Mata a una vecina en Riotorto (Lugo)

La localidad lucense de Riotorto fue escenario de un crimen en el año 1999

Riotorto es una preciosa localidad lucense que parece esconderse tras un impresionante paraje que se emplaza en el confín de las comarcas de A Mariña y Terra Chá, siendo un lugar ideal para realizar una escapada de fin de semana. Con el colorido del valle de fondo, se respira una celestial paz y tranquilidad que harán las delicias de cualquier viajero que pretenda escapar a los constantes ajetreos generados por estrés de la vida cotidiana. Al igual que muchos otros municipios gallegos de interior, se encuentra en alerta roja demográfica, perdiendo progresivamente población desde la década de los setenta hasta situarse en los niveles demográficos más bajos de su historia reciente. En los últimos 30 años ha perdido el 50 por ciento de sus habitantes. Además, quienes quedan en el inigualable paraje lucense son gente muy mayor. De sus escasos 1.400 censados, menos de 50 no supera ya los quince años, tónica muy habitual, por otra parte en la actual Galicia.

En medio de ese sosegado ambiente rural, únicamente interrumpido por el ruido de fondo de algún tractor o maquinaria agrícola, se produciría el 25 de julio 1999 un suceso que alteraría para siempre la tranquilidad vecinal y el plácido aroma de los pinos y robles, a quienes comienzan a ganar terreno las ínclitas plantaciones de grandes eucaliptales, al producirse un horrendo crimen que socavaría la eterna calma que se respira al fondo de los valles.

Era domingo, para colmo de los colmos la principal jornada del último Año Santo Compostelano del siglo XX, cuando ya se había comenzado a comercializar como Xacobeo en todos los rincones del universo a donde se llevaba la voz de la Xunta presidida por el todopoderoso Manuel Fraga Iribarne. En esa jornada un vecino de Riotorto, José Manuel Vila Freire, conocido como «O Frade» daba muerte a su convecina Herminia González, una mujer de 78 años con la que se había encontrado en uno de los muchos caminos rurales que se cruzaban entre ambos lugares en los que vivían ambos protagonistas.

Malas relaciones

Al parecer, «O Frade» asestó varios golpes con algún objeto contundente a su víctima, algunos de los cuáles le producirían importantes hematomas que le afectarían a órganos vitales, sucumbiendo ante la media docena de golpes que le había propinado su contumaz agresor. Posteriormente, su verdugo trasladaría su cuerpo hasta un pajar, conocidos en Galicia como palleiras, un galpón generalmente adosado a la residencia de muchas viviendas rurales. Allí lo taparía con una alpaca de paja hasta que fue localizado por agentes de la Guardia Civil.

La mortal agresión a su víctima estuvo motivada, al parecer, por las malas relaciones que desde tiempos inmemoriales mantenían tanto la víctima como el criminal que le quitó la vida. A eso se sumaba un fortísimo trastorno delirante que sufría José Manuel Vila, quien, una vez hubo perpetrado el brutal acto, se dirigió en su propia furgoneta hasta la prisión provincial de Bonxe, dónde se entregaría a las autoridades. Estas, al percatarse del estado en que se encontraba, lo remitieron a la Unidad de Psiquiatría del antiguo Hospital Xeral de Lugo.

A consecuencia de la muerte de su madre, una hija de la víctima entraría en una grave depresión psíquica que le impediría acudir al juicio en el que se deliberaba la suerte del asesino de su madre. Mientras, este último daría pruebas evidentes de su deteriorado estado mental al contar un rosario enhebrado de desavenencias con prácticamente todo su vecindario, además de estar sumamente obsesionado con el daño que sus vecinos le pudiesen hacer a causa de un posible envenenamiento de los alimentos y hasta el agua que consumía.

Historia surrealista

En el transcurso del juicio, José María Vila Freire narró una historia surrealista de su vida y también del hecho criminal que había protagonizado, lo que levantaría las carcajadas de los que se encontraban en la sala de vista de la Audiencia Provincial de Lugo. En aquella mañana de abril del año 2001, el encausado justificó su agresión mortal a Herminia González aduciendo que esta última lo había asido por los testículos, debiendo defenderse para que lo soltase lo que provocaría la muerte de su víctima.

Sin embargo, si era surrealista la versión de los hechos, debido al delirio paranoide que sufría, mucho más lo era la historia de su vida. En su melodramático relato acusaba a prácticamente todos los vecinos del lugar en el que residía de pretender envenenarlo, tal cual fuese una teoría conspirativa de las más enrevesadas. Así, contó que había cambiado de manantial para abastecerse de agua, pues temía que los vecinos lo hubiesen envenenado. De la misma forma, relató que hasta había cambiado de panadero, pues notaba el sabor del pan algo raro y que también ahí le habrían introducido veneno. Lo mismo dijo de su ex-esposa, de quien añadió que se había visto obligado a separarse porque terceras personas se habrían introducido en su vida conyugal. A prácticamente nadie se le escapaba -como sostenía el fiscal- que detrás de la actitud de «O Frade» se escondía una gravísima enfermedad de tipo psiquiátrico.

Un jurado popular se encargó de dictaminar la suerte del asesino de Riotorto, quien sería condenado a nueve años de cárcel, que debería cumplir en un centro de salud mental, dado el grave deterioro psíquico que sufría. El mismo fue considerado como una causa eximente para que evitase cumplir la condena en una centro de reclusión convencional.

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Tres jóvenes gallegos torturados y asesinados por ETA

Los tres jóvenes gallegos que asesinó y torturó la banda criminal ETA

La banda terrorista ETA cometió muchos «errores» en su dilatada existencia, aunque el principal fuese el de haber iniciado una escalada de sangre y terror que no dejó indiferente a nadie en España. Se puede decir que su propia trayectoria fue su gran y principal error que sería muy funestamente pagado por casi un millar de personas inocentes que fallecieron a consecuencia de su indiscriminado terror. Sin embargo, hay un hecho criminal que llama poderosamente la atención en la historia del grupo criminal. Este no fue otro que la tortura y asesinato de tres jóvenes gallegos en la localidad francesa de San Juan de Luz el 24 de marzo de 1973, un tiempo en el que la banda comenzaba a estar en su pleno apogeo, además de contar con la simpatía de algunos grupos de la oposición a la dictadura franquista, que veían a ETA como un falso elemento liberador, aunque no tuviese nada que ver con los verdaderos ideales democráticos.

Los jóvenes gallegos habían acudido al país vecino a ver la película «El último tango en París», ya que este film era imposible visionarlo en España debido a las restricciones que en materias de libertades públicas hacía la siempre terrible dictadura del general Franco. Nunca se pudieron imaginar que serían confundidos con policías españoles que se encontraban en la lucha antiterrorista y que, supuestamente, los habían ido a espiar. Sin embargo, la realidad distaba mucho de lo que pensaba la banda criminal. Los tres mozos gallegos a quienes ETA acabaría asesinando y torturando eran José Humberto Fouz, de 29 años de edad; Fernando Quiroga, de 25 y Jorge Juan García, de 23. El más veterano de ellos era un poco quien llevaba la batuta de un trío de emigrantes que trabajaban honradamente en el País Vasco, ya que había residido en varios países europeos.

Los mozos habían salido en la jornada del día 23 con destino al país vecino a bordo de un vehículo, marca Austin, propiedad de José Humberto Fouz, cuya ausencia en su puesto de trabajo el lunes, día 25 de marzo, sería la señal que haría saltar todas las alarmas en sus familiares, ya que, al parecer, se hospedaban en la casa de una hermana del referido joven. Un cuñado de este, Cesáreo Ramírez, se trasladó en busca de Jose Humberto y sus dos acompañantes, rastreando la zona para comprobar si les había sucedido algo. A pesar de todo, sus indagaciones fueron vanas. Incluso llegó a sospechar que los desaparecidos se pudieran haber despeñado en algún punto de la carretera. Al cabo de tres semanas de haber realizado una infructuosa búsqueda, decidió poner el hecho en conocimiento de la policía, aunque nunca más se volviese a tener noticias suyas.

Incidente

Según un artículo publicado por el periodista Alfonso Rojo en el diario El Mundo, en su edición del 17 de junio de 2001 en el suplemento Crónica, los tres jóvenes desaparecidos habrían tenido la mala suerte de coincidir con un grupo de miembros de la banda terrorista en la discoteca Lycorne. Allí, sus verdugos habrían estado bebiendo demasiado, protagonizando posteriormente un desafortunado incidente con los jóvenes gallegos. En el transcurso del mismo, según el relato que hace el novelista Adolfo García Ortega, los terroristas habrían herido de gravedad a José Humberto Fouz de un botellazo en la cabeza, quien moriría instantes después, aunque nunca se encontró su cadáver ni tampoco los de sus acompañantes.

Posteriormente, los jóvenes, que serían secuestrados y maniatados por sus captores quienes se encontraban armados, serían trasladados a una granja, que supuestamente pertenecía a Telesforo Monzón, dirigente histórico abertzale, en el propio vehículo de las víctimas. Una vez que estaban en poder de los criminales, estos les habrían torturado durante un tiempo. Algunas fuentes, en las que se cita a Mikel Lejarza, el topo que estuvo infiltrado en el grupo terrorista, los asesinos les habrían aplicado una tortura extrema, llegando a sacarles los ojos con destornilladores. Su objetivo era que los tres muchachos, supuestos policías para los etarras, «cantasen» sobre las actividades antiterroristas que estaban desempeñando, así como también la Policía española de la época. Al convencerse de que aquellos hombres no tenían relación ninguna con los cuerpos policiales habrían decidido asesinarlos, al entender que una acción tan vil y canalla podría ofrecer una muy mala imagen de la banda terrorista.

El terrorista que se habría encargado del comando que les dio muerte era Tomás Pérez Revilla, alias «Hueso», quien moriría años más tarde en un atentado perpetrado por los GAL, según la información facilitada por Alfonso Rojo. Además, según un reportaje emitido en la cadena de televisión Antena 3, realizado por El Mundo TV, en abril de 2001, los restos mortales de las tres víctimas podrían estar sepultados en una finca de la localidad francesa de San Juan de Luz, propiedad de la familia del otrora dirigente radical vasco Telesforo Monzón (1904-1981), quien fue dirigente del Partido Nacionalista Vasco (PNV) en tiempos de la IIª República española y posteriormente, con el advenimiento de la democracia, de la coalición abertzale Herri Batasuna, brazo político de la banda terrorista ETA. A raíz de la revelación de la productora audiovisual del rotativo de Unidad Editorial, la Audiencia Nacional habría intentado reabrir el caso, aunque sin muchas esperanzas para las familias de las víctimas, ya que al haber transcurrido más de 20 años estaría ya prescrito.

En contra de lo que ha sido habitual a lo largo de su infausta y terrible historia, ETA nunca asumiría la autoría del asesinato de los jóvenes gallegos. Representaba un duro lastre para ellos el hecho de haber dado muerte a tres inocentes trabajadores que tan solo habían ido a divertirse al otro lado de la frontera.

Interpelación parlamentaria

El caso de la desaparición y muerte de los jóvenes gallegos alcanzaría un gran eco mediático en la segunda mitad de la década de los años noventa, gracias a la interpelación parlamentaria de Coral Rodríguez Fouz, senadora vasca por el PSE-PSOE y sobrina y ahijada de José Humberto Fouz, quien formuló una pregunta en el Senado al entonces ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja. Gracias a la perseverancia de esta política, se conseguiría que los tres jóvenes asesinados por ETA fuesen reconocidos como víctimas del terrorismo.

Coral Rodríguez no cejaría en su empeño para conocer el paradero de los restos de los jóvenes muertos por ETA. Siendo ya miembro del Parlamento Vasco, en el año 2005, pronunció un emotivo discurso en el pleno de la institución antes aludida en el que solicitaba al Gobierno Vasco que proporcionase los medios suficientes para esclarecer el paradero de los restos mortales de los tres jóvenes asesinados en 1973.

Pese a los desvelos de la parlamentaria vasca de origen gallego, su lucha ha resultado hasta ahora infructuosa. Además, a lo largo de los últimos 46 años han sucedido distintos acontecimientos que, de una u otra forma, han contribuido a tapar un hecho terrorífico que nunca se ha conseguido esclarecer. Rumbo a cumplirse medio siglo de unos asesinatos macabros y execrables, las familias de las tres víctimas siguen clamando una justicia que jamás han conseguido, además de los muchos palos a las ruedas que les han puesto a lo largo de estas ya cuatro largas décadas de intensa y cruel espera.

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Crimen en el barrio chino de Vigo

De todos es sabido que los tradicionales barrios dedicados a la prostitución siempre han sido zonas muy conflictivas. En ellas se junta el hambre con las ganas de comer. Hay quien dice que a sus locales acuden desde quienes no tienen nada que perder hasta quienes buscan una oportunidad que no encuentran o carecen de habilidades suficientes para encontrarlos con una mujer a las que comúnmente se les ha llamado de la “buena vida”, aunque esta expresión diste mucho de la verdadera realidad en la que viven esas pobres desheredadas de un mundo que, no solo les ha dado la espalda, sino que las ha tirado de bruces sobre el peñasco más duro.

Ropas ajustadas y ceñidas a unos cuerpos dorados tal vez más por la intemperie que por el bronceado al sol se suelen ver en algunos de sus desvencijados locales, mientras un cliente sorbe relajadamente el último cubata de la noche. En el exterior podrá contemplar todavía a los rezagados noctámbulos que regatean a un camello el precio de una raya de cocaína, aunque lo que le proporcione no sean más que unos polvos de talco con una porción mínima del narcótico procedente de Sudamérica.

Son algunas de las incontables escenas que solían darse en los viejos puticlubes, hoy denominados más finamente whiskerías o locales de alterne. La primera de las denominaciones referidas queda casi reservada en exclusiva para los míticos bares de carretera a los que solían acudir cansados y fornidos camioneros en busca del placer que les negaba un largo y pesado trayecto.

En esos locales en los que se daban cita todo hijo de madre, según cuentan quienes tenían la costumbre de visitarlos, se produjo un altercado hace algo más de 40 años, concretamente el 5 de septiembre de 1978. En el mismo, sito en la viguesa calle de la Herrería, que hoy ha perdido su antigua funcionalidad histórica, se inició una brusca y tensa discusión entre dos clientes, al parecer por motivos triviales que nada hacía sospechar a quienes les acompañaban que aquella madrugada terminase en tragedia.

Puñaladas

La víctima que intervenía en la discusión abandonó el local sin rumbo conocido, además de dejar la discusión. Se trataba de Benito Fernández Novoa, un albañil de 25 años, nacido en la ciudad de Vigo. Sin embargo, su verdugo, Antonio Silva Novoa, de 43 años, oriundo del municipio ourensán de O Carballiño, no quiso dar por zanjada la discusión baladí que había protagonizado con el joven vigués y prosiguió el altercado. Les acompañaba en ese momento otro joven de la ciudad olívica, José Domínguez Fernández, quien contaba en aquel entonces con 36 años.

En el exterior del local en el que había protagonizado el duro incidente con su víctima, Antonio Silva prosiguió el acoso a Benito, con quien intercambiaría unas duras palabras. No contento con ello, echó mano de una navaja de grandes dimensiones que portaba consigo, asestándole un total de cuatro puñaladas a Fernández Novoa, quien caería derribado en el suelo en un impresionante charco de sangre. Las cuchilladas que acabarían con la vida del joven albañil vigués le habían sido inferidas en la región precordial, cuello y nariz, ocasionándole la muerte de forma prácticamente instantánea.

Su agresor Antonio Silva Novoa sería detenido horas después por agentes de la policía de Vigo, pasando posteriormente a disposición judicial e ingresando en prisión incondicional. El agresor sería condenado a una pena de 18 años de cárcel, al ser acusado de un homicidio alevoso. Asimismo, también tendría que indemnizar a los familiares de la víctima con algo más de un millón de pesetas.

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Varios muertos en el peor temporal del siglo XX

Mar de fondo en la Costa de Lugo

Al ver el titular más de uno pensará que se refiere al famoso ciclón «Hortensia», que barrió literalmente Galicia en la jornada del 4 de octubre de 1984. Es cierto que aquellos tremendos vientos huracanados sembraron el temor y el pánico entre los gallegos. Ahora bien, en aquel entonces se avisó a la población a fin de evitar que el caos y la tragedia se apoderasen de las cerca de tres millones de almas que poblaban el noroeste peninsular. Sin embargo, hay otra fecha marcada en rojo en los calendarios de los fenómenos naturales que se aproximaron a Galicia a lo largo del último siglo del segundo milenio que ha quedado relegada al olvido, no sabemos si intencionadamente, pero que nunca o prácticamente nunca aparece reflejada en los distintos medios de comunicación.

La fecha a la que nos referimos es la del sábado, 5 de febrero de 1972. En la tarde de aquella fatídica y terrible jornada varias personas perecieron a consecuencia de un temporal mucho más dañino y mortífero que el famoso «Hortensia» pero mucho menos mediático, o al menos ha pasado al baúl de los recuerdos en donde duerme su sueño eterno. Tal vez fuera porque se trataba de otros tiempos en los que no había los avances que ya se registraban en la década de los ochenta, lo cierto es que aquel temporal pilló desprevenidos a la práctica totalidad de la población gallega de la época, que asistieron impasibles a la destrucción de algunas de sus más importantes fuentes de riqueza que quedaron al albur de uno de los fenómenos meteorológicos más terribles que han ocurrido en el siglo XX en Galicia.

El territorio más afectado por los efectos de aquel tremendo temporal fue la provincia de Lugo que tuvo que soportar vientos huracanados que alcanzaron una velocidad de 170 kilómetros por hora en su interior, según el registro efectuado en el centro instalado en la localidad de Castro de Rei, en el interior de la provincia, en plena comarca de Terra Chá.

Veinte heridos muy graves

Por lo que se comentaba con anterioridad, tal vez porque se vivía de otro modo a la sazón de ser otra sociedad muy diferente a la de tan solo una docena de años más tarde, además de vivir todavía en una decadente dictadura, apenas se facilitaron datos reales sobre lo que realmente había acontecido. A todo ello se unían unas deficientes infraestructuras en todos los campos que contribuyeron muy decisivamente a acallar lo sucedido. Se sumaba también la carencia de medios de comunicación que informasen puntualmente de unos devastadores acontecimientos que apenas han dejado su huella 47 años más tarde.

Se sabe, por informaciones periodísticas de diarios editados en Madrid, que solamente en Lugo capital hubo un total de veinte personas heridas de gravedad. Si bien es cierto que no hay constancia de la evolución de las mismas, ya que la noticia no tendría una rigurosa continuidad periodística como tienen hoy en día, a lo que hay que añadir la férrea censura que practicaba la dictadura con hechos que pudiesen ir en contra de sus intereses o deteriorasen su imagen. En la misma capital lucense fallecería un hombre en la misma tarde del temporal cuando se disponía a arreglar algunos desperfectos que le había ocasionado el viento en el tejado de su vivienda.

La cifra de muertos nunca se ha podido precisar con exactitud, pues en aquellos tiempos era muy complicado saber cuantos accidentes se registraron provocados por el temible ciclón. Examinando distintos medios de comunicación impresos de aquel tiempo se puede hacer un cálculo aproximado de que unas diez o más personas podrían haber perdido la vida a consecuencia de un temporal que ha quedado en el olvido.

Aunque todavía no eran muy frecuentes las comunicaciones telefónicas, las provincias de Lugo y Ourense quedarían incomunicadas durante varios días, al ser dañadas las instalaciones en ambas provincias. De la misma forma, el suministro eléctrico también sufriría una de las peores crisis de su historia, ya que durante un largo fin de semana no hubo luz eléctrica en la capital lucense ni tampoco en la gran mayoría de los municipios, siendo especialmente afectados los del norte y el litoral, donde las embarcaciones hubieron de permanecer amarradas varios días por temor a un nuevo temporal similar al de la tarde de aquel sábado del mes de febrero.

«El Progreso» no se publica

Una idea de la magnitud de aquellos hechos fue que el diario lucense «El Progreso» faltaría a la cita diaria con sus lectores, por vez primera en los 64 años de historia con que contaba en aquel entonces, en la jornada del domingo, 6 de febrero de 1972. La falta de energía eléctrica fue la principal responsable de que el único diario que se editaba en Lugo no estuviese en la jornada dominical en los quioscos.

Durante toda la noche y la madrugada que siguieron a la tarde de aquel terrible temporal varias dotaciones de bomberos de la capital lucense recorrieron toda la ciudad derribando algunos elementos que habían sido movidos por el viento a fin de evitar desprendimientos que terminasen en tragedia. Según los medios informativos anteriormente aludidos, prácticamente todos los inmuebles de la ciudad de Lugo sufrieron, de una manera u otra, los efectos de un devastador temporal que convirtió al área nordeste de Galicia en un auténtico y verdadero infierno.

En otro de los lugares donde se palparon las consecuencias de aquel espantoso ciclón fue en el parque lugués de Rosalía de Castro, lugar en el que el viento derribó varios árboles, algunos de los cuales contaban ya con más de medio siglo de historia. De la misma forma, a lo largo y ancho de toda la geografía lucense era frecuente contemplar chimeneas y árboles derruidos por el viento, además de centenares de postes de luz lo que explica la falta de abastecimiento eléctrico en las jornadas posteriores.

El principal sector de la economía del interior de Lugo, el agropecuario, sufriría muy directamente las consecuencias del arrasador ciclón. Las distintas fuentes informativas a las que se ha accedido cuentan que centenares de granjas, principalmente de pollos, fueron pasto de los vientos, pereciendo una gran parte de los animales al quedar aplastados en las instalaciones en las que se guarecían. Igualmente también la ganadería padecería unas duras consecuencias, ya que los agricultores de Terra Chá y Ribeira Sacra se calcula que perdieron más de la mitad de sus existencias de heno y paja, teniendo en cuenta que todavía faltaban casi tres meses para la llegada de la primavera y así poder dejar pastar libremente en campos y prados.

Pero, aunque no en toda la provincia, al viento se sumó la nieve en las zonas de montaña. De hecho, un grupo de universitarios compostelanos se vería atrapado en una descomunal nevada a las dos horas de salir del albergue de Piedrafita. Al parecer, aunque parezca un poco exagerado, en algunos tramos la nieve llegó a alcanzar varios metros de espesor. Mientras, en el noroeste de la provincia de Lugo media docena de vehículos quedaron atrapados en la Serra da Gañidoira, teniendo que abandonarlos sus propietarios hasta que pasase el temporal de nieve, al que se sumaba el viento.

Nunca hubo una estimación oficial de los daños ocasionados por aquel inhóspito huracán que arrasó la provincia de Lugo en la tarde de un ya lejano sábado del año 1972, en plenos estertores del franquismo. Se sabe que las pérdidas en los distintos sectores podrían superar tranquilamente los cien millones de pesetas de la época. Una estimación hecha por la Hermandad de Agricultores y Ganaderos cifraba las pérdidas en este sector en unos diez millones de pesetas de aquel tiempo.

Distintos entes y organismos, ninguno de ellos oficial, solicitaría la declaración de «zona catastrófica». Sin embargo, su petición caería olvidada en el baúl de los recuerdos del régimen franquista, al igual que cayeron otros tantos reclamos de una provincia pobre y deprimida que nunca contó con mucho aprecio de los distintos gobiernos centrales. Eran otros tiempos. Pero en esto tampoco se ha cambiado.

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El degollador de Cangas de Tineo

Laureano Sal Collar, el temible degollador de Cangas de Tineo

En el primer tercio del siglo XX el área de intersección asturgalaica que se encuentra a una y otra orilla de la ría del Eo era una zona muy deprimida, con elevadas tasas de analfabetismo en la que no faltaban las epidemias, el hambre y las calamidades. La única salida para la gente más joven era la emigración a tierras americanas a las que se desplazaría una parte importante de su mano de obra, escasamente cualificada que abandonaba una tierra que les negaba los elementos más básicos para la subsistencia. En la zona centro astur comenzaba a alcanzar cierta prosperidad su pujante industria minera, que tenía su réplica en la zona nordeste gallega con el inicio de la explotaciones de limonita en el actual municipio de A Pontenova, antiguamente denominado Vilamea y Viloudrid respectivamente.

Pese a ser un territorio deprimido y olvidado de los centros de poder, el contorno de la ría del Eo gozaba de una excelente salud demográfica en contraposición con lo que sucede actualmente que, a diferencia de entonces, es un área próspera, con altos índices de desarrollo humano y con unas rentas que nada tienen que envidiar a las de cualquier parte del estado español. A ello se suma la extraordinaria belleza que atesora todo el territorio asturgalaico, una de las más espectaculares e impresionantes de toda la Península Ibérica.

Retrocediendo en el tiempo a los primeros años del primer tercio del siglo XX, a los problemas a los que tenía que enfrentarse la sociedad de entonces, se sumaba la crisis derivada del primer gran conflicto armado mundial y las terribles consecuencias de una epidemia de gripe, conocida como «gripe española» por ser en España en el único país donde se informaba sobre la misma, ya que en los países que se encontraban en conflicto había una dura y férrea censura de prensa. Aunque el mundo rural, como era el caso del gallego y del astur, no estaba muy informado de lo que acontecía a nivel mundial si estaba sufriendo directamente sus nefastas consecuencias, con elevados índices de mortalidad entre la población que contaba entre 18 y 35 años, la más afectada por la terrible pandemia.

Es en ese mundo rural asturgalaico, en el área de intersección de ambos territorios al que nos dirigimos para encontrarnos con un energúmeno que es la auténtica reencarnación del mal. Un individuo que carecía de cualquier escrúpulo y resentimiento a la hora de perpetrar sus terribles crímenes, lo que no dejaba de ser sorprendente para la prensa de la época que lo retrataba como un sádico sin sentimientos. Se trataba de Laureano Sal Collar, conocido como Navarro, nacido en la parroquia de Xedré, perteneciente al municipio astur de Cangas del Narcea, en aquel entonces, entre los años 1914 y 1918, todavía era denominada como Cangas de Tineo. El cambio de nombre se efectuaría en el año 1924.

Cuatro crímenes

En poco más de tres años, Laureano Sal Collar perpetraría un total de cuatro crímenes, todos ellos de la forma más horrorosa posible, ya que en todos los casos se ensañaría brutalmente con todas sus víctimas, por un procedimiento salvaje y cruel como era el degollamiento de las mismas. Cometió sus dos primeros asesinatos en el año 1914 en la parroquia de Veiga de Regos matando al matrimonio formado por Eduardo Fernández Castelar y Antonia Fernández, que eran los propietarios de la taberna. El móvil del crimen era siempre el robo. Además, como ya se ha indicado, carecía de cualquier escrúpulo y remordimiento.

Tras estos dos primeros asesinatos, Laureano Sal sería detenido, aunque incomprensiblemente sería puesto en libertad poco tiempo después. En ese tiempo en que volvió a campar a sus anchas, volvería a matar de forma alevosa y cruel, sin mostrar en ningún momento el más mínimo arrepentimiento. Sus víctimas serían ahora las propietarias del estanco de la parroquia de San Pedro. Allí volvería a dar muerte, de forma cruel y tortuosa, a la octogenaria Juana Aumente y a su nieta Carmen Rodríguez en la noche del 14 de febrero de 1917.

A raíz del segundo y espeluznate crimen, el degollador de Cangas de Tineo, como sería conocido, fue detenido de nuevo, descubriendo en el transcurso del juicio los medios de comunicación de la época su nula catadura moral, su sadismo y psicopatía que no dejaba lugar a dudas. En ningún momento dio la más mínima prueba de arrepentimiento ni tampoco remordimiento alguno por haber cometido semejantes barbaridades. Sería condenado a pena de muerte, aunque su abogado defensor la recurriría aduciendo que su defendido sufría alguna patología mental que le hacía actuar de una forma tan sádica y cruel. Sin embargo, el Tribunal Supremo desestimaría la petición de clemencia, aunque, en última instancia, el entonces rey de España Alfonso XIII accedería a las peticiones del letrado encargado de su defensa y le sería conmutada la pena de muerte por la de reclusión perpetua.

Se sabe que Laureano Sal Collar padecía algún tipo de trastorno de personalidad que le hacía actuar de una forma brutal y estremecedora con sus víctimas, en la época calificado como retraso mental. A pesar de ello, este hombre, de 33 años de edad cuando fue indultado en 1919, se había casado y se ganaba la vida como jornalero. Asimismo, obtendría nuevos beneficios penitenciarios en 1931, con la proclamación de la IIª República Española, lo que le llevaría a obtener la libertad definitiva. A partir de ese momento se pierde cualquier pista del célebre criminal que enlodó de sangre el siempre pacífico y tranquilo territorio asturgalaico hace ya más de cien años.

Sobre su futuro, hay una incógnita a la que no han hallado respuesta quienes han investigado su lúgubre existencia y esa no es otra que: ¿Volvería a matar el degollador de Cangas de Tineo o Narcea, como se denomina actualmente?

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16 muertos al precipitarse un camión con trabajadores al Sil

Guardias civiles en una ribera del río Sil

Dicen que el verano suele ser una época propicia para las tragedias. No se trata de ser aguafiestas ni tampoco ningún cenizo, pero es cierto que en la etapa estival suelen producirse algunos siniestros que dejan una profunda huella que terminan por amargar las vacaciones a quienes tienen la suerte de poder disfrutar de un periodo de descanso. Un suceso de gran magnitud calaría muy profundamente en la Galicia de los sesenta, donde se esperaba con impaciencia la llegada de muchos emigrantes a países europeos para disfrutar de sus merecidas vacaciones. A bordo de nuevos vehículos, de llamativos colores, al tiempo que lucían unas fantasiosas y enormes gafas de sol, portando estrambóticos pantalones a cuadros de campana, aquellos muchachos nacidos mayoritariamente en los tiempos inmediatos, anteriores o posteriores a la Guerra Civil, se encargaban de poner una nota de color al verano gallego de la época, en el que la mayoría de sus habitantes del extenso rural intensificaban sus constantes tareas agrícolas y ganaderas.

En medio de un clima monótono, que apenas era interrumpido por nada ni por nadie, cuando se agotaba la mañana del viernes, 18 de agosto de 1967, un tremebundo suceso conmocionaría terriblemente a una Galicia en la que todavía se vivía de forma perenne el eterno recuerdo de la Guerra Civil. Si bien es cierto, que el país gallego ya había dejado de ser el paraíso de la desaparecida guerrilla antifranquista, tras la liquidación hacía poco más de dos años en aquel entonces del último forajido, Xosé Castro Veiga, conocido como «O Piloto», abatido por agentes de la Guardia Civil.

En aquella época eran ya muchas las familias gallegas que habían abandonado los trabajos agrícolas y muchos hombres preferían ganarse un salario en cualquier empresa a vivir de forma sempiterna detrás de un clásico carro del país, mientras su eje servía de una eterna sinfonía que ya ha desaparecido, como habían hecho sus padres. Aún así, había una gran mayoría que prefería combinar las labores en el mundo agrario con un trabajo en cualquier empresa, ya que eso les permitía aparentemente mejorar su nivel de vida.

Sin embargo, una de las medidas que seguía fallando, por no decir que brillaba totalmente por su ausencia, era la seguridad laboral y cualquier lugar podía ser propicio para un fatal accidente, tal y como les sucedió a 16 trabajadores de los cerca de 40 que viajaban en un camión, perteneciente a la empresa Francisco Cachafeiro, que trabajaban en las muchas obras que en aquella época se estaban haciendo a lomos del río Sil, con la finalidad de aprovechar los muchos saltos de agua que presentaba para convertirlos en energía eléctrica, obsesión perenne y un tanto enfermiza del régimen de Franco. Hay que recordar que el viejo dictador se había ganado el mote de «Paco, el rana» por su obcecación en inaugurar pantanos, siendo este uno de los pocos chistes que era permitido en torno a su decadente y obtusa figura.

2o metros

Los trabajadores habían concluido a esa hora, en torno a la una de la tarde, su turno de trabajo matinal cuando se encaminaban a almorzar a bordo del camión accidentado. No llevaban sujeción alguna, yendo en su mayoría en la parte posterior del vehículo, destinada a remolque, cuando el coche se precipitó por un rocoso desnivel de 20 metros, parando en un área del río Sil que tenía una cierta y pronunciada profundidad en la localidad lucense de San Clodio, perteneciente al municipio de Ribas de Sil. Además, como en casi todas las tragedias, siempre hay algunos factores que contribuyen a magnificarla. En este caso, quienes iban sobre el camión se encontraron con la mala suerte de que fueron a caer precisamente en una de las zonas en las que el siempre caudaloso río Sil tenía una mayor profundidad y nivel de agua, zonas a las que en Galicia los pescadores suelen denominar bogos, en las que suele haber una sobreabundancia de pesca. En zonas inmediatamente próximas a las que se produjo el siniestro, el nivel del agua no superaba en esas fechas del año el medio metro de profundidad al encontrase en periodo estival.

Como sucedió muy a menudo durante la etapa franquista, nadie se quería responsabilizar de la tragedia ni tampoco buscar unas causas objetivas, encomendándolo todo a los designios de la Divina Providencia. La causa más probable del siniestro pudo haber sido la ausencia de visibilidad que, en el momento de producirse, se registró. Según algunas informaciones de la época, el conductor del camión se encontraría con una inmensa polvareda levantada por un utilitario con el que se había cruzado a la altura de la curva en la que tuvo lugar el trágico suceso. Aunque es mencionado por diversas fuentes, se alude muy poco, sin embargo, a que el camión transitaba por un angosto y estrecho camino rural, muy frecuentes en la Galicia de la época, a los que comúnmente se les denominaba corredoiras, además de carecer de un firme en condiciones.

La mayoría de las víctimas perecieron ahogados al quedar atrapados en el interior del camión sin que se pudiese hacer nada por salvar sus vidas. Es más, algunos que no sabían nadar se agarraron fuertemente a sus compañeros provocando, a su vez, la muerte de quienes se sabían desenvolver entre las aguas. Otros trabajadores que iban en el camión se lanzaron desde el remolque para caer sobre una zona rocosa, agarrándose a las enormes piedras para evitar caer al río. Sin embargo, otros fallecieron como consecuencia del impacto de su cuerpo, principalmente la cabeza, contra las piedras. Llama la atención que algunos de los que se salvaron se marcharon del lugar por su propio pie con la intención de que no se preocupasen sus familias.

Héroes

Como en toda tragedia siempre hay algunas personas que destacan por su altruismo y heroísmo. En este caso uno de los principales héroes fue el conductor del camión, quien salvaría la vida de las personas que en ese momento le acompañaban en la cabina en la que viajaban. De igual manera, otra persona que se distinguió por su arrojo y valentía fue un joven, hermano de la sirvienta del médico forense de la localidad de Quiroga, muy próxima al lugar de los hechos. Al parecer, este muchacho se lanzó varias veces a las aguas del Sil para socorrer a las víctimas del siniestro, salvando varias vidas.

Los trabajos para sacar a los fallecidos del río se prolongarían a lo largo de toda aquella fatídica jornada de aquel trágico mes de agosto, siendo de nuevo muy destacable la gran labor desempeñada por los vecinos del lugar en el que se produjo este trágico acontecimiento. Muchos de ellos colaborarían con los efectivos de la Guardia Civil, único cuerpo que en la época desempeñaba tareas de socorro, en la extracción de algunos cuerpos de los fallecidos de las aguas del río Sil.

En vista de que pudiesen quedar más víctimas atrapadas, al no haber aparecido todos los que viajaban a bordo del camión puesto que algunos de ellos habían abandonado el lugar del accidente, se desplazaron hasta San Clodio miembros pertenecientes al equipo de hombres-rana del Ejército. Por fortuna, no encontrarían más cadáveres en las aguas de aquel cauce fluvial. En el mismo solo quedaba un camión que había sido adquirido recientemente por la empresa constructora por lo que se desechó en todo momento cualquier fallo de tipo mecánico.

El suceso conmovería fuertemente a la rural Galicia de la época, a pesar de que solamente en algunas casas disponían de aparatos de radio en tanto que la televisión era cosa de privilegiados. Los periódicos se solían leer en cualquier desvencijado bar o taberna mientras el rancio olor de frutas y verduras allí almacenados servía de fondo a las pituitarias, en tanto sobre una chapa metálica colocada en su descolorida fachada se podía leer el anuncio de una conocida marca de vinos o gaseosas, aunque también era muy común un rótulo de no menos conocidas firmas comerciales dedicadas a la distribución de abonos o fertilizantes.

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O Piloto: ejecución o asesinato

José Castro Veiga, «O Piloto»

Fue el último guerrillero en ser abatido, ya en la década de los sesenta. Su lucha en aquel entonces ya carecía de cualquier sentido, pues la mayor parte de sus compañeros la habían abandonado, cuando no muerto en distintas circunstancias. Algunos en tiroteos con la guardia civil, en tanto que otros a consecuencia de las penalidades que habían sufrido en montes y montañas gallegas. Si no tenía sentido su lucha, quizás lo tuviese menos la forma en que le dieron muerte. En aquel entonces, Xosé Castro Veiga, aunque decían que era muy rápido utilizando las armas, ya no hacía daño a nadie. Se había convertido en un hombre algo desnortado que no sabía a donde ir ni a donde acudir. Sin embargo, el anterior régimen, caracterizado por su implacabilidad en la lucha contra los viejos guerrilleros, no supo ni quiso perdonarle. A partir de ahí, comienza su leyenda y su mito.

En el año 1965, aunque el terrible recuerdo de la Guerra Civil estaba todavía muy presente en la sociedad de la época, la lucha contra el régimen de Franco había tomado unos cauces completamente distintos a los que se había llevado en los primeros tiempos de la dictadura. El maquis gallego, que había luchabado contra un cruel e inhumano sistema político, ya no tenía sentido alguno desde 1950, año en el que fueron abatidos y detenidos algunos de los últimos y más conocidos guerrilleros. En esos tiempos los distintos grupos de oposición, principalmente los sindicatos, se habían ido infiltrando en el régimen con el propósito de aprovechar las circunstancias o bien para descomponerlo o intentar destruirlo.

Los montes y montañas gallegos eran ya solo un nostálgico recuerdo para viejos guerrilleros que se habían enfrentado en ellos de una forma un tanto suicida a los agentes de la guardia civil. Aquella lucha carecía de cualquier sentido si es que algún día había tenido alguno. A mediados de la década de los sesenta ya solo quedaba Xosé Castro Veiga en la lucha armada clandestina. A lo largo de su dilatada lucha guerrillera se había caracterizado por ser muy escurridizo, burlando a la guardia civil en las situaciones más inverosímiles.

Atraco

En la mañana del 10 de marzo de 1965, fecha en que fue abatido O Piloto, había cometido un último atraco en una pudiente casa de O Saviñao, apoderándose de 15.000 pesetas. Castro Veiga siempre les decía a quienes asaltaba que era un «impuesto que le cobraba el legítimo Gobierno de la República». Al parecer había sido denunciado por los propietarios de la vivienda que había sido asaltada, dando cuenta a la guardia civil de la presencia del célebre forajido gallego. La familia a la que había atracado era una casa pudiente de la época, siendo el hijo más joven del propietario, Darío Vázquez Fernández, fallecido en la localidad pontevedresa de Porriño en 2004, quien daría la alerta a la guardia civil, además de seguir el rastro del célebre guerrillero.

Su perseguidor siguió perfectamente durante esa jornada el itinerario de O Piloto desde A Bugalla hasta la parroquia chantadina de Pesqueiras, al otro lado del Miño. Cuando Castro Veiga cruzó la carretera, su perseguidor aprovechó para entrar en las instalaciones de la central eléctrica buscando un teléfono para dar aviso a la Guardia Civil. Inmediatamente se acercaron dos patrullas procedentes de Escairón y Chantada a la caza del último maquis.

Un solo tiro

Un consumado y experto tirador descerrajó de un solo disparo la cabeza de O Piloto, mientras se hallaba sentado a la vera del río comiendo plácidamente. A Xosé Castro Veiga no le dio tiempo ni a pensar que su vida de forajido había terminado para siempre. Su cadáver constituyó una presa de valor incalculable tanto para el régimen como para las fuerzas del orden que no dudaron en exponerlo públicamente para cuantos quisiesen contemplar por última vez al hombre que había mantenido en vilo durante casi un cuarto de siglo a la guardia civil de los municipios del sur de Lugo.

La familia que denunció la presencia de Castro Veiga abandonaría su vivienda, trasladándose a otro lugar de la parroquia de A Bugalla, en el mismo municipio de O Saviñao. De la misma forma, su delator también abandonaría la casa familiar, estableciéndose en el municipio pontevedrés de Porriño, en el que fallecería 39 años más tarde. Se dice que alguien aconsejó a la familia denunciante abandonar su habitual vivienda por temor a que sufriesen alguna represalia.

La noticia de su muerte fue inmediatamente divulgada por toda la comarca en la que todavía gozaba de un cierto carisma popular el famoso luchador. Además, el régimen, en sus comunicados y notas de prensa, denigraba la imagen de una víctima a la que no dudaba en calificar de bandolero y delincuente, aunque la filosofía de la existencia Xosé Castro Veiga era completamente ajena a los cánones por los que se regía un sistema que ya se quedaba demasiado anquilosado en un nefasto y oscuro pasado, pese a que se consideraba la reserva espiritual de Europa.

Con la muerte de «O Piloto» concluía de forma oficial la lucha contra el maquis gallego. No cabía duda que la dictadura se había cobrado un cotizado trofeo pero que, al fin y al cabo, no suponía ya ningún peligro para nadie. Recordaba la historia de aquellos famosos soldados japoneses que se rindieron y entregaron varios lustros después de concluida la Segunda Guerra Mundial ante soldados americanos, aunque algunos de ellos ni siquiera estaban completamente convencidos de que el conflicto había concluido hacía ya más de diez años.

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Seis muertos en el accidente del ferrobús Vigo-Santiago

Convoyes de un ferrobús en una estación de tren de Galicia

El verano de 1975 estaba siendo un tanto atípico en la triste España de la década de los setenta. Se sucedían rumores acerca del estado de salud del dictador, a quién irónica y sarcásticamente se le llamaba ya «el recluta rebelde» porque se negaba a entrar en caja. Para quienes desconozcan a que se refería la famosa caja de la retranca, recordarles que los mozos jóvenes que tenían que incoporarse a cumplir sus obligaciones militares habían de dirigirse, previamente, a las desaparecidas Cajas de Reclutas para conocer el destino que les había tocado en suerte para cumplir el siempre indeseado servicio militar.

Independientemente de todo ello, lo cierto es que aquel año, en el que cambiaría radicalmente el destino de España, el país era un estado anodino que se había acostumbrado a un régimen anquilosado a unas remotas circunstancias de un pasado que a los más jóvenes les quedaban ya muy lejanas, por non decir que les eran totalmente ajenas. Todo el mundo daba ya por hecho que el anterior sistema estaba abocado a un inmediato final puramente biológico que no tardaría en llegar. Aún así, daría temibles zarpazos en sus últimos estertores fusilando a seis jóvenes opositores, entre ellos un muchacho gallego Humberto Baena quien, sencillamente, era un inocente a quien jamás pudieron comprobar que hubiese perpetrado algún delito de terrorismo. Sin embargo, al dictador no le tembló el pulso en firmar el «enterado» en el momento de sancionar su pena capital, a pesar de que padecía una avanzada enfermedad de Parkinson.

En ese ambiente seguía imperando una férrea censura en todo lo concerniente a cualquier aspecto que pudiese dañar la imagen de un sistema decaído y decadente. En Galicia se vivió una inefable prueba de esto último el 13 de agosto de 1975, para colmo 49 cumpleaños del dictador Castro, de ascendencia gallega. En la tarde de ese día, como era habitual, un ferrobús, que cubría el trayecto entre la ciudad de Vigo y Santiago de Compostela, sufriría un fatal accidente en el que morirían trágicamente seis personas, despertando la atención de buena parte de muchos gallegos quienes, en la parte oriental de su territorio, se dedicaban a recoger el trigo y preparar las habituales mallas, un ritual que terminaría desapareciendo poco más de una década más tarde.

Vagones empotrados

El siniestro se produjo a tan solo tres kilómetros de Vilagarcía de Arousa, en el trecho viario que une su estación con la del vecino municipio de Catoira. Al parecer, la causa principal del accidente se debió a que el convoy, formado por cuatro vagones, el que marchaba en tercer lugar acometió por detrás al segundo y este se empotraría contra un muro de hormigón. La peor parte se la llevaron las personas que viajaban en la segunda unidad del transporte articulado, ya que fueron las que más directamente sufrieron las consecuencias del fatal impacto.

En la zona del suceso se vivieron momentos de gran angustia, confusión y un pavor generalizado se apoderó de las muchas personas que viajaban en el convoy, un total de 200 según una nota de prensa que facilitaría RENFE a los medios informativos de la época, muy escueta, por otra parte. A diferencia de lo que sucede hoy en día, los medios de auxilio a viajeros, eran muy deficientes por no decir que prácticamente inexistentes. El primero en acudir en su ayuda fue un hombre que escuchó el estruendo del golpe contra el talud de hormigón. Aprovechando que disponía ya de un vehículo todoterreno, muy escasos en aquel entonces, cruzó unos terrenos agrícolas con el mismo para contemplar la dantesca escena. De igual modo, fue también muy destacable la ayuda prestada por vecinos de casas próximas al lugar del accidente.

Un total de 42 personas tendrían que ser atendidas en los centros sanitarios de Vilagarcía de Arousa, Pontevedra, Santiago de Compostela y Vigo. El pronóstico de algunos de los heridos era de muy grave. Incluso, en un momento dado, los distintos centros sanitarios solicitaron, a través de emisoras de radio principalmente, la presencia de donantes de sangre a fin de poder paliar las carencias de plasma que sufrían.

Los trabajos de excarcelación de las personas fallecidas se prolongarían durante varias horas al quedar atrapadas en un impresionante amasijo de hierros. El primer cadáver rescatado sería el de un empleado de RENFE, natural de Vigo, que se había llevado una de las peores partes. A medianoche sería también rescatado el cuerpo de un niño que no superaba los diez años.

Un total de seis personas fueron víctimas de un fatal accidente que el régimen de la época, además de impedir que los distintos medios publicasen fotografías e información, atribuyó increíblemente a las lluvias caídas aquel verano. Como si en Galicia no lloviese en época estival y máxime en aquellos tiempos en los que todavía no se hablaba de cambio climático.

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Crimen en un cuartel de la Armada en Ferrol

Marinos jurando bandera

A finales de la década de los setenta, el Ejército todavía continuaba siendo un poderoso estamento social, gozando de ciertos privilegios de antaño obtenidos durante el régimen dictatorial de Franco. Todavía era un elemento a tener en cuenta en la gobernabilidad del país y era frecuente que militares de la más alta graduación formasen parte de distintos ejecutivos estatales. Por si fuera poco, la clase política era mirada de reojo desde los cuarteles, quedando todavía muchos miembros de las fuerzas armadas dispuestos a intervenir si lo consideraban necesario en asuntos estrictamente políticos.

En Galicia donde siempre más se ha notado la presencia militar ha sido en la ciudad de Ferrol, localidad en la que la Marina siempre ha contado con un importante número de efectivos. Buena prueba de su significación en el área ártabra lo sería el equipo de fútbol, el Rácing de Ferrol, que durante muchos años sería uno de los más punteros de Galicia, militando durante casi dos décadas de forma ininterrumpida en la segunda categoría, gracias a los refuerzos de futbolistas que iban destinados a la ciudad departamental a cumplir el servicio militar obligatorio.

Con la supresión de la «mili» se terminaría con largas décadas subyugados al poder de los uniformes y los cuarteles, olvidándonos para siempre de la importancia que desempeñaban aquellos hombres de rostros tensos y adustos que parecían carecer de cualquier estima por quienes los rodeaban. Todo ello incidiría negativamente en una ciudad que dejaba de pertenecer al albur militar después de más de un siglo en el que se hicieron patentes las botas altas de firme pisada y los engalanados uniformes que vestían aquellos hombres de mirada lejana y severa.

En las instalaciones del Ejército y de la Armada ocurrían muchas cosas, aunque siempre reinaba un mutismo y hermetismo prácticamente absoluto en torno a lo que pudiese acontecer en su interior. Muchas veces esa introversión y reserva era aducida en base a unos supuestos secretos oficiales a los que jamás pudo acceder la población civil, manteniéndose el estamento militar como un submundo aparte del resto en el que reinaba su propia ley. Esta circunspección lo abarcaba todo o prácticamente todo. Tal fue el caso de un dramático suceso ocurrido el domingo, 23 de septiembre de 1979.

En esa fecha un joven cabo, Antonio Cabanillas Cabrera, que estaba cumpliendo el servicio militar obligatorio, disparó dos veces con su fusil cetme sobre el capitán de Infantería Carlos Seijas Fernández, en el momento en que se encontraba cenando en el comedor del acuartalemiento en compañía del también oficial, el teniente Manuel Álvarez Fernández, quien tendría más suerte que su compañero de armas al escasquillársele el pertrecho al asesino. El suceso ocurrió en torno a las once menos cuarto de la noche.

El oficial asesinado había llegado recientemente al destacamento de Ferrol, hacía escasamente diez días que se había incorporado a su nuevo destino procedente de la base naval de Cartagena, siendo esta la primera vez que hacía guardia. El fallecido era oriundo de la parroquia de Sillobre, en la que sería enterrado un par de días después, en el municipio de Fene, muy próximo a Ferrol.

Consejo de Guerra Sumarísimo

Una de las peculiaridades que tenía el Ejército y el mundo militar en particular era que se regía prácticamente de una forma autónoma, disponiendo incluso de su propia jurisdicción encargada de dictar sentencias sobre los delitos cometidos en acto de servicio, siendo este uno de los últimos caso acontecidos en Galicia. A diferencia de la justicia ordinaria, la militar funcionaba con muchísimo más rapidez. De hecho, el cabo que había dado muerte a su compañero sería juzgado apenas unos días más tarde en un consejo de guerra sumarísimo, una expresión que parece retrotraernos a otros tiempos y que suena ya un tanto arcaica debido a que era mucho más común emplearla para tiempos en los que España o cualquier otro país se hallaba en conflicto.

En el transcurso del proceso, el soldado, que había sido detenido y recluido en la prisión militar de Caranza, reconoció los hechos que le imputaban, siendo condenado a una pena de 30 años de cárcel. Además, se le expulsaba de forma definitiva de las fuerzas armadas, a lo que se añadía que debía satisfacer una indemnización de tres millones de pesetas(18.000 euros) a la esposa e hijo del capitán Seijas Fernández. El proceso había contado con la novedad de ser el primero de sus características en la historia en la que el acusado no debía de temer a ser sentenciado a muerte, pues la pena capital había sido abolida con la promulgación de la Constitución de 1978.

Otra de las peculiaridades de este caso fue el extraordinario hermetismo con que fue llevado por parte de las autoridades militares, un excepcional mutismo próximo al secretismo, característica, por otra parte, muy propia del Ejército que se desenvolvía muchas veces como un auténtico reino de taifas. Además, sería también uno de los últimos casos que se desarrollaría por la jurisdicción militar, ya que, años más tarde con la reforma judicial, todos los acontecimientos que tuviesen lugar dentro del propio Ejército serían potestad de la justicia ordinaria.

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Siete muertos y cinco desaparecidos en el incendio del psiquiátrico compostelano

Hospital psiquiátrico de Conxo

Hablar de un centro psiquiátrico supone sumergirse en una especie de inframundo en el que están condenados a vivir todos los desheredados de la sociedad, muchos de los cuales han sufrido hasta el desprecio de sus familias, que han renegado de ellos recluyéndolos entre cuatro paredes en las que habitan seres a quienes se les ha negado prácticamente todo en esta vida. Incluso la esperanza. A la estigmatización que sufren muchos enfermos mentales se les sumaba hace algo más de 40 años un eterno rosario de carencias que hacía que muchos de ellos fuesen definitivamente olvidados en los conocidos como manicomios. Ni siquiera quienes habían sido un día sus seres queridos se acordaban de algunos de ellos en el momento en que dejaban de existir, siendo abandonados y relegados a la proscripción más absoluta en un tétrico y patético cementerio que solía estar en los aledaños de los hospitales psiquiátricos sin siquiera una pequeña lápida identificativa recordando quien yacía en un descuidado nicho que jamás ha recibido el cariño ni el adorno de flor alguna. Tal vez como si a esos pobres enfermos les persiguiese la estigmatización a la que se habían visto sometidos en vida incluso después de muertos, negándoles así un digno y merecido reposo en una paz que jamás alcanzaron mientras convivieron con el común de los mortales.

«Canto máis pobre menos roupa», reza un viejo dicho gallego (cuanto mas pobre menos ropa). Así les debió de acontecer a un buen grupo de internos en el hospital psiquiátrico de Conxo, en Santiago de Compostela, aquella mañana del 7 de julio de 1976, que para colmo era Año Santo Compostelano lejos todavía del comercial Xacobeo, cuando repentinamente, muy de madrugada todavía, se vieron sorprendidos por una descomunal marea de fuego que acabaría con la vida de una cifra indeterminada de personas. Aunque se ha hablado siempre de siete muertos, nunca se ha podido determinar con exactitud que les había ocurrido a los otros cinco internos que nunca aparecieron. No se sabe si perecieron con las llamas, si aprovecharon la ocasión para huir de aquellas penosas instalaciones que les condenaban de por vida. Sea de una manera u otra, lo cierto es que fue una tragedia en toda regla que se cebó, no con un grupo de personas desfavorecidas, sino directamente con seres humanos a los que la sociedad se encargó de excluirles y negarles todo derecho a la esperanza.

A las seis menos cuarto de la mañana de aquel ya lejano día de San Fermín en el primer año de la Transición democrática, con Adolfo Suárez recientemente incorporado a la presidencia del Gobierno, en una de las habitaciones del psiquiátrico de Conxo se inició un devastador fuego que, además de llevarse por delante muchas vidas humanas, dañaría de forma significativa sus instalaciones. Los empleados enseguida escucharon impresionantes gritos de auxilio de personas que clamaban por un socorro que parecía darles la espalda, como si de una auténtica tragicomedia se tratase.

Rejas en las ventanas

Las deficientes instalaciones de Conxo, con las rejas que recubrían las ventanas de las habitaciones, fueron propicias para que muchos de aquellos pobres hombres y mujeres pereciesen abrasados en una ratonera de fuego sin poder escapar a una muerte segura. A todo ello se añadía la antigüedad de las dependencias en las que estaban ingresados, ya que pertenecían a un viejo monasterio en el que se había habilitado una de sus alas en 1885 como centro de salud mental. El fuego se propagó de forma inmediata por todo el edificio debido a la combustibilidad de los materiales que se encontró a su paso, fundamentalmente madera y también barnices que propiciaron que el inmueble se convirtiese en una presa fácil para las llamas.

A las deficientes instalaciones y a sus múltiples obstáculos se sumaron en esta ocasión un cierto desorden en la gestión de la tragedia. Los bomberos compostelanos no contaban con los equipos adecuados para sofocar incendios, siendo requerida una unidad procedente de A Coruña, ciudad distante 75 kilómetros de la capital gallega. Sin embargo, no era este el único obstáculo al que habían de hacer frente los bomberos, ya que también se advertía -en aquel entonces- que la red de suministros de agua carecía de suficiente fuerza de bombeo, con lo que la extinción se hizo mucho más complicada para unos profesionales acostumbrados a enfrentarse con todo tipo de contingencias imprevistas en su labor cotidiana.

La responsabilidad del incendio se le atribuyó a un interno que -según se dice- había manifestado en reiteradas ocasiones su intención de quitarse la vida, incendiando el centro en el que se hallaba recluido, aunque este último aspecto nunca se ha podido contrastar de forma concluyente. Sin embargo, todo indica que el fuego se inició en un colchón al contactar la brasa de un cigarrillo con su espuma, propagándose inmediatamente el fuego por todo el edificio. El enfermo que había proferido las amenazas pereció en aquel desgraciado incendio.

Confusión

Durante muchas horas reinó la más absoluta confusión en torno a lo que había pasado en Conxo, sacándose incluso a relucir ciertas diferencias personales entre las distintas administraciones de entonces. Hay que señalar que todavía no existía la autonómica. El principal motivo de alarma fue el paradero de algunos internos, desconociéndose todavía hoy en día si perecieron en aquella dramática jornada o si aprovecharon el desorden provocado por las llamas para huir, aunque jamás se supiese que camino habían tomado. De hecho, algunos de ellos aprovecharían para escaparse a casas de sus familias, regresando de nuevo al centro psiquiátrico, tras ser encontrados por la Guardia Civil. Otros se quedaron vagando por las viejas rúas compostelanas sin rumbo fijo hasta que fueron encontrados por los agentes del orden.

En un primer momento los enfermos fueron hospedados en la Iglesia de Conxo, que sirvió en primera instancia como un improvisado centro de acogida. Tras la tragedia, la dirección del centro psiquiátrico concedió un total de diez altas definitivas y otras 45 temporales a distintos internos. Además, el incendio supuso una descongestión del hospital, ya que su cifra de residentes pasaría de 984 a 140. A las altas había que sumar que algunos fueron trasladados a centros de similares características ubicados en la localidad ourensana de Toén y también en Vigo. De la misma forma, las autoridades se percataron de que el hospital de Conxo estaba masificado, al igual que la práctica totalidad de las residencias psiquiátricas gallegas de su tiempo.

De los seis fallecidos, cuyos cadáveres fueron recuperados de forma inmediata, tan solo dos de ellos fueron reclamados por sus respectivas familias, siendo trasladados a sus lugares de origen. Sin embargo, cuatro de ellos descansan el sueño eterno en la necrópolis anexa al hospital de Conxo, sin que nadie se hubiese dignado en reclamar sus restos, siendo así condenados a una sempiterna marginación y estigmatización que ni siquiera la muerte pudo borrar de su dramática y cruel existencia.

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