que conmociona a toda la comarca y hace que el temor se instale en la capital alavesa y sus aledaños, temerosas las mujeres de caer en las garras de un brutal depredador carente de cualquier escrúpulo.

En el año 1872 contraerá matrimonio por tercera vez. En esta ocasión se casa con Agustina Ruiz de Loizaga, quien fallecerá cuatro años más tarde, en un suceso que nunca se ha aclarado y que quedaría sumido en un gran misterio, si bien nunca llegó a haber pruebas que incriminasen de su muerte a quien era su marido. Mientras tiene la compañía de una mujer, su actividad sádica disminuye sensiblemente, aunque continúa arremetiendo contra algunas mujeres, una de ellas es una anciana que se dedicaba a la mendicidad, quien, tras llegar a un acuerdo, es indemnizada con veinte pesetas de la época, no sin ofrecer cierta resistencia a que el castigo no sea mayor para su agresor.

Al mes siguiente de quedar viudo por tercera vez, contraerá nuevas nupcias por cuarta vez en su vida con una mujer de avanzada edad, Juana Ibisate. Esta última relación será un auténtico fracaso desde el primer día. A lo largo del tiempo que hacen vida en común, son frecuentes los insultos y las agresiones verbales de la pareja, al tiempo que descuidan enormemente sus tareas domésticas. Díaz de Garayo está más pendiente de beber que en atender su hacienda, al tiempo que prodiga nuevos ataques contra otras mujeres.

Últimos crímenes y captura

Entre 1878 y 1879 incrementará su sádica actividad delictiva, dando muerte a una apuesta campesina de tan solo 25 años en el mismo paraje por el que solía desarrollar sus macabros acontecimientos. Tras entablar conversación con ella en la carretera próxima, repite su forma de actuar echándole las manos al cuello y llegando a ofrecerle dinero a cambio de su silencio. En vista de su negativa, intenta violar a la muchacha cuando se encuentra en estado agónico. Finalmente, la destripará con la navaja que porta consigo, siendo a partir de este suceso cuando se gana el triste y macabro apelativo de «Sacamantecas», que en un futuro no muy lejano serviría para atemorizar a muchas generaciones de pequeños españoles, llegando incluso hasta nuestros días.

La primera vez que pasará por los muros de la cárcel fue cuando intentó estrangular a una mujer que se ocupaba de un molino, el día 1 de noviembre de 1878, que responde al nombre de Ángela de Armentia. La molinera se resistió a los deseos del criminal y conseguiría escapar de sus temibles garras, denunciando el hecho ante las autoridades. Sin embargo, la pena impuesta es muy leve, pues solamente es condenado a cinco meses de cárcel, lo que dará pie a que cometa dos nuevos asesinatos al año siguiente. Sus dos últimas víctimas son una mujer de 25 años y otra de 52, con la que repite el mismo ritual que había empleado con las siete anteriores víctimas, así como también el mismo escenario, lo que contribuirá a su inmediata captura.

Será el alguacil Pío Jesús Fernández de Pinedo quien ponga fin a las macabras andanzas de un hombre que ha atemorizado a lo largo de casi una década a la Llanda alavesa. El oficial de justicia ha reunido suficientes pruebas y testimonios para encausar a Juan Díaz de Garayo, quien será detenido el 1 de septiembre de 1880. Ahora de nada le servirá la locuacidad ni tampoco su verborrea para esquivar la acción de la autoridad judicial, tal y como había ocurrido en otras ocasiones. Su definitiva detención llevará una cierta calma a la provincia vasca y comenzará una macabra leyenda que traspasará incluso fronteras acerca de la actividad delictiva de uno de los peores enemigos públicos de la historia contemporánea de España

Ejecución y leyenda

Juzgado por un tribunal, que le declaró culpable, Juan Díaz de Garayo Ruiz de Argandoña, conocido ya popularmente como «El Sacamantecas» será ajusticiado el 11 de mayo de 1881. En su última etapa carcelaría parece ser que aprendió a leer y escribir, algo que no había podido en su azarosa y macabra vida, en la que su único objetivo fueron las sádicas y crueles relaciones con las mujeres a las que no dudaba en darles muerte por el motivo más nimio. Antes de ser ejecutado, fue examinado por doce forenses, quienes llegaron a la conclusión que aquel asesino en serie era consciente de sus actos como el más civilizado de los ciudadanos, no pudiendo ser considerado un enfermo mental como sí lo había sido el «hombre-lobo» de Allariz, que fue prácticamente coetáneo suyo, aunque ya hacía casi tres décadas que había fallecido cuando fue ejecutado el criminal vasco.

Hubo una voz discrepante en todo este asunto, que fue la del psiquiatra alicantino, el célebre doctor José María Esquerdo, quien estaba convencido que sí efectivamente se encontraban ante un individuo a quien afectaba alguna patología mental. Su razonamiento era muy simple, pero basado en evidencias científicas. Decía que «es un loco que aparenta estar cuerdo». Sin embargo, su teoría caería en saco roto en un tiempo en el que la psicología y neuropsiquiatría se encontraban todavía en pañales.

Por esta época estaba en boga la frenología, cuyas teorías son refutadas en la actualidad, así como el autor de las mismas, el criminólogo italiano Cesare Lombroso, quien sostenía que los delincuentes y criminales obedecen a un determinado patrón anatómico en sus rasgos faciales, así como cerebrales. No obstante, al igual que ocurría con el doctor Esquerdo, tampoco se tuvieron en cuenta estas teorías. De hecho, se dice que una niña llamó por el apodo por el que sería conocido a Díaz de Garayo antes de haberle imputado ningún crimen, pero que se sospechaba que eran todos obra del mismo autor y, dada su extrema crueldad, se rumoreaba que eran obra de un «Sacamantecas».

La leyenda en torno a sus macabros actos ha llegado hasta nuestros días y ha recorrido toda la geografía española, atribuyéndose tan macabro mote a otros individuos que perpetraron hechos similares, aunque no en tan elevado número, en otros puntos de España. Son también muchas las historias que se han contado a lo largo de los últimos 140 sobre tal o cual energúmeno, a quien vox populi no ha dudado en atribuir el mismo alias que al tristemente célebre Juan Díaz de Garayo Ruiz de Argandoña, quien muchos años después de su muerte sigue siendo objetivo de artículos periodísticos, reportajes de televisión y como no, del séptimo arte, ya que su figura ha sido llevada al cine con notable éxito. Y es que los malos, y cuanto más malos peor, generan muchas ansias de morbo, aunque desde aquí deseamos firmemente que no vuelvan a nacer tan tétricos personajes como el que serviría para asustar a millones de niños españoles a lo largo de muchas generaciones cuando hacían alguna trastada o simplemente no se querían ir a dormir.

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La matanza de Atocha: mucho más que un atentado terrorista

Multitudinario entierro de los abgogados asesinados en la madrileña calle de Atocha

En aquella época de la historia se vivían en España momentos de esperanza, no exentos de una palpable tensión provocada por los muchos atentados terroristas que un día tras otro se cobraban las vidas de personas inocentes, tan solo por el hecho de ser policías, guardias civiles o defender un ideario u otro. Eso es lo de menos. Uno de los capítulos más negros de la historia de la Transición se escribiría un gélido día del mes de enero del año 1977, concretamente el día 24, en la madrileña calle de Atocha, cuando eran acribillados a tiros de forma totalmente impune tres abogados laboralistas y otras dos personas más, que trabajaban en el despacho que estaba situado en el número 55 de la aludida vía de la capital de España.

La muerte de aquellos cinco inocentes, letrados y militantes de Comisiones Obreras, sacudiría los cimientos de un país que estaba dando sus primeros pasos hacia un sistema democrático y plural que, en breve, tan solo cinco meses después de aquella brutal matanza, celebraría sus primeras elecciones democráticas en más de cuarenta años. La firmeza de la sociedad de la época, a pesar del temor que infundió tamaña barbaridad, resultaría clave para que el país no perdiera el rumbo previsto y continuase implacable su trayectoria en la consolidación de un sistema de libertades en el que cada cual, con la única premisa de respetar a su prójimo, es libre de trazar su propio destino en las condiciones y en las circunstancias que lo desee.

Un trío de jóvenes de ideología de la ultraderecha se había propuesto por aquel entonces meter el miedo en el cuerpo a una sociedad que, aunque apostaba por las libertades, se encontraba con el lógico temor a que sucediese algún evento inesperado, estando muy vivo y presente el recuerdo de lo ocurrido en el año 1936. Al parecer, aquellos tres muchachos no escogieron su objetivo al azar, sino que lo habían planeado y trazado con escrupulosa meticulosidad, pensando tal vez que las fuerzas del orden no les diesen captura ni mucho menos se fijasen en ellos, pues se creían todavía herederos de viejos privilegios de un orden que ya había sido desarticulado, a pesar de que todavía quedasen muchos de sus antiguos resquicios en pie.

Huelga del tranporte

El principal móvil de aquella masacre se encuentra en la huelga del transporte en la que el Sindicato de Transportes de Comisiones Obreras había obtenido importantes avances, logrando así desarticular algunas mafias que habían crecido al socaire del régimen que había gobernado España hasta hacía poco menos de un año. Conocedores de la reunión que en el despacho de la calle Atocha se celebraba, aquella gélida noche madrileña del mes de enero los tres criminales subieron por las escaleras de uno de los viejos edificios, situado en la finca número 55. Hasta carecía de ascensor. Mientras muchos madrileños apuraban las últimas cañas y cervezas de aquel día, aquel trío de jóvenes subía enérgicamente con paso firme las desconchadas y viejas escaleras de un no menos viejo edificio, cuyo aspecto bien podría recordar a los escenarios de algunas de las novelas escritas por Agatha Christie. Alguien, de forma calculada y hasta tenebrosa y macabra, se encargaría de llevar el terrorífico ambiente a la más triste realidad.

En torno a las diez y media de la noche, aquel macabro trío compuesto por José Fernández Cerrá, de 31 años, que portaba una trenca verde y actuaba a cara descubierta; Fernando Lerdo de Tejada, de 23 años y Carlos García Juliá, de 21, quien llevaba un chuvasquero azul y cubría su rostro con una capucha, llamaron a la puerta del despacho de los abogados laboralistas. Desconociendo de quien se trataba, una de las personas que se encontraba el interior, abrió la puerta y se vio sorprendida de bruces por un individuo que le encañonaba con un arma corta. Aquel sujeto en cuestión le preguntó en reiteradas ocasiones por Joaquín Navarro, principal objetivo de los asesinos, pues era hasta ese momento el responsable del área de transportes de CC.OO. La respuesta que obtuvo es que allí no se encontraba la persona por la que preguntaban. Ante la desconfianza de la contestación, uno de los criminales registró el despacho, al tiempo que se le obligaba a la totalidad de las personas que se encontraban en aquel piso a que se concentrasen en el salón, donde otro de aquellos energúmenos les apuntaba con la pistola mientras quienes se iban a convertir en víctimas levantaban las manos hacia arriba, tal y como les habían exigido sus captores y posteriormente asesinos.

El plan había sido trazado con tal meticulosidad que uno de los terroristas se encargaría de cortar las líneas telefónicas, además de registrar debidamente el despacho en previsión de que quedase alguna otra persona en el interior de la oficina. Cuando se cercioraron que allí no se encontraba la persona a la que buscaban, y una vez concentradas diez personas en el hall, los tres asesinos abrieron fuego de forma indiscriminada contra todos ellos. Vaciaron por completo los cargadores, en tanto no tuvieron rubor alguno en rematar a quienes yacían en el suelo gravemente heridos, si bien es cierto que la mitad de las personas que se hallaban en el local lograrían sobrevivir. El resultado de la acción terrorista fue trágico, cinco personas muertas y otras cinco gravemente heridas. Uno de los heridos sería quien, arrastrándose por el suelo, abrió la puerta a uno de los sindicalistas que descubriría la masacre y contempló horrorizado como yacían cinco cuerpos amontonados sobre uno de los sofás que había en el local, en tanto que sobre la moqueta se observaba un enorme charco de sangre, que también salpicaba las paredes, así como el mueble sobre el que habían caído.

Como consecuencia de aquella salvaje acción fallecieron los abogados Enrique Valdevira Ibáñez, de 34 años; Luis Javier Benavides Orgaz, de 26 y Francisco Javier Sahuquillo, de 29. Morirían también el estudiante de derecho Serafín Holgado de Antonio, de 27 años y el administrativo, empleado del despacho Ángel Rodríguez Leal, de 25. Aunque con heridas de gravedad, conseguirían salvar sus vidas los abogados Miguel Ángel Sarabia Gil, de 50 años, Alejandro Ruiz Huerta-Carbonell, de 30; Luis Ramos Pardo, de 25 y Lola González Ruiz, quien contaba con 31 años en el momento de producirse tan trágico episodio.

Los asesinos no se tomaron la molestia de huir de la capital de España tras su vil acción. Hicieron su vida normalmente como de costumbre, aunque pronto empezaron a estar en el punto de mira de la Policía, que desde un primer momento apuntó hacia ellos. Mientras tanto, el clima social y político del país se enrarecía a consecuencia de un brutal atentado que amenazaba con socavar los cimientos de la naciente democracia española. El entierro de las víctimas de la calle Atocha se celebraría en un ambiente de contenida tensión, si bien es cierto que es justo señalar que en ningún momento ni el Partido Comunista de España, al que pertenecían las víctimas y cuya legalidad estaba todavía en el alero, ni tampoco su sindicato, Comisiones Obreras, perdieron en ningún instante la compostura y supieron estar a la altura en tan delicado instante en el que muchos temían por el futuro de una democracia que se encontraba en pañales. Se temía que esta salvaje acción fortaleciese a grupos de ultraderecha y que contribuyese a enrarecer todavía más el tenso ambiente que se vivía en los cuarteles, en un tiempo en el que el Ejército era todavía uno de los pilares básicos sobre el que se substentaba el Estado.

Detenciones y condena

La dilegencia de la Policía haría que en muy poco tiempo fuesen detenidos los tres autores de la cobarde y vil acción que había extremecido por completo a un país. Si bien es cierto que a partir de ahí se iniciarían también un cúmulo de irregularidades que llegan hasta nuestros días. Se hablaría y mucho sobre quien podría estar detrás de aquella salvajada, apuntando directamente a algunas personalidades políticas de la época así como también a algún mando policial. De la misma forma, otra de las pistas a seguir era la relación que pudiesen guardar los asesinos con grupos de ultraderecha italiana, muy activos en aquel entonces. Lo cierto es que nunca se llegarían a investigar esos contactos, ni tampoco a los altos mandos a los que se creía que pudiesen guardar un estrecho vínculo con los criminales.

Además de los tres autores materiales de la masacre, serían detenidos también Francisco Albaladejo Corredera, así como los antiguos miembros de la División Azul, Simón Ramón Fernández-Palacios y Leocadio Jiménez Carava, a quienes se les acusaba de facilitar las armas con las que se cometieron los asesinatos. Cuando se celebró el juicio contra los implicados en el terrible atentado, ya se habían producido las primera irregularidades, muy criticada desde distintos sectores así como por las familias de las víctimas. Un más que extraño permiso penitenciario concedido en la Semana Santa de 1979 a Fernando Lerdo de Tejada sería aprovechado por este para huir del país, sin ser condenado ni siquiera juzgado. Sus responsabilidades prescribirían con total impunidad en enero del año 1997. Se suponía que había huido a Sudamérica y que podría estar en Brasil, en tanto que Simón Ramón Fernández-Palacios, uno de los viejos divisionarios, fallecería en el año 1979.

Las penas a las que fueron condenados todos los implicados se pueden considerar de muy duras, aunque el anterior Código Penal contemplaba multitud de beneficios penitenciarios a los que se acogerían los condenados, haciendo su estancia entre los muros de la cárcel mucho más llevadera. Así fueron condenados a un total de 193 años de prisión cada uno José Fernández Cerra y Carlos García Juliá. De la misma manera era sentenciado a 73 años de cárcel Francisco Albaladejo Corredera por su implicación en la matanza. Este último, que ya había sido detenido por la Policía en el año 1977, moriría en el Hospital de Valladolid a la edad de 63 años, en el año 1985, a consecuencia de un cáncer de laringe. Hasta el momento de su ingreso en el centro sanitario se encontraba cumpliendo la pena en la prisión vallisoletana. El otro condenado sería el ex-divisionario Leocadio Jiménez Carava, quien sería sentenciado a cuatro años de cárcel. Fallecería también el año 1985, víctima de un tumor. La única mujer encausada fue Gloria Herguedas, novía de Fernández Cerrá, condenada a un año de prisión en calidad de cómplice.

Si polémico fue el permiso concedido a Lerdo de Tejada, no lo sería menos el acceso a la libertad condicional de García Cerrá, quien aprovecharían esta situación para huir a Brasil en el año 1991. El país sudamericano accedería a conceder su extradicción en el año 2020, tras ser detenido dos años antes. No obstante, el asesino de la calle Atocha recobraría la libertad apenas 287 días después de haber pasado por las dependencias carcelarias, debido a que ya se encontraba en régimen de libertad condicional cuando emprendió su huida y se le aplicó el código penal en vigor en aquel entonces, en base al principio que se debe aplicar la sanción que más favorezca al reo.

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