Estrangula a sus dos hijos en Santomera (Murcia) («La parricida de Santomera»)

Paquita González, «la parricida de Santomera, en el momento de ser detenida

La triste y macabra historia que subyace detrás de Paquita González parecía presagiar un funesto destino a la familia que formó con su marido José Leroy, transportista de profesión, hacía ya más de quince años cuando aquel 19 de enero de 2002 decidió quitarle la vida a sus dos hijos, Francisco Miguel y Adrián, de seis y cuatro años respectivamente, a quienes estranguló con el cable del cargador de un móvil en la localidad murciana de Santomera, un municipio situado al este de la Región de Murcia y que cuenta con algo más de 16.000 habitantes, acogiendo a muchos emigrantes procedentes de Ecuador, que trabajaban mayoritariamente en su espléndida agricultura.

El crimen ocurrió en una fría madrugada de enero. La autora lo había planificado a la perfección, buscando una coartada que se vino abajo a primeras de cambio. Aquel día le había dado dinero al hijo mayor de la pareja para que comprase unas pilas para el walkman y así pudiese escuchar mejor la música, aunque detrás de aquella generosidad se hallaba el hecho de que el joven, un adolescente de catorce años, no se percatase en ningún momento de su macabro plan. Esa misma madrugada se había estado intercambiando algunos sms con su marido, algunos de ellos de contenido obsceno en el que empleaba un lenguaje similar al que utilizan los emigrantes sudamericanos con el supuesto propósito de engañar a los investigadores, aunque su plan presentaba muchas lagunas para ser creíble por parte de la Policía y la Guardia Civil.

Una vez que le hubo dado muerte a sus pequeños le comunicó a su hijo mayor que unos emigrantes ecuatorianos les habían asaltado el domicilio a través de una ventana y le habían dado muerte a sus hermanos. Así se lo comunicó también a su marido, quien en ese momento se encontraba realizando uno de sus muchos viajes de trabajo a Inglaterra. Paquita González contaría esta misma versión a la Guardia Civil, quien inmediatamente comenzó a sospechar de aquella mujer, debido a que había demasiados aspectos que no cuadraban.

Un cristal roto

Una de las claves que llevó a sospechar de la mujer de la casa fue el cristal por donde supuestamente habrían accedido los ladrones a la vivienda. Por la forma en que se encontraba destrozado se percataron que el vidrio había sido roto desde el interior de la casa. Les sorprendió aún más el hecho de los asaltantes no se hubiesen llevado nada del domicilio. A partir de ahí comenzaron a atar cabos y a desmontar el falso relato que les había contado Paquita, una mujer que -según el testimonio de los peritos que la trataron- no era una enferma mental propiamente dicha, aunque padecía los trastornos conocidos como de «Madame Bobary» y «Medea».

La autora del doble infanticidio que consternaría profundamente a la sociedad española de principios del siglo XXI asesinó a sus dos hijos como una venganza contra su marido. La Guardia Civil le permitiría incluso que les diese sepultura en compañía de quien todavía era su cónyuge y su hijo mayor, aunque sería detenida horas después de haber perpetrado un escalofriante crimen cuando los investigadores la habían cercado prácticamente por completo, ya que su relato carecía de cualquier consistencia mínimamente razonable. Aún así, negaría en todo momento ser la autora de la muerte de sus dos hijos y manifestó sentir un profundo dolor por el asesinato de los pequeños, así como desechar de forma reiterada que ella fuese una asesina.

Detrás del horrible suceso protgaonizado por de Paquita González se escondía un largo historial de malos tratos e infidelidades y una relación tóxica que mantenía con quien entonces era su marido, José Leroy, quien en el transcurso del juicio que se celebró en contra de la parricida reconocería que maltraba y pegaba a su esposa, si bien esta no había presentado nunca ninguna denuncia sobre estos hecho, aduciendo que le tenía miedo. De la misma forma, ella acusaría a su pareja de estar detrás de la muerte de las criaturas. Para ello argumentó que su marido había contraído una deuda de 24.000 euros con alguna mafia dedicaba a la distribución y contrabando de estupefacientes, por lo que esa presunta organización habría urdido una venganza contra el compañero de la parricida, extremo este que jamás quedaría acreditado no dejando de ser una vulgar treta en la que amparar un execrable crimen.

En cierta ocasión Paquita se disfrazó empleando una peluca para buscar a su marido por distintos clubs de alterne de la Región de Murcia. Al parecer, en uno de ellos encontraría a José Leroy, quien supuestamente habría cometido bastantes infidelidades con su esposa, lo que sería motivo de frecuentes disputas en una pareja que, a decir de algunos de sus conocidos, nunca había sido bien avenida ni mucho menos ejemplar.

Drogas y whisky

En el transcurso del juicio que se siguió contra la parricida de Santomera a principios de noviembre de 2003, Paquita González negaría haber dado muerte a sus hijos en la madrugada del 19 de enero de 2002. Manifestó sentirse muy afectada y declaró no recordar nada de lo sucedido en el día de autos puesto que -según su relato- se hallaba bajo los efectos de psicotrópicos, drogas y alcohol, principalmente whisky. En ningún momento llegaría a admitir su culpabilidad, además de rogar a las autoridades judiciales que no fuese enviada a ninguna cárcel. Su propósito era el de ingresar en un psiquiátrico para curarse del supuesto cuadro depresivo mayor en que se encontraba, aunque tanto los psiquiatras como los psicólogos que la atendieron negaron en todo momento que la parricida sufrirese ninguna patología de tipo psíquico, ni mucho menos delirios u otra enfermedad que afectase a sus capacidades intelectivas y volitivas.

A la principal conclusión a la que llegaron es a que Paquita González padecía algunos trastornos de la personalidad conocidos como «Síndrome de Medea y Madame Bobary». Este último se caracteriza por un afán fantasioso de verse en una posición superior de la que realmente se encuentra. Para ello, la parricida de Santomera no escatimaba dinero en la adquisición de joyas y maquillaje, así como el hecho de idealizar una supuesta relación con un hombre casado, aunque este jamás le hubiese hecho caso. Igualmente los peritos acreditarían que la asesina de sus hijos no era consumidora de drogas ni alcohol, descartándose que estuviese bajo sus efectos cuando cometió el doble crimen.

40 años de cárcel

Considerada culpable del asesinatos de sus dos hijos pequeños, Francisco Miguel y Adrían, tras el veredicto emitido por el jurado, la Audiencia Provincial de Murcia condenaría a Paquita González a la pena de 40 años de prisión, 20 por cada uno de los crímenes que había perpetrado, así como hacerse cargo de las costas del juicio. Después de la muerte de su madre, la parricida apenas volvió a tener visitas de nadie. Además, se adaptó muy mal al ambiente carcelario, pues consideraba al resto de las internas como mujeres vulgares y carentes de cualquier iniciativa, así como de incapaces de sostener una conversación con ella.

Transcurridos algo más de 20 años desde que cometió el horripilante doble crimen que puso los pelos de punta a toda España, la parricida de Santomera ya goza de permisos penitenciarios, accediendo incluso al tercer grado, que le fue retirado por Instituciones Penitenciarias tras percartarse que había mentido, pues había alegado que convivía con otra persona en un domicilio conocido. Sin embargo, este hecho era completamente falso, por lo que debió volver al segundo grado penitenciario. Aún así, en un periodo prudencial de tiempo, seguramente antes de 2025, habrá saldado ya definitivamente su deuda con la justicia, habiendo pasado tan solo algo más de dos décadas entre rejas por dos espeluznantes y macabros asesinatos que nos eriza la piel con tan solo recordarlo. En aquel entonces, en el año 2002, no se había legislado aún sobre la Prisión permanente revisable, que, mal que nos pese, tal vez sea un mal necesario a fin de que determinado tipo de criminales reciban el castigo que les corresponde y la sociedad se sienta justamente resarcida sobre determinados comportamientos cuyos autores son cualquier cosa excepto personas con un mínimo de civilización y sensibilidad.

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Un adolescente asesina a una joven de 16 años en Santa Cristina de Corça (Girona)

Primera plana del DIARI DE GIRONA dando cuenta de la trágica noticia

No cabe ninguna duda que cuando un suceso está protagonizado por un menor produce un cierto repelús, pero cuando es autor de un crimen parece como si se nos nublara la vista y pasamos a la lógica desazón que conducen a un panorama grotesco y terrible. A nadie se le escapa la pregunta de cómo pudo haber llegado hasta ese extremo y cuáles fueron las circunstancias que le condujeron hasta ese terrible socavón humano que representa el hecho de arrebatar la vida a un semejante, independientemente de las causas del hecho luctuoso.

Este suceso, ocurrido el 25 de noviembre de 1987, el protagonista no es un solo menor, sino dos, tanto la propia víctima como su agresor. Por si ello no fuese suficiente, ambos residían en la misma localidad y eran convecinos puerta con puerta, pues vivían en casas que se encontraban de frente una a la otra. Además, la forma de actuar del precoz asesino, Antonio G.M., conocido como «Pitonio» fue similar a la de cualquier criminal adulto. Se cubrió las espaldas hasta el último instante cuando fue detenido por los agentes de la Benemérita.

Los hechos ocurrieron en la noche de aquel día otoñal cuando la joven de 16 años Carmen Alcalá Bejarano-Avalos regresaba a bordo de su ciclomotor Vespino de color negro a su domicilio desde La Bisbal hasta Santa Cristina de Corça, un pequeño municipio de algo más de un millar de habitantes situado en el Bajo Ampurdám, al este de la provincia de Girona. La muchacha, que estudiaba segundo de bachillerato en un instituo de La Bisbal, volvía a su casa después de haber entrenado con el grupo de compañeras que componían el equipo de baloncesto en el que jugaba desde hacía ya siete años. Sin embargo, para desgracia suya y de su familia, jamás llegaría a su destino. La mala suerte haría que a tan solo 50 metros de su vivienda se cruzase con ella un chaval de quince años, quien -según las pesquisas de la Guardia Civil- pretendió violarla, pero se encontró con una resistencia atroz. En vista de que no logró su objetivo «Pitonio» tomó una piedra de considerables dimensiones con la que le aplastó la cabeza. Antes de morir su agresor pudo comprobar como todavía expulsaba espuma por la boca, por lo que decidió rematar su trabajo con el mismo arma que había empleado. Posteriormente, desnudaría el cadáver de su víctima, aunque, según el Gobierno Civil de Girona no llegaría a consumarse la violación.

Búsqueda

La familia de Carmen Alcalá denunciaría su desparición ante la comandancia de la Guardia Civil de La Bisbal, pues no era normal que a las once de la noche la única mujer de una prole compuesta por seis vástagos no estuviese en su casa. Fue entonces cuando se montó un operativo destinado a saber lo que le había ocurrido a la joven en el anochecer de aquel día de otoño. Será aquí cuando intervenga de nuevo la figura de su verdugo, pues era amigo de uno de los hermanos de su víctima, que respondía al nombre de Bernabé. Durante gran parte del dispositivo acompañará a este último. Incluso acudió con él en el coche de este último hasta La Bisbal, para lo que tomaron la carretera comarcal C-225.

El cadáver de la joven aparecería en torno a las once de la mañana del día siguiente de su desparición, en un paraje situado a menos de medio centenar de metros de donde vivía. Presentaba un aspecto dantesco, encontrándose prácticamente irreconocible a consecuencia de los brutales golpes que había sufrido por parte de su agresor, además de encontrarse desnuda de cintura para arriba. A su lado se encontró el ciclomotor en el que habitualmente se desplazaba desde Santa Cristina de Corça hasta La Bisbal, así como unos guantes negros, que resultarían claves a a la hora de esclarecer el trágico suceso. Además, según un familiar de esta última, había sufrido algunas quemaduras que posiblemente habían sido provocadas con un cigarrillo.

Detención

Apenas tres horas después de hallarse el cuerpo sin vida de Carmen Alcalá, en torno a la una de la tarde del día 26 de noviembre de 1987 era detenido un adolescente que vivía frente a la casa de la joven asesinada. Se trataba de Antonio G.M., de quince años de edad, conocido familiarmente como «Pitonio», quien trabajaba en un taller de chapistería de Serra de Daró. Nada más ser detenido el rapaz se derrumbaría y confesaría el crimen ante los agentes de la comandancia de la Guardia Civil de La Bisbal. Eran muchas las pruebas que existían en su contra, entre ellos los famosos guantes hallados junto al cadáver de la joven a la que él mismo le había dado muerte. Asimismo, algunos vecinos de la zona declararían también que en la tarde de autos había sido visto a bordo de su motocicleta por el lugar donde se produjo el macabro suceso.

En el domicilio del incriminado se hallarían también algunas prendas en las que se encontraron restos de sangre y también biológicos que pertenencían a la víctima, quien sería enterrada al día siguiente en una gran manifestación de duelo que sacudió profundamente al instituto en que estudiaba, donde era muy querida y apreciada por sus compañeros, así como también por el equipo de baloncesto en el que jugaba desde que era una niña.

Una vez que fue incriminado, al ser menor de edad, pasaría a disposición del Tribunal Tutelar de Menores de Girona. Al tener menos de 18 años el muchacho sería ingresado en un centro de menores de Cataluña en el que cumplió la pena que le fue impuesta por un crimen que provocaría la consternación y el espanto de muchos gerundenses y por extensión también de muchos catalanes, que no llegaban a creerse que un muchacho que era prácticamente un niño pudiese acometer una fechoría de tal calibre.

Como consecuencia de este suceso, la familia de «Pitonio» se marcharía desde Santa Cristina de Corça hasta Barcelona, tras llegar a un acuerdo con el cabeza de familia, las autoridades muncipales y la empresa en la que trabajaba el padre del precoz criminal, dado que ambas vivían prácticamente enfrente una de la otra.

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Un guardia civil se suicida tras asesinar a tres mujeres en Torredelcampo (Jaén)

Torredelcampo fue escenario de una tragedia en el año 2001

Hacía justo un mes por aquel entonces, en septiembre del año 2001, que Miguel Ángel de la Rosa, de 27 años y su novia María José Moral Miranda, de 24, habían roto una larga e intensa relación para la que incluso se había fijado la fecha de la boda. Sin embargo él, que era agente de la Guardia Civil destinado en el cuartel navarro de Elizondo, no fue capaz de superar el trauma que significó aquella ruptura, que él mismo achacaba a la madre y la hermana de quien era su prometida. Esta última, a decir de sus amigas y conocidas, se habría negado a desplazarse a tierras navarras, influida -según el autor del triple crimen y posterior suicidio- por su progenitora y su hermana. De todas maneras, nunca se sabrá a ciencia cierta que había de verdad en todo ello. Lo único que ha quedado reflejado fueron unos días de terror y zozobra que conmovieron y consternaron a una idílica localidad, Torredelcampo, situada a 20 kilómetros al oeste de Jaén justo el año en que nacía un nuevo siglo.

Todos los vecinos y otras personas consultadas por los medios de comunicación de la época coincidían en señalar que quel día Miguel Ángel «entró a matar», sin importarle los medios que habría de usar para alcanzar tan macabro y obsceno objetivo. Alrededor de las dos de la tarde del día 21 de septiembre de 2001 el agente de la Guardía Civil entró provisto de su arma reglamentaria, además de una segunda hallada en uno de sus bolsillos que no llegó a usar, en la vivienda unifamiliar de los padres de su ya ex-novia. Sin pensárselo dos veces inició una brutal y dantesca orgía de sangre a su paso que causaría el horror de todo un vecindario que jamás en su historia recordaba un hecho tan sanguinario y cruel. La casa se hallaba situada en la carretera que comunica el santuario de Santa Ana y Torredelcampo y en ese momento se encontraban tres mujeres en su interior, una de ellas, María Luisa Moral Miranda, de 24 años, tuvo la fatal desgracia de hallarse en la casa paterna de visita en el momento menos apropiado, junto a su niño, de tan solo 18 meses, el único que sobrevivió al terror sembrado por Miguel Angel, y que fue encontrado refugiado bajo una mesa.

En muy poco tiempo, el guardia civil provocaría una tragedia que horrorizaría a todo aquel entorno y a Andalucía entera. Empleó muy pocas balas para ello, pues únicamente una de las víctimas, María Dolores Miranda, de 45 años, la madre de su novia, presentaba más de un tiro. A ella le había disparado en dos ocasiones. Tanto a su novia, María José como a la hermana de esta, María Luisa, les bastó un solo disparo para terminar con sus respectivas vidas. Los cuerpos de estas últimas serían encontrados en un pasillo de la casa, en tanto que el de su progenitora yacía en el salón en medio de un gran charco de sangre.

Suicidio

Una vez que hubo acabado con la vida de las tres mujeres, Miguel Ángel de la Rosa terminaría con la suya disparándose un tiro en la cabeza. Su cuerpo quedaría en el quicio de la puerta, llamando la atención de uno de los vecinos de la zona, pues observaba claramente que se encontraba tendido en el suelo. Esta misma persona, que había escuchado las detonaciones de los disparos efectuados por el agente de la Guardia Civil y que en un principio atribuyó a petardos y fuegos de artificio, fue quien descubrió la horrorosa tragedia que sacudiría a Torredelcampo al comienzo del otoño del año 2001.

El autor de la horrible matanza, natural del vecino municipio de Alcaudete y que estaba disfrutando de un periodo vacacional, estaba considerado como un agente ejemplar y no había sido sancionado en ninguna ocasión. Tampoco se sabía que tuviese ningún tipo de problema o conflicto, estando considerado una persona normal. Únicamente las amigas de su novia le reprochaban el hecho de que, al parecer, fuese un hombre un tanto celoso que exigía a su novia que no emplease atuendos o vestimentas que él consideraba provocativos. No obstante, nadie se podía imaginar que aquel joven de 27 años fuese a perpetrar un hecho como el que finalmente se terminaría consumando.

En el momento de producirse la gran tragedia, el esposo y padre de las dos víctimas, un hombre de 50 años, que poseía una empresa de construcción, se encontraba desplazado por la zona de la Costa del Sol por motivos laborales. Le acompañaban el marido de su hija asesinada, cuyo hijo sobrevivió tal vez milagrosamente a la matanza, y otro de sus hijos, quienes al conocer el desgraciado suceso, tuvieron que regresar a Torredelcampo, un pueblo que asistía impotente a un terrible acontecimiento que los situaba en la primera página de los distintos periódicos.

Al entierro de las tres víctimas del furor desencadenado por el guardia civil asistieron más de 2.000 personas, que querían arropar así a la familia que se había visto golpeada por una tragedia como jamás se recordaba en este municipio andaluz. En el camposanto en el que fueron sepultadas las tres mujeres se vivieron escenas de dolor, rabia y consternación por un hecho al que nadie hallaba explicación. Tampoco la madre del asesino y suicida daba crédito a lo ocurrido. Cuando recibió sepultura, de la boca de su propia progenitora se escuchó una dolorosa expresión que lo encierra todo: «Hijo mío, con lo bueno que has sido, como has hecho algo tan malo». Razón no le faltaba a una pobre madre que también sintió que se desgarraba su propia vida con un suceso que jamás se olvidará.

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