Las cinco muertes provocadas por la envenenadora de Pollença

Catalina Domingo, la envenenadora de Pollença

Son muchos los estudiosos del mundo de la criminología que sostienen que las mujeres tienen más clase a la hora de matar que los hombres. No quiere decir que sean mejores ni peores, pero sí diferentes. Dentro de la crónica negra española ha habido algunas célebres envenenadoras que se han destacado a lo largo de su historia, haciendo un macabro trabajo, pero eficaz. Incluso, consiguieron eludir durante algún período de tiempo la acción de la Justicia hasta que alguien se dio cuenta de que había algo que no casaba en medio de tantas muertes que parecían ser ocasionales.

Una de esas mujeres, a la que la prensa calificó como «viuda negra» fue la mallorquina Catalina Domingo, una mujer joven en la década de los sesenta, que no se lo pensaba un par de veces a la hora de liquidar a quien ella consideraba un estorbo en su existencia. Decían de ella que era una mujer atractiva y de aspecto afable, que no levantaría la más mínima sospecha en ningún sentido. Catalina cultivó ese carácter y fue ganándose a las personas de su círculo más próximo con el único objetivo de pasar desapercibida. Durante algún tiempo su táctica funcionó, aunque finalmente terminaría resquebrajándose, aplicando el viejo axioma que nos recuerda que «la policía no es tonta».

Esta mujer era hija única de una viuda mallorquina, nacida en el año 1922. Con 23 años se casaría con un vecino suyo, Pedro Coll, con quien tendría dos hijos. Un niño y una niña. Ambos fallecerían siendo aún muy pequeños. Al parecer presentaban cuadros de cólicos, diarreas y descomposición. Cuando los pequeños murieron, Catalina fingió estar muy apenada, pero nadie sospechó que detrás de la muerte de las dos criaturas se encontrase una madre despiadada y perversa. Los críos fallecerían a la edad de cinco años y diecisiete meses respectivamente. El mayor, Rafael, moriría en 1962, en tanto que su hermana, María Luisa, dos años más tarde,

Ya, en la década de los años sesenta, concretamente en 1967, cuando la envenenadora había alcanzado cierta madurez y se le suponía también un cierto equilibrio personal, su marido Pedro Coll comenzó a presentar los mismos síntomas que apenas tres años antes habían experimentado sus pequeños. Dolor de estómago, cólicos y diarreas, de los que se desconocía su origen. El médico, al igual que antaño había sucedido con sus pequeños, se mostraba incapaz de realizar un diagnóstico que le permitiese acertar con la dolencia que le afectaba. El marido de Catalina Domingo terminaría por fallecer el 18 de enero de 1968, apenas unos meses después de sufrir aquella serie de síntomas cuya etiología resultaba desconocida para los galenos de la época. Un médico certificaría que el esposo de la envenenadora falleció a consecuencia de un infarto de miocardio. Quienes la acompañaron en el duelo de su marido aseguraron que la mujer se encontró en todo momento muy desolada por la muerte de su cónyuge. Nadie sospechó que detrás del deceso de aquel hombre se encontrase la sombra de su terrorífica esposa. Sin embargo, hay que hacer notar que para entonces ya había retirado todo el dinero de la cuenta que poseían en el banco y unos días más tarde vendió el coche y la moto. Tampoco se le escapó la opción de ejercitar el derecho de herencia que le correspondía por parte de su marido, a lo que sus cuñados accedieron sin poner ningún reparo, apiadándose de su aparente dura situación personal.

Dos muertes más

Viuda, sola y aparentemente triste, Catalina Domingo se marchó a vivir con sus tíos, un matrimonio ya sexagenario que había poseído un pequeño negocio en la isla de Mallorca y que había ido forjando una pequeña fortuna de cara a su jubilación. Desconocían que introducir a aquella mujer en su casa, por quienes sentían auténtica devoción -quizás por haberse criado huérfana de padre- iba a ser su sentencia de muerte. Tal era el afecto que le profesaban que la envenenadora acabaría convirtiéndose en su única heredera, tras la influencia ejercida sobre su marido por su tía, Juana María Domingo.

Al igual que había acontecido con su marido, su tío político Luis Palmer, que llevaba años padeciendo alguna dolencia estomacal, comenzó a presentar un síntomas similares al desaparecido Pedro Coll, si bien es cierto que en este caso estaban algo más justificados al ser una persona de cierta edad para los cánones de la época y la patología previa que presentaba. El día 5 de mayo de 1968 fallecía su tío Luis Palmer a la edad de 65 años. Cuatro meses más tarde fallecería su tía Juana, quien además era su madrina. El vecindario mostró su estupefacción y sorpresa por las constantes muertes que acosaban a una familia, ya que en apenas nueve meses habían muerto tres de sus miembros, a pesar de que aparentemente mostraban cierta fortaleza física y nada hacía presagiar que sus decesos se produjesen en tan poco tiempo. El primero en desconfiar fue un médico, quien se negó a firmar el certificado de defunción de su última víctima alegando que había que investigar la causa de aquellos extraños decesos. Posteriormente, una denuncia anónima en un juzgado de Mallorca vendría a confirmar las peores sospechas.

Segundas nupcias

Tras el fallecimiento de su tía, Catalina no dudó en rehacer su vida con un taxista viudo, Juan Vitalet, quien se encontraba feliz de haber rehecho su vida ya que así su hija pequeña no se encontraría sola en sus prolongadas jornadas laborales. Desconocía la envenenadora que ya le estaban siguiendo la pista, pues resultaban muy extrañas aquellas tres últimas muertes en un período tan breve de tiempo. Además, se casaría justo nueve meses después de haber enviudado de su primer marido, el periodo legal estipulado en la legislación de entonces entre un matrimonio y otro.

Un juez de Palma de Mallorca ordenaría exhumar los cuerpos de sus tíos fallecidos recientemente para aclarar las causas de sus decesos, haciendo así caso de la denuncia presentada previamente. En los cuerpos de los fallecidos se encontró abundante cantidad de arsénico, un componente químico que goza de la propiedad de conservar con bastante facilidad los cuerpos de los fallecidos. Inmediatamente se procedió a la detención de Catalina Domingo, quien ingresaría en el módulo de mujeres de la prisión de Palma de Mallorca.

Las pruebas reunidas por el fiscal contra la supuesta asesina de sus hijos, marido y tíos son abrumadoras, llegando a solicitar hasta más de cien años en total por todos los delitos acumulados. Se le acusaba de haber dado muerte a sus dos hijos, su marido y sus tíos. Ella negará siempre en el transcurso del juicio que se siguió en su contra que fuese la autora de los crímenes que se le imputaban. Solamente reconocía haber dado muerte a su primer marido, Pedro Coll. Sin embargo, negaba que hubiese matado a sus hijos y mucho menos a sus tíos, consciente de que podía ser desposeída de la herencia que le habían legado. Su actitud también resultará sorprendente, pues se mostraría en todo momento colaboradora con la justicia, muy confiada en la capacidad de su abogado, Luis Matas, un prestigioso letrado balear que se encargó de defenderla.

En un principio la Audiencia de Palma de Mallorca la condenó a la pena de 45 años de prisión mayor, aunque un recurso posterior dejaría la sentencia en tan solo 30 años, de los que apenas cumpliría ocho y medio. Solamente se le había conseguido probar el asesinato de su tía Juana, su principal benefactora. Los magistrados alegaron que los indicios allegados no eran suficientes para responsabilizarla autora de las otras cuatro muertes.

Cuando ya se habían apagado los ecos de su siniestra actitud, un diario mallorquín, Última Hora, daba cuenta del misterioso deceso de Catalina Domingo el día 28 noviembre de 1986 cuando ya contaba 64 años. Añadía que su muerte se había producido en extrañas circunstancias que estaban siendo investigadas, entre las que no se descartaba un posible envenenamiento¿? Sin embargo, su muerte jamás fue aclarada.

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Una niña descuartizada en Ourense

Sobrado do Bispo, la aldea de la que era originaria la niña asesinada

Aquel año 1914 prometía emociones fuertes. Y vaya si las tuvo. Aunque fuesen casi todas ellas muy negativas. En Europa se respiraban ya vientos de guerra, pero los gallegos seguían más atentos a las muchas cartas procedentes allende los mares que de lo que sucedía en en viejo continente. Desde hacía varias décadas se había instalado la percepción de que La Habana o Buenos Aires estaban a la vuelta de la esquina, mientras que -ya no Europa- sino que Madrid, Barcelona o Bilbao se encontraban mucho más lejos que aquellas dos capitales americanas.

A la lumbre de las ancestrales lareiras, los tradicionales fogones gallegos, y a la luz de un candil se contaban viejas historias de sacauntos o sacamantecas, entre ellos el célebre «Hombre lobo de Allariz» o la deformada historia del desollador de A Legua Dereita, que había tenido lugar por aquellos mismos años. Y como no, las andanzas del célebre Mamed Casanova, conocido por el sobrenombre de «Toribio», quien estaba sentenciado a prisión perpetua en alguna perdida cárcel de España. En esas circunstancias, a comienzos de mayo de aquel histórico año 1914 la prensa gallega y la de prácticamente toda España se hacía eco del macabro hallazgo del cuerpo descuartizado de una pequeña de cuatro años, Ramona Crestelo Novoa, en el monte de Bacariza, perteneciente al municipio orensano de Barbadás, situado a menos de diez kilómetros de la capital de la provincia. El cuerpo había sido localizado por una mujer cuando iba a proveerse de leña con la que hacer fuego. A tenor del espeluznante hallazgo, dio inmediatamente cuenta a las fuerzas del orden, quienes se pusieron manos a la obra en la búsqueda de lo que -todo parecía indicar- era un horripilante y horrible crimen. Por las circunstancias en que fueron hallados los restos de la pequeña, a quien le habían seccionado el brazo derecho -dando la sensación que se lo habían arrancado de cuajo- y el pie izquierdo, amputado a la altura de la articulación, que el salvaje asesinato había obedecido a algún ritual de los que se hablaba mucho en aquel entonces con la finalidad de paliar los efectos de alguna incurable enfermedad, que tanto abundaban en aquella época. Entre estas cabe mencionar la tuberculosis, cuyas falsas terapias se habían llevado la vida de un pequeño en la localidad almeriense de Gádor, y por aquellos mismos años se haría también célebre la figura del vampiro de Avilés, Ramón Cuervo, acusado de asesinar a otro menor para absorber su sangre con la que paliar los efectos de su avanzada tisis.

El cadáver de Ramona Crestelo se hallaba situado a escasos dos metros de un sendero de escaso tránsito en el monte de A Bacariza. El cuerpo lo habían colocado boca a bajo y se encontraba completamente desnudo. Presentaba, además de las amputaciones antes mencionadas, manchas plomizas en el brazo izquierdo y la parte del tronco correspondiente al mismo lado. Sorprendió a quienes hallaron el cuerpo sin vida de la pequeña que en lugar de autos no hubiese apenas manchas de sangre, por lo que se supuso que el crimen se había cometido en otro lugar distinto al encontrado. El gran misterio al que habrían de hacer frente los investigadores del suceso era el destino que habían tomado las extremidades amputadas de la pequeña. Se peinó una amplísima franja de monte y en ella solamente se encontraron algunos restos de algodón y tejidos pertenecientes al traje que vestía la pequeña el día del secuestro.

Practicada la autopsia, los forenses dictaminaron que el brazo que le faltaba a la niña había sido seccionado con un instrumento cortante que atravesaría los tejidos blandos originando una gran hemorragia, ya que la lesión afectaba directamente a las arterias axilar y subclavia derecha. Lo mismo sucedía con el pie izquierdo, en cuyo tobillo existía también la amputación de los tejidos blandos y de la arteria pedia, lo que provocaría un gran hemorragia. La extremidad superior habría sido arrancada después de grandes avulsiones dadas con gran fuerza en diferentes sentidos, consiguiendo así la separación del brazo por la articulación. El rostro de la pequeña presentaba algunos rasguños, indicando que había sido arrastrado por alguna zona de matas o zarzas, conocidas en Galicia como silvas, y que suelen abundar mucho en épocas primaverales. La necropsia practicada a Ramona Crestela apuntaba a la posibilidad de que el miembro superior pudiese haber sido arrancado cuando aún se encontraba con vida, por lo que se señalaba que la criatura había podido sufrir poco menos que un terrible martirio, dadas las circunstancias en la que la habían dado muerte sus captores.

Detenciones

El suceso no solo consternaría a Galicia, sino a la sociedad española de entonces, provocando de nuevo ríos de tinta en los distintos diarios de la época, que se mostraban más preocupados de dar cuenta de hechos similares que de la furiosa actualidad internacional que encaminaba al mundo hacia su primera gran conflagración. En Barbadás y en Ourense se había desatado una gran ola de furor e indignación. Desde los escasos medios de comunicación y otros ámbitos se arremetía contra curanderos y las falsas terapias que no hacían otra cosa que provocar tragedias y se encontraban ante un despiadado suceso que se calificaba en la prensa escrita como de «cruelísimo». Se exigía justicia, así como encontrar lo antes posible los restos amputados de la pequeña. La alarma empezó a cundir y en los periódicos se daba cuenta de otros intentos de secuestro de niñas, algunos de ellos ciertos, pero otros no dejaban de ser fabulaciones o bulos provocados por el gran temor y el pánico que habían desatado a consecuencia de tan execrable crimen.

En aquel entonces comenzó a tomar cuerpo la posibilidad de que el crimen que le costó la vida a Ramona Crestelo hubiese sido obra de unos ciudadanos portugueses, a quienes se acusaba, sin pruebas, de vender ungüentos y grasas humanas con diferentes fines en las ferias y mercados de la comarca. En un principio fueron detenidos un hombre de nacionalidad portuguesa, José Montero, de 33 años, al que la prensa le atribuye la profesión de pordiosero, natural de la provincia lusa de Vila Real; su amante María Rivas Incógnito, una mujer viuda de 42 años, oriunda del municipio gallego de Ponteareas y la hija de esta última, una joven de 18 años nacida en el concejo pontevedrés de A Cañiza y que respondía al nombre de Rosa Suárez Rivas. Al ser trasladados a las dependencias de la Guardia Civil de Ourense, fruto del furor y la indignación que existía en la localidad, estuvieron a punto de ser linchados por una furiosa turba que exigía justicia a cualquier precio. Tras permanecer algunos días en los calabozos y ser sometidos a duros interrogatorios, que muchas veces rozaban las crueles prácticas de tortura más abyectas, se llegó a la conclusión de que aquel trío no dejaban de ser unos inocentes feriantes, que no guardaban relación con el trágico suceso ni tampoco practicaban ningún tipo de rito satánico ni mucho menos comerciaban con grasa humana, aspecto este que se achacó muchas veces sin pruebas a determinado tipo de personas que iban vendiendo sus pócimas por ferias y mercados de Galicia.

Pasaba el tiempo y no se practicaban nuevas detenciones, por lo que la indignación popular iba in crescendo. Seguía publicándose en la prensa presuntos intentos raptos de pequeños que se sucedían cada dos por tres por toda la geografía gallega, aunque casi ninguno tenían visos de ser cierto. En julio de aquel mismo, Guerra Mundial ya de por medio, era detenido en la localidad pontevedresa de Cambados un individuo que se llamaba Manuel Moure González, originario del municipio orensano de Parada de Sil, cuyas señas correspondían a las facilitadas en diferentes puestos de la Guardia Civil. Sin embargo, una vez más, hechas las pertinentes pesquisas, este hombre resultó ser inocente y nada tenía que ver con el espantoso crimen.

A pesar de la gran indignación popular, y de los señalamientos que se hacían desde diferentes sectores de la sociedad de la época, los esfuerzos por hallar al culpable de este macabro crimen no dieron jamás el fruto deseado. Ni siquiera se supieron los móviles. Las conjeturas apuntaban a que alguien muy poderoso se encontraba detrás de este horrible crimen. Ese alguien presuntamente se habría servido de la sangre o de la grasa de la pequeña para hacer frente a alguna dolencia de la época, ignorando que aquellas prácticas jamás dieron resultado alguno. A veces funcionaba durante algunas horas el denominado «efecto placebo», no en vano al tomar sangre se incrementaban de forma notoria las reservas de hierro del cuerpo, pero esos falsos beneficios desaparecían también a las pocas horas. Y nada había que hacer ya cuando la enfermedad, principalmente la tuberculosis, había sido diagnosticada. Tarde o temprano la sentencia de muerte era firme y tan solo era cuestión de tiempo, a pesar de que, desgraciadamente, se seguirían produciendo algunos casos de vampirismo que tan solo servirían para incrementar el dolor, generar terroríficas leyendas que han llegado hasta nuestros días y llenar las páginas de sucesos de la prensa de la época, que prestaba más atención a estos crueles acontecimientos que al gran drama que estaba asolando Europa, en el que la sangre corría a borbotones.

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Más de tres lustros de misterio en torno al triple crimen de Burgos

La familia asesinada el día de la primera comunión de Rodrigo Barrio

Fue sin lugar a dudas uno de los crímenes más escalofriantes y mediáticos por todas las circunstancias que lo rodearon. Aunque recientemente se ha reabierto la investigación con nuevos elementos de juicio, entre ellos el vehículo de Salvador Barrio, el hombre que apareció asesinado junto a su esposa, Julia y su hijo Álvaro, el misterio persiste y son muchas las incógnitas que rodean tan dramático caso.

A la mañana siguiente de aquel 7 junio de 2004 los vecinos de la capital burgalesa se despertaron con la trágica noticia del asesinato de tres de los cuatro miembros de una familia de clase acomodada. El criminal descargó toda la adrenalina y el odio que llevaba dentro contra sus víctimas a las que asestaría un total de 99 puñaladas. Víctimas de las garras del brutal asesino, caían Salvador Barrio, un agricultor de 53 años, que había forjado un considerable patrimonio a base de muchísimo trabajo y esfuerzo en el municipio de La Parte de Bureba. Con él también era asesinada en su misma alcoba su esposa Julia, algo más joven que él. La otra víctima es el más pequeño del clan familiar, Álvaro, un niño de doce años que también ha sucumbido ante el desalmado psicópata. Solamente se salvaría el hijo mayor del matrimonio, Rodrigo, un adolescente de 16 años, quien por entonces se encontraba internado en el complejo Ciudad de la Educación de San Gabriel, regentado por los hermanos de esta misma congregación.

Las primeras pesquisas se dirigieron hacia el entorno más próximo de Salvador Barrio, ya que se suponía que el autor o autores del crimen son conocidos del agricultor asesinado, ya que habrían franqueado la puerta con absoluta normalidad sin dejar rastro alguno. La única pista existente es la huella de una zapatilla deportiva marca Dunlop. Su propietario podría calzar los números 42-43 aproximadamente, pero que con toda seguridad se la ha quitado al salir del piso que ha convertido en un macabro panteón. Los estudios forenses dictaminaron que la primera víctima es Salvador, quien supuestamente trató de defenderse de su agresor, llegando a recibir un total de medio centenar de puñaladas. Su esposa, apenas habría opuesto resistencia, pues recibe 17 puñaladas. Alertado del horror que se estaba viviendo en su casa, Álvaro echa el pestillo, pero el agresor echaría la puerta a bajo y se introduciría en el dormitorio del pequeño a quien, tras una breve lucha, le propina 42 cuchilladas que terminan con su vida. Los investigadores se suponen que el crimen habría acontecido entre las cinco y las seis de la madrugada. Aunque se trata de un bloque de viviendas en el que residen viven otras familias, nadie escuchó ni vio nada. Ni siquiera un grito, a pesar de la masacre que se había perpetrado en aquella vivienda.

El hijo mayor, investigado

A partir de ahí son muchas las incógnitas y el misterio que rodea a esta brutal matanza. Se abren muchas conjeturas y suposiciones que se hacen los investigadores, aunque ninguna de ellas da los frutos deseados. El caso daría un giro inesperado a mediados de junio del año 2007 cuando es detenido Rodrigo Barrio Dos Ramos en el domicilio de su tío Benito Dos Ramos, en la parroquia de Queirugás, en el municipio orensano de Verín. Los indicios de la Policía le sitúan como el principal responsable de la muerte de su familia, entre ellos la pisada de las zapatillas deportivas, que al parecer vestía con asiduidad, aunque algunos miembros de la familia sostienen que el chaval calzaba algunos números superiores al de los encontrados en la casa en la que se produjo el brutal crimen. Otra de las pruebas era una joya que su madre siempre llevaba al cuello y que fue hallada con posterioridad en poder del muchacho, desconociéndose si la portaba el día de autos. De la misma forma, se encontrarían también algunas colillas de la marca de tabaco que habitualmente fumaba, Royal Crown, a pesar de que el joven contradirá repetidamente a la investigación policial. Las cajetillas halladas con posterioridad serían de Luckie Stricke. En este caso, la acusación particular responsabilizó al propio chaval de colocarlas en el cuarto de baño de la casa, pues al parecer, podrían ser muy posteriores a las halladas el día del crimen. Según la investigación policial, Rodrigo incurrió en repetidas contradicciones, pero jamás llegaría a confesar el crimen. El joven sería ingresado provisionalmente en un centro para menores de Burgos, pero sería puesto en libertad al desestimar la consistencia de las pruebas aportadas por parte de los magistrados que se encargan del caso.

Los supuestos móviles que habrían movido a Rodrigo Barrio a asesinar a su familia irían desde el sentirse desvalorizado por su familia en favor de su hermano pequeño, comúnmente conocido como el «síndrome del príncipe destronado» hasta el destino que le habría deparado para él su progenitor, quien habría comprado una cosechadora valorada en 120.000 euros, con el objetivo de que en un futuro próximo su vástago trabajase en la extensa hacienda familiar. Igualmente, se atisbó la posibilidad de hacerse con el patrimonio familiar, tres viviendas y 180 hectáreas de terreno, valoradas en aproximadamente un millón de euros.

El muchacho inculparía a uno de los religiosos del internado en el que estaba internado, aunque esta posibilidad sería desechada casi de inmediato, al igual que a otro amigo del colegio, que también caería por su propio peso.

El otro sospechoso de este triple crimen sería un vecino, conocido como Angelito, que ahora se encuentra cumpliendo una pena de prisión por haber arrollado de manera intencionada a una anciana vecina suya. Al parecer, este último habría mantenido importantes desavenencias con el agricultor asesinado motivadas en la época en la que Salvador Barrio fue alcalde del pequeño municipio burgalés. Algunas fuentes apuntaron a que el día en que recibieron sepelio las tres víctimas, este hombre habría acelerado el embrague de su tractor con el ánimo de incordiar a quienes asistían al entierro. Igualmente se le responsabilizaba de las pintadas aparecidas en las sepulturas de las víctimas. Aunque, para la policía había una pieza que no encajaba y se preguntaba como podría haber accedido al domicilio de la familia Barrio, cuando todo hacía suponer que el criminal era una persona que conocía a la perfección todos los detalles del entorno familiar, además de no haber forzado la puerta en el momento de entrar en la vivienda.

División familiar

La familia materna de Rodrigo Barrio, todos ellos residentes en distintos puntos de la provincia de Ourense, sufriría una fuerte escisión como consecuencia de este crimen, dividiéndose entre quienes creen a pies juntillas que su sobrino era el autor del crimen y quienes sostienen exactamente lo contrario. Entre los primeros se encuentran su tío Benito y otra de sus tías, que han mostrado su convecimiento de forma reiterada en que el joven fue el autor de la muerte de sus padres, tanto por el comportamiento que ha mantenido durante todo este tiempo como en los indicios hallados por la Policía.

Benito Dos Ramos fundamenta su teoría en el hecho de que el joven se habría mostrado un tanto esquivo en relación al caso cada vez que se lo planteaban. El muchacho sostuvo siempre que se encontraba en el internado, pero también se sabe que, aunque no tenía permiso de conducir por ser menor de edad en el momento en el que se cometió el triple crimen, sabía manejar el vehículo de su padre y conducía de forma habitual por trayectos cortos. Otro hecho que llamó poderosamente la atención tanto de sus tutores como de los investigadores fueron los famosos dibujos que pintaba Rodrigo, de contenido macabro, alusivos a diferentes formas de matar o asesinar a las personas. En ellos se podía contemplar a hombres colgados y degollados en distintas posturas.

Por otra parte, otro sector familiar se niega rotundamente a reconocer la culpabilidad del chaval, creyendo firmemente hasta ahora las decisiones que ha tomado la Justicia. Basan su razonamiento en que no hay prueba alguna para incriminar a Rodrigo y desechan que la pisada encontrada en el piso pertenezca al muchacho.

Aquí, al igual que sucede en muchas otras ocasiones, también están enfrentadas las posiciones que mantienen la Policía y las autoridades judiciales encargadas del caso. Para los primeros hay indicios más que evidentes de quien fue el autor del horrible crimen de Burgos, mientras que los segundos se encargan de mantener el misterio hasta que se hallen unas pruebas más sólidas. Ahora, y tras casi veinte años, se está analizando el vehículo del matrimonio asesinado en busca de más pruebas. Y lo que también sucede casi siempre en estos casos, que a medida que transcurre el tiempo se hace más difícil resolver un horrible suceso que sigue horrorizando a los españoles más de tres lustros después de que se hubiese perpetrado.

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Arroja a sus cuatro hijos al mar en Asturias

La Peñona fue el lugar elegido para arrojar a los cuatro niños al mar

El año 1991 marcaba en España un cambio de ciclo y se vislumbraba, aunque todavía de lejos, el fin de la hegemonía socialista en el país. Sería cuando Alfonso Guerra dejaría el ejecutivo, iniciándose su divorcio de Felipe González, cuya amistad se remontaba a la década de los sesenta. El terrorismo seguía golpeando fuerte, mientras el país ponía los ojos en el año siguiente, 1992, el de la Exposición Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona. Daba la sensación de que aquellos eventos lo iban a solucionar todo, aunque después comprobásemos que íbamos a quedar igual que estábamos, cuando no peor.

En ese prometedor clima, la crónica negra española viviría uno de sus episodios más espantosos y tenebrosos de los tiempos recientes, que tendría como escenario uno de los más bellos parajes de la costa asturiana, el mirador conocido como la Peñona, en la comarca de Avilés. Al anochecer del martes, 26 de noviembre, una mujer de etnia gitana, María Jesús Jiménez, que contaba en aquel entonces tan solo 29 años, tomó a sus cuatro hijos y se dirigió hacia lo que se iba a convertir en tétrico lugar desde la chabola en la que vivía. Llevaba a la más pequeña de sus vástagos, una niña de cinco años, en brazos. Una vez situada en el punto elegido, se supone que arrojaría los hijos unos tras otro al mar, en una terrible noche de perros en la que soplaba el viento de poniente y la marejada era continua. Decimos se supone porque lo cierto es que sus versiones contradictorias se sucedieron a lo largo de aquellos confusos tiempos y se mantendrían posteriormente en años venideros, cuando ya se encontraba cumpliendo la sentencia a la que sería condenada.

Para añadir más morbo o incertidumbre al asunto, como se quiera, la madre de los pequeños denunciaría su desaparición en el cuartel de la Guardia Civil de Salinas, una pequeña población cercana al núcleo de Avilés. Inmediatamente, la Benemérita daría traslado del hecho a los equipos de emergencia para que se pusiesen manos a la obra y socorrer a los pequeños, aunque, dadas las condiciones del mar ese día, la tarea iba a ser harto complicada y poco se podría hacer en una zona en la que predominan los rocosos acantilados de gran altura, además de ser la costa muy recortada.

El cuerpo de una niña

Al día siguiente de producirse la tragedia, el mar devolvería el cuerpo de la pequeña Azucena, de cinco años de edad. Mientras, su madre continuaba en un estado de absoluta confusión, sosteniendo que los niños habían caído al mar cuando se encontraba jugando con ellos. Sin embargo, su actitud no haría otra cosa que aumentar la desconfianza de los agentes que la interrogaban, quienes no creían en absoluto la versión que les estaba ofreciendo quien era ya una presunta filicida. Por de pronto, sería ingresada en un centro psiquiátrico a la espera de pasar a disposición judicial. Posteriormente solo se recuperarían los restos del cuerpo de uno de los pequeños, en tanto que de los otros dos jamás se volvieron a tener a noticias.

El suceso, que coparía las primeras páginas de los diarios de la época así como algunos programas de las incipientes televisiones privadas, consternaría profundamente al país, que aguardaba impaciente el año mesiánico que se prometía para 1992.

En su declaración ante el juez manifestaría no recordar nada de cuanto aconteció aquel día. El juez gallego Julio Alberto García Lagares siempre sostendría que aquella mujer no se encontraba en su cabal juicio, a pesar de que le contradecían los informes forenses y psiquiátricos. Mientras, su abogado defensor, Guillermo Fernández manifestaría al diario asturiano LA NUEVA ESPAÑA que su patrocinada sufría un trastorno borderline de la personalidad, que se caracteriza por un pensamiento dicotómico e impulsivo. A ello se sumaba que los psiquiatras que la examinaron detectaron un bajo coeficiente intelectual.

Por si los problemas que aparentemente padecía no fueran pocos, se sumaba el hecho de que su matrimonio con un payo, J.L.V., ya había hechos aguas. Su convivencia, al parecer, se había caracterizado por sufrir constantes malos tratos y una situación de estrés constante, que, tal vez hubieran podido influir a la hora de cometer semejante barbaridad. En esta época también tomaría cuerpo la hipótesis de que María Jesús Jiménez se habría intentado suicidar, una vez hubo arrojado sus hijos al mar, tirándose a las vías del tren, aunque este extremo jamás pudo ser certificado.

Tampoco faltarían las teorías de la conspiración y alternativas. Entre estas se llegó a suscitar la probabilidad de que los pequeños fueran víctimas de algún traficante de órganos. Incluso, años después, la propia María Jesús cambiaría de versión, culpando a su propio marido de la muerte de los pequeños, de quien llegó a decir que había corrido detrás de ellos hasta La Peñona tirándoles piedras. Sin embargo, su tesis no se sostuvo ni por activa ni por pasiva.

Condena

Un año más tarde, cuando ya se habían comprobado los efectos de la fiebre del año 1992, María Jesús Jiménez sería juzgada, siendo condenada a 24 años de prisión, acusada de cuatro delitos de parricidio. En este caso obtendría cierta clemencia del presidente de la Audiencia de Oviedo, quien siempre sostuvo que aquella mujer no se encontraba en plenitud de facultades, a pesar de que los informes médicos contradecían su postura. De hecho, la condenada vería sensiblemente reducida su pena, quedando establecida en 18 años, tras prosperar parcialmente un recurso presentado por su letrado ante el Tribunal Supremo.

Durante el tiempo que permaneció entre los muros de la prisión era frecuente que se comunicase con el juez García Lagares, a quien siempre enviaba alguna tarjeta dibujada con motivo de las fiestas navideñas o por el santo. Posteriormente, el magistrado perdería el contacto con la reclusa hasta que fue nombrado presidente del Tribunal Superior de Justicia de Asturias y fue a visitar la prisión en la que se encontraba cumpliendo condena. Los funcionarios le manifestarían al letrado que aquella mujer no se encontraba psíquicamente bien. Pensaban que se encontraba ida y que su comportamiento no era racional, lo mismo que siempre había sostenido él.

En el año 2001, María Jesús Jiménez obtendría la libertad condicional, pero pretendía seguir entre los muros de la prisión a salir a la calle. Se dice que temía la venganza de sus familiares o su ex marido. Una organización no gubernamental, unido al interés de unas monjas le beneficiarían de un programa de reinserción para ex-reclusos, siendo las religiosas quienes le darían acogida. Asimismo, ese mismo año, se iniciarían los trámites para su incapacitación absoluta, ya que su coeficiente intelectual la llevaba a estar incluida en el grupo de los «débiles mentales». Desde entonces se encuentra recluida en un piso tutelado en el que destaca por su aptitud hacia las manualidades. De vez en cuando, María Jesús cambia de domicilio para evitar que pueda ser controlada por quienes antaño la trataron con el objetivo de evitar una posible venganza por quienes se la tienen jurada.

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Asesina a siete vecinos en Cantabria

Portada de EL CASO dando cuenta del trágico suceso

Aquel año 1980 España viviendo en una gran tensión por distintos motivos que, de una forma u otra, convulsionaban al país. El más grave, sin duda alguna, era la escalada terrorista de ETA, que estaba dejando un gran reguero de víctimas en el País Vasco. A ello se sumaba la crisis económica derivada del cambio político de los años setenta que no hacía otra cosa que incrementar la fuerte conflictivad social. El Gobierno de Adolfo Suárez estaba a punto de derrumbarse a consecuencia de los graves problemas que afectaban al país y que en ese momento carecían de una solución efectiva. Tampoco era menos el descontento que se vivía en los cuarteles, cuando aún el Ejército gozaba de un gran poder, y que alcanzarían su punto culminante con la intentona golpista del 23 de febrero de 1981.

En medio de ese ambiente de incertidumbre social se registrarían algunos hechos que provocarían el estupor generalizado de los españoles, que no estaban acostumbrados a los crímenes múltiples y había que remontarse veinte años atrás, o incluso más, para encontrar un hecho semejante. Así sucedería el 27 de noviembre de 1980 cuando un vecino de la pequeña localidad cántabra de Liermo, perteneciente al municipio de Ribamontán al Monte, Ángel Campo, le daba muerte a siete vecinos suyos por una franja de tierra de apenas doscientos metros cuadrados, cuyo valor se estimaba en apenas quince mil pesetas de la época, la mitad del salario mínimo mensual de entonces. El autor de las siete muertes culpaba a su vecindario de haberle expropiado ese terreno que, según él, legítimamente le pertenecía y en el que se había levantado un parque infantil.

Al anochecer de aquel día de otoño, Angel Liermo Solana, de 64 años de edad, provisto de una escopeta de caza se tomaría, de forma sangrienta y totalmente inexplicable, la justicia por su mano. Su primera víctima sería su convecino Juan Manuel Beci Cruz, de 40 años, a quien acometió, tras una discusión, en la cuadra de su vivienda.

En su orgía sangrienta tenía planeado dirigirse a la casa de los hermanos Revuelta para acabar con la vida de quienes allí vivían. Sin embargo, el azar provocaría que se encontrase en plena calle con Inocencio Palacio, un joven de 38 años que presidía la Junta Vecinal del pueblo, el ente al que responsabilizaba de la expropiación de su terrenos. Sin pensárselo dos veces, Ángel empuño de nuevo su carabina dejando seco de un disparo al pobre infortunado. Al llegar a la vivienda en la que residían quienes sus siguientes víctimas, Amalio y Manuel Revuelta, de 56 y 58 años respectivamente, les acometería disparándoles a través de la ventana.

La siguiente de esta trágica lista sería María Concepción Cruz, una sexagenaria, madre de su primera víctima, quien tuvo la mala suerte de salir a la calle al escuchar los gritos de su hija Elisa Beci, quien resultaría herida de consideración por Ángel Campo, que le efectuó un disparo a la altura del cuello. Peor suerte correría su progenitora que se convertiría en la quinta víctima mortal de un desalmado criminal. El terror que estaba sembrando el brutal psicópata se reflejaría en los hijos de Elisa Beci, cuatro de los cuales -presas del terror desatado- se esconderían en el cuarto de baño. Mientras, una pequeña se arrojaba desde una ventana, situada en el primer piso de la vivienda, hacia un pajar que se encontraba aledaño a la misma.

Sus dos últimas víctimas serían Encarnación Cruz Cedrún y Vicente López Díaz, de 68 años, quienes serían encontrados muertos efectuados por el mismo arma que portaba Ángel Campo Solana en sus respectivos domicilios.

Huida

Una vez hubo consumado su atroz patraña, Ángel Campo Cruz, huiría campo a traviesa por los montes de la comarca, siendo buscado por agentes de la Guardia Civil con el afán de capturarlo y entregarlo a la acción de la justicia. Mientras, en Liermo, los escasos vecinos que quedaban tras la masacre habían cerrado sus puertas a cal y canto por el miedo que despertaba su presencia, pues había temor a que regresase para proseguir con su sádico comportamiento. No obstante, a medida que pasaban los días, los agentes de la Benemérita tenían menos esperanzas de encontrarlo con vida, pues la supervivencia en los montes no era una cuestión fácil para el múltiple asesino, a lo que se sumaba que no disponía de permiso conducir, por lo que se suponía que no podría haber ido a muy lejos.

Tan solo unos días después de haber perpetrado la masacre, el cuerpo sin vida de Ángel Campo sería hallado en un nicho del cementerio de la localidad de Langre, a poco más de cinco kilómetros a través de los montes de donde había perpetrado la masacre. Un matrimonio que había ido a depositar unas flores a la sepultura de un hijo suyo, fallecido unos años antes, reparó que en el suelo había una boina que, en un principio, no le dio mayor importancia. No obstante, luego contemplaron que de uno de los depósitos asomaba algo similar a un cuerpo, que sería reconocido por uno de los cónyuges, a pesar de que hacía más de una década que no veía a Ángel Campo. Su cuerpo presentaba un disparo en la mandíbula, que le ocasionaría la muerte prácticamente en el acto y la cabeza estaba recostada sobre la gabardina que llevaba puesta. Se suponía que el psicópata había saltado la verja del cementerio para poder introducirse en el mismo. El criminal se había criado en el pueblo en el que fue encontrado su cadáver, que visitaba con cierta frecuencia, aunque había nacido en Carrizoso y se había casado en Liermo, de donde era natural su esposa. Posteriormente, el cuerpo de Ángel Campo sería trasladado hasta el Hospital Marqués de Valdecilla de Santander, donde le sería practicada la autopsia.

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Asesina a cuatro personas por un ajuste de cuentas en Pontevedra

Vilaboa, la localidad donde se cometieron los crímenes

En los años noventa la droga causó muchos estragos en Galicia, principalmente en As Rías Baixas, donde eran muy frecuentes los ajustes de cuentas, tanto entre clanes dedicados a la distribución masiva de estupefacientes como entre los propios consumidores que, en más de una ocasión, emplearon la violencia para deshacerse de sus rivales, por el motivo que fuese.

Una de esas ocasiones fue en la jornada del 27 de enero de 1997 cuando toda Galicia se sobresaltaría al conocer un hecho muy sangriento y luctuoso que había tenido en el hostal Las Rías, emplazado en la localidad pontevedresa de Vilaboa. Alrededor de las cde ese día se presentó en el apartamento 21 del centro hotelero José Manuel Rodríguez Lamas, alias «El Pulpo» armado con una pistola del calibre 7,65. Su objetivo era eliminar las posibles víctimas presenciales de otro suceso sangriento cometido por el mismo autor en el día anterior, aunque nunca lo confesaría hasta ocho años más tarde, cuando estaba ingresado en la cárcel.

Como si de un auténtico profesional se tratase y demostrando una extraordinaria pericia tanto en el manejo como en el uso de las armas, José Manuel Rodríguez se desharía de tres personas de una «forma limpia», como se conoce en el argot policial, disparando a cada una de sus víctimas un único disparo en la cabeza. El horripilante crimen sería descubierto horas más tarde por un amigo de los asesinados, encontrando también estado casi moribundo a una cuarta persona, Alberto Piñeiro Rodríguez, un joven de 27 años adicto a las drogas, vecino de la parroquia de Meira, en el término municipal de Moaña. Sorprendentemente este último sobreviría a la matanza.

Tres toxicómanos

Las víctimas del criminal eran tres jóvenes toxicómanos, entre ellos una pareja que se dedicaba al trapicheo en pequeña escala. Los fallecidos eran Jesus Joaquín Brea Blanco, de 33 años de edad, natural de Cuntis y su novia Mercedes Castaño de la Fuente, de 28, natural de la localidad pontevedresa de Marín. La tercera víctima mortal era Eugenio Rioboo Viruel, de 31 años de edad, nacido en Cádiz, pero con vecindad en la el municipio pontevedrés de Moaña.

El error en el disparo sobre Alberto Piñeiro pudo haberse debido a que «El Pulpo» quizás hubiese escuchado algún ruido que le desconcertó y le puso nervioso, huyendo escaleras abajo en dirección a la calle.A Rodríguez Lamas se le acusaba también de un cuarto asesinato, el de Roberto Iglesias Domínguez, de 34 años de edad, al que negó haberlo matado durante más de ocho años. El historial delictivo del triple autor del crimen de Vilaboa no había parado de crecer en todos aquellos años, además llevando a cabo acciones muy violentas, entre ellas algún asalto a entidades financieras, así como liderar una peligrosa banda de delincuentes en el área de las Rías Baixas gallegas.

Aunque en un principio se detuvo a dos personas, se demostró que estas dos nada tenían que ver con la matanza que consternaría a Galicia. El autor del crimen era un peligroso delincuente, conocido de la policía, por haberse visto involucrado en otros actos delictivos muy violentos, entre ellos algún asalto a un banco, así como el hecho de liderar una peligrosa banda que actuaba por todo el área de Vigo y las Rías Baixas.

Detención

Su detención hizo presenciar a los vecinos del barrio vigués de Cabral una escena más propia del Oeste americano o de los muchos filmes que vienen de los EE.UU. en los que se desata una inusitada violencia. La misma se produjo en la jornada del 4 de febrero de 1997, escasamente una semana más tarde de haber perpetrado la carnicería de Vilaboa. «El Pulpo» se encontraba en un bar cuando alrededor de las once de la noche se personó en el mismo una pareja de miembros de la policía.

Al percatarse de su presencia, salió al exterior empuñando sendas pistolas, una en cada mano, con las que abrió fuego contra los agentes, tras parapetarse sobre su coche. Una de las balas estuvo a punto de alcanzar a un transeúnte, mientras que otro proyectil se colaría en el interior de un domicilio por una ventana. Además, uno de los agentes resultaría herido de consideración en una pierna.

Su rudeza la demostraría al enfrentarse con la policía a mano armada, además de increparles diciéndoles que prefería que lo matasen antes de ir detenido. Sin embargo, en esta ocasión la destreza policial y el hecho de verse acorralado sin escapatoria posible provocarían que «El Pulpo» se entregase a los agentes armados.

Por este triple crimen, José Manuel Rodríguez Lamas sería condenado a 125 años de cárcel. Además, le imputaban un cuarto asesinato que siempre se había negado a reconocerlo, el que le había costado la vida a Iglesias Domínguez, cometido en la jornada anterior al triple crimen de Vilaboa.

El asesinato de Roberto Iglesias

El día anterior a la muerte de tres personas en el hostal de Vilaboa había desaparecido un joven de 34 años de edad, Roberto Iglesias Domínguez, quien también tenía numerosos antecedentes policiales y estaba estrechamente vinculado al mundo del trapicheo en pequeña escala de la droga. Pese a los duros interrogatorios a los que fue sometido, «El Pulpo» jamás reconoció ser el autor de su muerte, negando taxativamente conocer su paradero.

Después de ocho años de su desaparición, cuando se encontraba cumpliendo condena por la masacre de Vilaboa, Rodríguez Lamas decidió contar a la policía la verdad sobre la suerte que había corrido la cuarta víctima de este horrendo suceso. En su relato confesaría a los agentes que el había sido quien había acabado con la vida del joven desaparecido en la tarde anterior al triple crimen. El escenario fue el mismo, el hostal, Las Rías.

Al parecer, a las tres de la tarde del 26 de enero, «El Pulpo» se dirigió al centro hostelero en que se desencadenaría la matanza donde mantuvo una agria discusión con el joven que llevaba ocho años desaparecido. Allí, en el hostal mismo, le efectuó un primer disparo que erraría al interponerse entre ellos Carlos Ramos Prada, un joven que sería condenado por encubrimiento, y que fallecería posteriormente en prisión.

El segundo disparo fue mortal de necesidad acabando con la vida de Roberto Iglesias, cuyo rastro sangriento había sido encontrado por la policía en el hostal en el que se juntaban los jóvenes toxicómanos. De la misma forma, estuvo a punto de matar, también de un disparo a Marcial Magdalena, quien -al parecer- se libró de una muerte segura al ocultarse en un armario que había en el interior de la habitación del hostal.

En un pozo abandonado en Ponteareas

Tras el primer crimen, se desataría una guerra de nervios entre todos los presentes en el apartamento para deshacerse del cadáver de Roberto Iglesias. «El Pulpo» obligaría a darle dos puñaladas al cuerpo del joven asesinado a dos de los jóvenes que en ese momento se hallaban con el en aquel tétrico apartamento.

En su confesión ante los agentes de la policía declararía que, una vez hubo cometido el primer crimen, decidió embalar su cadáver e introducirlo en el maletero de su vehículo. Posteriormente arrojaría su cuerpo a un pozo abandonado en una parroquia perteneciente al término municipal de Ponteareas. Una vez cotejados los datos de ADN con los de la sangre hallada en el apartamento de Vilaboa se pudo certificar que efectivamente los restos óseos hallados pertenecían al joven desaparecido.

Curiosamente este crimen, el que más tiempo tardó en ser esclarecido, fue el primero de la sangrienta matanza ocurrida en Vilaboa. Y no solo eso. Este asesinato sería también el desencadenante de la posterior matanza, perpetrada al día siguiente, ya que su finalidad era eliminar cualquier testigo en relación al crimen cometido anterior.

En el año 2011 José Manuel Rodríguez Lamas se beneficiaria de la denominada «Doctrina Parot», al estimar parcialmente el recurso presentado por su letrado. Así, los algo más de tres años a los que había sido condenado por las heridas que le había ocasionado a un agente de la policía el día de su detención. Los mismos se sumaban a los más de 125 años de cárcel a los que había sido condenado por el cuadrúple crimen de Vilaboa con lo que su estancia entre rejas sería de un máximo de 25 años, aunque todavía tenía una pena de dos años pendiente de cumplir, en relación con otro delito por el que no había ingresado en prisión por carecer de antecedentes penales en aquel momento.

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Fusilado por matar a dos mujeres en Gandía

Beniopa, el barrio donde ocurrió el crimen

Durante el franquismo alcanzó gran popularidad una expresión que decía que quien la hacía la pagaba, convirtiéndose poco menos que en un axioma entre los españoles de entonces. Muchos crímenes quedaron sin resolver, en tanto que algunas condenas no dejaban de ser testimoniales. Sin embargo, a veces, con el ánimo de dar un falso afán de ejemplaridad, algunos delincuentes lo pagaban muy caro. Incluso, con su propia vida. Todo dependía de las circunstancias y los hechos que los rodeasen. Aquí nos encontramos con una de esas singularidades en la que el autor de un horroroso crimen terminaría ante un pelotón de fusilamiento, método empleado -en este caso- por tratarse de un joven de 24 años, Pedro Martínez Expósito, que se encontraba cumpliendo el servicio militar.

A primeras horas de la mañana de aquel lunes, 28 de marzo de 1971 los vecinos de la barriada de Beniopa se mostraron extrañados al observar que su vecina Amparo Mateu Martínez, una mujer viuda de 42 años de edad que vivía con su hija de 16, Amparo Castelló, no había abierto aún las puertas del bazar que regentaba, en el que vendía prensa, tabaco y otros artículos. Su puntualidad y su cita diaria con su clientela fue motivo suficiente de alerta entre el vecindario que comenzó a sospechar que le había ocurrido algo grave a ella o a su hija. Fue entonces cuando decidieron penetrar, a través de los cristales de una de las puertas de acceso a la vivienda, que previamente se habían visto forzados a romper. Al entrar en la casa se encontrarían con el desolador panorama de contemplar tanto a la madre como a la hija tendidas en sendos charcos de sangre con la cabeza completamente destrozada. No les cabía duda alguna de que se encontraban ante un brutal crimen, que se había cometido aquella misma madrugada, a pesar de que los vecinos no escucharon ruido de ningún tipo.

Un azadón

Los investigadores comenzaron a atar cabos y encontrarían en el barranco de San Nicolás un azadón que se encontraba ensangrentado y todo les hacía presumir que con el mismo se había perpetrado el crimen acontecido la pasada madrugada. Elaborarían una lista de sospechosos, principalmente aquellos que contaban con un mayor número de antecedentes y apenas una semana después de los brutales asesinatos que conmovieron a Gandía y al resto de Valencia era detenido un joven de 24 años, Pedro Martínez Expósito, «alias Petorret«, natural de la misma localidad, y que ya había pasado en otras nueve ocasiones por las dependencias policiales, acusado de otros tantos delitos. La prensa de la época refleja que el autor confesó ambos asesinatos después de que la policía lo sometiese a lo que comúnmente se denominaba «hábil interrogatorio». En la versión de los hechos que ofreció ante la Policía, el «Petorret«, como era conocido en distintos ambientes, declararía que el motivo que le llevó a cometer los crímenes era el robo, tal y como había sucedido en otras ocasiones. En esta ocasión había empleado una desmesurada violencia al ser descubierto por una de las moradoras de la vivienda Al parecer, los pequeños pillajes que había hecho hasta entonces los hacía con la finalidad de ayudar a su familia.

En el transcurso de su relato manifestaría también que la propietaria de la casa, Amparo Mateu escuchó algunos ruidos cuando accedió a la misma a través de una ventana, lo que lo obligó a esconderse en el cuarto de baño. En esta última estancia volvería a encontrarse con la viuda, quien le recriminó su acción además de prorrumpir en gritos. Al sentirse perdido y ofuscado, le propinó varios golpes en la cabeza con el azadón. La más joven de las mujeres acudió entonces en ayuda de su madre al escuchar las voces de auxilio. Esta última conseguiría incluso derribar al asaltante de la vivienda, pero este logró reponerse y le infringiría el mismo castigo que le había proporcionado a su madre, provocándole la muerte de manera prácticamente instantánea. Una vez muertas ambas mujeres, revolvió algunos de los cuartos de la casa, apoderándose de objetos de escaso valor. Se decía que el botín ascendía a poco más de trescientas pesetas de la época, algo menos de dos euros en la actualidad. Después, huiría por la misma ventana por la que había entrado.

Consejo de guerra

Pedro Martínez Expósito se encontraba cumpliendo el servicio militar en el momento de perpetrar el doble crimen de Gandía, por lo que fue sometido a un proceso militar en vez de la justicia ordinaria. El día 2 de diciembre de 1971 sería condenado a la pena de muerte por un tribunal militar, acusado de dos asesinatos con alevosía y nocturnidad. También se ponía de relieve la violencia empleada a la hora de cometer el doble crimen. Al muchacho no le ayudaba tampoco su pasado, que se encontraba plagado de antecedentes penales, por lo que se fijaba el cumplimiento de su sentencia para el día 10 de enero de 1972.

Su abogado, Sancho Tello, recurriría inmediatamente al Tribunal Supremo, quien no haría otra cosa que confirmar la decisión tomada por la Capitanía General de la III Región Militar, sita en Valencia. Al no obtener resultados satisfactorios, quemaría un último cartucho recurriendo a la gracia del indulto por parte del Jefe del Estado, a quien dirigió un telegrama en el que le rogaba clemencia para su defendido. Sin embargo, desde la más alta magistratura de la nación no fueron atendidas sus súplicas y el «Petorret» sería ejecutado en un frío lunes de invierno, una vez concluidas las fiestas navideñas.

Crimen mediático

Este suceso despertaría la atención de cineastas e incluso de la literatura posterior. Quien se encargaría de descubrirlo fue el director cinematográfico Basilio Martín Patino, quien aquel año 1971 se encontraba rodando el documental «Queridísimos verdugos». El desaparecido cineasta gravaría algunas escenas y declaraciones en torno a los padres y el ambiente en el que había crecido y desarrollado el autor del doble crimen de Gandía, lo que despertaría la conmiseración de quienes tuvieron la oportunidad de contemplarlo. Incluso, llevaría consigo al célebre ejecutor de sentencias, el sevillano Bernardo Sánchez Bascuñana, para que conociese in situ a la familia del reo que sería condenado a la pena capital. En las escenas del rodaje se puede observar la miseria y los padecimientos que sufría aquella humilde familia, que se encontraba muy agobiada por la hipotética suerte que pudiese correr su vástago, conscientes del terrible castigo al que podía ser condenado.

Pero no sería la única vez en que el caso apareciese en la gran pantalla. En 1996 el director Carles Balagué llevaría a cabo un rodaje de ficción basado en este mismo suceso que sería estrenado bajo el título de «Asunto interno», en el que destacaría la magistral interpretación de Pepón Nieto encarnando el papel del solado sentenciado a muerte.

En el terreno literario, Javier Maqua se haría con el VIII Premio novela Ciudad de Badajoz con una relato basado en el doble crimen desde la perspectiva de un soldado que estuvo en el pelotón que terminó con la vida de Pedro Martínez Expósito. La obra galardonada llevaba como título «Fusilamiento. Instrucciones de uso».

Este suceso no pasaría desapercibido dadas las trágicas circunstancias y el deprimido ambiente que rodeaban tanto al soldado condenado a muerte como a su familia. Algunos especialistas en psiquiatría manifestarían que el «Petorret» sufría un retraso mental manifiesto, calificándolo incluso como oligofrénico, que le impedía comprender muchos de los actos delictivos que llevaba a cabo. Sin embargo, en esta ocasión las autoridades se mostraron implacables y Pedro Martínez Expósito se convertiría en el último civil que era enviado al paredón en la historia de España. Ese desgraciado honor le correspondió por encontrarse cumpliendo el servicio militar, de lo contrario su ejecución hubiese tenido lugar en el siempre cruel, atroz y tétrico garrote vil.

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Un fraude económico, posible causa de la tragedia de Los Galindos

Portada de EL CASO dando cuenta del trágico suceso

La España de 1975 se preparaba para la desaparición del dictador, quien se encontraba crónicamente enfermo, aunque en el mes de julio todavía no se vislumbrase su final que tendría lugar apenas cuatro meses más tarde. Era aquel un verano torrido, principalmente en Andalucía, donde se alcanzaban temperaturas que podían rondar los cincuenta grados. A pesar del sofocante clima, nadie se podía imaginar que la temperatura iba a elevarse mucho más a consecuencia de un trágico y desgarrador suceso que conmovería a España entera, tanto por la elevada cifra de víctimas como por las circunstancias en las que se produjo, jamás aclaradas, quedando el quintuple asesinato impune, sin que nadie fuese encausado por ello. Durante más de cuarenta años todo han sido elucubraciones y especulaciones, incluso acerca de como se produjo aquel aterrador acontecimiento.

Aunque las especulaciones y controversias sobre este caso, sobre el que se han vertido ríos de tinta, todavía continúan y son muchos los que siguen haciendo cábalas sobre la verdad que se ha ocultado durante todo este prolongado periodo de tiempo en el que llegó a tomar fuerza la teoría alternativa de que las muertes habían sido consecuencia del enfrentamiento entre dos matrimonios. Esta hipótesis sería desmontada por el desarrollo de los acontecimientos y por el paso del tiempo, que se encargó de poner a cada cual en el lugar que le corresponde.

En el año 2019 el hijo del propietario de la extensa hacienda de más de 400 hectáreas en la que tuvo lugar la tragedia, Juan Mateo Fernández de Córdova, publicaría un libro en el que se arroja algo de luz sobre un enmarañado acontecimiento que en su día no fue resuelto, quizás debido a los oscuros intereses que se movían en torno al mismo, aunque se responsabilizó a la propia Guardia Civil y al vecindario del municipio de Paradas de haber destruido pruebas al entrar a saco en el cortijo cuando se percataron de que una inmensa columna de humo negro se desprendía del interior de sus instalaciones.

En el libro, publicado bajo el título de «El crimen de los Galindos. Toda la verdad», Juan Mateo Fernández de Córdova involucra a su propia familia en el trágico suceso, a quien considera conocedora de los hechos e incluso de haber participado en los mismo, echando definitivamente por tierra las viejas y manidas teorías que hablaban de un supuesto enfrentamiento entre matrimonios que jamás existió.

Soborno

Según la teoría publicada por este autor, el crimen habría obedecido a causas de carácter económico. Estas vendrían derivadas a causa de un supuesto fraude en la cooperativa «Coduva», que habrían sido descubiertas por Juan Zapata, el capataz de la finca, que era un hombre recto en el cumplimiento de su deber. Además, tendría la pretensión de dar cuenta de esa patraña que se estaba haciendo a sus espaldas al suegro del Marqués de Grañina y dueño de la finca en la que se cultivaban grandes cantidades de girasol, trigo, cebada y aceitunas. Estaba previsto que el día 22 de julio, fecha del trágico crimen, se desplazase a Sevilla para informar del escándalo que le afectaba directamente. Sin embargo, Zapata, un antiguo guardia civil de 59 años, recibió la inesperada visita del marqués, Gonzálo Fernández de Cordóva, su administrador, conocido popularmente como don Antonio y un tercer hombre, a quien el hijo del marqués da el sobrenombre de Curro, un individuo que había estado en el hampa, y que ya conocía de antaño las dependencias carcelarias por diversos delitos. La inesperada visita tenía como objetivo sobornar a Zapata con el ánimo de que este callase el presunto desfalco que se estaba produciendo en «Coduva». De hecho, los investigadores encontrarían billetes en el escenario del crimen. Sin embargo, debido a su rectitud y su carácter firme, no accedió en ningún momento a las pretensiones de sus chantajeadores. El tercer hombre que los acompañaba había sido elegido para darle un buen susto al capataz de Los Galindos, que podría ser desde una paliza o similar, pero los acontecimientos se precipitarían y terminarían tomando otro cariz mucho más trágico.

Sobre la mesa del despacho de Zapata se encontraba una pieza de una empacadora que estaba averiada y que terminaría convirtiéndose en un arma mortífera y letal. Con ella le sacudiría un gran golpe en el rostro al encargado, para proseguir propinándole otros posteriormente, hasta dejarlo exánime, convirtiéndose en la primera víctima de aquella terrible orgía de sangre que empañaría aquel último verano del general Franco. Posteriormente, entraría en el local la esposa de Zapata, Juanita Martín, que se convertiría en un testigo incómodo, al que no podría dejar con vida. Así lo hizo utilizando para ello el mismo arma con el que le había dado muerte al capataz. Según la versión de Juan Mateo Fernández de Córdova, el marqués, su padre, y don Antonio, ayudaron al criminal a trasladar los cuerpos a otras estancias y a ocultarlos con paja, si bien es cierto que el de Zapata no aparecería hasta el día 25 de julio. En un primer momento, se atribuyó a este último la masacre ocurrida en el cortijo y se le supuso perdido en medio del campo y armado. Tampoco se explica como apareció su cuerpo dos días más tarde y quien lo colocó en aquel lugar, sobre el que orinaría un policía local de Paradas. Además, la noche posterior a la brutal masacre, tanto el marqués como don Antonio la pasarían en el cortijo, un aspecto que durante muchos años les pareció absolutamente inexplicable a quienes estudiaron por lo menudo este suceso. Posteriormente, la vivienda sería cerrada a cal y canto con un candado, quizás con el objetivo de dificultar aún más las investigaciones.

Tres asesinatos más en solitario

El autor de los crímenes se dirigiría ya en solitario hasta el taller de los tractores y se supone que conocía a distintos empleados. Uno de ellos era Ramón Parrilla, de 40 años, quien trabajaba como tractorista en el cortijo. El fatal destino hizo que se quedase sin carburante por lo que recurrió hasta las dependencias del cortijo, convertido ahora en un tétrico paraje. Como de lo que se trataba era de que no quedasen incómodos testigos, el sicario encañonó con la escopeta de Zapata a Parrilla, quien trató de huir, pero sin conseguir su objetivo, pues le efectuó un par de disparos de los que trató de protegerse con los brazos. Malherido, trató de tomar un camino de tierra rojiza, pero su huida resultó en vano, ya que cayó como consecuencia de las heridas y de la sangre que iba derramando en su desesperada fuga. Allí, su verdugo lo remató de un par de disparos.

En el taller, el tal Curro esperó pacientemente la llegada del otro tractorista, José González, un joven de 27 años, que se había casado recientemente con Asunción Peralta, de 34, quienes venían a bordo del SEAT-600, propiedad del primero. Allí, quiso convencerles de que Juanita se había marchado a Sevilla en compañía de su marido y que no quedaba nadie. Provisto de la escopeta, aunque probablemente sin munición, se enfrentó a ellos propinándoles varios culatazos que terminarían con sus vidas. Se sabe que José intentó defenderse utilizando una navaja, con la que le habría hecho varias heridas a su agresor, quien huiría del lugar a pesar de encontrarse herido. De hecho, los investigadores hallarían sangre en el lugar que no pertencencía a ninguna de las cinco víctimas. Una vez hubo rematado a sus dos últimas víctimas, las traslado al pajar, donde las cubrió de paja, al igual que había hecho con Ramón Parrilla. Provisto de gasolina y gasoleo puso fuego a la paja que cubría los cuerpos con el afán de dificultar las investigaciones. El incendio alcanzaría grandes dimensiones y sería divisado desde el pueblo, trasladándose los vecinos y diversos empleados del cortijo para apagar el incendio. Allí pudieron comprobar in situ como la paja ardía de una manera espectacular a consecuencia del combustible con el que había sido regada.

En un principio se hallaron solamente cuatro cadáveres. Faltaba el del capataz, Juan Zapata, a quien -en un principio- se atribuyeron aquellos brutales crímenes, convirtiéndose, en teoría, en el primer objetivo del vecindario, que lo suponía perdido por el campo, armado y víctima de un supuesto ataque de locura. Sin embargo, su cuerpo sería misteriosamente descubierto tres días después de haberse cometido aquella bárbara masacre.

A partir de aquel mismo momento, el suceso daría pie a múltiples conjeturas y especulaciones, nunca aclaradas o distorsionadas convenientemente en función de diversos intereses. De hecho, durante mucho tiempo las familias de las personas asesinadas en Paradas se enfrentarían entre sí a consecuencia de una versión, interesada por supuesto, en la que se le atribuía las muertes al tractorista José González, añadiendo que se suicidaría una vez cometidos los cuatro crímenes. Sin embargo, una nueva línea de investigación abierta en el año 1983 daría al traste con esta falsa teoría. De la misma forma, se relacionó esta masacre con un supuesto tráfico de drogas que, al parecer, jamás existió. Por si no fuera poco, también desapareció o lo hicieron desaparecer parte del sumario judicial. En principio se dijo que se había perdido como consecuencia del traslado de las dependencias de la Audiencia Provincial de Sevilla.

Juan Mateo Fernández de Córdova, el hijo del marqués, sostiene que todas las teorías y elucubraciones habidas hasta ahora no guardan relación alguna con lo que realmente aconteció en el trágico cortijo de los Galindos. Su padre, Gonzalo Fernández de Córdova, fallecería arruinado en el año 2015, a pesar de que en el momento en que se produjeron los hechos, en 1975, poseía once millones de pesetas en una sucursal bancaria. Este dinero el marqués jamás lo tocó, a pesar de sus dificultades financieras y tampoco se le encuentra explicación alguna a esta actitud. Su propio hijo sostiene que quizás en esa cuenta bancaria se halle la verdadera causa de la tragedia ocurrida en aquel verano de 1975 en el que España se aprestaba a despedir toda una época para entrar en una nueva era.

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Semana sangrienta en Madrid en el otoño de 1987

En la calle Sor Ángela de la Cruz apareció el cuerpo sin vida de una prostituta

Aquel otoño del año 1987 la capital de España se sobresaltaría a consecuencia de tres terribles crímenes en menos de una semana en la que tres personas perderían la vida de forma violenta en otros tantos sucesos que consternarían a la primera ciudad del país, que estaba sufriendo una ola de inseguridad ciudadana a consecuencia del consumo de estupefacientes, principalmente la terrible heroína que truncaría la vida de muchos jóvenes que terminaron fatalmente enganchados a esta droga.

En la madrugada del día 4 de noviembre de 1987 era encontrado por agentes del cuerpo nacional de Policía el cuerpo sin vida del taxista Eduardo Sánchez Alonso, de 58 años de edad, en las proximidades del Parque de la Fuente del Berro, frente al número diez de la calle Enrique D´Almonte, también cercana a las instalaciones de Torrespaña, que se alzan en la misma zona de la capital de España. El conductor asesinado presentaba un disparo en el rostro, así como infinidad de golpes que le infligieron sus agresores con ánimo de apoderarse de la recaudación que había ganado esa misma jornada. De hecho, sus asesinos le sustrajeron toda su documentación y solamente fue posible identificarlo gracias al resguardo de una denuncia que había interpuesto recientemente a consecuencia de otro robo y que guardaba en uno de sus bolsillos. Todo hacía indicar que el profesional del taxi asesinado se había resistido a sus atracadores, pues ya había sido víctima de numerosos asaltos y se encontraba bastante «quemado» a consecuencia de la inseguridad que padecía. Al parecer, según declararía la familia del taxista asesinado, siempre trabajaba de noche y ni siquiera tenía firmado un contrato con su patrono. Es más, sus familiares también comentarían que conocían los múltiples robos de los que era objeto cuando le pedían dinero para hacer frente a los gastos más inmediatos del domicilio en el que residía, sito en la madrileña calle de Fuencarral.

El vehículo que conducía, un Lada de fabricación soviética y cuya marca se había instalado recientemente en España por aquel entonces, sería hallado dos horas y media más tarde por la propia policía envuelto en llamas en la calle de Méndez Álvaro. Los investigadores llegaron a la conclusión de que Eduardo Sánchez se resistió a que los asaltantes se apoderasen del automóvil. Posteriormente, para evitar dejar huellas le prendieron fuego en el lugar en el que fue encontrado.

Prostituta asesinada

En ese mismo día, apenas un par de horas más tarde, era encontrado el cuerpo de una prostituta en la calle Sor Ángela de la Cruz en el madrileño barrio de Tetuán, muy cerca de la Plaza de Castilla. Se trataba de una mujer de 24 años de edad, Nieves N.D., quien, al igual que el taxista, también presentaba un disparo de arma de fuego en el rostro. Además en este caso, la policía suponía que sus agresores habían pasado con las ruedas del coche que conducían por encima de la cabeza de su víctima.

Tanto en el caso del conductor como el de la joven ramera se especuló con que ambos crímenes estuviesen relacionados debido a que se empleó un arma de fuego y las heridas eran muy similares. Sin embargo, en el segundo caso las sospechas apuntaban a un posible ajuste de cuentas como consecuencia del trapicheo de drogas. A ello se sumaba el hecho de que la mujer acumulaba varios antecedentes policiales por este motivo.

Mujer decapitada

Cuando la ciudad trataba de sobreponerse de los dos últimos crímenes, al final de la calle de Alcalá en un descampado próximo a la Cruz de los Caídos era hallado a las dos de la madrugada del día 11 de noviembre, apenas una semana después de los otros dos crímenes, el cuerpo decapitado y abrasado por el fuego de una mujer en una vieja furgoneta, que había sido pasto de las llamas. El vehículo contaba con una antigüedad superior a los veinte años, pues su matrícula era M-507.128. El cadáver de esta última mujer presentaba diversas fracturas, si bien es cierto que no se sabía si se habían producido como consecuencia del fuego o de golpes infringidos por sus agresores. Lo que sí se sabía es que presentaba cuatro heridas de arma blanca en el torso inferior. Asimismo, se hallaba completamente desnuda y no se encontró ropa alguna suya, ni tampoco ningún indicio o documento que pudiese contribuir a su identificación, a lo que se sumaba el hecho de que su asesino o asesinos habían decapitado su cuerpo, que sería trasladado al Instituto Anatómico forense para efectuarle la autopsia, así como otras pruebas que contribuyesen a su identificación.

Ninguno de estos tres crímenes sería resuelto y sus autores se saldrían con la suya, siendo relegados al olvido durmiendo el sueño de los justos en los archivos de los juzgados de la madrileña Plaza de Castilla. Apenas dos meses más tarde, la capital de España sería de nuevo escenario de otro aterrador crimen en el que serían asesinadas tres personas en la calle Sáinz de Baranda, aunque en este caso los criminales serían apresados y justamente condenados.

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