Se suicida tras asesinar a un joven matrimonio y a una hija en Ciudad Real

En 1947 la calle Reyes de Ciudad Real fue escenario de un triple asesinato

Aquella primavera de 1947 fue pródiga en acontecimientos sangrientos en la España de posguerra, aquel pobre país al que le escocían arduamente las muchas heridas que había dejado una no menos sanguinaria y aterradora guerra civil, cuyo rastro se alargaba demasiado en una tierra que se encontraba completamente aislada de Europa. En un mismo día del mes abril, el 7 para más señas, se produjeron dos espantosos crímenes que dejaron la misma cifra de víctimas que reflejaba la fecha, un total de siete, que en vez de número mágico se convirtió en macabro.

Los escenarios fueron un pueblo de Segovia, concretamente Martín Muñoz de la Dehesa, -ya referenciado en esta misma publicación- y Ciudad Real. La capital manchega se vería sorprendida a la una de la madrugada de aquel fatídico 7 de abril de 1947 por un espeluznante suceso que marcaría durante algún tiempo su devenir cotidiano. En aquellos tiempos tan duros y complicados posteriores a la posguerra la ciudad de La Mancha distaba de ser la gran urbe que es en la actualidad y contaba con poco más de 30.000 habitantes, que se conocían prácticamente todos al igual que si de un pueblo se tratase.

Aquel «lunes negro» de Pascua una familia, como muchas otras de España, compuesta por José Luis García Romero, de 40 años; su esposa Casilda Pérez Romero, de 36 y sus hijos María del Prado, de nueve años y Francisco, de siete, regresaban de sus días de asueto tras el prolongado puente iniciado con motivo del jueves santo. Lo que menos podía imaginar la joven pareja y sus dos hijos era que al acceder a su vivienda se iban a encontrar una muy desagradable y truculenta sorpresa, que se tornaría en trágica y macabra.

Disparos

Nunca se sabrá lo que pasó por la imaginación de quien iba a convertirse en el dramático verdugo de aquella familia, ni el auténtico porqué de su terrible acción. Lo cierto es que cuando se había atravesado ya el umbral de un nuevo día, un joven de 30 años, que era cuñado de quienes se iban a convertir en sus víctimas, Federico Galán Molina, guardia civil de profesión, empuñaría su arma reglamentaria contra aquel indefenso clan familiar, liándose a tiros con todos ellos.

Sin esperar siquiera su presencia y pillándolos completamente desprevenidos, el agente de la Benemérita, sin pensárselo dos veces, abrió fuego contra la familia a la altura del número 16 de la calle Reyes. El primero en caer fue José Luis García Romero, quien trabajaba como chófer del parque móvil ciudadrrealeño, quien nada pudo hacer ante la desenfrenada acción de su ejecutor. Prácticamente a la par que él, caía también su esposa, una mujer algo más joven que su marido, que se dedicaba a las tareas del hogar.

Para colmo de males, el furor criminal de Federico Galán no terminaría con el asesinato de la pareja. Sus hijos también fueron objetivo indiscriminado de sus balas. La hija del matrimonio, María del Prado García Pérez, resultaría gravemente herida de un disparo en la cabeza. Trasladada a un centro sanitario de la capital manchega, la pequeña terminaría falleciendo a los pocos días, lo que terminaría por generar una gran consternación, no exenta de la lógica indignación, en Ciudad Real, una pacífica urbe en la que rara vez sucedían episodios como el acaecido en fechas posteriores a la semana santa de 1947.

Más suerte tuvo el pequeño, Francisco, dos años más joven que su hermana, quien resultó herido en una mano. A pesar de que requirió hospitalización, pudo vivir para relatar aquel dramático episodio que le costó la vida al resto de los miembros de su familia, por el furor indiscriminado de un individuo que tal vez hubiese perdido su corazón y también el alma.

La principal hipótesis que se barajaba en torno al trágico acontecimiento que inundó de sangre la pacífica comarca de La Mancha eran algunas supuestas rencillas y desavenencias familiares entre el verdugo y sus víctimas. Independientemente de las causas que se encontrasen detrás del triple crimen, lo cierto es que llevaría la desazón y el horror a una tierra que ya había sufrido su parte en el transcurso de la Guerra Civil, concluida hacía menos de diez años por aquel entonces.

Suicidio

Como sucede en muchas ocasiones con los criminales después de haber perpetrado un acto horrible, Federico Galán Molina, tampoco se pensó dos veces su inmediato futuro a corto plazo, consciente de que en aquel tiempo podía sucumbir ante el garrote vil. Inmediatamente después de haber perpetrado la matanza, huyó del lugar con dirección a las vías del ferrocarril, eligiendo un modo de morir bastante aparatoso y dramático.

En el lugar de La Poblachuela, en el kilómetro 177 del tramo de vía férrea, situado a dos kilómetros de la capital manchega y en el que se situaba una antigua aguja ferroviaria, el joven agente de la guardia civil se arrojó al paso del tren correo procedente de Badajoz. La prensa de la época describe que su cuerpo quedó literalmente destrozado, resultando irreconocible. Dejaba también tras de sí a una familia y una ciudad destrozadas por un terrible episodio que no dejó indiferente a nadie en la bella comarca manchega en plena posguerra.

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Tres personas asesinadas en un enrevesado puzle familiar en Paiporta (Valencia)

Tres personas fueron asesinadas en Paiporta a consecuencia de una herencia

De nuevo las conflictivas herencias y las difíciles relaciones familiares en la peor época de la historia reciente de España, la Posguerra, un tiempo en el que valía todo o casi todo para salir adelante. Podía ser el estraperlo, el pillaje y en ocasiones hasta el crimen con tal de tratar de sortear aquel tortuoso periodo de nuestra historia que le tocó vivir plenamente a nuestros ancestros más cercanos. Incluso, en algunas ocasiones, como la presente, podrían ser objeto de una buena película de suspense, pues nos encontramos ante un caso en el que nuevamente la realidad supera a la ficción.

Los protagonistas son todos miembros de una misma familia que se encuentran enfrentados por cuestiones de la herencia de un tío suyo. Todos ellos convivían en la localidad valenciana de Paiporta en la conocida «Masía de Pepín». Allí, en torno al año 1938 dos sobrinos de Vicente March, Enrique y Elvira March Monreal se encuentran enfrentados por el patrimonio del primero, quien supuestamente fallece en los tiempos finales de la Guerra Civil española a consecuencia de una inyección que le había suministrado su sobrino Enrique.

Tras el deceso del patriarca, su sobrina Elvira se percata que el fallecido ha hecho testamento a favor de su hermano, quien se convierte en heredero universal de los bienes de su tío, quien habría muerto como consecuencia de un tóxico que le habría administrado por vía intravenosa el beneficiario de toda su hacienda. Al parecer, esta era considerable y su sobrina queda en una precaria situación económica por lo que decide intervenir de forma contundente para hacerse con un patrimonio que considera le pertenece, aunque previamente ha de resolver algunas cuestiones de difícil resolución.

Asesinato de una niña de 17 meses

Elvira March Monreal sabe las dificultades que plantea aquella enrevesada situación, pues su hermano Enrique tiene una hija de tan solo 17 meses de edad que se convertirá en su heredera en caso de su fallecimiento, por lo que plantea en primer lugar liquidar a la pequeña. Para ello aprovecha que un día la niña se encuentra jugando en las inmediaciones de una acequia. Sin apenas dificultad empuja a la criatura hacia el arroyo en el que perecerá envuelta en sus aguas. Su cadáver aparecerá al día siguiente. En un principio todo el mundo cree que se ha tratado de un hecho fortuito y con carácter accidental.

Después de haber dado muerte a la pequeña, a Elvira le queda una dificultad mucho mayor, que es la de deshacerse de su propio hermano. Para ello concibe un plan en el que intervendrán los dos hijos de la mujer, José y Juan Tarazona March, así como su sobrino Alfredo Tarazona. La época del año elegida para terminar con la vida de Enrique es agosto de 1942. El modus operandi es en apariencia sencillo, pero, como suele suceder en la mayoría de los casos siempre hay alguna pata por la que termina resquebrajándose.

Enrique March Monrabal será objeto de una brutal paliza en la que se emplea hasta una barra de hierro que le destroza la cabeza y termina con su vida. Posteriormente su cuerpo es enterrado en un saco con cal en el establo de la casa de Elvira, quien alegará la marcha de su hermano de la vivienda ante las autoridades, que no terminan de creerse el relato que les cuenta la mujer para evitar que se investigue su más que misteriosa desaparición.

Cartas manuscritas

A lo largo de más de un año, Elvira recibe semanalmente unas misivas que son supuestamente atribuidas a su hermano Enrique, quien según la mujer se encuentra en Madrid. Sin embargo, aquellas cartas pronto levantarán las sospechas de la Brigada de Investigación Criminal, pues aunque en las mismas consta el remitente no lo hace su dirección. Ante el dudoso paradero del desaparecido, la mujer debía depositar las cartas en el juzgado.

Casi un año después de la muerte de Enrique March Monreal, la policía hará un descubrimiento que resulta transcendental en el devenir de los acontecimientos. Tras aquellas cartas que van firmadas a nombre de la víctima se encuentra un sobrino de Elvira, Alfredo Tarazona, quien las envía desde Madrid, pero sin ofrecer detalle alguno de su dirección, lo que levantaría las lógicas sospechas de la Policía que se encargaba del caso.

Una vez que se aclara en enrevesado rompecabezas, se procede a la detención de todos los implicados. Además de Elvira, sus hijos y su sobrino. En dependencias policiales, una vez que la Policía comienza a tira del hilo a quien se ha convertido en el cerebro del caso, la mujer descubre que fue ella quien provocó la muerte de la pequeña, así como que también su hermano había matado a su tío para heredera su patrimonio, si bien este extremo jamás pudo aclararse.

Dos penas de muerte e indulto

Entre los meses de noviembre y diciembre de 1946 se celebra el juicio contra los involucrados en aquel enrevesado puzle que afecta a todo un clan familiar en la Audiencia Provincial de Valencia. El fiscal solicita hasta tres penas de muerte para tres de los implicados, Elvira y sus dos hijos, en tanto que para sus sobrino pide cinco años de cárcel, acusado de encubrimiento y usurpación de identidad.

Tras más de una semana de sesiones, el 6 de diciembre de 1946 se hace publica la sentencia por la que son condenados a la pena capital Elvira March Monrabal y su hijo Juan Tarazona March, en tanto que su otro vástago debe cumplir 20 años de prisión. La de su sobrino se reduce a tres años. Apenas medio después, el Tribunal Supremo se opone al indulto y ratifica la condena impuesta por el organismo encargado de impartir justicia en Valencia.

La última oportunidad que tienen los encausados de librarse del garrote vil estaba en manos del Consejo de Ministros, quien se ha mostrado renuente la gracia del indulto, máxime en circunstancias en las que concurren tantas agravantes como es este caso. Sin embargo, en esta ocasión concede a los condenados el ansiado beneficio penitenciario y se libran de morir a manos de un indiferente verdugo. Con fecha del 17 de septiembre de 1948, se publica en el BOE la gracia penitenciaria. La pena accesoria que han de cumplir es la de 30 años de cárcel.

Se daba así por concluido un caso en el que se entremezclaba una guerra de pasiones y desavenencias familiares en el que estuvieron presentes todos los ingredientes de un buen film de suspense, más propio de Alfred Hitchcock que de un episodio de crónica negra de la Posguerra española en un tiempo en el que el simple hecho de vivir representaba toda una aventura.

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Asesinados un matrimonio y sus tres hijas en Tortosa (Tarragona)

Tortosa fue escenario de un quíntuple crimen en febrero de 1946

Sin lugar a dudas, junto al crimen de El Carreu, ocurrido en el año 1943 en la vecina provincia de Lleida, fue el suceso más truculento de la Posguerra española y, al igual que el anterior, de los más desconocidos. Incluso, junto al sextuple crimen de Ourense de 1971 y la matanza del cortijo de Los Galindos, tal vez sea el episodio sangriento con mayor número de muertos en la época franquista en España.

Como de casi todo el mundo es conocido, aquel periodo de la historia española era bastante turbio por muchos aspectos. A la brutal represión de la época, que no dejaba indiferente a nadie, se sumaba la circunstancia de las grandes dificultades que sufrían la mayoría de los ciudadanos en su día a día. Eran los tiempos del racionamiento, el estraperlo, el oscuro pan de centeno y otras vicisitudes que se padecían por igual en prácticamente todas las tierras de España, que se veía superada por una doble posguerra, la española y la mundial, que convertían cada nuevo día en toda una aventura que no tenía nada que ver con el anterior.

Había algunas personas que efectivamente conseguían esquivar los muchos escollos de aquel tiempo, tal era el caso de la pareja formada por Pedro Andrés Riesgo, un madrileño de 48 años de edad y su esposa, María de la Encarnación Fernández Suárez, asturiana, de 33, quienes vivían en una vivienda del Maines, en la localidad tarraconense de Tortosa, otrora muy duramente castigada por la Guerra Civil. Ambos, junto a sus tres hijas, al parecer no se privaban de nada, haciendo incluso ostentación y alarde de su desahogada situación económica. Incluso trabajaban en su hacienda algunos temporeros y jornaleros que andaban a la consecución de unas pocas pesetas para sobrevivir.

Hallazgo de un cadáver

El hallazgo del cuerpo de la dueña de aquella vivienda por parte de un labrador un lunes del mes de febrero de 1946 con evidentes señales de violencia, pues presentaba moratones y magulladuras, no sería nada más que el preámbulo de lo que los investigadores se iban a encontrar en aquella pudiente casa habitada por una familia que hacía unos años que había llegado a tierra catalanas para realizar compraventa de artículos de dudosa procedencia, tal y como se encargaría de señalar la Guardia Civil en sus preceptivos informes.

El cadáver de Encarnación Fernández estaba a unos 150 metros de su morada, lo que, según se dedujo de investigaciones posteriores, daba a entender que la mujer había intentado escapar de sus asesinos. Posteriormente, se dirigieron a la casa, cuya puerta hubo de ser forzada al hallarse trancada por su interior. Allí descubrieron el terrorífico panorama que habían dejado tras de sí los asesinos. En una reducida estancia fueron hallados los cuerpos del cabeza de familia y sus tres hijas María, de ocho años, Victoria, de seis y María Soledad, de tres.

Todos ellos presentaban heridas profundas, principalmente en la cabeza, que seguramente hubiesen sido ejecutadas con un arma blanca de grandes dimensiones. De sus rostros, prácticamente irreconocibles, se deducía el terror que les había infringido el sufrimiento ocasionado por la brutalidad y la saña con la que se emplearon sus terribles verdugos, de quienes no tuvieron ocasión de defenderse y mucho más en el caso de las pequeñas, cuya indefensión era más que evidente debido a que se hallaban todavía en su primera infancia.

En la primera impresión óptica practicada por la Benemérita se sospechó, tal y como había acontecido, que los asesinatos habían sido cometidos con un hacha. Al mismo tiempo, la vivienda se encontraba completamente revuelta, lo que daba a entender que el crimen había sido consecuencia de un robo. Los autores habrían penetrado por una ventana y al sentirse descubiertos comenzaron una terrible orgía sangrienta que tuvo como resultado un quíntuple asesinato, encontrándose entre las víctimas tres niñas de muy corta edad. El suceso sobrecogería a Tortosa y al resto de Cataluña en una época en la que se había extendido el tópico entre la población que «quién la hacía, la pagaba», tal y como terminaría aconteciendo en este caso. Según las indagaciones llevadas a cabo, el crimen habría ocurrido entre las ocho y las nueve de la noche del último domingo, 3 de febrero de 1946.

Detenciones

Tras unos días en los que la zozobra y la confusión se apoderaron de toda la comarca del Bajo Ebro por un hecho que no tenía precedentes, a pesar de la dureza con la que fue castigada la contorna en los todavía recientes tiempos de la Guerra Civil por aquel entonces, la Guardia Civil comenzó a atar cabos. Se sospechaba que los autores de las masacre eran conocedores del entorno y también de la vivienda, así como de muchos pormenores de la casa. Además, el matrimonio había contratado a algunos obreros de forma temporal hacía muy poco tiempo.

Tan solo unos pocos días después, concretamente al anochecer del 7 de febrero de 1946 serían detenidos en Barcelona, en el número 26 de la calle Viladonat los hermanos Esteban y Juan Guardiola Castellnou,de 23 y 30 años de edad respectivamente. El lugar en el que habían sido capturados era un piso propiedad del matrimonio asesinado en el que supuestamente llevaba a cabo algunas de sus dudosas transacciones comerciales. Se les incautaron diversos objetos, entre ellos un aparato de radio, pero no habían conseguido el ansiado botín económico que esperaban, a pesar de que el primero de los detenidos le había asegurado a su hermano que conocía el lugar en el que las víctimas tenían guardado el dinero.

Ambos relataron como habían sucedido los hechos ante la Benemérita, así como las circunstancias que, según ellos, les llevaron a perpetrar una de las peores barbaridades de la historia de Cataluña. Alegaron como causa principal la difícil y tortuosa situación económica en la que se encontraban sumidos, ya que ambos trabajaban como jornaleros y obreros en las distintas fincas de la zona.

Juicio y ejecuciones

Algo más de un año después de haber ocurrido el quíntuple crimen, tendría lugar el juicio contra los hermanos Guardiola, en un tiempo en el que la aplicación de la pena de muerte por delitos de sangre era bastante laxa. La prensa apenas informó del mismo, debido a la férrea censura con el ánimo de no dañar la imagen del régimen. Ocupaba bastante espacio en los diarios catalanes el aniversario de la toma de Cataluña, en tanto que este suceso aparecía reflejado en apenas media columna.

El fiscal solicitó de entrada cinco penas de muerte para cada uno de los encausados, una por cada víctima que habían dejado en el camino, además de una indemnización de más de medio millón de pesetas para los familiares de las cinco personas asesinadas. La defensa intentó en vano que no se les aplicase la pena capital, aunque en aquel entonces, cinco muertes y tres de menores, pesaban mucho en contra de los dos acusados. Ambos serían condenados por la Audiencia Provincial de Tarragona a la mayor pena que contemplaba el ordenamiento jurídico español de la época, que serían ratificada tan solo seis meses más tarde por el Tribunal Supremo.

Tampoco se apiadaría de ellos el Consejo de Ministros, quien hizo caso omiso de la solicitud de indulto para aquellos dos pobres desgraciados, que serían ejecutados al amanecer del día 4 de marzo de 1948 por el verdugo de la Audiencia Territorial de Barcelona, Florencio Fuentes Estébanez, quien tan solo unos años más tarde, en 1953, terminaría por abandonar el cuerpo de los denominados «ejecutores de sentencias». En 1970, el viejo verdugo, a consecuencia de muchos remordimientos y antiguos resquemores, se encargaría de poner fin a su propia vida.

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Asesina a tres personas en un pueblo de Granada por cuestiones de herencias y después se suicida

El sangriento suceso de Cogollos de la Vega reflejado en la prensa de la época

Hay quien dice que el reparto de una herencia sin litigio no es un legado sino una lotería. Por desgracia, las transmisiones patrimoniales en España ocasionaron más de un suceso sangriento, bien sea por un orgullo mal entendido o porque alguno de los herederos no está conforme con el reparto que se ha hecho del patrimonio. Nadie quiere caer en la cuenta de que tarde o temprano algún día nos heredarán a nosotros, por lo que de nada sirve una ambición mal entendida ni mucho menos una desmedida avaricia que no conduce a ninguna parte.

Esos sucesos siguen estando vigentes en nuestros tiempos, pero quizás alcanzaban un mayor grado en otras épocas en las que la riqueza no estaba tan generalizado y cada cual apañaba lo que podía. Así sucedería hace ya más de 60 años en la localidad granadina de Cogollos de la Vega, un pequeño municipio de algo más de 2.000 habitantes situado a poco más de 15 kilómetros de la capital de la provincia.

El día 10 de abril de 1962 quedaría marcada como una fecha trágica en el calendario de la provincia de Granada, pasando a formar parte de la historia de la crónica negra española con uno de los episodios más sanguinarios y truculentos de los que probablemente se tenga recuerdo en Andalucía. Al mediodía de aquella dramática jornada primaveral un individuo, de carácter irascible e impulsivo, Julio Ortega Barea, regaría de sangre uno de los más bellos parajes de la península, la Cuesta de Faterial, al descargar toda su ira y sus resentimientos contra los restantes miembros de su familia.

A tiros

Lo que jamás se les habría ocurrido pensar a José García Hita, de 54 años y su esposa Josefa Hernández Eujer, de 47, a quienes acompañaban dos hermanos del primero, Manuel y Antonio, es que cuando viajaban en sus caballos desde Huétor Santillán hasta su localidad de origen fuesen abordados por su cuñado de una manera tan imprevista. Y lo que mucho menos se podían suponer era la reacción de este con ellos, quienes, al verlo, descendieron de sus respectivos equinos para hablar con él, pues se suponían que aquella era la intención de aquel hombre.

Pero, para desgracia suya, aquello no era así. Su hermano político no quería hablar de nada con el matrimonio. Iba armado hasta los dientes, con una pistola y un cuchillo. Lo que pretendía Julio Ortega era tomarse la justicia por su mano y ajustar unas cuentas que -en su opinión- no estaban nada claras, debido a que no se encontraba para nada conforme con el reparto de la herencia de sus suegros. Sin pensárselo dos veces, aquel individuo la emprendió a tiros con la pareja, a la que dio muerte en el lugar realizando unos pocos disparos.

Su objetivo no era solo el matrimonio al que había dado muerte empleando una pistola de calibre corto, sino que era el resto de la familia en su conjunto, buscando provocar una tragedia de dimensiones memorables. No se sabe si se le agotó la munición o si le encasquilló el arma, lo cierto es que después de haber asesinado a la pareja, acometió con un cuchillo de grandes dimensiones a Antonio García Hita. A este último no lo remataría, dejándolo malherido y falleciendo unas horas después a consecuencia de las graves heridas que le había inferido su propio cuñado.

Con quien no tendría tanta suerte sería con su otro hermano político, Manuel García Hita, quien consiguió por poco burlar la bárbara acción de Julio, huyendo a caballo del lugar y dirigiéndose hasta Cogollos de la Vega. Ya, en el pueblo, denunciaría lo acontecido ante el la Guardia Civil, que de inmediato se puso en la búsqueda y captura de un hombre que tal vez hubiese perdido el norte y también el alma. Además de proceder a su detención, la Benemérita quería evitar, lógicamente, a toda costa que la enorme tragedia se cobrase nuevas vidas.

Suicidio

Unas horas después de haber perpetrado el triple crimen, Julio Ortega Barea, un hombre que era comerciante en Granada y que dejaría grabado para siempre en la historia de la crónica negra española del siglo XX, decidía poner fin a su vida. El lugar elegido era precisamente el cementerio de Cogollos de la Vega. Con su muerte se ponía fin a un desgraciado episodio provocado por el siempre banal resultado del reparto de una herencia que, no solo no dejó una fortuna a nadie, sino que tiñó de sangre una localidad que es famosa por sus preciosos parajes, su magnífica área de montaña y los deportes de escalada.

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La extraña muerte de los tres miembros de una familia alemana en Las Palmas de Gran Canaria

En la imagen de antaño se observa el otrora conocido como «Dique del Generalísimo», donde fue vista por última vez la familia alemana

En la España de los sesenta predominaba el conocido como desarrollismo, una etapa de la historia en la que se observaba un tímido pero constante avance económico que donde dejaba sentir más sus efectos era en las zonas eminentemente turísticas. A ellas llegaban millares de turistas procedentes de la pujante Europa que dejaban sus buenas divisas en un país que comenzaba a despertar de un largo letargo ocasionado por una guerra que para la juventud comenzaba a quedar ya muy lejos. Una de las zonas que más visitantes recibía eran las afortunadas Islas Canarias, una tierra que, además de la hospitalidad y la gentileza de sus gentes, gozaban también de un paradisíaco clima que ofrecía sol y calor a lo largo de todo el año, algo que no había ni por asomo en la brumosa Europa.

Los protagonistas de esta historia serían unos turistas alemanes que, aprovechando los precios de la temporada baja, se acercaron a Las Palmas en pleno invierno. Se trataba de un joven matrimonio compuesto por Manfred Fitzka, de 25 años, su esposa Ottillie, de 23 y el hijo de ambas, un niño de tan solo cuatro años, que respondía al nombre de Klaus Dieter. Su estancia en el territorio insular estaba prevista que se prolongase durante catorce días, pues habían salido del aeropuerto germano de Stuttgart el día 18 de enero de 1965, teniendo previsto su regreso para el día primero de febrero de ese mismo año. Sin embargo, jamás volverían al país centroeuropeo. Algo se interpuso en el camino de aquella familia que sufrió una misteriosa muerte que nunca se aclararía.

Las primeras interrogantes de aquel dramático suceso las plantearía la aparición flotando fuera del dique «Generalísimo Franco» del cuerpo de un pequeño de muy corta edad el día 1 de febrero de 1965. Inmediatamente sería identificaría como el hijo de un matrimonio alemán que se hospedaba en el hotel «Océano». En el mismo aparecerían todas sus pertenencias días más tarde, completamente intactas. Con aquel trágico y misterioso hallazgo comenzaban a abrirse muchas interrogantes. La principal era cual había sido el destino de sus padres, de quienes no se tendría noticia durante casi una semana.

Dos cadáveres más

El día 7 de febrero de 1965 aparecía el cadáver, ya fuera del dique, de la madre de la criatura Otillie. Su cadáver, según la autopsia, no presentaba ninguna señal de violencia que pudiese relacionarse con haber sufrido una muerte violenta y de la necropsia se dedujo que había fallecido por ahogamiento. Solamente podían observase algunos rasguños en el labio inferior y algunos restos de sangre en la comisura de los labios, probablemente a consecuencia del impacto de haber caído al agua.

Tres días más tarde comenzaba a tomar cuerpo de que la familia pudiese haber fallecido a raíz de algún incidente provocado. Era entonces cuando aparecía el cuerpo sin vida por la misma zona que los anteriores de Manfred Fitzka, quien si presentaba una evidencia violenta, pues tenía un tiro que le había atravesado la nuca. Es entonces cuando se intensifica la colaboración de las policías española y alemana con la Interpol, pues aquel truculento episodio adquiere los matices de una novelesca trama de suspense.

De Manfred y su familia se sabía que eran ciudadanos de la desaparecida Alemania Oriental, de la que habían huido hacía algún tiempo hacia el próspero oeste germano que ofrecía unas mejores posibilidades que el anquilosado régimen comunista. El cabeza de familia era tornero de profesión y residían todos ellos en la pequeña localidad Heidenheim an der Brenz, en el land de BadenWürttemberg, cuya capital es Stuttgart. Su ciudad distaba apenas 20 kilómetros de esta última.

Una de las hipótesis que en un principio barajó la Policía fue la posibilidad de que la familia fuese víctima de un crimen planeado por la policía política germano oriental, la temerosa Stasi, por el hecho de haber abandonado el país rumbo al oeste, posibilidad que nunca fue del todo descartada por las extrañas circunstancias en las que se produjo el suceso. Otra de las posibilidades abundaba en que la familia fuese víctima de alguna mafia en la que estuviese involucrado su patriarca. De él se decía que llevaba un alto nivel de vida, a pesar de pertenecer -en teoría- a un estrato social humilde. Al parecer, Manfred había dejado de trabajar el 17 de octubre de 1963 y desde entonces había recorrido gran parte de Europa en compañía de su mujer e hijo.

La policía seguía entonces la pista de un par de ciudadanos germano occidentales, que respondían a los nombres de Warne Schouring y Hans Retch, a quienes se les relacionaba con el robo de lingotes de oro que iban a bordo del crucero británico «Capetown Castle» y que había arribado por aquellas fechas en el puerto grancanario. Es más, poco después de haber levado anclas el buque inglés, algunos testigos observaron como dos embarcaciones salían del muelle a una extraordinaria velocidad, causando el asombro de los allí presentes.

Aparición de una pistola

Un equipo de buceo examinaría la zona durante varios días en busca de el arma que podría haber dado muerte a Manfred. A los pocos días, el 16 de febrero de 1965, apareció una pistola marca «Unión» , de calibre 6.35, con la que presuntamente se suicidaría el cabeza de familia alemán, tras haber dado muerte a su esposa e hijo, definido en la prensa de entonces como «doble parricidio» y que en la actualidad conocemos como violencia machista.

Un taxista declaró haber llevado al matrimonio alemán y su hijo hasta el dique en el que se les pierde la pista, la tarde del 31 de enero de 1965. Se sabe también que habrían alquilado una embarcación de recreo para adentrarse en aguas canarias durante dos horas y media, aunque, debido a la tempestad que afectaba a la zona, regresarían antes del tiempo estipulado, solicitando Manfred que se le reembolsase la cantidad pagada en exceso. El conductor declararía también que notó una cierta preocupación en el hombre, en tanto que la mujer y el niño aparentaban encontrarse tranquilos, siendo esta la última vez que se les vio con vida.

A pesar de que el rompecabezas puede quedar definido, quedan aún muchas hipótesis por resolver. ¿ Pudo haber arrojado Manfred al mar a su esposa e hijo sin dejar alguna señal de violencia? ¿Es posible suicidarse pegándose un disparo en un lugar tan a desmano como es la nuca? Esta última circunstancia fue una de las que más extrañeza les causó a los investigadores. Asimismo, también les resultó muy raro que no se echasen en falta ni nadie denunciase la desaparición de botes u otra embarcación para adentrase al interior de las aguas del mar.

En días sucesivos se supo que Manfred Fitzka había solicitado a su madre que le enviase 3.000 marcos, una elevada cantidad de dinero para la época. Asimismo, resultaba también sospechoso que el ciudadano alemán le hubiera mentido al resto de su familia, entre ellos a su propio suegro, que se iba a África durante quince días para procurarse una buena cantidad de dinero.

El caso nunca terminaría por resolverse de forma definitiva, dejando muchas interrogantes en el aire, entre ellas la ausencia de violencia en la muerte de la mujer y el pequeño, así como el hecho de que nadie denunciase la desaparición de balandros y otras embarcaciones, en tanto que cuerpos fueron hallados más allá de las aguas del propio dique. Difícilmente se puede resolver ahora cuando ha transcurrido ya más de medio siglo.

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Asesina a una mujer y a dos niños para perpetrar un robo en Jerez de la Frontera

El autor del doble crimen con su esposa en la foto inferior de ABC en el año 1904

La España de comienzos del siglo XX era un país, además de eminentemente rural, bastante pobre. Cada uno vivía de lo que podía o como podía. Aún así, era un país tranquilo, a pesar de que existían algunos conatos de violencia en las zonas más deprimidas en los que, por regla general, intervenían grupos anarquistas que buscaban mejoras y una dignidad de la que se carecía. Era una sociedad que todavía vivía anclada en un ancestral sistema de subsistencia, con un carácter muy conservador en sus formas y muy aclimatada a su devenir cotidiano, que no era precisamente nada halagüeño.

En uno de esos núcleos, de la España más rural, es ahora a donde nos dirigimos para recordar un acontecimiento muy trágico, tanto por la crueldad exhibida por su autor como por el hecho de que las víctimas fuese una mujer y dos niños pequeños, que eran sus hijos. Todo comienza en la mañana de un ya lejano 11 de julio de 1903 cuando el vecindario de Dehesa de los Caños, un núcleo perteneciente al municipio gaditano de Jerez de la Frontera se ve sorprendido por el fuego en la choza de uno de sus convecinos, concretamente José Castillo Moreno, quien en ese momento no se encuentra en su domicilio, pues se ha ausentado del mismo en compañía de su hijo mayor.

La gran sorpresa para la mayoría de quienes han acudido a socorrer a sus vecinos es que se encuentran con un tétrico panorama. En el interior de la choza, que quedaría prácticamente reducida a cenizas, se encuentran con los cadáveres de la esposa del propietario, María Pastora Domínguez y sus dos hijos pequeños, Manuel y Juan, de cuatro y dos años respectivamente. A pesar de los efectos del fuego, los agentes de la Guardia Civil sospechan desde un primer momento que se ha producido un triple crimen, pues todos ellos presentan heridas y manchas de sangre que delatan una actividad delictiva.

Detención de Antonio Vega Romero

Las sospechas sobre la autoría del triple asesinato recaen sobre un hombre de mediana edad, que no se ha presentado a sofocar el fuego, cuya casa es la más cercana a la que han sido hallados los tres cuerpos sin vida. Se trata de Antonio Vega Romero, lo que constituye una gran sorpresa para los habitantes de Los Caños, pues aquel hombre carecía de cualquier antecedente penal y su conducta había sido hasta aquel momento prácticamente intachable.

A pesar de su resistencia inicial, el detenido terminaría confesando el triple crimen, además de relatar a la Guardia Civil como se habían producido los hechos. Al parecer, Antonio Vega se dirigió aquella mañana a la choza propiedad de Castillo Moreno con el propósito de hacerse con algún dinero, pues sus situación económico era bastante deprimida. Entró en aquel domicilio sin permiso de ninguno de sus moradores y posteriormente se dirigió hacia la cocina en la que había una pequeña arquita en la que la familia guardaba la cantidad de 183 pesetas en efectivo, una buena cantidad para la época.

Sin embargo, su hurto no pasaría desapercibido y se encontraría de bruces con la mujer de la casa, María Pastora Domínguez, quien iniciaría un forcejeo con el ladrón, hasta el punto que una buena cantidad del dinero, en monedas de cinco pesetas, fue a caer en el fuego de la casa. Pero, Antonio Vega se negaba a marcharse de vacío. Para lograr su objetivo tomó un hocino -una pequeña herramienta similar a una hoz pero de menor tamaño- con la que propinó un fuerte golpe en la cabeza a el ama de aquella casa que le provocaría la muerte prácticamente en el acto.

Con lo que tampoco contaba aquel hombre, ya reconvertido en un criminal, era con la reacción de los dos pequeños de la casa, Manuel y Juan Castillo Domínguez, quienes profirieron gritos al ver como su madre era asesinada por un desalmado. Sin pensárselo dos veces, les propinaría sendos golpes con la misma arma con la que había dado muerte a su progenitora. Después de haber dado muerte a los tres moradores que se hallaban en la vivienda, esparciría las brasas del fuego por toda la choza, que estaba recubierta de paja con el propósito de provocar un incendio y así tratar de borrar las huellas de su horrible delito.

En tanto las llamas devoraban la vivienda, el triple crimen se había escondido detrás de una enorme piedra en un pequeño promontorio desde el que observaba el socorro que prestaba el resto del vecindario a la familia que el había dado muerte. Posteriormente, se dirigiría a su casa en la que confesaría el abominable crimen a su esposa, además de darle 16 pesetas del dinero que había robado por si le hiciesen falta durante el tiempo que tenía pensado ausentarse.

Pena de muerte e indulto

Casi todo el mundo daba por hecho que Antonio Vega Romero sería sentenciado a la pena capital en una época en la que por delitos bastante menores que este, sus autores habían terminado con sus huesos en el garrote vil. De entrada, el fiscal solicitaba tres penas de muerte por cada uno de los asesinatos que había cometido, a los que se sumaban las agravantes de despoblado, allanamiento de morada, robo e incendio.

El jurado no dudó un instante de la posible culpabilidad del triple asesino de Los Caños, por lo que el tribunal dictó la sentencia de muerte, además de una responsabilidad civil de 6.000 pesetas, al tiempo que quedaba inhabilitado de forma absoluta en el hipotético caso de que fuese indultado. Es más, desde la Audiencia Provincial se instaba al Tribunal Supremo un indulto para el autor de la muerte de la madre y sus dos hijos, habida cuenta de que su conducta había sido intachable hasta el instante del triple crimen, pues carecía de cualquier antecedente penal.

En el recurso de casación interpuesto ante el Tribunal Supremo, este órgano judicial rechazaría indultar a Vega Romero, desestimando la petición hecha desde el tribunal gaditano. La gracia del indulto se demoraría hasta el primero de mayo de 1905, cuando el Ministerio de Gracia y Justicia, cuyo titular era Javier Ugarte Pages y previa deliberación del Consejo de Ministros, daba luz verde al indulto del triple criminal de Jerez de la Frontera, haciéndose efectiva tras su publicación en el BOE del día siguiente. La pena accesoria a la que era condenado era la de cadena perpetua, aunque es posible que se viese beneficiado por alguna nueva conmutación penal en sucesivas etapas del reinado de Alfonso XIII.

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Impunidad para el asesinato de cuatro personas en El Carreu (Lleida) en plena Posguerra

Cruz en el cementerio que recuerda a las cuatro víctimas del cuádruple crimen de El Carreu

Un único vestigio. Una cruz ya oxidada y deteriorada recuerda que en aquel lugar en una época ya lejana allí fueron asesinadas cuatro personas. Todas ellas miembros de una misma familia que recibieron una muerte cruel y despiadada, sin que jamás nadie hubiese pagado por ello. Sucedió a mediados de marzo del año 1943, en la localidad leridana de El Carreu, en la primera Posguerra, en la que el hambre y las calamidades se habían convertido en los compañeros inseparables de una sociedad española que sufría como pocas los duros rigores de aquel nefando tiempo.

El caso no se investigaría jamás. Tampoco apareció reflejado en los medios de comunicación de la época, duramente afligidos por una férrea censura militar que no permitía publicar ningún asunto que pudiese dañar la imagen de las autoridades. El suceso se fue olvidando hasta que un escritor catalán, Pep Coll, decidió ocuparse de ello hace ya una década, a través de una novela que recrea tan triste acontecimiento, Dos taüts negres i dos de blancs(Proa). «Dos ataúdes negros y dos blancos».

Según palabras del propio autor del libro, fecundamente galardonado con distintos premios, que nos sumerge en un paraje de las montañas del Pirineo ilerdense, que hoy se encuentra completamente abandonado, en aquel entonces «la censura hizo callar a la prensa, en tanto que la justicia franquista no quiso actuar», convirtiéndose el suceso en un hecho tabú, únicamente conocido por la tradición oral, que se fue transmitiendo de padres a hijos, quienes muchas veces mandaban callar a los más pequeños debido a la magnitud del suceso y al miedo a posibles represalias.

Un cuento de terror

Pep Coll describe la tragedia acaecida en El Carreu como «un cuento de terror». Los mayores no les explicaban nada a los más pequeños y a estos los corroía la curiosidad acerca de lo que aconteció en aquella localidad catalana hace ya ocho décadas. Y así fue como el escritor catalán, nacido algunos años después del cuádruple crimen, se fue adentrando en el macabro relato muy extendido por toda la comarca hasta plasmarlo en una de las novelas más vendidas en lengua catalana en los últimos tiempos, siendo incluso comparada con «A sangre fría» , de Truman Capote.

En la actualidad el escenario en el que aconteció el cuádruple crimen está completamente abandonado desde hace ya más de 30 años. Solamente queda en pie la Masía de Laorto, que curiosamente fue en la que ocurrió el trágico episodio. Viejas rencillas familiares enfrentaban a los propietarios de esta con unos vecinos, a quienes se les atribuyó semejante salvajada, aunque jamás serían detenidos ni siquiera investigados. Todo el mundo les atribuía los cuatro asesinatos, pero la vida proseguía para ellos al igual que si nada hubiese sucedido.

Según la narración del investigador de este suceso, los hechos ocurrieron en una mañana de una jornada previa a la entrada de la primavera. Los ancestrales enfrentamientos llevaron a la familia rival a terminar con quienes ocupaban la Masía de Laorto. Su objetivo era el padre, quien respondía al nombre de Bep. Debía de morir de un golpe seco y silencioso, pero los asesinos se encontraron con un testigo inesperado, una de las hijas del matrimonio que habitaba el tradicional lugar. El hombre recibiría un golpe y un único tiro que terminaron con su vida.

La hija del cabeza de familia se dirigió corriendo a casa en busca de ayuda al contemplar la aterradora escena. Sin embargo, aquello no fue más que el comienzo de una brutal masacre que haría que el asesino diese muerte sin piedad a las otras tres personas que habitaban la masía. Los gritos de las niñas y la mujer de nada servirían, siendo terriblemente asesinadas la mujer de mediana edad, Margarida y sus dos hijas María y Carme, de 10 y 14 años respectivamente.

Animales que berreaban

Los más viejos del lugar, según cuenta Pep Coll, recordaban que en los días posteriores al brutal cuádruple crimen escuchaban berrear con el hambre a los animales que eran propiedad de los Laorto, siendo entonces cuando se descubrió el tétrico escenario, habiendo pasado tres días desde que se hubiera perpetrado la brutal matanza.

Los miembros de la familia asesinada recibirían sepultura un domingo del mes de marzo de 1943. Serían desenterrados de nuevo para practicarles una segunda autopsia, que nada nuevo revelaría. En el camposanto en el que descansan sus restos mortales hay una enorme cruz que recuerda que allí está sepultada una familia que fue brutalmente asesinada en plena Posguerra en un, hoy deshabitado, pueblo del Pirineo ilerdense. En su día no se hizo justicia, quizás porque no se quiso. Más de siete décadas más tarde un escritor catalán se ha encargado, cuando menos, de devolverle la dignidad a una familia que en su época le negaron las autoridades, más preocupadas de ofrecer una falsa imagen de España que en solucionar sus verdaderos problemas.

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Asesina a tres personas en Villar de la Encina (Cuenca) porque «se oponían a su relación sentimental»

Vista aérea de Villar de la Encina (Cuenca)

La década de los años treinta del pasado siglo fue una época muy convulsa en todos los sentidos. No solo por el auge de los extremismos, sino también por el hecho de que se trataba de soltar el lastre de ancestrales prejuicios de clase que todavía seguían muy arraigados en distintos sectores de la sociedad de entonces. Ese tipo de convecionalismos se mantenían todavía casi a la raya en los muchos núcleos rurales que había en la España de entonces, un país todavía agrícola en el que su población estaba muy diseminada en multitud de pequeñas localidades, que gozaban de un esplendor del que carecen actualmente.

A consecuencia de aquellos ancestrales recelos nunca fundamentados hubo algún episodio sangriento, que se saldó con un buen número de víctimas, dada la obcecación de algunos pretendientes que no cejaban en sus ansiados objetivos por muy descabellados que pudiesen parecer. Uno de esos sucesos que se liquidó por el camino menos deseado ocurriría en la localidad conquense de Villar de la Encina, un pequeño municipio -básicamente rural- que se sitúa en el suroeste de la provincia de Cuenca. El desgraciado episodio ocurrió en pleno verano, concretamente el día 27 de julio de 1930.

En el pequeño pueblo, que contaba con algo menos de 700 habitantes frente al escaso centenar y medio que suma en la actualidad, todos sabían que un joven de 26 años, Baldomero Lara Portillo pretendía a Margarita Sáinz, una muchacha de similar edad, que era hermana de Visitación Sáinz, esposa del veterinario de Pinarejo, Andrés Pinedo. El muchacho había trabajado como mozo de mulas en casa del profesional de la sanidad animal, siendo la época en que conoció a su pretendida. Sin embargo, la familia de esta última se oponía a esa relación. Para impedirla, enviaron a la joven a un convento, lo que, en parte, evitaría que su pretendiente se le acercase.

A tiros

Ofuscado y frustrado en su objetivo, Baldomero decidió que aquello no iba a quedar así. Una cosa era que le arrebatasen de sus ojos a Margarita y otra muy distinta que su orgullo y honor quedasen fuertemente dañados. En torno a mediodía de aquel ya lejano 27 de julio de 1930 se armó, y no solo de valor sino que también con una escopeta para acometer a quienes se habían interpuesto en su camino.

Con un arma de dos cañones se dirigió a la casa del veterinario, de la que era conocedor de sus horarios y costumbres, con el propósito de ajustar unas cuentas que el consideraba pendientes. Y así lo hizo sin pensárselo dos veces. Cuando Andrés Pinedo y su esposa Visitación Sáinz emprendían un viaje a bordo de su automóvil, Baldomero los encañonó muy cerca y disparó sobre el hombre que conducía el vehículo, quedando prácticamente exánime. Su esposa resultaría malherida y fallecería pocas horas después en un centro sanitario. Además, heriría de gravedad al hijo de ambos, un niño de muy corta edad, que perdería la vista del ojo izquierdo a consecuencia de los disparos efectuados por aquel hombre que se encontraba completamente fuera de sí.

Para colmo de males, su voraz apetito sangriento no terminaría con aquellas dos muertes. Pretendía imponer su justicia por su propia mano y aquello no debería quedar así. Había un tercer implicado a quien él quería ajustarles debidamente las cuentas. Ese era José Sáinz, primo hermano de la mujer del veterinario. El infortunado se hallaba el día de autos labrando una de sus tierras con sus caballerías cuando recibió la macabra visita de quien iba a convertirse en su verdugo.

El familiar de Visitación Sáinz al sentirse perdido le rogó por su vida a un excitadísimo Baldomero, que no parecía sentir compasión por nadie. El hombre llegó a ponerse de rodillas implorando su perdón por la afrenta de la que había sido objeto el criminal, pero este no estaba para atender ruego alguno. La suerte de José Sáinz iba a ser la misma que el matrimonio pariente suyo. Su asesino descargó la munición que quedaba en su escopeta, conviertiéndolo en la tercera víctima mortal. Por si fuera poco, su saña era tal, que incluso mató los dos caballos que le servían para realizar sus tareas agrícolas.

Al parecer, Baldomero Lara tenía la intención de dar muerte a más gente en el pueblo. Entre sus objetivos figuraba también el padre de Margarita y Visitación. Sin embargo, el gran revuelo armado en Villar de la Encina evitó que la tragedia continuase sumando más víctimas. De inmediato, agentes de la Guardia Civil se pusieron a buscarlo para darle captura. Incluso, llegarían a cercarlo, siendo entonces cuando decidió entregarse en el juzgado de paz de la localidad. Posteriormente, ingresaría en la antigua prisión provincial de San Clemente, en la capital de Cuenca.

30 años de cárcel

Durante la estancia en prisión provisional de Baldomero Lara Portillo se produjeron en España algunos acontecimientos históricos de gran relieve que tendrían una importante repercusión en su devenir cotidiano. Entre ellos se encuentra la proclamación de la Segunda República española, que sentará las bases de un nuevo ordenamiento jurídico además de aplicar distintos beneficios penitenciarios a los condenados.

La Audiencia Provincial de Cuenca acogió en abril de 1932 el juicio contra el triple criminal conquense. En un principio el fiscal solicitaba tres penas de muerte para el encausado, aunque la pena capital se encontraba entonces en trámite de extinción debido a las nuevas normativas del periodo republicano, por lo que se desechó la posibilidad de que Baldomero subiese al cadalso. Sería condenado a tres penas de 30 años de prisión, pero con un máximo de cumplimiento de tres decenios, tal y como estipulaba el nuevo código penal. Además, debía de hacer frente a una responsabilidad civil de 75.000 pesetas, 25.000 por cada una de las muertes que había ocasionado.

A pesar de la teórica dureza de la condena, Baldomero Lara se vería beneficiado por dos indultos que se aplicaron a su sentencia, derivados de la proclamación del nuevo régimen político. Su estancia entre los muros de la cárcel apenas fue de poco más de cinco años, recobrando la libertad provisional al amparo de una orden firmada por el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora con fecha del 15 de enero de 1936. Faltaban tan solo seis meses para que España sucumbiese de nuevo a otra de sus peores tragedias históricas.

Ejecutados dos delincuentes por asesinar a tres personas de una misma familia en Manzanares (Ciudad Real)

Primera página de EL PUEBLO MANCHEGO dando cuenta del suceso. HEMEROTECA VIRTUAL DE PRENSA HISTÓRICA

Una oscura, tétrica y hasta macabra historia nos lleva al municipio manchego de Manzanares, situado entre el centro y el este de la provincia de Ciudad Real. Allí, cuando todavía alboreaba el siglo XX, sus vecinos se vieron abruptamente sorprendidos por un sórdido suceso del que todavía se habla en nuestros días, a pesar de que ya han transcurrido más de 110 años, que se dice pronto. La localidad vería interrumpida su tradicional tranquilidad cuando en una mañana del 23 de enero de 1911 uno de sus convecinos, Emilio Amador Durango, amigo de la familia asesinada, les daba cuenta del trágico acontecimiento que provocaría una gran consternación, al tiempo que el lógico pavor y miedo por lo ocurrido.

La persona en cuestión hallaría en la cocina de la casa los cadáveres de sus dueños Doroteo Guerrero Galiani, de 55 años y su esposa Vicenta Gómez, de 42, así como el de la niña de once años Carmen Cano, ahijada de la mujer, a quien habían sacado del hospicio debido a que no tenían descendencia. La sucesión de los hechos comienza en aquella fría mañana del primer mes del año, después de que Amador Durango, como persona de confianza que era del matrimonio asesinado, accediese al interior del domicilio en vista de que la puerta de acceso estaba abierta y no se escuchaba ningún ruido dentro.

Ya, en el interior del inmueble, pudo observar los tres cuerpos de sus moradores, con el rostro completamente desfigurado las dos personas mayores y con un claro gesto de haber llevado una muerte terrible, en medio de impresionantes charcos de sangre. La escena no dejaba lugar a dudas que se hallaban ante un espantoso crimen que todo indicaba que había sido cometido la noche anterior -como así había sucedido en realidad-, aunque ahora la última palabra la tenían las autoridades, que en muy poco tiempo capturarían a la banda que les dio muerte, un grupo compuesto por cinco energúmenos, dos de los cuales se habían fugado el año anterior, 1910, del Penal de Ceuta.

Detenciones y confesión

El día 27 de enero de 1911 eran detenidos Orencio Peinado Rosado, alias «Cañamón»; Miguel Galindo Expósito, «Borguetas»; Francisco Portugués, «el Portus», José Bolaños, «El federal» y un sujeto de dudosas andanzas que respondía al apodo de «Pajarilla». En aquel entonces, la Guardia Civil tenía cancha libre para someter a los detenidos a duras pruebas, conocidas popularmente como «el tercer grado», lo que conllevaría a la confesión de uno de los principales acusados, quien relataría ante el juez, a mediados de febrero de 1911, como se había producido aquel trágico y macabro suceso.

En su declaración «Cañamón», un individuo que frisaba los 40 años y que había sido condenado a cadena perpetua por el crimen conocido como «Pozo de la Serna» -del que había sido coautor en compañía de Borguetas-, manifestaría que habían seleccionado a sus víctimas ya que sospechaban que tenían dinero en su domicilio. Se acercaron hasta el mismo, situado en el número ocho de la Carretera de Madrid, en la noche del 22 de enero de 1911 con la intención de robarlos. Aprovecharon la circunstancia de que la pequeña de la casa dejó la puerta entreabierta cuando salió al exterior.

Inmediatamente después de la salida de la criatura, se internaron los cinco en el interior del domicilio, siendo descubiertos por la mujer, que se hallaba sentada en una silla, quien alertó a su marido sobre la llegada de los ladrones, siendo esta la última frase que pronunció en su vida. Sus agresores no dudaron un momento en cebarse con ella de la forma más brutal y atroz, propinándole golpes muy fuertes con un martillo que la dejarían exánime, con el rostro completamente desfigurado e irreconocible.

El dueño de la casa, Doroteo Guerrero trató de incorporarse y hacerles frente, pero su débil defensa e inferioridad -los atacantes eran un total de cinco- lo impidió. Al igual que habían hecho con su mujer, se ensañarían a golpes con él hasta el punto de destrozarle el cráneo casi por completo. De la misma manera, su rostro también quedó irreconocible a consecuencia de la fiereza exhibida por los asaltantes, uno de los cuales, «Borguetas», negaría haber participado en la fechoría, a pesar de ser uno de los principales cerebros. Dijo que el día de autos ni siquiera se hallaba en Manzanares.

Posteriormente darían muerte a la pequeña Carmen Cano, a quien en un primer instante trataron de entretener, pero uno de los criminales, José Bolaños, manifestó que la pequeña lo conocía, por lo que «Cañamón» volvería a dar muestras de su espantosa crueldad, propinándoles dos certeros golpes en la cabeza que terminaron con la vida de la niña. Su cuerpo sería arrastrado por «Borguetas» hasta la cocina, en la que ya yacían los cuerpos de sus padrinos y tutores.

Después de haber convertido el inmueble en un improvisado panteón, se dirigieron hacia el único piso con el que contaba la vivienda, logrando un cuantioso botín para la época, pues encontraron 2.500 pesetas, que acordaron repartir en días posteriores a la comisión del triple crimen con el fin de evitar las sospechas de las autoridades, siendo el depositario de la cantidad sustraída «Borguetas». Por su parte, José Bolaños se disfrazó con ropas de mujer, propiedad de la dueña de la casa asaltada, para intentar pasar desaparcibido por el pueblo.

Cuatro penas de muerte

El día 12 de noviembre de 1912 se inició la vista contra cuatro de los cinco acusados por el triple crimen de Manzanares en la Audiencia Provincial de Ciudad Real, uno de ellos, «Pajarillas», había fallecido durante el tiempo que estuvo en prisión provisional. Las pruebas eran demasiado abrumadoras y concluyentes contra los restantes cuatro acusados, a lo que se sumaba la mala reputación de «Cañamón» y «Borguetas», quienes habían perpetrado otro crimen en el año 1900 y se habían fugado del Penal de Ceuta en el verano del año 1910, eludiendo de esa forma la cadena perpetua que pesaba sobre ellos.

El fiscal tuvo claro desde un primer instante que todos ellos deberían ser condenados a la pena capital, pues no se entendía que unos individuos de tan mal vivir pudiesen salir airosos después de haber perpetrado uno de los crímenes más espeluznantes que se recordaban en la comarca manchega. No había motivos para la clemencia después de haber dado muerte de una forma tan vil y espantosa a una honrada y trabajadora familia que tan solo vivía de su esfuerzo, siendo propietaria de tres casas, una viña y diversos terrenos.

El tribunal también lo tuvo muy claro. Por unanimidad declararon culpables de asesinato a los cuatro encausados, con las agravantes de nocturnidad, alevosía y superioridad, a lo que se sumaba la muerte de una menor de edad. Solamente les quedaba la gracia del Tribunal Supremo, que hizo oídos sordos al recurso presentado por las defensas y ratificó las sentencias dictadas por la Audiencia Provincial de Ciudad Real. Ahora, solo les quedaba la hipotética clemencia del Rey Alfonso XIII.

Ejecución

En una madrugada de primavera, la del 23 de abril de 1914, el conocido y famoso verdugo burgalés Gregorio Mayoral Sendino, quien ya llevaba un cuarto de siglo en la profesión, se preparaba para ejecutar a cuatro hombres, aunque la gracia concedida por Alfonso XIII a dos de los acusados, José Bolaños y «El Portugués» haría que su trabajo se viese reducido únicamente a dos de los reos, a quienes su pasado jugaba claramente en su contra, a lo que se unía su fuga del penal del Ceuta. Los que recibieron la gracia del indulto lloraban de emoción por haber alcanzado la añorada redención, que era sustituida por una pena accesoria de reclusión perpetua, aunque saldrían en libertad en 1931 con motivo de la proclamación de la Segunda República española.

Sin embargo, tanto «Cañamón» como «Borguetas» tenían un pasado demasiado turbio para poder acceder al indulto y fueron ejecutados sin contemplaciones. La prensa de la época señala que el primero de los reos le dijo a su ejecutor que el collar que le aprisionaría definitivamente la nunca estaba muy flojo. No deja de ser una anécdota curiosa en un momento terrible en el que abandonaba una vida dominada por la sangre y el delito, que fueron las verdaderas señas de identidad de ambos ejecutados.

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Mata a cuatro personas en una reyerta familiar en Martín Muñoz de la Dehesa (Segovia)

Martín Muñoz de la Dehesa fue escenario de un cuádruple crimen en 1947. Foto: WIKIPEDIA

Otro trágico suceso de la posguerra. De la época del hambre y las privaciones. Un sangriento episodio que bien podría corresponderse con lo que comúnmente, y de una forma peyorativa, se ha venido denominado España negra o profunda, si bien es cierto que fue precisamente en las pequeñas localidades donde menos acontecimientos con final trágico se han registrado a lo largo de la historia. Lo que viene a demostrar que esos faltos atributos no han dejado de ser más que antiguos tópicos con mala intención.

El desgraciado capítulo de la historia de la crónica negra venía tejiéndose desde antaño en el seno de dos familias que vivían enfrentadas por viejas rivalidades, muy comunes por otra parte en las pequeñas localidades. De hecho, el principal protagonista de este sanguinario episodio Rufo Sáinz Almeida había cumplido ocho años de prisión por haber intentado dar muerte a su gran enemigo, Ángel Casado Martín en el transcurso de los meses finales de la Guerra Civil española, en un suceso totalmente ajeno al conflicto bélico.

La reyerta, que se saldaría con cuatro personas muertas, implicaría a vecinos partidarios de una y otra familia de la localidad de Martín Muñoz de la Dehesa, un pequeño pueblo de la Campiña Segoviana -limítrofe en el extremo occidental de la provincia de Segovia con la de Ávila. Los hechos se iniciarían al anochecer de un sábado, 5 de abril de 1947, cuando la pareja formada por Ángel Casado Martín y Bernarda Martín García se dirigían a presenciar una obra de teatro de aficionados. En ese momento, a la altura del calle del Caño se encontraron con Rafael Sáinz Almeida, iniciándose en ese instante una violenta discusión a la que pronto se sumarían más personas, partidarios de las dos familias enfrentadas.

Para tratar de apaciguar los ánimos, la esposa de Ángel Casado solicitó la intervención del juez de paz de la localidad, Jesús Rueda Vara, quien resultaría herido por Rafael Sáinz, quien en ese momento portaba una herramienta de carpintero con la que le produjo una leve lesión en una mano. Es a partir de ese instante cuando se incorporan a la trifulca Honorio Casado, hijo de Ángel y Bernarda, así como el hermano de esta última, Andrés Martín, quienes tratan de defender a la pareja del ataque de sus enemigos.

Disparos

Muy encrespados ya los ánimos y sin intención de apaciguarse, entraría en juego el temible Rufo Sáinz Almeida, quien hacía muy poco tiempo por aquel entonces que había abandonado el presidio. Sin pensárselo dos veces, se dirige a su casa por una pistola ASTRA, para la cual carecía de la oportuna licencia y efectúa varios disparos con el objetivo de proteger y defender a su hermano. Sin embargo, las traicioneras balas alcanzarán de lleno a este último, Rafael Sáinz Almeida, quien fallece prácticamente en el acto, aunque la autopsia revelaría que sus agresores le habían destrozado la cabeza.

A consecuencia de los tiros efectuados fallecen también Honorio Casado, a quien le han interesado sus órganos vitales y nada se puede hacer ya por salvar su vida. La tercera víctima es Ángel Casado, padre del anterior, quien esta vez si ha sido abatido por el mismo hombre que una década antes había intentado darle muerte, en tanto que cierra este triste episodio Ándres Martín, tío y cuñado de las dos anteriores víctimas. En cuestión de poco más de un cuarto de hora el pequeño pueblo de Martín Muñoz de la Dehesa se convierte en un drama y sus vecinos no se atreven a salir a la calle, a pesar de que el autor de las cuatro muerte ya ha sido detenido.

Además del juez de paz, también sufren algunas heridas Bernarda Martín, esposa, madre y hermana de tres de las personas muertas en esta desgraciada reyerta y el propio autor de los tiros que terminaron con la vida de cuatro personas. Por suerte para ellos, sus lesiones apenas revisten gravedad y son dados de alta en un plazo relativamente breve de tiempo de apenas tres semanas.

80 años de cárcel

Por sorprendente que parezca, dada la época en la que ocurre esta tragedia y al rigor con el que solían ser condenados los principales culpables de los hechos luctuosos, Rufo Sáinz Almeida conseguirá evitar que termine sus días en el patíbulo. Muchos otros han dado con sus huesos en el garrote vil por sucesos de menor enjundia.

El tribunal tuvo en cuenta en el transcurso del juicio, que se celebró en mayo del año 1948, la situación de enemistad entre ambas familias, que se remontaba a épocas pasadas, así como que las muertes se han producido en el transcurso de una reyerta, uno de los cuáles era hermano del autor de los disparos. A todo ello se añade el hecho de que los agresores por parte de la familia Casado-Martín se encuentran en franca superioridad a los Sáinz-Almeida, ya que en un primer momento son tres contra uno.

El acusado será condenado a un total de 80 años de cárcel, 20 por cada uno de las muertes, que son calificadas como homicidio y no como asesinato. Al mismo tiempo se le condena a pagar las costas y a indemnizar con 50.000 pesetas de la época por cada persona muerta a las familias de los fallecidos.

Descontento con la sentencia, Rufo Sáinz Almeida recurrirá en recurso de casación al Tribunal Supremo, que desestima sus súplicas y no hace otra cosa que confirmar la sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Segovia. Aún así, tendrá suerte y se beneficiará de la gracia de un indulto mediante una orden del 6 de diciembre de 1963, publicada en esa misma fecha en el BOE. Muy poco tiempo, apenas 16 años de cárcel, para tamaña barbaridad, lo que prueba, una vez más, que las condenas en la dictadura franquista eran bastante más benévolas que en la actualidad, pese al runrún popular que asegura exactamente lo contrario.

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