Una mujer envenena a sus tres hijos en Las Palmas de Gran Canaria

Los hechos sucedieron en el distrito gran canario de Tafira

Se atribuye al célebre periodista de sucesos Eugenio Suárez la frase de que «las mujeres matan mejor». No sabemos lo que tiene de verdad tal aseveración, aunque lo que no es menos cierto es que algunas féminas recurren a métodos menos cruentos que los hombres para deshacerse de personas que, por una u otra razón, son un obstáculo en su existencia. En algunas ocasiones han perpetrado auténticas barbaridades y aberraciones que difícilmente pueden ser olvidadas, aunque las estadísticas reflejan a las claras que los hombres suelen matar mucho más.

Uno de los episodios más abyectos de la historia reciente de España sucedería en el distrito insular de Tafira, en Las Palmas de Gran Canaria, el día 30 de septiembre de 1984 cuando una mujer de tan solo 28 años, P.H.M. daba muerte a sus tres hijos de muy corta edad, pues ninguno superaba los cinco años. A primeras horas de aquel domingo, esta mujer le comunicó a su marido que se encontraba muy mal y le rogó que la llevase a un centro hospitalario, a lo que este accedió. Previamente, había llamado a una de sus cuñadas, hermana de su esposo, para que se hiciese cargo de las criaturas. Para ello dejarían la puerta abierta del piso en el que residían. P.H. presentaba evidentes síntomas de intoxicación por medicamentos, pues la noche anterior había ingerido grandes dosis de analgésicos, entre ellos Nolotil, así como una caja entera de tranquilizantes y otros comprimidos que utilizaba para tratarse de una fuerte depresión que la aquejaba.

Lo que no se imaginaba su cuñada es que se iba a encontrar con un trágico y dantesco panorama en la vivienda en que residía su hermano, pues encontraría muertos a los tres pequeños, F. de cuatro años, J. R., de dos y el benjamín de la familia, L. E., de tan solo 18 meses, quienes yacían exangües en su dormitorio. Inmediatamente se dio aviso a la Policía y se presentó también un médico, quien se encargaría de certificar que los decesos de los niños se habrían producido aproximidamente unas ocho horas antes.

Carta a su marido

P.H., que había sido ingresada en la Clínica de Nuestra Señora del Pino, prosiguió internada en este mismo centro sanitario, aunque con la custodia de dos policías en calidad de detenida. Allí se le había practicado un lavado de estómago y no fue posible en un primer momento que efectuase una declaración coherente, pues se encontraba en un estado de apatía y catatonismo, muy propio de personas que padecen alguna dolencia de carácter mental. Aunque se estaba medicando a raíz de una depresión que sufría, nadie en su entorno podía sospechar que llegase a sufrir un episodio de estas característas. Previamente, había dejado una nota a su marido en la que le informaba de su intención de quitarse la vida, una vez hubo acabado con la de los hijos que tenían en común.

La muerte de los pequeños habría sucedido alrededor de la medianoche, una vez que se había acostado su marido. Para ello, utilizaría los psicofármacos que ella misma tomaba, ingiriéndolos en grandes dosis en los biberones de sus vástagos, aunque dos de ellos presentaban síntomas de haber sido estrangulados, según se dedujo de la autopsia que se realizaría posteriormente.

Al ser dada de alta, P. H. sería ingresada en el módulo de enfermería del Centro Penitenciario de la capital grancanaria, mientras no se iniciaba el juicido oral en su contra, que tendría lugar a finales de octubre de 1985 en la Audiencia Provincial de Las Palmas de Gran Canarias.

Absuelta

El juicio despertó la lógica expectación que de un hecho de similares características se esperaba. En sus conclusiones provisionales, el fiscal solicitaba 20 años de prisión por cada uno de los tres crímenes que había perpetrado, un total de 60 años. Su abogado defensor, amparándose en el estado de salud mental que presentaba su defendida, que había sido diagnosticada de esquizofrenia paranoide, solicitaba la absolución y su internamiento en un centro psiquiátrico.

Finalmente, triufarían los postulados de la defensa de P.H.M., quien resultaría absuelta, al entender la alta magistratura insular que aquella pobre mujer estaba afectada de una grave patología de carácter psíquico que le impedía comprender la maldad de sus actos. En el transcurso del juicio, volvió a mostrar sus apatía y las dificultades psíquicas que padecía. Solamente se limitaría a reconocer que había sido la autora de los crímenes, además de manifestar que sufría constantes depresiones desde hacía tiempo.

Con la absolución de la principal encaudada en uno de los crímenes más escalofriantes de los que habían acontecido en el Archipiélago canario en los últimos tiempos, se ponía fin a un triste y trágico episodio en el que los niños, una vez más y por desgracia no sería la última, se convertían en víctimas de una de las peores aberraciones humanas.

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Impunidad total para el cruel asesinato de un niño de cuatro años en Sevilla

Paquito Reyes, el niño asesinado en Sevilla en el año 1984

En los días finales de octubre de 1984 aún estaba presente en muchos de los aficionados al toreo, y Sevilla es una gran ciudad taurina allí donde las haya, la reciente muerte en el coso de Pozoblanco de Francisco Rivera «Paquirri», tras la aparatosa cogida que sufrió por parte de un toro, «Avispado», que pasaría a engrosar la trágica historia de este arte, al igual que en su día lo hiciera «Islero» hacía ya casi cuarenta años tras haber corneado fatalmente a Manolete. Sin reponerse todavía de este dramático trance, la ciudad de la Giralda iba a asistir a otro truculento trance que quedaría marcado en la memoria colectiva de la capital andaluza. El día 28 de octubre de aquel año, en el que se conmemoraba el segundo aniversario de la victoria socialista en las urnas, sería hallado ya de de noche el cuerpo sin vida de un pequeño de cuatro años, Paquito Reyes, en una antigua caseta de «Sevillana de Electricidad». El trágico suceso conmovería de sobremanera a la noble ciudad hispalense, que asistía atónita a un macabro y cruel crimen que, por desgracia, jamás llegaría a resolverse, quedando en la impunidad más absoluta, al tiempo que los sevillanos y el resto de los españoles trataban de contener la respiración.

El relato de los hechos comienza en la tarde de aquel domingo cuando el pequeño se encontraba jugando con un grupo de amigos en los aledaños de la parroquia del barrio de Torreblanca, un arrabal situado al este de la gran urbe en el que el desempleo y la delincuencia comenzaban a hacer mella entre sus humildes residentes. Inesperadamente, contra todo pronóstico, el pequeño no regresó a su casa a cenar como era de esperar. Su ausencia desataría la lógica preocupación de sus progenitores, padres a su vez de una extensa prole que se componía de seis vástagos. Inmediatamente se dio aviso a la Policía, que juntamente con los vecinos de aquella barriada comenzaron a rastrear toda la zona en busca de Paquito Reyes.

Siendo ya noche cerrada aparecería el cadáver del niño en una vieja garita de la antigua empresa que abastecía de suministro eléctrico a la ciudad de la Giralda, hoy en día bajo el cuasi monopolio de ENDESA. Antes de aparecer el cuerpo sin vida del pequeño, algunos vecinos ya habían examinado aquella zona, sin hallar nada en el lugar. Su todavía diminuto cuerpecito presentaba evidentes señales de violencia, además de ofrecer algunos signos de que la criatura hubiese sido víctima de algún tipo de abuso sexual, aunque jamás nadie podría certificar que Paquito Reyes fuera violado por su agresor debido al mutismo, rayano con el secretismo que siempre ha rodeado este caso.

Antes de procederse al levantamiento del cadáver del niño, cuando se hizo la perceptiva inspección ocular, se comprobaría que el tejido en el que había sido introducido se hallaba muy extendido por todo el barrio de Torreblanca, lo que llevaría a los investigadores a una primera conclusión de que el autor del crimen podría ser alguien que conocía a Paquito, o cuando menos que residía en aquella humilde barriada. El lugar del crimen, aquella vieja caseta, sería derruida días después de ser precintada por la Policía, sin tener el oportuno permiso que debería haberle dispensado la autoridad judicial. Este acontecimiento es uno de los hechos que no ha encontrado respuesta. ¿Quién o quienes ordenaron el derribo de aquella garita, esencial para la resolución del caso, con tanta premura a sabiendas de que allí había aparecido el cuerpo del niño asesinado? Esta es una pregunta que sigue flotando en el ambiente casi cuatro décadas después del brutal crimen.

Detención de tres sacerdotes

En principio sería detenido un vagabundo homosexual que pululaba por la zona, lo que desataría una inustificada ola de homofobia en el barrio. No obstante, este hombre pudo acreditar su inocencia con una veraz coartada que sería corroborada por varios testigos. La gran sorpresa se produciría algo más de tres semanas después de la comisión del crimen cuando agentes de la Policía Nacional adscritos a la Comisaría de Sevilla procedían a la detención de tres sacerdotes que ejercían su ministerio en la parroquia de Torreblanca. Era el día 21 de noviembre de 1984. Los policías llevaban una orden judicial y dispensaron un trato cordial y amable a los religiosos. Igualmente se llevarían consigo el coche, un Renault «4L», en cuyo interior aparecería un saco fabricado con el mismo material con el que lo estaba el que contenía el cuerpo del pequeño asesinado. A todo ello, habría que sumar las constantes llamadas, algunas realizadas de forma un tanto impulsiva, que se hicieron desde el teléfono de la parroquia en la noche de autos al Gobierno Civil de Sevilla en las que se demandaba un helicóptero para ayudar en la búsqueda del niño, que no terminaba de cuadrar con otras incongruencias que se alojaban en un lugar donde supuestamente se ayudaba mucho más de lo que se pedía.

Con la detención de los tres sacerdotes el morbo y el escándalo estaba servido. Fue un tiempo de agrias especulaciones, bulos y comentarios infundados que no hacían otra cosa que acentuar el trágico drama que se estaba viviendo en la ciudad hispalense. Los detenidos eran los padres jesuítas Juan Francisco Naranjo, Luis Aparicio y Cristian Briales Schaw, este último gozaba de una excelente reputación y un cierto carismo en la capital andaluza. Mientras los dos primeros serían puestos en libertad a las pocas horas, el padre Briales permanecería en el calabozo durante tres días, debido a las incongruencias y contradicciones que hallaron en su declaración quienes le sometieron al interrogatorio. Sus incoherencias, según se encargaría de señalar criminólogo y detective Juan Carlos Arias en el diario sevillano EL CORREO DE ANDALUCÍA, con el latiguillo final de «solo Dios sabe». Apunta también este mismo profesional en un magnífico artículo que publicó en 2019 en torno a este suceso que durante el tiempo que estuvo recluido solicitaba que le dejasen leer la Biblia, además de echarle, una y otra vez, la culpa al demonio sobre el misterioso y atroz crimen que socavó lo cimientos de la capital andaluza el otoño de 1984.

Lo que sí quedo contrastado y certificado es que el yute que sirivió de primer sudario al pequeño había sido importado desde las Islas Canarias, en las que Briales había ejercido su ministerio antes de trasladarse a Sevilla. En opinión del investigador anteriormente aludido, la presión para que se pusiese en libertad a este religioso era insoportable y cuando se cumplió el plazo estipulado legalmente, el juez de guardia decretaría el fin de su estancia entre las rejas de la Comisaría de Sevilla.

Archivo y prescripción

Cinco años más tarde, en 1989 se decretaría el archivo de la causa al no hallarse autor conocido. Señalaba el estudioso de este trágico episodio, el detective Juan Carlos Arias, que en 1984, correría una leyenda en la que se daba por hecho que había una orden de ingreso en prisión del padre Briales, aunque tal mandamiento no figura en el sumario. En su intento de resolución desempeñaría una función fundamental el entonces Jefe del Cuerpo Superior de Policía de Sevilla, el comisario José Manuel Blanco Benítez, un hombre de ideas conservadoras y católico practicante, quien se vería muy fustigado por diversos medios y para quien -según sus palabras textuales- «el caso policialmente está resuelto, ahora solo falta que se haga de forma judicial». Como suele decirse en estos casos, a buen entendedor pocas palabras hacen falta. De hecho, el mencionado funcionario se querellaría contra dos medios escritos de la capital andaluza por los furibundos ataques que había recibido de los mismos, calificando de «patinazo policial» la detención de los tres religiosos. Además, habría de enfrentarse a toda la presión de una ciudad en la que no faltarían amenazas y coacciones, algunas de las cuales serían grabadas en las paredes que fueron testigos mudos de pintadas entre las que se podía leer literalmente «es imposible que tres jesuítas hagan eso», achacándose al clima anticlerical y a un cierto revanchismo la detención de los sacerdotes. Incluso, el recientemente nombrado Arzobispo de Sevilla, Carlos Amigo Vallejo, recibiría en el palacio episcopal a los curas que habían sido detenidos días antes, en señal de apoyo y respeto hacia su, labor, a pesar de que una oscura neblina podría haber manchado su ministerio.

Sea como fuere, lo cierto es que el caso prescribiría al cumplirse el periodo de 20 años que marca nuestro código penal para delitos tan graves como este. Cristian Briales Schaw fallecería en el año 1999, tan solo unos meses antes que quien era Jefe Superior de Policía de Sevilla en 1984, el comisario Blanco Benitez, aquel mismo hombre que le había puesto en el punto de mira, a pesar de las fuertes presiones que recibió desde distintos estamentos en un tiempo en el que la Iglesia Católica era intocable, tratando de ofrecer un inmaculado aspecto que se vería turbiamente empañado con el comienzo del tercer miilenio en el que tantos religioso fueron denunciados por prácticas pederastas y de abusos a menores, hasta el extremo de que el fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, un hombre protegido por un pontífice que fue elevado a los altares, el Papa Juan Pablo II, era una de las mayores bestias de la depravación sexual, pese a que era fotografiado con frecuencia arrodillándose ante el Sumo Pontífice. Lo peor de este asunto, es que como muchos otros, ha caído relegado al más triste de los olvidos y el autor de la muerte de un pequeño de un barrio humilde de Sevilla, para desgracia de la sociedad, se salió una vez más con la suya, a pesar de los nobles esfuerzos y el gran trabajo realizado por quien fuera su Jefe Superior de Policía, José Manuel Blanco Benítez, el mismo hombre que departió algunas horas con el religioso canario en el calabozo de la Comisaría, quien después del aquel sonado escándalo regresaría a su tierra, y bajo cuyo seno duerme ya el sueño de los justos, o en este caso, de los presuntamente injustos.

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El asesinato de Juan Vila Carbonell (El crimen de la «Dulce Neus»)

Neus Soldevilla, la inductora del crimen que le costó la vida a su marido Juan Vila Carbonell

En aquel año 1981 sucedieron muchas cosas en España que dejarían una profunda huella. Resoplaban los ecos del frustrado intento golpe de estado del 23 de febrero, se seguía de cerca la evolución del caso del asesinato de los Marqueses de Urquijo, ocurrido en 1980 y el aceite de colza generaba la alarma al constatarse varios centenares de muertos como consecuencia de un tipo de neumonía, calificada en un primer momento de «atípica», pero que no dejaba de ser un envenamiento masivo que afectaba a las familias más humildes de los barrios obreros de grandes ciudades. A ello se sumaría el intento de asalto al Banco Central de Barcelona el 23 de mayo en una operación que jamás estuvo clara y que se saldaría con la muerte de uno de los asaltantes.

En la crónica negra se escribiría una de las páginas más turbulentas y hasta se podría decir que espectaculares con el asesinato el día 28 de junio del empresario Juan Vila Carbonell cuando se encontraba de veraneo con su familia en la localidad oscense de Esplús, su segunda residencia. En un principio el crimen estuvo revestido de un gran misterio, pues serían sus mismos verdugos quienes denunciaron su muerte ante la Guardia Civil, en un intento de tapar un sangriento suceso que coparía muchos titulares y páginas de los periódicos de la época.

La esposa del empresario asesinado,Neus Soldevilla, quien sería conocida como «La Dulce Neus» por su forma de hablar pausada, entrecortada y sencilla, prestaría declaración ante el Cuartel de la Guardia Civil de la localidad inventándose un fantasioso relato en el que aseguraba haber sido víctima de dos encapuchados que habían llamado al timbre de su residencia cuando la puerta estaba abierta. Este último detalle haría levantar las sospechas de los investigadores, pues unos delincuentes similares no llaman al timbre si ven una puerta abierta. Existían muchas incongruencias en su relato, falto de coherencia, que convertirían a aquella mujer en sospechosa del asesinato de su marido.

¿Un antentado terrorista?

En los días posteriores al crimen, la Policía llega a especular con la posibilidad de que Vila Carbonell fuese víctima de un atentado terrorista por parte de los GRAPO. La víctima de este asesinato era militante de Fuerza Nueva, pero no era un dirigente destacado ni nada que se le pareciese. Se sabía que era un hombre rudo, tosco y con un carácter despótico y tiránico que había trabajado muy duramente desde su niñez en el sector de la construcción. Llegaría a acumular un patrimonio superior a los 300 millones de pesetas, pese a ser de origen muy humilde. Estaba obsesionado con que sus hijos, a quienes obligaba a trabajar con él, le emulasen. Sin embargo, todos los miembros de su familia, empezando por su propia esposa, sentían un indisimulado odio y recelo hacia su persona, tanto por su forma de ser como por su tacañería, pues solo le facilitaba diez mil pesetas semanales a su esposa para gastos domésticos.

La Policía encargada del caso no las tenía todas consigo y había puesto su punto de mira en la esposa del empresario al conocer que aquella familia no tenía nada de idílica, a pesar de las falsas apariencias que mostraban de cara a la galería. Habían tenido información que dentro del clan familiar de los Carbonell-Soldevilla había agrias disputas por el carácter del patriarca, quien había amenazado de muerte a su mujer cuando esta le había planteado la posibilidad de divorciarse, así como al resto de los miembros de la familia. El ambiente era absolutamente irrespirable y terminaría por convertirse en el detonante de uno de los crímenes más mediáticos de la historia reciente de España.

A Neus Soldevilla no le dolieron prendas en hablar sobre la supuesta placidez de su matrimonio con Juan Vila Carbonell, intentando desviar la atención de caso. Sin embargo, solo eran habladurías y eran varios los hombres que habían manifestado haber mantenido relaciones íntimas con aquella mujer, si bien preferían mantener su anonimato debido a que se encontraban casados y no deseaban romper sus respectivos matrimonios. Se sabría también que había creado una sociedad financiera con unas pérdidas de 17 millones de pesetas, una elevadísima cantidad para aquel tiempo.

La criada, la clave

Una de las claves para la resolución del crimen estuvo en la criada doméstica que tenían en casa, Inés Carazo, que era conocedora del entramado al igual que sus principales protagonistas. Esta mujer habría estado chantajeando a Neus Soldevilla debido a que esta le adeudaba cantidades importantes de dinero. En una entidad bancaria habría manifestado que«cobraré, seguro que cobraré y lo que les va a pesar a todos». El 9 de octubre de 1981, tres meses después de haberse perpetrado el crimen. la empleada doméstica confesaba ante la Policía los pormenores del asesinato y poco después lo hacían los hijos varones. Es a partir de ese instante cuando se sabe que el homicidio había obedecido a un plan preconcebido y que llevaba ya algún tiempo gestántose en el seno de aquella familia que de ejemplar no tenía absolutamente nada.

En un principio habían barajado la posibilidad del envenamiento diluyendo fósforo de cerillas en el café, aunque no estaban seguros de que esto funcionase.Neus Soldevilla se acordó entonces de una pistola que su marido tenía guardado en uno de los armarios, que sería el arma con el que se cometería el crimen. Previamente, a su ejecución material, el día 21 de junio de 1981, su hijo Juan empuñó el arma, pero le faltó el arrojo suficiente para acometer lo que era en toda regla un parricidio.

Finalmente, se decidió que fuese Marisol, una adolescente de 14 años, quien empuñase el arma para terminar con la vida de Juan Vila Carbonell. Así lo hizo en una de las primeras tardes de verano, en un plan ideado por su progenitora, que sería la principal encausada como inductora. En el día de autos, Juan Vila Carbonell se encontraba plácidamene durmiendo la siesta, después de haber mantenido relaciones sexuales con su esposa. A la joven, que había estado realizando prácticas de tiro previamente, no le tembló el pulso a la hora de apretar el gatillo que descerrajaría la cabeza de su padre, convirtiéndose en la víctima de uno de los sucesos de los que más páginas se han escrito en España.

En su declaración definitiva en la que confesaron el crimen, saldrían a relucir los malos tratos que el empresario dispensaba a la familia, obsesionado únicamente con incrementar su poder económico y financiero amén de seguir engordando su patrimonio. Los distintos especialistas que examinaron a los hijos de Vila Carbonell dejaron claro que la familia padecía algunas anomalías psíquicas derivadas probablemente del ambiente de tensión y opresión que se vivía en su seno, más propio de cualquier serie de ficción americana que de un asentado clan familiar español.

Condena y fuga de Neus Soldevilla

A principios de junio de 1982 se conocía la sentencia que condenaba a la esposa del empresario a la pena de 28 de años de cárcel por un parricidio en el que concurrían los agravantes de parentesco, premeditación y alevosía. Su hija Nieves debería pasar doce años entre rejas, mientras que los dos hijos gemelos de la pareja, Juan y Luis, eran sentenciados a diez años de cárcel. La autora material del crimen, Marisol, sería ingresada en un centro de menores, en tanto que la criada, Inés Carazo, absuelta de complicidad, sería sancionada con 100.000 pesetas de multa por omisión del deber de denuncia.

Pero el trágico suceso ocurrido en Esplús, al igual que si de una serie de suspense se tratase tendría un epílogo, que terminaría de catapultar a la triste fama a su principal protagonista, Neus Soldevilla se fugaría de España a principios de octubre de 1986, aprovechando un permiso carcelario del que disfrutaba. Con una identidad falsa, reconvertida ahora en Montserrat Ferrer y los cabellos rubios teñidos de negro recalaría en un primer momento en Portugal, país en el que concedería entrevistas a diversos medios. Su destino final sería Ecuador, donde sería dentenida por traficar con esmeraldas falsas. Tres años después de su fuga, sería extraditada a España, donde cumpliría el resto de la pena que le había sido impuesta. Obtendría la libertad definitiva en el año 1997 y reharía su vida junto al empersario catalán Luis Busquets, fallecido de cáncer en el año 2003.

Fiel a su estilo, la célebre parricida no dejaría de seguir copando páginas de distintos medios de comunicación. En los últimos años ha escrito algunos títulos entre los que destaca su propia biografía, así como la aparición en algún acto con otro no menos célebre delincuente del tardofranquismo, Eleuterio Sánchez, alias «El Lute». Asimismo, el crimen que protagonizó fue llevado a la gran pantalla, lo que le reportaría pingües beneficios. Y es que la vida de esta mujer ha sido auténticamente de película.

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Un niño de doce años mata de una puñalada a una joven de 24 en Badalona

Parque de las Palmeras, en Badalona, donde se produjo el mortal apuñalamiento

Badalona fue una de las ciudades españolas que experimento un mayor crecimiento demográfico a partir de la década de los sesenta, que se vería multiplicado en décadas posteriores, tanto por las grandes posibilidades económicas que ofrecía, entre ellas la de encontrarse en pleno cinturón industrial de Barcelona, como por su proximidad a la Ciudad Condal. Unido a ese notorio auge, vería también como surgían algunos núcleos marginales en los tiempos en los que la prosperidad económica no acompañaba a esta ciudad catalana. Estos últimos, formados por jóvenes de familias desarraigadas -las grandes víctimas de todas las crisis-, provocarían algunas olas de inseguridad ciudadana que le llevarían a copar portadas de los principales diarios nacionales por algunos sucesos que conmoverían, no solo a Cataluña, sino al resto de España, tanto por su crueldad como por la juventud de delincuentes.

La gran ciudad catalana, con más de 200.000 habitantes ya desde la década de los ochenta, fue uno de los caldos de cultivo perfecto para la proliferación de pandillas de jóvenes delincuentes, la segunda generación de emigrantes procedentes de otros puntos de la geografía española, que hastiados por la situación familiar se unían para atemorizar a distintos gremios badaloneses. Así, una noche navideña, concretamente del 26 de diciembre de 1983, un grupo de chavales de estas características, algunos de los cuales ni siquiera había entrado en la adolescencia, abordó a tres jóvenes que rondaban los 24-25 años con la clásica cantinela de solicitarles un duro, hasta el extremo de ponerse pesados. Las chicas, que se encontraban en el Parque de Las Palmeras y que se dirigían a recogerse a sus respectivos domicilios, trataron de quitárselos de encima, haciendo caso a sus peticiones, que eran las clásicas con las que perseguían a sus objetivos. No obstante, una de las tres muchachas, Nuria Cardona Codina, de 24 años, sin saber porque circunstancia, se retrasó ligeramente sobre el recorrido de sus compañeras. Este hecho sería aprovechado por los miembros de aquella pandilla, compuesta por unos siete u ocho chavales con edades comprendidas entre los diez y los trece años, para disponerse a acosarla con más ahínco. La joven trataría, sin éxito, de zafarse de aquel pertinaz acoso, ya que los jovencitos la amenazaron de manera reiterada con arrebatarle el bolso, a lo que la víctima opuso resistencia. Fue entonces en aquel momento cuando uno de los prematuros acosadores, J.R.C., de doce años de edad, sacó la navaja que portaba y le infirió una única puñalada a Nuria Cardona, que le alcanzaría el corazón después de haberle interesado el externón. Sus compañeras permanecían ajenas a lo que ocurría hasta que vieron a Nuria Cardona en el suelo, después de haber sufrido un mareo del que ya no despertaría jamás, formándose a continuación un impresionante charco de sangre. Una de las acompañantes de la víctima también se vería afectada por la macabra actuación de aquellos muchachos, pues aprovecharon la confusión del momento para propinarle una cuchillada en una pierna, debiendo ser atendida en un centro sanitario, aunque por fortuna sin mayores consecuencias.

Huída

Después de haber perpetrado el macabro crimen, los niños huyeron del lugar, perdiéndose por las distintas calles badalonesas, aunque una amiga de la joven fallecida sería capaz de reconocer el rostro de uno de los agresores gracias a una fotografía que le mostró la Policía. Mientras tanto, un conductor que se percató del suceso, ayudaría a las jóvenes a trasladar a su compañera, gravemente herida, hasta la Clínica del Carmen en la que ingresaría ya cadáver, sin poder hacer nada por salvar su vida.

El suceso causaría una gran conmoción en toda España, debido a la juventud de los atacantes, si bien es cierto que se tenía constancia de la existencia de estos pequeños grupúsculos que se habían reconvertido en peligrosas pandillas que actuaban de una forma que no parecía ni mucho menos casual. La propia policía de Badalona tenía constancia de la existencia de esta misma banda, a la que no dudaba en calificar «de muy peligrosa» y que centraba sus objetivos en pequeños hurtos y asaltos a tiendas, así como a viandantes, tal era el caso de Nuria Cardona Codina y sus compañeras.

A los pocos días, gracias a que una de las acompañantes de la víctima se había fijado en los rostros de aquellos muchachos, que mismo daban la sensación de ser bastante menores de lo que en un principio parecían debido a que eran muy bajos, procedería a la detención de todos ellos, que deberían comparecer ante la comisaría de Policía de Badalona acompañados de sus respectivos padres. Hecho este trámite, se encargaría de su custodia un Tribunal tutelar de Menores. La Policía indicaría que el joven autor del asesinato probablemente «se habría fumado un porro».

Más tarde, debido al gran impacto que causó este crimen, se supo que estas bandas proliferaban en los barrios marginales de Llefiá y Sant Roc, en los que la venta de estupefacientes y el desarraigo social habían hecho mella. Los muchachos pertenecían a familias desestructuradas y conflictivas en los que el desempleo había hecho mella, abandonando prematuramente la escolarización y que abandonaban durante varios días sus casas, a las que regresaban de forma esporádica. Su verdadera escuela se encontraba ahora en la calle y en ella hacían sus vidas, alternando el consumo de estupefacientes con el asalto a personas y a bienes particulares. Aunque, a raíz de este hecho se tomarían algunas medidas tendentes a erradicar este tipo de sucesos, desgraciadamente son todavía muchos los jóvenes que siguen sucumbiendo a la marginación y terminan siendo el caldo de cultivo ideal para los traficantes de estupefacientes, que hacen el agosto a su costa.

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Asesinados dos jóvenes hermanos por «El loco de Usera» en Madrid

Colonia de los Almendrales donde ocurró el trágico suceso

En el año 1981 los efectos de una gran crisis económica se estaban dejando sentir en España, a lo que se sumaba la proliferación del consumo de drogas que hacían mella en los barrios más humildes de las grandes ciudades españoles, que eran los peor parados como consecuencia de aquel grave momento que atravesaba el país. Era esta la época en las que las películas de Eloy de la Iglesia «El Pico», «El Pico 2» y «Navajeros» abarrotaban las salas de cine españolas tratando de primera mano el consumo de estupefacientes, principalmente la heroína, el narcótico que más vidas de jóvenes arruinaría de forma prematura en las zonas humildes de las grandes ciudades españolas.

Es en este contexto y en uno de estos escenarios ocurrirá un desgraciado suceso en la primavera de 1981. En aquel año, previo al mundial de fútbol que se celebraría en España, pululaba por la Colonia de los Almendrales, en el barrio de Usera de la capital de España un individuo de 26 años, Juan Andrés Mohedano Lasheras, quien, junto con su familia, llevarán la discordia y el horror al mencionado barrio madrileño. Durante más de un año, aquel muchacho, a quien apodaban «El loco de Usera», mantendría amenazado a todo el vecindario, que no fue capaz de recuperar la tranquilidad hasta que fue detenido. Durante todo ese tiempo, provisto de un hacha de leñador, se dedicaría a destrozar vehículos, puertas de domicilios y todo lo que encontraba a su paso, sin que nada ni nadie lo detuviese, a menos que se se arriesgase a convertirse en su víctima. Juan Andrés Mohedano contaba con un amplio historial delictivo, además de no encontrarse en su cabal juicio, pues había estado ingresado en el Hospital Psiquiátrico de Carabanchel en numerosas ocasiones.

El punto culminante de su carrera delictiva tendría lugar en la jornada del día 19 de mayo de 1981 cuando se dirigió alrededor de las dos y media de la tarde a un grupo de jóvenes que se encontraban charlando animadamente entre ellos en una pequeña plaza existente frente a la calle Visitación. En ese momento irrumpió portando una pistola cargada un individuo conocido como «El loco de Usera», quien amenazó a aquel grupo de amigos, centrándose su objetivo en dos de ellos que eran hermanos. Se aproximó por la espalda, sin que su víctima lo advirtiera y le dijo, en tono amenazante, «¿ Y ahora qué pasa? Sin pensárselo dos veces descerrajaría de un disparo a uno de los hermanos y posteriormente al otro, a quien tendría la sangre fría de rematarlo en el suelo de un disparo en la sien. Las víctimas eran Jorge y Guillermo Díaz Guerrero, de 26 y 25 años respectivamente. Posteriormente, Juan Andrés Mohedano huiría a pie por la calle Visitación, perdiéndose por las innumerables vías y correderas existentes en el barrio de Usera. El suceso, como es lógico, causaría gran conmoción en la zona y en toda la capital, pero muy especialmente en aquel distrito madrileño que ahora se sentía atemorizado por un energúmeno que les hacía literalmente la vida imposible.

Amenazas a la Policía

No contento con su macabra hazaña, en días posteriores al crimen, «El Loco de Usera» no dudó en llamar a la comisaría de Policía de aquel distrito madrileño para advertirles que aún disponía de dos cargadores con catorce proyectiles y que pensaba emplearlos contra el vecindario de la zona, lo que no hizo más que incrementar el desasosiego de sus residentes, quienes incluso temían a la familia de aquel temible asesino, pues les hacían la vida imposible. Era tal el miedo que despertaban que, incluso, la junta vecinal procedería a una recogida de firmas para tratar de expulsar a aquella familia del barrio. La madre del criminal, María Victoria Lasheras, llegaría a aprovecharse de la tensión y el pánico provocado por su vástago, solicitando favores a sus vecinos de forma muy autoritaria, además de amenazar a dos periodistas de un diario madrileño, a quienes nos dudó en llamar «cotorras», al tiempo que les decía: « Vosotros váis a ser los próximos en la lista».

En las jornadas subsiguientes al doble crimen ocurrido en el barrio de Usera se caracterizaron por la gran tensión que se palpaba en el ambiente y con el temor de que aquel energúmeno actuase de nuevo, ya que nadie se había imaginado que llegase a perpetrar un acto con tan fatales consecuencias. La Policía rodearía el edificio en el que residía la familia de Mohedano Lasheras, por si se le ocurría dirigirse a su domicilio. Se suponía que tal vez estuviese refugiado en la vivienda de algún amigo que, al igual que él, fuese un delincuente habitual y que le estuviese prestando protección.

Captura de «El Loco de Usera»

En la madrugada del día 25 de mayo Juan Andrés Mohedano tendía pensado pernoctar en un hostal del Paseo de Santa María de la Cabeza. Al llegar le solicitó al recepcionista que le devolviese inmediatamente su documentación, pues debía levantarse al día siguiente muy temprano. Quizás, temió sentirse reconocido. A partir de aquí se sabe que la Policía irrumpiría en aquel lugar alrededor de las doce y media de la noche. Se supone que fue reconocido por alguien anónimo y que había visto su fotografía en los muchos carteles que se repartieron por la capital de España.

Para proceder a su captura, se realizaría un gran despliegue en el que intervendría una docena de policías nacionales con metralleta en mano. Además, movilizarían varios coches patrulla que en todo momento evitaron hacer uso de sus alarmas para impedir la reacción del asesino de dos jóvenes tan solo dos días antes. Previamente, habían advertido al recepcionista de la peligrosidad de aquel individuo que se hospedaba en aquel establecimiento.

Los encargados de sus detención serían dos inspectores, una vez que la Policía tomó literalmente aquel centro hostelero. Sin darle tiempo a que reaccionase, derribaron bruscamente la puerta de la habitación que ocupaba «El Loco de Usera», quien ofrecería una dura resistencia a la entrada de los agentes, uno de los cuales sufriría la ruptura de uno de los dedos de su mano derecha en el transcurso del forcejeo mantenido con el criminal, quien inmediatamente fue conducido a la comisaría del barrio madrileño de Mediodía. En el momento de ser detenido le fueron incautadas 15.000 pesetas, tres anillos de oro y la pistola Star 7.5 con la que había perpetrado el doble crimen días antes. Con su detención, respiraban por fin tranquilos los vecinos del humilde distrito de Usera, aunque sería uno de los que más sufriría en Madrid las consecuencias de la inseguridad ciudadana motivada por el consumo de estupefacientes, principalmente heroína que seguiría destrozando la vida de una gran parte de sus jóvenes, víctimas del desarraigo familiar, la crisis económica y el creciente desempleo que alcanzaría su cénit en 1984.

Juan Andrés Mohedano, debido a los graves desesquilibrios mentales que padecía, probablemente motivados por su adicción a las drogas, sería ingresado de nuevo en el Hospital Psiquiátrico de Carabanchel, cumpliendo su condena en varios centros penitenciarios de España destinados exclusivamente a este tipo de reclusos. La familia de las víctimas vería resarcida su indemnización por parte del Estado, al entender que el doble crimen había obedecido al deficiente funcionamiento en la vigilancia de un individuo considerado altamente peligroso, aquel mismo que convirtió en un verdadero infierno el barrio madrileño de Usera, en el que muchos de sus jóvenes emulaban a los ingratos héroes de las películas de Eloy de la Iglesia.

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Asesina a tres personas en Navarra sin móvil aparente y después se suicida

Los hechos sucedieron en un paraje de la Sierra de Urbasa

En un principio este suceso podría tener algunos ribetes de intencionalidad político, tanto por quienes fueron sus víctimas como por la personalidad del asesino, Jesús Teodoro Aramendia Bengoetxea, un antiguo camionero de 37 años, que se había acogido a medidas de reinserción social del Ministerio del Interior, tras haber sido colaborador de ETA. Su vinculación con el grupo terrorista databa del año 1983 cuando trasladó ocultos en su camión a Madrid a los secuestradores del empresarioDiego Prado y Colón de Carvajal, aunque según su versión, había realizado aquel encargo por miedo a sufrir represalias por parte de la organización terrorista.

En la tarde del día 4 de septiembre de 1988 en torno a las tres y media, Teodoro Aramendia tomó su vehículo, un Citroën Dyane 6 y se dirigió a una finca situada en el término municipal de Alsasúa en la que dos familias se preparaban para disfrutar de un día de fiesta. A la entrada le esperaba el guarda de la finca, Patxi Rey Torres, un joven de 30 años, con quien mantuvo unas palabras antes de acceder al interior después de que este último retirase la cadena que impedía el acceso de vehículos. Posteriormente, y sin mediar palabra, disparó varias veces contra el guarda, a quien dejó malherido y terminaría falleciendo poco tiempo después en el Hospital Comarcal de Estella, apreciándosele un total de seis disparos realizados con una escopeta de postas, cuatro en el hombro, una en el espacio intercostal y otra en la cabeza que le produjo la pérdida de masa encefálica.

Nadie en la finca se percató de lo acontecido. Es más, Teodoro Aramendia pasaría por delante de la casa que se encontraba en el interior del recinto y divisó al resto de las pesonas que participaban en lo que prometía ser una pacífica reunión familiar. Al dar la vuelta, se aproximó de nuevo al edificio, descendió de su coche y se lio a tiros con dos de hombres que se encontraban preparando besugos asados para comer. Al igual que había hecho con el guarda, dispararía sin mediar palabra contra Celestino San Martín, de 51 años, que era el alcalde independiente de la localidad navarra de Zidaure y Porfirio Ros, de 46 años, que le acompañaba en la comida. Ambos fallecerían en el acto.

El resto de la familia huyó del lugar en un momento de zozobra, refugiándose las mujeres y los niños en las habitaciones y en otras estancias de la casa ante el temor de que pudiesen correr la misma suerte. Es más, pudieron contemplar como aquel hombre que había dado muerte ya a tres personas se disponía a cargar de nuevo su arma homicida, que era propiedad de uno de sus hermanos, quizás para continuar con su orgía de sangre, aunque se desplazaría a la borda (una granja de pastoreo ubicada en la misma Sierra de Urbieta), donde pondría fin a su vida de un disparo en la cabeza.

«Me iban a matar»

Jesús Teodoro Aramendia no ocultó sus temores a los suyos a las posibles represalias por parte del grupo terrorista del que había sido colaborador. Aunque nadie se explicaba a que obedecía aquel terrible crimen múltiple, lo cierto es que el ex-recluso estaba obsesionado con la reacción de ETA hacia su persona. Algunos especialistas en la materia calificaron su pánico a lo que se conocería como «Síndrome de Yoyes», en referencia a la antigua dirigente etarra María Dolores González Catarain, quien había sido asesinada por la propia banda terrorista el 10 de septiembre de 1986 cuando se encontraba paseando con su hijo de tres años por las calles de San Sebastián.

La prueba más fehaciente del temor que atenazaba al antiguo colaborador de ETA fue una breve nota que dejó dirigida a su hermano Antonio en la que le decía literalmente «Para que os voy a decir nada. Nos veremos en el otro mundo. Hice esto porque me iban a matar». Se sabe que Jesús Teodoro Aramendia conocía a dos de sus víctimas, aunque no tenía una relación profunda con ninguna de ellas. Asimismo, tanto sus familiares como los de las víctimas descartaron también cualquier desavenencia entre verdugo y víctimas. Tampoco se supo jamás el motivo que le había llevado a perpetrar aquel triple crimen, del que se descartó cualquier intencionalidad política, a pesar de que una de las personas fallecidas ocupase la alcaldía de la pequeña localidad de Ziadure, un núcleo de poco más de 200 habitantes enclavado en la Sierra de Urbasa. De hecho, el juez encargado del caso archivaría a los pocos días las diligencias al entender que el criminal había actuado en un suspuesto estado de enajenación mental.

Un hermano del triple criminal manifestaría a distintos medios de comunicación que, Teodoro Aramendia no sufría, en apariencia, ningún tipo de enfermedad mental, aunque desde que había salido de prisión había limitado sus contactos, haciendo una vida social pobre en la que únicamente se limitaba a visitar a sus padres. Lo que sí había podido comprobar es que «se había vuelto más taciturno» con una tendencia general al aislamiento que le había llevado a reconvertirse en pastor en la Sierra de Urbieta, contando para ello con una borda, situada a escasamente dos kilómetros del lugar donde había cometido los tres asesinatos.

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Un asesinato resuelto ocho años después (El crimen de Caspe)

Página de EL HERALDO DE ARAGÓN dando cuenta del suceso

Hay un viejo dicho que, a pesar ser una historia macabra y dolorosa, se le podría aplicar a este caso acontecido hace ya más de cuarenta años, aunque no sería resuelto hasta el año 1986, que es la clásica máxima española de que «nunca es tarde si la dicha es buena». Eso debieron pensar sus investigadores que no cejaron su empeño hasta conseguir esclarecerlo después de que una mujer, Manuela Sánchez Expósito, madre de una extensa prole de diez hijos, llamase a un programa de radio, de curioso y rocambolesco nombre «El teléfono del más allá», a cuyo frente se encontraba una famosa vidente, quien sería la encargada de darle la mala nueva a aquella pobre mujer, exasperada por el destino de su hija, a quien no veía desde hacía ya un montón de años. Y lo que era peor, en ese período de tiempo no había vuelto a tener noticias de su infortunada vástago, Antonia Torres Sánchez, una joven de tan solo diecienueve años cuando ocurrió este suceso. La vidente no se ahorró palabras y fue directamente al grano, corrigiéndole incluso que su hija no había desaparecido hacía nueve años, como ella decía, sino ocho. Además, le daba cuenta que había muerto asesinada, lo que es de suponer que puso la piel de gallina a a aquella pobre oyente de radio, quien también le suplicó que le aportase más detalles. Como no podía hacerlo, le remitió a un detective privado, Jorge Colomar, quien además tranquilizó a Manuela Sánchez comentándole que no le cobraría honorario de ningún tipo por su trabajo, que daría sus frutos y resultaría del todo eficaz.

La madre de la muchacha desaparecida aportaría algunas fotos y algunos datos que resultaron determinantes para la resolución del caso. Así, le indicó que su hija se encontraba saliendo con un joven de edad similar a la suya en el momento de su desaparición que se llamaba Fernando Olmos. El detective también estudió otros datos de Antonia Torres, tales como que debería haber renovado su documento nacional de identidad en 1980. Sin embargo, esa gestión no llegó a realizarse jamás. A principios de agosto de 1986 se dirigió a la casa familiar del antiguo novio de la joven. Allí encontró a la madre del muchacho, quien le habló mal de la mujer desaparecida, de quien no sabía nada desde hacía ya muchos años y tampoco quería saber nada de ella. No obstante, a las diez de la noche de aquel mismo día se entrevistaría con su hijo, Fernando, quien ofreció una versión distinta a la de su madre, lo que daba a entender que no habían hablado entre ellos sobre el investigador que les había hecho la visita. En su testimonio encontraría algunas contradicciones, así como en el destino que había llevado la mujer sobre la que preguntaba. Su antiguo prometido, que ahora estaba casado y era padre de un hijo, le dijo que «cierta noche del mes de marzo de 1978 la dejó en su vehículo y desapareció con 200.000 pesetas que tenía él en la cartera. Desde entonces no la he vuelto a ver ni a saber nada de ella».

Jorge Colomar también había hablado con unas amigas de la víctima, quienes le manifestaron que Antonia Torres se encontraba embarazada cuando se produjo su desaparición, circunstancia esta que le permitió atar ciertos cabos. Algún tiempo después remitiría un informe a la Policía de Barcelona, quien a su vez se lo remitiría a la Jefatura Provincial de Zaragoza, y a partir del cual se iniciaría una ardua investigación que terminaría dando sus frutos.

Un aborto

La Policía comenzó a interrogar a Fernando Olmos, del que sospechaban que estaba involucrado en la desaparicion de Antonia Torres Sánchez. En un primer instante les confesó que quien entonces era su novia se encontraba embarazada y habían recurrido a una mujer que practicaba abortos clandestinos en las inmediaciones de la zaragozana Plaza de San Francisco (la interrupción voluntaria del embarazo no era todavía legal en España) y que supuestamente habría sufrido una hemorragia a consecuencia de la cual falleció y quemó el cadáver y lo enterró en una cabaña a la que acudían cazadores y pescadores de la zona. Lo que desconocía el todavía presunto autor de la desaparición de Antonia Torres es que la Policía iba a investigar una por una cada una de sus declaraciones y pudieron certificar que Fernando mentía en el sentido de que no había ninguna mujer que se dedicase a la práctica de abortos ilegales a lo largo de la extensa comarca por la que él se movía habitualmente. Lo que sí existía era la cabaña a la que aludía en su declaración, aunque había cambiado de propietario, debido al período de tiempo transcurrido. El nuevo propietario les dijo que había encontrado unos huesos, pero que pensó que eran de animales y los tiró en un barranco, convertido ahora en basurero.

La Policía, provisto del material necesario y con Fernando Olmos ya detenido desde el día 1 de diciembre de 1986, encontrarían en el paraje conocido como Sierra de Baldurrios, a 24 kilómetros del núcleo de Caspe, diversas partes de un cuerpo humano, entre ellas un trozo de húmero con cabeza, varios trozos de cráneo y varias vértebras. Asimismo hallarían algunas pertenencias que eran propiedad de Antonia Torres, entre ellas una toquilla y un estuche de cosméticos, ya deteriorado por el paso de los años. El hallazgo de los trozos de tela serían fundamentales, pues serían reconocidos por las amigas de la infortunada.

El análisis forense fue la pieza clave y definitiva que terminaría por arrinconar a Fernando Olmos. Según el mismo, los restos humanos hallados en aquel paraje pertenecían a una mujer que en el momento de su muerte podría contar con unos 20 años (Antonia tenía 19). Además, se pudo certificar que en uno de sus parietales había recibido un balazo efectuado con una escopeta a una distancia de cuatro o cinco metros, que terminaría con su vida de manera fulminante. Con tantas pruebas en su contra, terminaría por confesar el crimen ocurrido el día 7 de marzo de 1978. El acusado dijo a la Policía que conocía a la joven desde tres años antes, cuando ella había llegado a Zaragoza procedente de la localidad cordobesa de Baena y que tras un tiempo de relaciones ella se quedó embarazada, siendo ambos muy jóvenes, a lo que se sumaba el hecho de que la madre de Olmos detestaba a la chica, por lo que decidió eliminarla al negarse a abortar, debido a las constantes disputas que mantenían a consecuencia de aquel embarazo no deseado, Para ello, un mes antes del crimen había adquirido una carabina en una armería de Zaragoza, de la que se deshizo pocos días depués revendiéndola a una tercera persona, extremo este que sí pudo comprobar la Policia.

20 años de cárcel

El día 3 de abril de 1989 se iniciaba en la sala de lo penal de la Audiencia Territorial de Zaragoza el juicio contra Fernando Olmos por un crimen que se había cometido once años antes. Como era de prever, el proceso despertó una gran expectación en la capital aragonesa y en el transcurso del mismo, que duró tres jornadas, destacó la frialdad del encausado, quien manifestó su «arrepentimiento» por aquel crimen que había perpetrado en los idus de marzo de 1978. Apuntaría también que en aquellos largos once años no había podido dormir tranquilo y que a partir de aquel instante sí podría hacerlo.

El fiscal lo acusó de una asesinato con alevosía por lo que solicitó una condena de 20 años de prisión y la indemnización con cuatro millones de pesetas a los familiares de Antonia Torres. La acusación particular elevaba a doce millones la cantidad con la que debería recibir la familia de la víctima en concepto de responsabilidad civil. Su defensa hizo hincapié en la psicosis maníaco depresiva que sufría el acusado, lo cual alteraba ligeramente sus capacidades mentales, aunque no las disminuía.

Finalmente, Fernando Olmos sería sentenciado a 20 años de cárcel y al pago de cuatro millones de pesetas a los herederos de Antonia Torres Sánchez, cuya familia vio satisfecho su deseo de que se hiciese justicia por un crimen que había ocurrido hacía ya más de una década y en cuya resolución participó una vidente. ¿Puede ser creíble que los mediums sean capaces de resolver lo que a la Policía y las fuerzas de seguridad les resulta tan complicado? El lector siempre tendría la última palabra.

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Asesina a su amante y a sus dos hijos y después arroja los cuerpos al mar en Santander

Los cuerpos fueron arrojados en el paraje de San Román de la Llanilla

No cabe ninguna duda que fue uno de los hechos más impactantes de aquel verano de 1972 en el que España se atiborraba de turistas por los cuatro puntos cardinales. Era una época estival, aunque el sol no lucía para todo el mundo por igual. El suceso ocurrió un 19 de julio, un día después de las conmemoraciones festivas del aniversario del levantamiento militar de 1936, aunque tardaría unos días en saberse. La culpa de todo fue que el autor del execrable crimen no tuvo en cuenta con que las mareas terminarían por descubrir su obscena fechoría en la localidad cántabra de San Román de la Llanilla, distante apenas cinco kilómetros de la entonces capital de provincia, Santander, hoy cabecera principal de la comunidad autónoma de Cantabria.

El impacto emocional, unido al susto inicial, debió de ser escalofriante para un vecino del lugar al descubrir el 24 de julio de 1972 los cuerpos de una mujer adulta y dos niños muy pequeños fuertemente sujetados con cuerdas, a las que se le habían añadido hábilmente algunas piedras con el objetivo de que no flotasen. Sin embargo, el descenso de las mareas provocaría que los cadáveres quedasen al descubierto e inmediatamente se descubrío que pertenecían a Augusta Custodia Ferreira, una ciudadana lusa de 30 años, que era viuda y madre de los dos niños hallados junto a ella, Luis de siete años y Raquel, de catorce meses.. Informados los miembros de la Guardia Civil de aquel macabro hallazgo, iniciaron las oportuna indagaciones con la finalidade de descubrir al criminal. Casi todas las pistas apuntaban en una misma dirección y a un mismo individuo, Domingo González Pérez, un hombre de 43 años, cuya conducta había sido bastante conflictiva y que convivía con su víctima y los dos hijos desde hacía poco más de un mes.

Cuando prestó declaración ante la Benemérita negaría todos los cargos que le imputaban, a pesar de que había bastantes pruebas que le incriminaban directamente. Entre ellas, la huida en un taxi cuando agentes de la Guardia Civil procedieron al registro domiciliario de la casa que habitaba, negando que este hecho tuviese algo que ver con el triple crimen que conmocionaria profundamente a la provincia cántabra en el verano de 1972.

Una discusión

Después de ser acorralado por la contundentes pruebas que había en su contra, el individuo en cuestión terminaría confesando el crimen y ofreciendo detalles sobre el mismo. Al parecer, el mismo habría venido motivado a consecuencia de una fuerte discusión que mantuvo con la mujer, suscistada por que esta le habría pegado a uno de los pequeños, a quien él, supuestamente, le profesaba un gran cariño, a pesar de que su actitud demuestre más bien todo lo contrario. Augusta Custodia habría intentado agredir a Domingo González con un hacha y este se habría defendido tomando un palo que se encontraba sobre una silla. Llegado el momento habría descargado su furia sobre la mujer, propinándole un golpe en la cabeza que le ocasionaría una conmoción. Posteriormente, asustado al ver el resultado, la estrangularía con un cordel que tenía a su disposición.

La muerte de los pequeños estaría motivado en su afán de no dejar testigos que le pudiesen incriminar. Para ello,empleó el mismo palo que había usado para dejar incosciente a su madre. Después de haber cometido aquella horrible matanza, idearía un plan para deshacerse de los cuerpos, tanto de la que era su amante, como las dos criaturas de esta. Nada mejor que arrojarlos al mar fuertemente asidos con cuerdas en una manta, a la que añadiría piedras para que los cuerpos no flotasen, aunque, como se ha comentado anteriormente, no contó con el descenso de la marea en los días posteriores, pues el día de autos estaba bastante alta.

En su macabra fechoría se encontraría con el problema de que la mujer pesaba demasiado, unos sesenta kilos, para ser transportada en brazos. Para su traslado, empleó una silla de bebé que era de la hija pequeña de Augusta Custodia. Al igual que había hecho con los niños, Domingo González también amarró con una cuerda algunas piedras al cadáver. El día del hallazgo de los cuerpos, se podía ver sobre la arena de la playa la pequeña silla utilizada en el crimen y que ofrecía una imagen y un reflejo dantesco y patético del horrible crimen.

45 años de cárcel

En abril de 1973 se celebraría la vista oral contra el autor de aquel triple crimen que dejaría una impresionante huella en el territorio cántabro y del que se sigue hablando de manera indeleble. A pesar de que eran otros tiempos, y que había un mayor control que en nuestros días, no faltaron las escenas de dolor y pesar, así como las recriminaciones para Domingo González Pérez, para quien muchos ciudadanos cántabros solicitaban que fuese ajusticiado, circunstancia que no hubiese resultado extraña ya que otros energúmenos con menores delitos que él pasaron por el cadalso durante la Dictadura franquista.

Finalmente, se tuvieron en cuenta algunas eximentes, tales como la supuesta afición a la bebida por parte del encausado, así como una supuesta enajenación mental en la consideraciones provisionales por parte de la fiscalía. Domingo González Pérez sería finalmente condenado a una pena de 30 años de prisión menor por el asesinato de los dos pequeños y 15 de reclusión mayor por el asesinato de quien había sido su compañera sentimental.

No obstante, el criminal se vería beneficiado por distintas medidas de gracia, entre ellos el indulto masivo que concedió Juan Carlos I con motivo de su ascenso al trono. En su caso la pena se vería sensiblemente rebajada. A mediados de los años ochenta del siglo pasado, el criminal que tiño de luto la siempre hermosa costa cántabra en el verano de 1972 ya se encontraba en libertad provisional. Muy poca condena para tan tamaña barbaridad.

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El misterioso asesinato del presidente del Club Deportivo Málaga

Equipo de CD Málaga en la época en la que era presidente Antonio Rodríguez López

Corría el verano del año 1971 y la Costa del Sol se encontraba atestada de turistas extranjeros, como solía ser habitual en los meses de julio y agosto. Media España se encontraba ya de vacaciones y la otra media haciendo las habituales labores agrícolas estivales en lo que todavía era un país eminentemente rural, aunque bastante menos que diez años antes. Al espléndido sur peninsular había llegado hacía ya once años un hombre trabajador y rudo, que había estado trabajando como emigrante en distintos países europeos y también en los Altos Hornos de Vizcaya. A pesar de que tan solo contaba con 36 años, Antonio Rodríguez López, un gallego de Ourense, era ya un fornido empresario que había alcanzado la presidencia del Club Deportivo Málaga, equipo que, de su mano, había conseguido retornar a la Primera División del fútbol español y se había convertido en la gran revelación de la temporada 1970-71. En aquel mítico once despuntaban jugadores de la categoría del guardamenta Deusto, el mítico futbolista local Migueli, su estrella Sebastián Viberti, Vilanova, Conejo o su defensa José Luis Monreal. Aquella fue la base de una magnífica escuadra que se mantendría a lo largo de más de un lustro en la División de Honor del fútbol español.

Se decía que al presidente del equipo malaguista le encantaba hacer alarde de una indisimulada ostentación y de los muchos logros personales que había alcanzado en el mucho tiempo que había dedicado a trabajar duramente para labrarse su magnífica posición social. Así debía ser, pues el día 30 de julio de 1971, fecha en que fue asesinado, viajaba a bordo de un Ferrari azul quee estaba a nombre de su esposa cuando, en teoría, fue abordado por dos elementos que le estaban aguardando mientras portaban sendos estiletes. Antonio Rodríguez López llevaba siempre consigo al cinto una pistola, pues temía por su integridad física, aunque algunos atribuyen el hecho de que fuese armado a distintas irregularidades en sus negocios en los que se había granjeado un buen número de enemigos. Al parecer, según el periodista deportivo Alfredo Relaño, el presidente del equipo malagueño descendió de su vehículo para recriminarles a aquellos dos individuos el hecho de que estuviesen vigilándolo desde un árbol que se encontraba en la calle y desde el que podrían divisar tanto su jardín como su magnífico chalet, conocido como «Villa Mercedes», en una exclusiva urbanización del municipio turístico de Torremolinos. Sin embargo, uno de sus agresores, un joven de veintisiete años, Mariano Cerezo Cerezo, natural de Murcia, empuñó su arma, asestándole hasta cuatro cuchilladas que resultarían mortales para el dirigente deportivo. Este todavía tiempo de efectuar un par de disparos que también alcanzarían gravemente a su agresor, quien fallecería aquella misma noche en el hospital. Según la autopsia dos de las puñaladas le habrían alcanzado el corazón, otra el costado y una última en la garganta. El otro delincuente que acompañaba al fallecido, considerado como de «poca monta» por la prensa de la época, se esfumó y jamás se supo que había sido de él, pues no sería detenido.

A partir de aquel brutal crimen, que consternaría a la ciudad de Málaga y a toda la Costa del Sol, comenzaría un rosario de elecubraciones que llegan hasta nuestros días, más de cincuenta años después, sobre quien o quienes se encontraban detrás de aquel asesinato. Se señalaba directamente al entorno que frecuentaba Rodríguez López y aseguran que al autor al que atribuyen las puñaladas que le costaron la vida al presidente del club malacitano fue un sicario, acompañado por la otra víctima mortal. Según esta versión, pretendían deshacerse del conocido empresario y simularon un enfrentamiento con un delincuente, desapareciendo ambos para evitar dejar pruebas. Del tercer hombre, no se tuvo constancia hasta días después del crimen, en el que aparece en distintas informaciones periodísticas. Según las mismas, y a raíz del testimonio de una de las empleadas de hogar que trabajaban en el domicilio del directivo malaguista, se escuchó como un individuo decía a otro: «corre que viene la Policía«.

El entierro de Antonio Rodríguez López tendría lugar al día siguiente de su asesinato, constituyendo una de las manifestaciones de duelo más grandes que jamás se recuerdan en la capital de la Costa del Sol.

Amenazas

En los archivos de la Policía de Málaga constan algunas denuncias presentadas por el abogado que representaba al presidente del equipo del fútbol, aunque no se sabía exactamente de quien podrían proceder y algunas sospechas apuntaban a algún ajuste de cuentas. Un dato relevante en este suceso es que Antonio Rodríguez debía reunir hasta cinco millones de pesetas, una gran cantidad para la época y que al parecer debía entregar a una tercera persona a las nueve de la noche del mismo día en que se cometió el crimen. Algunos directores de sucursales bancarias de la capital malacitana llegaron a comentar que el presidente del equipo de fútbol se había pasado por sus oficinas con el objetivo de recabar la mayor cantidad de efectivo posible.

Otras fuentes periodísticas posteriores al día en que tuvo lugar el sangriento crimen, apuntaban a que el presidente del CD Málaga estaría siendo objeto de una extorsión por parte de alguna persona que pretendía conseguir dinero, aunque no se especifica que clase de persona. Aunque resulta extraño que un par de vulgares delincuentes, al menos que falleció como consecuencia del asesinato de Rodríguez López, fuesen capaces de chantajear a todo un empresario que había sido propietario de un hotel en la Costa del Sol, el cual había vendido de forma reciente por a quel entonces a una sociedad alemana, aunque lo regentaba él mismo en calidad de arrendatario.

A diferencia de lo que acontece en nuestros días, el seguimiento periodístico por el asesinato de Rodríguez López tendría un corto recorrido informativo, dejando prácticamente de ofrecer noticias a los pocos días de haberse perpetrado el crimen. Las informaciones que aparecían en los medios por cuentagotas se limitaban a hablar de la existencia de un «tercer hombre», además de indicar que había existido lucha entre víctima y agresor. Sin embargo, lo cierto es que España vivía todavía bajo el yugo del general Franco y desde el Ministerio de Información y Turismo se pretendía ofrecer una buena imagen a los muchos visitantes que se acercaban a las costas españolas y no es menos cierto que un crimen, sobre todo si era de carácter mafioso -como parece ser el caso- no era la mejor carta de presentación a quienes venían a exhibir sus partes impúdicas a una sociedad todavía muy conservadora y que venían a disfrutar del sol y el calor, que era y sigue siendo uno de los principales productos que tan bien vende la Costa del Sol.

Más de medio siglo más tarde, son muchos quienes piensan que el crimen que costó la vida a Antonio Rodríguez López estaría motivado por su asombrosa ascensión económica, labrada en muy pocos años, probablemente hallándose inmerso en turbios negocios y también rodeado de una cuadrilla de dudosos amigos, que sabían a que sombra arrimarse en opacas empresas que se hacían al socaire del paraíso fiscal y económico que representaba ya el Peñón de Gibraltar. Sea como fuere, en este caso, al igual que en otros similares nunca se sabrá lo que realmente motivó la eliminación de un presidente de un equipo de fútbol, que se había ganado el respeto de su afición y de toda su afición. ¿Un crimen perfecto o un crimen mafioso? O tal vez ambas cosas cosas al mismo tiempo. Esas son las grandes preguntas que ha dejado un asesinato que hizo saltar todas las alarmas en una de las capitales del verano español en plena temporada de estío.

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Ejecutado en el garrote vil por violar y asesinar a una niña en Ribarroya (Soria)

Ribarroya, el pueblo en el que tuvo lugar el horrible crimen

Al hablar de los tiempos de la Posguerra española casi siempre se repite lo mismo. Años de hambre, necesidad e infamia, bajo una cruenta dictadura que lo pretendía controlar todo o casi todo, aunque no siempre estuviese a su alcance. En aquel entonces, uno de los más oscuros episodios de la crónica negra española se registraría en la pequeña localidad de Ribarroya, una pequeña pedanía perteneciente al término municipal de Aldealafuente, en la provincia de Soria, en lo que es hoy en día la España vaciada, que en aquel entonces contaba todavía con más de dos centenares de vecinos, cifra que en nuestros días se ha quedado reducida a apenas dos decenas de habitantes.

Tanto el escenario, como el criminal y las circunstancias en que se produjo nos retrotraen a una España rural y atrasada, en la que oficialmente se daban por finiquitadas en aquel mismo año las cartillas de racionamiento, pero no a las carencias que sufría una población sin esperanza y sin ilusión en un territorio que ofrecía muy escasas posibilidades y alternativas. La historia comienza con la llegada de un joven vagabundo de 19 años al pueblo, Carlos Soto Guitérrez, que era el clásico producto que salía de los orfanatos y hospicios de aquella maltrecha España de la década de los cuarenta y los cincuenta. El chaval se había fugado del centro en el que se había criado, tras haber permanecido en el mismo de los seis años, cuando había perdido a su madre. Su progenitor parece ser que había perecido en el transcurso de la Guerra Civil española.

Carlos Soto llegó solicitando auxilio y limosna al vecindario. Una buena mujer, madre de una extensa prole -como solía ser habitual en la época- se apiadó de él y le dio una caridad. En el día de autos, el 22 de marzo de 1953 estuvo merodeando por el pueblo y comenzó a acosar insistentemente a una niña de trece años, Purificación Tejero Jimeno, hija de la mujer que lo había socorrido. La criatura se dedicaba al cuidado de un rebaño de ovejas de la familia cuando fue abordada por aquel muchacho, que era un claro candidato a la marginación, sino es que ya era un producto de la misma.

Con una piedra

Al parecer, según algunos relatos, la niña se resistió a los deseos de Carlos Soto Guitíerrez, quien no duda en emplear lo que tiene a su alcance para conseguirlo. Sin embargo, Purificación Tejero se resistirá, siendo idealizada por la prensa de la época como el modelo de mujer a seguir, destacándose que había «defendido su pureza y castidad», además de haber asistido a misa y comulgado la misma mañana, previa a su muerte. En vista de la resistencia de la pequeña, su verdugó optó por darle un golpe con una gran piedra. Posteriormente, emplearía otra de gran tamaño para machacarle definitivamente la cabeza. Se dice también, y no es para menos, que la muerte que llevó la criatura fue horrible. No contento con su cruel patraña, el energúmeno en cuestión se llevaría consigo el cadáver, escondiéndolo entre sus pertenencias en las inmediaciones del río Tajo. Una vez muerte, profanaría el cuerpo de la niña, que sería encontrado días más tarde. Todas las miradas se dirigían a aquel vagabundo que había llegado al pueblo en aquel infortunado día de primavera.

Debido al clima religioso imperante, enseguida se comenzó a idealizar de una manera un tanto fantástica la actitud de Purificación Tejero Jimeno por parte de las autoridades de la época, siendo las religiosas quienes más inicidiran en las virtudes morales de tan joven víctima. Su figura, incluso, llegará a trascender hasta nuestros días con el recuerdo perenne en una de las estaciones del viacrucis que hay en la pequeña localidad, a cuyo pie se situó una de las piedras empleadas por el criminal que le quitó la vida. La otra piedra sería llevada hasta su iglesia parroquial, conservándose como si fuera una sagrada reliquia.

Una vez cometido el atroz crimen, que daría lugar a una gran leyenda no exenta de los clásicos cantares de ciego, Carlos Soto Gutiérrez iniciaría una nueva peregrinación sin rumbo, al sentirse perdido sin saber que camino tomar ni a dónde ir. Su deambular duraría apenas una semana pues el día 28 de marzo sería detenido por la Guardia Civil en Navaleno. En aquellos seis largos días de tensión había recorrido algo más de sesenta de kilómetros. Unas botas que llevaba en el macuto que portaba sirvieron para delatarle, pues se las había regalado un vecino de Ribarroya.

Condenado a muerte

Pocas o casi ninguna posibilidad tenía ya Carlos Soto de salir airoso de su brutal crimen. Apenas siete meses después de haberlo perpetrado se iniciaba el proceso en su contra en la Audiencia Provincial de Soria. El veredicto fue contundente y prácticamente inapelable. Condenado a muerte. Solamente le quedaba recurrir al Tribunal Supremo, quien ratificaría tan cruel sentencia. Tampoco el Consejo de Ministros ni el Jefe del Estado tuvieron conmiseración alguna de quien no dejaba de ser un pobre hombre, fruto de las circunstancias de su tiempo y de una época en la que la comprensión no era una característica muy común entre una sociedada que tan solo clamaba venganza por la muerte de la joven pastorcilla, tal y como se encargaba de reflejar la prensa de la época.

Una vez más entraría en acción la figura del célebre verdugo, «El Corujo», Antonio López Sierra, quien recordaría para un documental de Martín Patino el suceso ocurrido en tierras castellanas. Al parecer, cuando tuvo lugar la ejecución, prevista para el 5 de febrero de 1955, el reo, con el lógico disgusto ante su inminente muerte, le dijo sino iba a tener compasión por él, a lo que el ejecutor de sentencias respondió de forma contundente y no exenta de socarronería: «La misma que tuviste tu con la muchacha». Y así se marchó para el otro mundo, comentaba en el célebre episodio cinematográfico.

Lo cierto es que nadie pone en duda la atrocidad del salvaje crimen cometido por Carlos Soto Gutiérrez, tampoco es menos cierto que aquel chaval era uno de tantos que se criaba en los antiguos hospicios, presididos por una férrea y brutal mano dura, que no hacía otra cosa que recordarles lo desgraciados que eran y que solo les aguardaría una vida llena de tragedias y penurias, como terminaría sucediendo en multitud de casos. Jamás se encargaría nadie de inculcarles un sano sentimiento del deber y el posterior aprovechamiento, que tal vez hubiesen evitado lamentables episodios como este o similares. Ni que decir tiene el fomento de una no menos sana autoestima, que tal vez hubiese evitado que este joven y muchos otros como él se convirtiesen en auténtica carne de cañón para la delincuencia, acabando sus días de la peor forma posible.

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