Asesinan a una niña de cuatro años y arrojan su cuerpo a un contenedor de la basura

Vista general de O Carballiño, el pueblo donde ocurrió este trágico suceso

Hay sucesos que superan lo espeluznante y lo grotesco al mismo tiempo. Tal vez nos hayamos acostumbrado ya a que nada nos sorprenda. Aún así, hay algún hecho sangriento que nos hacen erizar todos los pelos de nuestro cuerpo. Nos preguntamos hasta que punto puede haber seres que atesoren un grado de maldad tan extrema para someter a torturas a una pobre criatura inocente, que por razones propias de su inocencia jamás sería capaz de entender ni mucho menos de comprender. Desgraciadamente, hemos visto sucesos de todo tipo, algunos de los cuales causan la mayor estupefacción, cuando no niveles de asco extremos que nos provocan repugnancia, rabia e impotencia por no haberlos evitado. Sin embargo, son sucesos que se repiten una y otra vez, haciéndonos comprender al resto de los humanos de bien las razones por las cuales existieron regímenes políticos crueles y tiránicos. Seguramente porque estaban regidos por unos energúmenos que jamás debieran de haber nacido por el bien de una humanidad que no los merecía y a la que castigaron hasta extremos insospechables, llevándose consigo la vida de millones de inocentes que tan solo aspiraban a vivir.

En el año 2003, en la localidad ourensana de O Carballiño -preciosa localidad situada al noroeste de la provincia de Ourense-, acontecía uno de esos hechos que nos provocan el mayor rechazo y asco humano posibles. El suceso aconteció en la noche del 14 de mayor del año anteriormente mencionado en una vivienda de la calle Margarita Taboada. Allí, el estupor y la consternación se apoderaría de un vecindario acostumbrado a recibir en épocas estivales a sus miles de emigrantes que se encuentran desplazados en decenas de países europeos e hispanoamericanos, principalmente México y Venezuela. El motivo de esa nauseabunda estupefacción no sería otro que el hecho de encontrarse el cuerpo sin vida de una criatura de tan solo cuatro añitos en un contenedor de la basura de la localidad.

La niña, que tuvo una existencia cruel y terrible como se encargarían de detallar los forenses en la autopsia que le practicaron a su cadáver, era hija de una joven de 30 años, Ana María García Salgueiro, quien convivía con otro joven de edad similar a la suya, Luis Piñón Montoto, a quien le atribuyeron en la sentencia condenatoria unos infames malos tratos a unos pequeños que no eran hijos suyos. No solo los trataba con despotismo, hasta el extremo de obligarles a que le llamaran «papá», sino de una forma despiadada y vejatoria, tal como fue descrito en la sentencia condenatoria que emitiría la Audiencia Provincial de Ourense en enero del año 2006.

Violación y hemorragia

En el anochecer del día de autos, el referido 14 de mayo de 2003, Luis Piñón Montoto quedaría en compañía de los pequeños en el domicilio que compartía con su compañera sentimental. Aprovechando la soledad del momento penetraría a la pequeña Érika hasta el extremo de provocarle una gravísima hemorragia que terminaría sumiéndola en una terrible angustia que le conduciría a la muerte. Para paliar el dolor y con la supuesta connivencia de la madre de la pequeña, le suministraron varias dosis de un antigripal, como Frenadol Complex y que en modo alguno está aconsejado para niños, lo que contribuiría a agravar las graves lesiones sufridas por la niña.

Si la trama no resultaba grotesca, aún falta el punto final, propio de las películas de terror más truculentas. Al comprobar ambos cónyuges que la pequeña había fallecido, decidieron arrojar su cadáver a un cubo de la basura próximo a su domicilio. El cuerpo sería depositado allí por Luis Piñón, quien para disimular lo que arrojaba a la basura, tiró a la niña metida en una bolsa de plástico, junto con otros envases de similar material.

La cosa no quedaría ahí. Al día siguiente decidieron denunciar la desaparición de la pequeña ante las autoridades, aunque inmediatamente serían descubiertos al aparecer los restos mortales de la pequeña en un contenedor. Debido a que ya eran conocidos los antecedentes y el comportamiento de los adultos con los que convivía, inmediatamente se procedería a su detención, lo que ocasionaría la lógica indignación y consternación en el municipio que baña el río Arenteiro. De hecho, los servicios sociales ya habían advertido a la progenitora de la criatura con la posibilidad de retirarle la custodia de los tres menores que tenía a su cargo. Incluso, en el momento en que era conducido el supuesto autor de la muerte de la criatura hasta los juzgados, sería agredido por los familiares del padre biológico de Érika, quienes, llenos de desazón y rabia, solicitaban que tanto él como Ana María fuesen juzgados en la plaza del pueblo, que ya ellos se encargarían de dictar justicia.

36 y 34 años de cárcel

En enero del año 2006, algo más de dos años y medio después de haberse cometido el brutal crimen, se juzgaba en la Audiencia Provincial de Ourense a los dos encausados. El juicio estuvo plagado de una gran tensión. Además, se producirían las lógicas contradicciones y mutuas acusaciones de ambos encausados, quienes se responsabilizan mutuamente de haber provocado la muerte de la pequeña. En sus conclusiones finales, apoyados por unos concluyentes informes forenses, los magistrados condenarían a la pena de 36 años a Ana María García Salgueiro; 20 de los cuales le eran impuestos por un delito de asesinato con el concurso de agresión sexual, en concurrencia con el agravante de parentesco. Otros quince años por un delito de agresión sexual en concurso con uno de lesiones y 20 meses por delito de maltrato habitual.

Luis Piñón Montoto sería condenado a un total de 34 años y ocho meses de cárcel. De ellos, 18 años correspondían a un delito de asesinato en concurso con el de agresión sexual, en tanto que otros quince años le eran impuestos por un delito de agresión sexual, en concurso con un delito de lesiones y 20 meses, al igual que había ocurrido con su compañera, correspondían al maltrato habitual al que había sido sometido la pequeña. De esto último darían cumplida cuenta los forense que le practicaron la autopsia al afirmar que la criatura «ya estaba acostumbrada a sufrir».

La Audiencia les impuso asimismo una responsabilidad civil conjunta de 60.000 euros con la que debían indemnizar al padre de la pequeña, en tanto que cada uno de sus dos hermanos -ambos menores de edad- deberían ser resarcidos con 15.000 euros cada uno. Por las faltas de lesiones les impusieron una sanción de seis euros diarios durante treinta días.

En la redacción de la sentencia se destacaba que la madre era conocedora de los malos tratos que les proporcionaba el padrastro a sus hijos, así como que consentía las constantes vejaciones a las que eran sometidos los tres menores, al tiempo que calificaba su actitud de autoritaria y exigente con los pequeños.

Reducción de condena

Poco más de un año después de hacerse pública la sentencia, el Tribunal Supremo absolvía a la madre de los pequeños del delito se beneficiaba de la absolución del delito de agresión sexual en concurso con el de lesiones, quedando reducida en quince años su permanencia en la prisión. Ana María García Salgueiro «solo» tendría que cumplir 21 años por un delito de asesinato en concurso con el de agresión.

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Tres crímenes de los años ochenta sin resolver en A Coruña

A Ponte Pasaxe, donde fue hallada una de las víctimas

Que la policía no es tonta es una expresión convertida poco menos que en un axioma para quienes estudian el mundo de la criminología. Hay decenas de sucesos que tardan algún tiempo en esclarecerse. Algunos de ellos, incluso más de una década. Y los delincuentes terminan en el sitio que les corresponde, que no es otro que la cárcel. Pues es de justicia que paguen sus execrables hechos que enervan y descorazonan a la sociedad en la que viven. Sin embargo, hay casos en los que los criminales se salen con la suya, burlando la actuación de los tribunales encargados de sentenciarlos. Sus casos pasan a engrosar los archivos de las comisarías y juzgados sin que jamás paguen por tan horribles fechorías, perturbando de sobremanera a la sociedad que asiste impotente a un acto de extrema vileza sin que nadie hayan pagado justamente por un crimen o un hecho de capital importancia.

Nunca se sabe con exactitud lo que pasa cuando un suceso no ha sido resuelto, máxime cuando se trata de un crimen. Hay quien dice que falla la investigación o, incluso, que ha sido contaminado el lugar de autos. También se dice que no hay un crimen perfecto, pero algunos sucumben ante la impericia de los investigadores. Son fundamentales las primeras horas y días a la hora de resolver un asesinato. Es cierto. Nadie lo pone en duda. Pero, a veces los investigadores encuentran algún atasco que impide que su labor llegue a buen fin.

En la década de los ochenta del pasado siglo hasta un total de tres crímenes, en los que fueron asesinadas otras tantas personas han quedado sin resolver en A Coruña. No guardan ninguna relación entre sí. Lo único que tienen en común es que permanecen archivados en las dependencias de las comisarías o los archivos de los juzgados, durmiendo un sueño eterno que jamás debiese ser tal. Probablemente ya hayan prescrito, a menos que los familiares de las víctimas hubiesen solicitado nuevas actuaciones judiciales, ya que en este caso podrían estar archivados, pero no prescritos, pese a haber transcurrido ya más de 30 años.

El crimen de A Pasaxe

Un brutal suceso consternaría a la ciudad herculina en la invernal mañana del 28 de enero de 1988. En aquella jornada aparecía una joven de 33 años, Cristina Ares, malherida pero con constantes vitales, en medio de unos abundantes zarzales de próximos a la coruñesa Ponte Pasaxe. La muchacha, que se encontraba enroscada sobre sí misma, desnuda de la cintura para arriba, todavía respiraba, al tiempo que al su alrededor había un impresionante charco sangre que procedía de su propio cuerpo, consecuencia de las lesiones que se había producido al caer por un terraplén de varios metros de desnivel. Inmediatamente fue trasladada al Complexo Hospitalario Universitario de A Coruña, en el que fallecería tres días más tarde a raíz de las gravísimas heridas que sufría.

En aquel entonces, el informe forense desveló la probable hipótesis de que Cristina Ares hubiese sido agredida por alguien que le propinó grandes puñetazos en el rostro, a consecuencia de los cuales se precipitaría por el desnivel en el que se encontraba. En su trágica caída la joven tendría el infortunio de impactar con la cabeza sobre una piedra, lo que provocaría su muerte, al causarle una importante hemorragia.

En la reconstrucción de los hechos, se supo que el día anterior a ser encontrada, la joven descendió de un taxi, en compañía de un perrito, en la gasolinera del hospital materno infantil coruñés, sin otra compañía. Del animal, jamás se volvió a tener noticia alguna. La policía empezó a investigar a un joven, al que había visto merodear por la zona, pero que inmediatamente se esfumó del lugar. La falta de pruebas y testigos que hubiesen visto en sus últimos momentos a la joven coruñesa fue razón suficiente para que se diese carpetazo a tan triste suceso.

El crimen del Mesón

En el mismo año 1988, concretamente en la madrugada del 15 de septiembre, un ratero hizo su entrada en un mesón de la Avenida de Oza, denominada por aquel entonces General Sanjurjo. En su intento por derribar un acceso de entrada provocó un gran estruendo que ocasionaría, a su vez, que se despertase un policía que vivía en una vivienda aledaña. El agente tomó su arma reglamentaria con la finalidad de intimidar al ladrón, pero en el momento en que iba a efectuar un disparo al aire se le encasquilló la pistola. Este contratiempo sería aprovechado por el ratero para asestarle una puñalada en el corazón, que le provocaría la muerte prácticamente de forma instantánea al policía.

El caso podría resultar aparentemente fácil de resolver, dado que se sospechaba que era un delincuente común que buscaba alguna cantidad de dinero. Además, el hijo del policía asesinado pudo aportar algunos detalles acerca del criminal, tales su aspecto físico. Se sabía que era un muchacho de complexión delgada y pelo castaño y corto, que habría dejado otras huellas en el lugar de autos. Sin embargo, pese a la descripción aportada por el vástago de la víctima, el caso no pudo llegar a buen termino jamás.

La enfermera asesinada

También en el área metropolitana de A Coruña, concretamente en el vecino municipio de Bergondo, unos niños que se encontraban jugando en las inmediaciones del Pazo de Mariñán, se sorprendieron al ver un coche completamente calcinado el día 9 de diciembre de 1989. La curiosidad infantil les llevó a inspeccionar aquel misterioso vehículo que se encontraba en tan deplorable estado, llegando a abrir su maletero, en el que se encontrarían con la desagradable sorpresa de hallar unos restos humanos que se encontraban completamente calcinados.

Una vez informadas las fuerzas de seguridad del macabro hallazgo, y una vez realizadas las oportunas investigaciones forenses, se determinó que aquellos restos humanos pertenecían a una mujer de 40 años, Manuela Gil Ábalo, quien hacía un mes que había desaparecido sin que se tuviese ninguna noticia de su paradero. La mujer trabajaba como enfermera en la vecina localidad de Miño, distante 30 kilómetros de la capital herculina.

En este desgraciado suceso se volvieron a barajar muchas hipótesis, aunque ninguna de ellas contribuiría a la resolución satisfactoria del caso. La principal apuntaba a que el hecho pudiese haber sido obra de algún drogodependiente dado que la enfermera tenía acceso a las recetas y en algún momento dado se habría negado a proporcionárselas. Sin embargo, no dejaban de ser meras conjeturas o suposiciones, sin que pudiesen ser verificadas. Al igual que los otros dos casos, este truculento suceso también pasaría a engrosar la larga lista de crímenes sin resolver que se acumulan en comisarías y juzgados y, al igual que los otros dos, probablemente prescrito.

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Un tórax humano en la desembocadura del río Lagares

Río Lagares

Pocas veces se encontraría algún pescador con una sorpresa tan desagradable como le sucedió a un aficionado a la pesca deportiva al percatarse que con su anzuelo no había capturado precisamente un pez. Eran unos restos humanos, concretamente un tórax, que se habían enganchado al arpón de su caña de pescar. Ocurría en la jornada del 17 de abril del año 2000. Inmediatamente después de tan macabra captura, puso en conocimiento de la Policía el truculento hallazgo. Los investigadores se encontraron ante sí con una ardua tarea, que tardarían varios meses en desenmarañar.

Transcurridos ya seis meses de tan desagradable suceso, después de haber realizado las oportunas comprobaciones, los investigadores, con la inestimable ayuda de los forenses, comprobaron que aquellos restos humanos pertenecían a un varón joven, de 22 años de edad, que vivía en la comarca de las Rías Baixas desde hacía ya algún tiempo, aunque era originario de la localidad madrileña de Alcalá de Henares. Se llamaba Jesús Enrique Fernández Romero, quien -a pesar de su juventud- era un viejo conocido de las fuerzas de seguridad por sus múltiples antecedentes policiales. La joven con la que convivía, Rosario Beatriz Montes, había denunciado su desaparición el mismo mes en que fue hallado su cuerpo, cuatro días después de haberse perpetrado el crimen que le costó la vida. La víctima y su novia eran padres de una niña de apenas dos años de edad.

Botín de robo

Los hechos, según la reconstrucción policial, se inician a raíz de un suculento botín de un robo con fuerza que había perpetrado la víctima en el que podría haberse hecho con la nada despreciable cantidad de 1.800.000 pesetas(10.800 euros al cambio actual). Supuestamente, José Enrique Fernández se habría negado a entregar la parte proporcional de este preciado botín a su compañera, por lo que esta habría contratado unos sicarios para que le diesen muerte a su cónyuge. Para ello, siempre según el testimonio policial, le habría pagado hasta 300.000 pesetas (1.800 euros actuales) a una camarilla compuesta por los hermanos Isaac y César Valderrama y Juan José Galera Ares, quienes, presuntamente, darían muerte al joven madrileño.

Los hechos habrían tenido lugar en la localidad pontevedresa de O Porriño, cercana a la ciudad de Vigo en la madrugada del 8 de abril del año 2000. Según deducciones efectuadas por la policía, previas al juicio, Beatriz Montes habría dejado la puerta de su vivienda abierta para que pudiesen entrar los presuntos sicarios. Estos se habrían servido de una manta que anudarían al cuello de José Enrique Fernández, quien habría fallecido como consecuencia de asfixia o estrangulamiento.

Posteriormente se les plantearía un problema muy grave, que no era otro que el deshacerse del cuerpo de la víctima. En un principio, habrían procedido a incinerarlo, quemando el cadáver de una manera artesanal, pues al parecer el tórax hallado en Rande presentaba evidentes signos de haber sido chamuscado. Sin embargo, debido a las dificultades que se les planteaban, decidieron descuartizarlo seccionándolo en varios trozos, ayudados para ello de una sierra eléctrica. Finalmente, habrían introducido el cuerpo, ya seccionado, en varias bolsas de plástico que depositarían en la desembocadura del río Lagares, aprovechando para ello las mareas vivas. De hecho, un equipo de hombres-rana se desplazaría hasta el lugar para intentar hallar más restos, sin obtener el éxito deseado.

Absolución

Casi dos años más tarde de haberse identificado el cuerpo de Jesús Enrique Fernández Romero, se celebraría en la Audiencia Provincial de Pontevedra el juicio contra los cuatro acusados de haberle dado muerte. Su novia, los dos hermanos Valderrama y Juan José Galera. El fiscal solicitaba importantes penas de prisión para los encausados, a quienes acusaba de un delito de asesinato con alevosía, así como a la indemnización de 120.000 euros para la única hija de la víctima.

La sorpresa en este caso vendría dada por la decisión de los miembros del jurado que se encargaban de dilucidar la culpabilidad o inocencia de los procesados. Los siete miembros, por unanimidad, decidían absolver a los cuatro acusados, quienes, tras pasar dos años en prisión provisional, quedarían libres de cualquier responsabilidad, ya que el jurado entendió que no se les podía acusar del crimen, algo que, al parecer, el fiscal no lo tenía tan claro.

Esta sentencia fue una de las más controvertidas de la historia reciente, siendo rebatida por distintos profesionales, tanto de la propia judicatura como de la policía, quienes pusieron en duda la decisión del jurado. Unos días más tarde de conocerse el veredicto, un hermano de José Enrique Fernández, que se encontraba en prisión, amenazaba con tomarse la justicia por su mano en una carta dirigida a sus familiares, ya que había coincidido con uno de los hermanos Valderrama en el Penal del Puerto de Santa María.

Como consecuencia de esta controvertida sentencia, este caso ha pasado a formar parte de los muchos crímenes que se encuentran sin resolver en Galicia y en el resto de España. Dado el tiempo que ya ha transcurrido, es muy probable que este desgraciado suceso prescriba en la más absoluta impunidad.

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La enigmática desaparición del pesquero gallego «Montrove»

El «Montrove», en una de sus travesías

El mundo de la mar suele deparar grandes sorpresas y son todavía muchos los enigmas que se encierran bajo sus aguas. Algunos llegan al extremo de resultar poco menos que inexplicables. Un buen ejemplo de ello lo constituye, sin duda de ningún tipo, el pesquero gallego «Montrove», desaparecido en aguas del banco canario-sahariano sin que jamás se hubiese tenido noticia alguna sobre cual pudo haber sido su fatal destino. No faltaron especulaciones, teorías conspirativas, rumores falsos e interesados, así como todo tipo de comentarios sobre qué pudo haber pasado aquel ya lejano 19 de julio de 1984, fecha en la que era avistado por última vez.

El «Montrove» llevaba a bordo una tripulación compuesta por 16 hombres, un patrón, dos oficiales de máquinas, un contramaestre, dos engrasadores, un cocinero y nueve marineros, dos de ellos de nacionalidad marroquí, tal y como estipulaba el tratado pesquero que mantenía el Gobierno de Felipe González con el reino alauita. La tripulación estaba considerada suficiente para manejar un barco de 243 toneladas de registro bruto -111 neto- y 37,16 metros de eslora. Transportaban con ellos víveres suficientes para hacer frente a una marea de 60 días. Sin embargo, el buque gallego no regresaría jamás. Lo peor de todo es que nunca se ha encontrado ni el más mínimo vestigio, ni siquiera un rastro de gasóleo, que pudiese ofrecer alguna pista sobre su hipotético destino, que terminaría por convertirse en un misterio, con mayúsculas, en toda regla.

Los últimos barcos que avistaron al buque gallego desaparecido fueron el «Borneira», también gallego, y el «Mar Rojo», quienes pudieron divisarlo al sur de la península grancanaria de Gando en jornadas posteriores a su partida del puerto allí emplazado, en el que el «Montrove» había descargado 70 toneladas de pescado. Sin embargo, la alarma entre las familias de su tripulación, que era prácticamente toda ella de la penísula gallega de O Morrazo, empezaría a cundir a partir del 10 de agosto de aquel año, 1984. En esa fecha se tenía noticia del hundimiento del barco onubense Islamar III, pereciendo los 26 tripulantes que iban a bordo.

Radiobaliza inactiva

A quienes conocen a fondo el mundo del mar les sorprendió de sobremanera que no hubiese saltado su radiobaliza con la que iba equipado, puesto que no llegó a dispararse. A todo ello se unían otras circunstancias que no dejaban de ahondar en el misterio de la desaparición del «Montrove», tales como el buen tiempo que hacía en las jornadas posteriores a su salida de Gando. Tampoco se tuvieron noticias a través de su aparato de radio, a lo que un marinero que no había embarcado, pero que era un habitual componente de su tripulación, le restó importancia, pues al parecer el patrón no solía hacer comunicaciones hasta 20 días después de iniciada la marea.

Es a partir de ese momento tan incierto cuando comienzan las especulaciones y las más diversas teorías, ninguna de ellas acertada, incluso alguna completamente disparatada. Tal fue el caso de la divulgada por el archiconocido programa de los hombres de la mar, «Onda Pesquera», según la cual el barco gallego había estado cargando armas en el puerto argelino de Beni Saif. También se aprovecharon de la tragedia ajena las pitonisas y videntes, quienes aseguraban saber dónde se encontraba el pecio del pesquero gallego, que se convertiría en una buena pieza para los programas y espacios de misterio, aunque jamás pudiesen revelar el auténtico rumbo que había tomado el barco, que mismo parecía que se lo había succionado el mar. Tras él, quedaba la poco menos que eterna incertidumbre en la que se veían sumidas más de una decena de familias gallegas, que perdieron a sus seres queridos en las profundas aguas de los océanos,

Una de las primeras teorías que se desechó fue que el barco fuese apresado por el Frente Polisario, el Movimiento de Liberación del Sahara Occidental, pues desde hacía cuatro años por aquel entonces había desechado tales prácticas. En un principio se barajó la hipótesis de que el barco se hubiese ido a la deriva en algún punto marítimo desconocido, aunque iría perdiendo fuerza con el paso del tiempo o también que hubiese perdido su sistema de radiofonía por razones desconocidas. Sea como fuere, lo cierto es que el barco jamás apareció, convirtiéndose su desaparición en algo más enigmático que el famoso Triángulo de las Bermudas.

300 aviones

Hasta un total de 300 aviones serían movilizados para proseguir la búsqueda del «Montrove», pero sin obtener pista fiable alguna. De la misma forma, se trasladarían al área dónde se ubicaba la supuesta desaparición del «Montrove» agentes del CESID, quienes nada pudieron aportar tampoco en este enigmático y desgraciado suceso. Incluso se llegó a hablar de que miembros de este último cuerpo se desplazaban a veranear a la localidad pontevedresa de Bueu, en la Península del Morrazo, de dónde procedía gran parte de su tripulación. Tampoco faltaron curiosas anécdotas, más propias del humor negro que del mundo de la mar, tal fue el caso de un alto cargo de la Administración central que llegó a preguntar si el buque desaparecido era de hierro o de madera. No deja de ser curioso y tiene unos ciertos tintes de chiste macabro o malintencionado.

Cuando nos encaminamos a la cuarta década de la desaparición del «Montrove», lo único cierto es que jamás llegó a haber una pista cierta del pesquero gallego desaparecido. Ni siquiera fue recuperado el cuerpo de alguno de sus tripulantes, lo que pudiese haber proporcionado un mínimo rastro de lo que se supone que fue su trágico destino. No faltaron a su cita las meigas, los adivinos y otro tipo de vividores que se lucran de la incertidumbre y la tragedia ajena. La enigmática suerte que corrió el buque gallego nos lleva a la consabida expresión, muy popular en tierras gallegas, de «eu non creo nas meigas, pero habelas hainas». Pero ni siquiera esos míticos seres, que sirvieron para asustar a infinidad de generaciones de gallegos, son capaces de acercar una explicación mínimamente razonable sobre el rumbo que tomó el «Montrove» en aquel ya lejano mes de julio del año 1984.

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Condenado a muerte por asesinar y robar a un mendigo en A Coruña

La década de los sesenta fue la prodigiosa, aunque no para todo el mundo. Galicia comenzaba a dejar atrás parte de su finisecular atraso. Aún así por sus empedrados y cenagosos caminos, que eran la gran mayoría -pues la mayor parte de su población vivía en el mundo rural- circulaban todavía los viejos carros del país tirado por una yunta de vacas, en tanto que quien no emigraba se veía condenado a sobrevivir con una agricultura de subsistencia. Continuaba siendo un eterno país tradicional, anclado todavía en viejas y ancestrales costumbres que hacían presagiar un funesto futuro para la Galicia eterna, esa que todavía habitaba en masa sus enormes áreas rurales, que en la actualidad se han convertido en una caricatura del esplendor que tuvieron no hace más de 60 años.

Pese a todo, a ser una tierra atávica y con un carácter melancólico y triste, a veces sucedían cosas que alteraban ese devenir cotidiano en el que tan plácidamente se convivía en un territorio costumbrista y atávico. Las ferias y mercados, que actualmente sufren un declive imparable, solían ser el principal centro de reunión e intercambio que realizaban la mayoría de sus habitantes, además de constituir un lugar inequívoco de grandes concentraciones humanas en las que se realizaban las grandes transacciones comerciales de la época, principalmente en lo que al mundo rural se refiere.

A las ferias acudían gente de toda clase y condición. A ellas iban también muchas personas que vivían de la caridad ajena, pues era la ocasión primordial para hacerse con un dinero que, de otra manera, les resultaba poco menos que imposible de ganar. De estos eventos era incondicional un sexagenario del municipio lucense de Castro de Rei, Jesús Acevedo Rivas, quien, a pesar de tener que padecer los rigores y las inclemencias del tiempo, obtenía importantes réditos que le permitían capear el temporal. Así se deduce de lo sucedido en la jornada del 30 de septiembre de 1962, cuando apareció asesinado en un viejo camino de la ciudad de A Coruña, muy próximo al conocido «Barrio Chino».

Una pedrada

Hemos visto en innumerables ocasiones que cualquier objeto sirve para matar. En este caso, el autor de la muerte de Jesús Acevedo utilizó una piedra con la que le propinó un brutal golpe en la cabeza, acabando con su vida casi de forma instantánea. Su asesino era un joven del municipio coruñés de Valdoviño de tan solo 19 años, Arturo Ferrero Díaz, con quien había estado departiendo previamente en la mencionada zona de la ciudad herculina.

Se desconoce desde cuando ambos individuos mantenían amistad o relación entre ambos. Sin embargo, lo que si se sabe es que en la noche de autos, Arturo Ferreiro intervino en una disputa en la que había intervenido la víctima con otro mendigo. Al parecer, estaban discutiendo de forma acalorada por asuntos triviales en una taberna del denominado «Barrio Chino» y Jesús quiso evitar el enfrentamiento entre ambos contendientes, llevándose consigo al hombre al que luego le daría muerte.

Una vez que hubieron abandonado la taberna, quizás debido a la gran cantidad de dinero que llevaba consigo Jesús Acevedo y a los más que posibles efectos del alcohol, Arturo decidió deshacerse del por la vía más práctica y rápida, el asesinato. Así se deduce del informe policial, en el que se relataba que la víctima portaba consigo la nada despreciable cantidad de 1.500 pesetas de la época, en un tiempo en el que ganar en torno a 500 pesetas mensuales no estaba nada mal. Además, portaba consigo un saco con una importante cantidad de calderilla, si bien es cierto que no se informa a cuanto ascendía la misma. Posteriormente, el criminal entregaría todo el dinero a otro mendigo.

Aunque las pesquisas siempre fueron encaminadas hacia personas del entorno de la víctima, que se desenvolvía en ambientes marginales, tardarían hasta cinco días en dar sus frutos, cuando fue detenido el autor material del asesinato, un hombre que carecía de antecedentes, aunque se sabía que se desenvolvía por los mismos círculos de marginalidad y desarraigo en los que también hacía su vida Jesús Rivas Acevedo.

Pena de muerte

Hasta seis años tardaría en celebrarse el juicio por la muerte del mendigo en el «Barrio Chino» coruñés, debido a las muchas causas que acumulaba el autor de la muerte del mendigo y que no habían sido substanciadas. El fiscal entendía que el desarrollo de los hechos en los que había perdido la vida Jesús Acevedo obedecían a lo que consideraba un homicidio con robo, al que concurrían tres circunstancias agravantes, por lo que la Audiencia Provincial de A Coruña sentenciaría a Arturo Ferrero Díaz a la pena de muerte, con fecha del 12 de julio de 1968.

La condena sería ratificada por el Tribunal Supremo, en sentencia firme, dictada el 13 de mayo de 1969. Sin embargo, el abogado encargado de su defensa elevó una petición de clemencia ante el Consejo de Ministros, quien en su reunión de 16 de enero de 1970, le concedió la gracia del indulto. En virtud de este beneficio se condenó a Ferrero Díaz a la pena accesoria de 30 años de reclusión mayor, con la exclusión de otros indultos que pudiesen concederle en el futuro, así como las gracias relativas a una hipotética libertad condicional.

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15 años después sigue sin resolverse el asesinato de una azafata de Vigo

Hace ya tres lustros, Galicia se conmovía por un espeluznante crimen que tenía lugar en la localidad costera de Porto do Son. Allí, en la jornada del 5 de diciembre de 2005 aparecía brutalmente asesinada la azafata viguesa María Elena Calzadilla, quien había acudido a su segunda residencia en la mañana de aquel día previo a un viaje que realizaría a las islas Canarias, con motivo de los puentes de la Constitución y la Inmaculada Concepción. Sin embargo, la mujer nunca llegaría a realizar aquel viaje. Un inesperado y atroz acontecimiento, que le costaría la vida, tuvo la culpa, truncando sus muchos proyectos de futuro a la temprana edad de tan solo 40 años. Desde entonces han sido muchas las pesquisas realizadas por la policía experta en homicidios sin que jamás diesen los frutos deseados. Según estas mismas fuentes, el asesinato fue obra de un sicario profesional a quien habría contratado un tercero para terminar con su vida. El móvil del crimen todo indica que fue de tipo pasional, a tenor de como se desarrollaron los hechos.

En aquella aciaga mañana otoñal en la que ya se vislumbraban la fiestas navideñas, María Elena acudió en su vehículo particular a la localidad de Porto do Son a arreglar algunos asuntos. Hay quien dice que también fue con la intención de normalizar también alguna documentación personal, tal y como habría relatado una amiga de la víctima, pese a que no existe constancia alguna que lo acredite. Tras recorrer los cien kilómetros que separan la ciudad olívica de Porto do Son, María Elena entró tranquilamente en su segunda vivienda, donde alguien le esperaba para proporcionarle una sorpresa que no era precisamente agradable ni nada que se le pareciese.

Detrás de la puerta

Lo que jamás pudo sospechar ni siquiera imaginar la azafata viguesa es que detrás de la puerta de su segunda residencia le esperase un criminal que no tuvo compasión alguna con ella. Su asesino le propinó un más que contundente golpe en la cabeza por sorpresa y de forma totalmente inesperada, que la dejaría -cuando menos- inconsciente, sin posibilidad de poder defenderse, tal y como se deduce del informe elaborado por los forenses que le practicaron la autopsia. Una vez inmovilizada la víctima, el criminal prosiguió con su ritual de golpes, desfigurándole el rostro y la región frontoparietal izquierda del cráneo, con la finalidad de cerciorarse de que había alcanzado su macabro objetivo. El arma utilizada en el asesinato fue algún objeto metálico de gran contundencia y grosor.

La alarma saltó a mediodía cuando un hijo de la víctima alertó a su padre de la tardanza de su madre, además de no contestar a las constantes llamadas que le realizaba al teléfono móvil. En vista de que su familiar no llegaba, el esposo de María Elena se dirigió a Porto do Son para saber a que causas se podía deber su inusual retraso, siendo él quien encontraría el cuerpo de su esposa, que se encontraba tirado a metro y medio de la entrada de la puerta de la casa en medio de un impresionante charco de sangre.

Inmediatamente después de haber descubierto el cuerpo sin vida de su esposa, avisó a las fuerzas de seguridad, quienes practicaron una primera inspección ocular en el lugar de autos. El único indicio hallado, quizás con la intención de despistar a los investigadores, fue un cristal de la cocina roto. Sin embargo, la vivienda se encontraba en perfecto estado y nada hacía presagiar que hubiese sido un asalto o un robo. No había desaparecido ninguna pertenencia ni objeto de valor, además de encontrarse casi todo el mobiliario perfectamente ordenado. Todo ello hizo sospechar a los investigadores que el crimen obedecía a otros motivos, entre los que no se descartaba el crimen pasional.

Detenciones

Debido a la gran complejidad que representaba el caso, las indagaciones en torno al mismo fueron muy complejas. La hipótesis que siempre había barajado la policía era que el crimen había sido cometido por alguien del entorno de la azafata, cuando menos que hubiese actuado por encargo. Transcurridos algo más de dos años del asesinato de María Elena, el 15 de enero de 2008 fue detenido su esposo, lo que constituyó una auténtica sorpresa, pese a que siempre había estado en el punto de mira de la policía, pues incurrió en alguna incoherencia y, además, se sospechaba que la pareja no pasaba por sus mejores momentos.

El Juzgado de Noia, que fue el que se encargó de las primeras diligencias, le obligó a reconstruir todos sus movimientos personales en la mañana de autos. La fiscalía llegó incluso a solicitar su ingreso en prisión provisional. Sin embargo, esta medida sería desestimada por parte del juez, quien -a pesar de imputarlo- lo dejaría en libertad, con la obligación de presentarse de forma quincenal en el juzgado, además de impedirle su salida del territorio nacional, viéndose en la obligación de entregar su pasaporte. Conjuntamente con él, sería detenido también un hermano suyo, si bien es cierto que este último quedaría libre sin ningún cargo, al comprobarse que no guardaba relación alguna con el desgraciado suceso.

Meses más tarde sería detenido también un compañero del marido de la víctima, ya que en la mañana de autos había estado intercambiándose llamadas con el mismo. Al igual que había ocurrido con el anterior, también quedaría en libertad al no constatarse que tuviese relación alguna con el crimen ocurrido en Porto do Son.

Sobreseimiento

Después de los largo avatares ocurridos en torno a este suceso, en junio de 2009 el juez encargado del caso decretaría su sobreseimiento. El magistrado argumentaba en su auto que no existían evidencias suficientes para que el marido de la azafata asesinada siguiese imputado. Solamente existían algunos indicios, entre ellos la crisis que sufría la pareja, aunque no era motivo suficiente para proseguir con la imputación. De la misma manera, también señalaba que no se habían producido movimientos de dinero que pudiesen dar lugar a que el encausado hubiese contratado a un sicario para terminar con la vida de su esposa, pese a que reconocía que había incurrido en algunas «incoherencias». Los indicios, según el fiscal, no eran de naturaleza claramente incriminatoria. Pasado el tiempo, se supo que el principal encausado tenía otro teléfono móvil, que, debido al tiempo transcurrido desde el asesinato, no fue posible analizar el flujo de las llamadas.

La familia de la víctima, pese a que ya han pasado quince años, siempre ha estado luchando para que el crimen se esclareciese, negándose a que este brutal suceso quede impune, tristemente relegado al archivo de los juzgados, al igual que sucede con docenas de casos que todavía no han sido resueltos y sus autores campan tranquilamente a sus anchas.

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