El coche calcinado en el que aparecieron las dos víctimas asesinadas
Fue un caso singular, de difícil descripción que ha pasado a engrosar la larga lista de casos sin resolver que se han ido acumulando a lo largo de los años en los archivos de los juzgados españoles, con el agravante de que ha prescrito en completa y absoluta impunidad, sin que el autor o autores de este doble crimen pagasen jamás por el doble asesinato que conmocionaría a Cantabria en el verano de 2001, el primero del nuevo siglo. El día 23 de agosto de aquel año un conductor como muchos otros que viajaba a bordo de su utilitario se detuvo para auxiliar lo que parecía un trágico accidente de tráfico cuando vio un vehículo de los considerados de alta gama, un Mercedes Benz, que era pasto de las llamas. Sin embargo se toparía con un hombre en el exterior del coche, en tanto que otro se hallaba en su interior mientras el automóvil continuaba su proceso de combustión a consecuencia del fuego. Esto sucedía en la carretera N-611 Palencia-Santander a la altura de la localidad de Lantueno, perteneciente al municipio de Santiurde de Reinosa, un pequeño concejo al sur de la Comunidad de Cantabria que contaba en aquel entonces con poco más de 300 habitantes. El incendio del turismo había tenido lugar en un área descanso en las inmediaciones del sitio en el que el Ministerio de Fomento disponía de unos depósitos de sal. El fuego se había encargado de quemar y destruir prácticamente por completo aquel vehículo, al que dejaría prácticamente irreconocible.
Detrás de aquel raro y extraño suceso se encontraba un doble crimen, tal y como se encargaría de revelar la autopsia hecha a los cuerpos de las dos víctimas mortales, quienes probablemente habrían sido asesinados a bocajarro de sendos disparos en la nuca, pues en la cabeza presentaban orificios de entrada de proyectiles de pequeño calibre. Las víctimas respondían a las iniciales de J.A.B.F., de 31 años de edad y D.L.M., de 38 años. El primero de ellos era vecino de la capital cántabra, Santander, en tanto que el segundo lo era del municipio, también cántabro de Bezana.
Posible ajuste de cuentas
Después de confirmar el peor de los presagios, que aquellos dos hombres habían sido asesinados, la Guardia Civil se puso a trabajar en el suceso iniciando una serie de pesquisas que apenas darían frutos. Como suele ser habitual en estos casos a quienes se investigó en un primer momento fueron los conocidos y el entorno en que se movían las víctimas, así como al propietario del vehículo a bordo del que viajaban. Este resultó ser un vecino de Santander que les había prestado el coche el día anterior al que fueron encontrados en medio de sus propias llamas, descartándose en todo momento que tuviese algo que ver con el doble crimen, salvo la propiedad del automóvil calcinado.
Al parecer, los dos jóvenes hallados muertos en Lantueno merodeaban en el mundo de las drogas, por lo que todas las investigaciones se dirigieron al círculo en el que se movían y en el que era proveedores de estupefacientes a consumidores de la zona. El principal objetivo de las indagaciones policiales fueron dos jóvenes, que podrían ser clientes de las dos personas muertas y que la noche anterior al día en que apareció el automóvil calcinado podrían haber estado con las dos víctimas. Incluso fueron sometidos a pruebas de balísticas, dándose la circunstancia que en la camiseta de uno de ellos aparecieron minúsculos restos de proyectiles, aunque no se podía certificar que coincidiesen con los que se habían encontrado en los cuerpos de los dos asesinados.
La principal conclusión a la que llegaron los investigadores de este espeluznante y oscuro suceso fue que se trataba de un ajuste de cuentas derivado de la compraventa de estupefacientes, a pesar de que jamás se pudo certificar con total y absoluta claridad que se encontraba detrás del mismo. El fiscal encargado del caso consideraría las pruebas aportadas por la Guardia Civil de «insuficientes», dándole el carpetazo provisional que con el paso de los años terminaría por convertirse en definitivo, siendo uno de los muchos a lo largo de la historia que ha quedado sin resolver.
El doble crimen ocurrió en el Edificio de Fomento de la capital catalana
La Agrupación Sindical de Trabajadores a Domicilio, que agrupaba a un sector del gremio textil en Cataluña, ya había colocado en su cartel de «cerrado por vacaciones». en tanto que por las concurridas calles de la Ciudad Condal deambulaban millares de guiris procedentes en su mayoría de Centroeuropa para gozar del sol y el calor que tanto se resiste en sus respectivos países en pleno mes de julio de 1984. Nadie podía imaginar que en aquellos días en los que acechaba un agobiante bochorno se iba a producir un trágico episodio en pleno centro de Barcelona, concretamente en el número 32 de la Vía Layetana, en la finca en la que se alza el emblemático edificio de Fomento del Trabajo, en las dependencias mismas de la organización sindical antes aludida.
Desde hacía ya tres lustros prestaba allí sus servicios V. G. A., un hombre no muy alto y robusto de complexión fuerte que contaba entonces con 44 años de edad. Este individuo trabajaba como administrativo en las dependencias de la central sindical. Sin embargo, desde hacía algún tiempo su salud mental se había ido resquebrajando y su estado de ánimo no era el mejor. Tanto es así que la dirigente del organismo en el que trabajaba María Consol Maqueda, esposa del diputado de Convergencia i Unió en el Congreso, Josep María Trías de Bés, estaba tratando de buscarle una salida digna a aquel pobre hombre, al comprender que se encontraban ante un hombre que cada vez perdía más los estribos y no era dueño de si mismo. Este último, que andaba muy nervioso, interpretaba la realidad de otra manera y protagonizaba algunos enfrentamientos con la mujer, abogada de profesión, a quien habría amenazado, así como a su compañera María del Carmen Mayordomo Fernández. El móvil de las amenazas podría estar motivado con desavenencias en cuanto al pago de honorarios por parte de la central sindical.
Según la versión que el facilitó en el transcurso del juicio que se celebro en su contra en los primeros días del otoño de 1986, el autor del doble crimen mantenía un litigio con la central sindical desde el año 1983, ya que, supuestamente no se le facilitaban las hojas del salario, así como tampoco se le incrementaba el mismo, además de solicitar reiteradamente que corrigiesen un error a su filiación de la Seguridad Social. Todos estos problemas, unidos a algunos desequilibrios mentales que sufría, contribuyeron a crear un clima entre el homicida y el resto de los miembros de la central sindical, desencadenando en él una «reacción anómala», tal y como es descrita en la sentencia por la propia Audiencia Provincial de Barcelona.
Las dos muertes
Alrededor del mediodía del día de autos, 27 de julio de 1984,G. A. habría concertado una entrevista con las dos abogadas en el despacho de la central sindical. Previamente habría adquirido una navaja de grandes dimensiones con la que acudió en el bolsillo de su chaqueta hasta el que se convertiría en fatídico despacho. Una vez dentro, cuando ya se había iniciado la reunión entre el administrativo y las mujeres. se desencadenaría la tragedia. El autor de ambos homicidios sacaría del bolsillo su arma asesina para emprender un ritual sangriento en el que no escatimaría esfuerzos y expulsaría de su interior sus peores instintos de una manera completamente irracional. Su primer objetivo fue María Consol Maqueda, de 38 años, la letrada del sindicato, a quien le infirió un total de nueve puñaladas, más que suficientes para terminar con su vida. A pesar de la gravedad casi irreversible de sus heridas, la mujer aún tendría unas escasísimas fuerzas finales para salir al pasillo y solicitar ayuda, acabando por desplomarse en presencia de un trabajador de un gimnasio que se encontraba prácticamente aledaño al despacho sindical.
No menos contundente se mostraría con la empleada María del Carmen Mayordomo Fernández, a quien agredió hasta cuatro veces con la misma arma, que fueron suficientes para terminar con su vida. Mejor suerte correría Nuria Fito Font, de 49 años, quien recibió otras cuatro puñaladas dos en el pecho, otra en el abdomen y una cuarta por la espalda. No obstante, aunque tuvo que se trasladada de urgencia a un centro sanitario por la gravedad de sus heridas, pudo sobrevivir a la incontenida ira de su agresor, un hombre soltero que había nacido hacía 38 años en la localidad vallisoletana de Simancas y que en los últimos tiempos había sufrido graves problemas de salud, entre ellos la extirpación de un riñón, a lo que se sumaba que el otro que le quedaba le funcionaba de manera deficiente y le producía unas piedras que eran un auténtico calvario para él, según declararía una hermana suya al diario EL PAIS, en fechas posteriores al doble crimen.
Tras haber perpetrado las dos muertes, el autor de las mismas huyó del lugar a pie con destino a su domicilio sin que nadie lo detuviera, aunque en el transcurso de aquella huida se lo debió pensar mejor y decidió entregarse en una de las Comisarías de Policía de Barcelona en torno a las dos de la tarde de aquel soleado día estival. Aparentemente tranquilo le dijo a los agentes que había dado muerte a unas mujeres, sin saber exactamente a cuantas, al tiempo que les entregaba el arma homicida. Un coche Z de la Policía se encargaría de trasladarlo hasta el edificio de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, donde sería ingresado de forma provisional a la espera de pasar a disposición judicial. En el momento en que le leyeron su derechos, le respondió a quien cumplía este formalismo con una frase que lo dice prácticamente todo. «No creo que tenga derechos». En este momento les dijo también que no sabía lo que había ocurrido ni porque había cometido aquella salvajada.
27 años de cárcel
En los días finales del mes de octubre de 1986 se celebraría el juicio contra el hombre acusado de dar muerte a dos mujeres y de intentarlo con una tercera. Los abogados de la acusación solicitaron que el encausado fuese condenado por dos asesinatos en grado de tentativa, en tanto que el letrado de la defensa instaba a que los hechos fuesen tipificados como homicidio, tal y como finalmente acabaría considerando los hechos sangrientos la Audiencia Provincial de Barcelona, desechando las agravantes de premeditación y alevosía, aunque tampoco tendría en cuenta la petición de su defensa, quien solicitaba que se tuviese en consideración la psicopatía epileptoide que le aquejaba, tal y como habían dictaminado los forenses que se encargaron de examinarlo.
A pesar de que el fiscal solicitaba 44 años de prisión para el acusado, pues el ministerio público interpretaba que era autor de dos asesinatos y un tercero en grado de tentativa, V. G. A., sería finalmente sentenciado a la pena de 27 años de prisión por dos homicidios y otro en grado de tentativa. No se tuvieron en cuenta algunas patologías que le había afectado al procesado en su juventud, entre ella una escrufulosis, consecuencia de la tuberculosis que había sufrido en la adolescencia, pues según los peritos esa dolencia no le había dejado dolencia alguna, tal y como se encargaría de acreditar el examen al que fue sometido mediante un escáner, siendo la primera vez que se empleaba este aparato en el transcurso de un peritaje psiquiátrico.
El monto total de la responsabilidad civil que debía afrontar ascendía a algo más de ocho millones de pesetas. De ellos, un total de siete serían para los herederos de las dos víctimas mortales, en tanto que la mujer a la que hirió de gravedad, Nuria Fito percibiría un millón y medio de pesetas.
La sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona sería ratificada por el Tribunal Supremo en junio de 1988, desestimando los recursos interpuestos, tanto por la defensa como por las acusaciones particulares. Desde la primera se instaba al alto tribunal a que se tuviese en consideración los rasgos depresivos e hipocondríacos que afectaban a su patrocinado, aplicándole una eximente incompleta así como el supuesto arrepentimiento espontáneo, en tanto que desde la acusación se instaba a que se considerasen los hechos como constitutivos de dos asesinatos y otro en grado de tentativa, pero ninguno de los recursos terminaría por prosperar.
Buque «Ciudad de Palma» en el que tuvo lugar el doble crimen, WIKIPEDIA
Más que el relato de un suceso trágico, los hechos acontecidos el día 13 de marzo de 1992 a bordo del ferry «Ciudad de Palma», que cubría la ruta entre Tenerife y Cádiz, podría ser perfectamente el argumento de cualquier película de suspense e incluso una lograda narración de Agata Christie. Todo se inicia de madrugada cuando el sereno del buque de la compañía «Transmediterránea» se ve obligado a reprender a un misterioso hombre de unos cincuenta años aproximadamente que deambula por cubierta con una manta sacada de su camarote. Con malos modos, aquel enigmático pasajero le responde que las 24.000 pesetas que ha pagado por el pasaje le daban derecho a manta. Jamás se supo de él y se llegó a suponer que se hubiese tirado desde la popa, a unos ocho metros de altura, y posteriormente fuese arrollado por las hélices de la embarcación.
A primera hora de la mañana del día de autos, siendo todavía muy temprano, el capitán del buque, Andrés Costoya, convoca a los 241 pasajeros y 78 tripulantes que viajaban a bordo del «Ciudad de Palma» para darles cuenta de que se ha producido un sangriento y misterioso suceso, ya que han sido asesinados a puñaladas dos marineros. En un principio, ante aquella misteriosa llamada, fueron muchos los que sospecharon lo peor, que les iba a comunicar que el buque se iba a pique. Sin embargo, era para descubrir al supuesto asesino de dos personas que habían sido cosidas a cuchilladas en plena madrugada. Asimismo, les da cuenta que el barco enfilará con dirección a Cádiz.
Gritos
En torno a las siete y cuarto de la mañana los pasajeros y el resto de la tripulación escucharon atónitos y desconcertados los gritos de auxilio de un experimentado hombre de mar que estaba malherido en cubierta. Se traba del cocinero, Daniel Balboa Bravo, de 45 años, natural de la localidad gallega de Vilagarcía de Arousa, habría llamado la atención del estrambótico sujeto que, al parecer, habría estado molestando a algunos de los pasajeros. A sus gritos de auxilio acudió el segundo oficial, quien pudo avistar al hombre de extraño aspecto, de pelo negro y rizado que se esfumó en la oscuridad. A la desesperada, tomó una silla de madera con el ánimo de detenerlo, pero nada pudo hacer y jamás se sabría nada de aquel misterioso y macabro sujeto.
Tras cometerse el segundo crimen, se generó una alarma generalizada en el barco y la tripulación, presa del lógico nerviosismo, se armó con palos y otros objetos contundentes ante el temor que el asesino actuase de nuevo. El estado de alerta general en el buque hizo que en la bodega se descubriese un segundo cadáver, que, al igual que el anterior, también había sido literalmente cosido a cuchilladas. Se trataba del cuerpo de Mateo Mena, de 54 años, natural de Algeciras, lo que no haría otra cosa que incrementar el desconcierto y el nerviosismo a bordo de aquel buque, que estaba siendo sin pretenderlo el escenario de una película de terror y suspense. El capitán, que había dado orden de que el buque se dirigiese a Casablanca, ordenó entonces que prosiguiese la ruta al destino previsto, Cádiz.
Los cinco guardias civiles que viajaban a bordo para custodiar los objetos de valor iniciaron allí mismo las pesquisas, a las que contribuiría el capitán ordenando a los pasajeros que se levantasen para darles cuenta de los acontecido al tiempo que iniciaban la investigación. Las miradas se dirigieron desde el primer instante hacia el misterioso hombre, al que se suponía bajo los efectos del alcohol, a quien habrían visto en cubierta hablando de Dios, además de realizar unos extraños rituales. Nadie se supuso, en un primer momento, que fuese agresivo, solamente se sospechaba que estaba borracho, pero nada más. No obstante, para ahorrarse sustos, sus compañeros de camarote decidieron cerrar el compartimento cuando vieron su actitud. Tal vez para ahorrarse problemas.
Un antiguo legionario
Las sospechas no hicieron otra cosa que ir in crescendo cuando aquel mismo energúmeno no acudió a la llamada del capitán cuando daba cuenta a los pasajeros de lo ocurrido. Aún así, el pánico y el nerviosismo se había apoderado de todos los que viajaban en aquel barco. Las investigaciones de la Policía apuntaban a que aquel individuo, identificado bajo el nombre de José López, podría haberse tirado por la popa del barco en alta mar, a unas 250 millas de Cádiz, después de haber cometido el segundo asesinato. Al parecer se trataba de un antiguo soldado que había servido en la Legión y que en aquel momento se dedicaba a la mendicidad. Se le había visto por algunas calles de Tenerife solicitando la gratitud de los turistas, de quienes se quejaba asíduamente porque al parecer no eran muy generosos con él. Esa falta de generosidad le habría empujado a tomar de nuevo el barco rumbo a la península y concretamente a su tierra, Granada, en este caso.
Cuando el barco atracó en el puerto de Cádiz se vivirían escenas de histeria, dolor y nerviosismo. Al buque se subió la juez que se encargaría del caso, así como un equipo de forenses y miembros de la Policía Científica, que lo único que hallaron fueron las manchas de sangre que había en la cubierta del ferry, así como también en su bodega, no haciendo sospechar de ningún otro pasajero más que del antes aludido, aunque se llegaría a sospechar de un segundo que podría haber viajado de polizón, extremo este que jamás llegaría a verificarse.
Ya en tierra, a las ocho y media de la tarde de aquel trágico viernes, 13 de marzo de 1992, se produciría otro desagradable suceso, que fue el momento en que se encaró con los agentes de la Guardia Civil el hijo adoptivo de Mateo Mena, Diego Gallego, un joven que resultaría herido de bala en una pierna después de que perdiese los nervios ante aquella dramática situación en la que su progenitor había perdido la vida. Como se podrá observar, fue este un desgraciado episodio en el que no faltó de nada, al igual que si fuese una perfecta adaptación para la gran pantalla.
Los tres jóvenes brutalmente torturados y asesinados
Hay veces en la que la suerte parece estar echada de antemano o quizás te cruces con un gato negro en el camino. Eso pudo haberles ocurrido a tres jóvenes con edades comprendidas entre los veinte y los treinta años que no dejaban de ser más que anónimos y honrados trabajadores que fueron confundidos con peligrosos terroristas de ETA en una época en la que la temible banda criminal asesinaba a diestro y siniestro de forma indiscriminada y sin contemplaciones. El prólogo de su fatal episodio comenzó a escribirse a media mañana del día 6 de mayo de 1981 cuando un comando de la organización terrorista vasca atentaba contra el general Joaquín de Valenzuela, a la sazón jefe del Cuarto Militar de la Casa del Rey, en el que fallecería su ayudante el teniente coronel Guillermo Seco Tovar, además de resultar herido de gravedad el alto mando militar contra el que iba dirigido el artefacto explosivo que los terroristas introdujeron en el interior de su vehículo. Aquel era un año auténticamente conflictivo, ya que a los muchos atentados que había consumado la banda, se sumaba el descontento existente en algunos cuarteles españoles, que tendría su máxima expresión en la intentona golpista del 23 de febrero de 1981.
Al día siguiente, 7 de mayo de 1981, tres jóvenes Jesús Montero García, Luis Cobo Mier y Juan Mañas Morales se dirigían a bordo de su propio vehículo desde Santander, ciudad en la que residían hasta la localidad almeriense de Pechina donde tenían previsto asistir a la primera comunión del hermano pequeño de Mañas Morales. Sin embargo, el automóvil en el que viajaban sufrió una avería por lo que decidieron alquilar un Ford Fiesta en la localidad Puertollano, en la provincia de Ciudad Real. Su premura por conseguir un coche despertó las falsas sospechas de algún ciudadano que inmediatamente relacionó a los tres muchachos con un comando terrorista que supuestamente había actuado en Madrid, aunque ninguno de los tres tenía la más remota relación con la banda criminal ETA.
A raíz del falso chivatazo se montaría un dispositivo para capturar a los falsos terroristas. El sábado, 9 de mayo, los tres jóvenes se dirigieron a Roquetas de Mar, ya en Almería, con el propósito de visitar a un hermano de Juan Mañas, siendo aquí donde se iniciaría el calvario que les conduciría a la muerte. Sin ni siquiera ser previamente identificados, ni muchos menos leerles sus derechos, fueron detenidos a punta de pistola por orden del responsable de la Guardia Civil almeriense, Carlos Castillo Quero, un teniente coronel muy impulsivo y ávido por ganarse el favor personal de sus superiores, quien además intervendría directamente en el trágico episodio que costaría la vida a tres jóvenes que tan solo deseaban disfrutar del fin de semana con su familia.
Vehículo calcinado
Al día siguiente, en el punto kilométrico 8.550 en un terraplén del pequeño municipio almeriense de El Gergal aparecería un vehículo calcinado con los cuerpos de tres jóvenes en un estado prácticamente irreconocible en su interior. En un primer momento se difundió la noticia que se trataba de los terroristas de ETA que habían atentando aquella misma semana contra el general Valenzuela. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. La familia de uno de los muchachos, que estaba intranquila por su desaparición, inmediatamente pensó que a su pariente podría haberle sucedido algo y llegó a sospechar, no sin fundamentos, que se trataba de los jóvenes cuyo vehículo había sido hallado pasto de las llamas.
Para tratar de tapar lo que era un clamoroso error de la Guardia Civil almeriense, desde esta instancia se emitió una versión oficial que, una vez efectuadas las oportunas comprobaciones, nada tenía que ver con lo que realmente había acontecido.Según la misma, los tres jóvenes se habrían revuelto contra el conductor del Ford Fiesta, el agente Manuel Fernández Torres, quien posteriormente resultaría condenado, viéndose obligados los dos agentes a salir del interior del vehículo. Posteriormente, se habría detenido la caravana que los acompañaba y se habría producido un tiroteo en el que participaría el mismo teniente coronel Castillo Quero. No obstante, el resultado de las autopsias contradiría a la versión emitida desde el Instituto Armado, pues según las mismas las tres víctimas habrían fallecido con anterioridad y habrían sido introducidos despedazados el el mismo vehículo que ellos habían utilizado para cruzar prácticamente gran parte del territorio español de una punta a otra.
Tres años más tarde, una carta anónima dirigida a la familia de Juan Mañas Morales, presumiblemente de un agente de la Guardia Civil que fue testigo del desgraciado episodio relataba de forma pormenorizada como se habrían producido los hechos. La misma, a la que tuvo acceso el diario EL MUNDO fue parcialmente reproducida en su suplemento «Crónica». En la misiva el agente en cuestión apuntaba a la existencia de torturas, ya que señalaba que en un primer momento los jóvenes fueron objeto de una gran paliza por parte de sus captores, llegando a perder uno de ellos el conocimiento, instante que supuestamente sería aprovechado por otros para dispararle varios tiros a consecuencia de los cuales fallecería Mañas Morales. El mismo Castillo Quero ordenaría que sus cuerpos fueran introducidos en el interior de su propio coche, el Ford Fiesta alquilado en Puertollano, el cual sería trasladado hasta el punto kilométrico en el que aparecieron los cuerpos. Allí, se habrían gastado dos cargadores con los que se habrían disparado hasta sesenta balas. La acción concluiría prendiendo fuego al vehículo con gasolina y abandonándolo en el lugar en el que aparecería aquel lejano domingo de primavera de 1981. Lógicamente, esta misiva, al ser anónima tal vez por miedo a posibles represalias, nunca fue tenida en cuenta por parte de las autoridades judiciales.
Ante el craso y fatal error comenzarían las investigaciones dirigidas a esclarecer el trágico episodio que marcó uno de los peores capítulos de la Transición española. El abogado de las víctimas solicitó que los hechos fueran investigados como tres asesinatos y no simples homicidios, pues entendía que había habido una deliberada actitud de provocar la muerte de los jóvenes cuyo único motivo de su celeridad en Puertollano obedecía a que deseaban asistir a una primera comunión.
51 años de cárcel
Algo más de un año después, con el Mundial de fútbol acaparando toda la actualidad informativa de la época, se celebraría el juicio contra los involucrados en el triple crimen de Estado que tuvo como escenario la provincia almeriense. Carlos Castillo Quero, obedeciendo a su rudo carácter, se mostraría inflexible no admitiendo prácticamente nunca que había cometido un grave error que había costado la vida a tres inocentes. Su abogado consiguió que el hecho no fuese calificado como asesinato sino como homicidio, con la atenuante de cumplimiento del deber. El teniente coronel de la Guardia Civil sería condenado a tres penas de ocho prisión por homicidio, que sumaban un total de 24 años de cárcel, de los que apenas llegaría a cumplir diez, ya que obtendría la libertad condicional en 1992. Tan solo dos años más tarde fallecería a consecuencia de un infarto de miocardio, sin haber reconocido el grave error que llevaría la desolación a tres familias de humildes y honrados trabajadores.
Por su parte, el teniente ayudante Manuel Gómez Torres sería sentenciado a 15 años de cárcel, en tanto que el conductor de la Guardia Civil Manuel Fernández Llanos recibiría una pena de 12 años de prisión. Ninguno de los dos llegaría a pasar más de seis años entre los muros de cárcel, obteniendo la libertad condicional a finales de los años ochenta por su buena conducta. La sentencia condenatoria llevaba aparejado, eso sí, la pérdida de empleo y destino el el Instituto Armado, aunque en el año 1999 saldría a la luz una noticia en la que se daba cuenta de que los tres encausados por el tristemente conocido como «Caso Almería» habrían recibido dinero de los fondos reservados, lo que no dejaba de ser una afrenta para las familias de los tres inocentes asesinados en mayo de 1981.
Debido a las circunstancias en las que se produjeron los acontecimientos, cada una de las familias de las víctimas recibirían cuatro millones de pesetas en concepto de indemnización, declarando al Estado como responsable civil subsidiario. Sin embargo, a lo largo de las últimas cuatro décadas, sus respectivas familias han sobrellevado el dolor en silencio sin que ninguna administración tuviese la decencia y el decoro de pedir perdón por un suceso que no tendría que haber ocurrido jamás, a pesar del excesivo celo en el cumplimiento de sus funciones del teniente coronel Castillo Quero, a quien atribuyen la avidez de pretender éxitos por la vía rápida, aún a costa de la vida de los demás. Solamente su ayudante, Gómez Torres tuvo el decoro de pronunciar unas palabras en las que decía que sentía muchísimo lo acontecido en aquella trágica primavera de la prometedora década de los ochenta. Y desde aquí pensamos que mucho más lo habrán sentido las familia que perdieron a sus seres queridos de una forma cruel, repugnante y si se quiere hasta absurda.