En el año 1957 volar constituía toda una aventura tanto para los tripulantes como para los pasajeros. Es cierto que ya era el método de transporte más seguro, pero se producían accidentes con una frecuencia infinitamente mayor que ahora. Baste recordar que dos equipos de fútbol, Torino y Manchester United, perderían a la práctica totalidad de su plantel de jugadores ocurridos en las conocidas como Tragedias de Superga y de Munich que tuvieron lugar en los años 1949 y 1958 respectivamente. En aquel entonces Galicia contaba con dos aeropuertos, el de Labacolla, en Santiago de Compostela y el de Peinador, en Vigo. El mero hecho de volar era visto por la sociedad gallega de la época, inmensamente rural, como un acontecimiento singular y extraordinario que estaba al alcance de muy pocos. Estaba considerado como un evento social similar a lo que hoy podría ser un crucero, al que la práctica totalidad de los gallegos de entonces eran ajenos.
Tanto los tripulantes como los pasajeros, un total de 37 personas, perecieron prácticamente en el acto cuando el aparato en el que viajaban se estrelló a la altura del km. 15 de la carretera de Aragón en las inmediaciones de la finca de La Muñoza. La aeronave cayó muy cerca de unas viviendas de trabajadores de la mencionada finca. Tan solo eran cuatro metros lo que separaban a los restos del avión de las casas. De hecho, una niña que jugaba en las inmediaciones tuvo que ser evacuada a una casa de socorro a consecuencia del schok emocional que sufrió al ver caer la aeronave. Otro tanto le sucedió a un hombre que se encontraba en la zona aledaña a la tragedia.
En ese año tuvo lugar el primer siniestro de un vuelo comercial procedente de Galicia en las inmediaciones del aeropuerto madrileño de Barajas. Un vuelo procedente del principal aeródromo gallego se estrelló el día 9 de mayo de 1957 en las inmediaciones de la base aérea madrileña, al precipitarse desde una altura de cien metros a las ocho menos de cinco de la tarde, cuando se disponía a realizar las maniobras de aterrizaje.
Selección española
A la hora en que se produjo el lamentable siniestro, estaba completamente atestado de público el aeropuerto madrileño al ser el momento en que más tráfico aéreo se registraba. Muchos de los presentes enseguida se percataron de la enorme catástrofe que acababa de suceder al contemplar a lo lejos las llamas en las que estaba envuelto el avión, un bimotor «Bristol» de la compañía AVIACO. En un primer momento se pensó que la aeronave siniestrada era en la que viajaba la selección española de fútbol, que había disputado un partido de clasificación para el Mundial que se celebraría en Suecia al año siguiente. El conjunto hispano regresaba de Glasgow, donde se había enfrentado a Escocia, perdiendo por cuatro goles a dos.
Inmediatamente acudieron los servicios de emergencias para socorrer a los pasajeros siniestrados. Sin embargo, ya nada pudieron hacer por las víctimas, pues habían perecido la totalidad de quienes viajaban en el avión. Durante horas, prolongándose hasta la madrugada, estuvieron los bomberos inspeccionando el amasijo de hierros a que había quedado reducido el aparato en el rescate e identificación de los cadáveres, la mayoría de los cuales serían evacuados de madrugada. Una parte de la cola del avión se había incrustado en el suelo como consecuencia del impacto del aparato, que quedaría sobre una loma.
Viaje de novios
La práctica totalidad de los pasajeros que viajaban en el avión eran gallegos o personalidades gallegas que residían en Madrid. Entre estos se encontraba el magistrado compostelano Rafael Rivero de Aguilar, que era fiscal del Tribunal Supremo, quien perdería la vida en compañía de su hermano y su esposa, Teresa Díaz de Rábago. Otras tristes pérdidas fueron la de dos parejas que habían contraído matrimonio el día anterior. Por un lado, se encontraba la pareja formada por Carlos López y Pilar Calviño, a las que se añadía la constituida por José Maneiro Iranzo, de 30 años, y Genoveva Iglesias Santalla, de 29. Ambas parejas iniciaban un viaje de novios que no resultó precisamente venturoso, ya que sería su último trayecto.
En el accidente aéreo perderían la vida también un ciudadano estadounidense, con raíces gallegas, José Silva Balán, quien tenía previsto regresar a su país de origen después de que hubiese visitado en Galicia a su abuela. De la misma forma, también falleció un ciudadano sueco, un destacado directivo de una empresa de astilleros del país nórdico, que había estado de viaje de negocios por tierras gallegas, concretamente en Ferrol visitando las instalaciones de Astano y Bazán.
En el avión se encontró también un maletín con medio millón de pesetas (3.000 euros actuales) que pertenecía al empresario de Carballo José Fuente, quien había perecido en el mismo vuelo junto a un hijo suyo. La importante suma de dinero en efectivo, muy elevada para la época, era transportada con la intención de adquirir un camión en Madrid.
Entre las anécdotas que se cuentan en torno a este siniestro se encuentra la de que un empresario coruñés, de apellido Tudela, no pudo viajar en el avión accidentado porque cuando llegó al aeropuerto compostelano ya no quedaban plazas disponibles.
Los últimos verdugos en una de sus habituales reuniones
Su imagen y su prestancia va íntimamente unida a la España de otro tiempo. A esa España comúnmente llamada profunda, negra o de castañuela y pandereta. Quizás nadie mejor que ellos reflejan los tiempos en los que la práctica totalidad de los españoles se sacrificaban para sobrevivir un día tras otro, donde cada jornada superada bien podía considerarse una victoria. Su profesión no era envidiable, aunque ellos se mostraban satisfechos con su trabajo, una máxima necesaria para ser eficaz donde el resultado final quizás fuese lo de menos o lo de más.
Su oficio consistía en sacarle la vida a sus congéneres. Convivían con lo más raudo y escabroso de su tiempo. Alguien comentó con acierto que nada tenían que envidiar ninguno de estos hombres a quienes ellos ajusticiaban. Algunos de ellos habían sido incluso colegas suyos de correrías en un país en que era frecuente contemplar a los trileros donde había grandes concentraciones de público o también a aquellos otros que, valiéndose de la inocencia y la avaricia de terceros, les «limpiaban» una buena cantidad de dinero. Aunque todo el mundo los conocía como verdugos su nombre oficial fue el de ejecutor de sentencias. Cada uno de ellos actuaba en una circunscripción penal concreta que se les asignaba cuando tomaban posesión de su cargo.
En los últimos años del anterior régimen español fueron objeto de múltiples reportajes y entrevistas, entre ellos un magnífico documental del cineasta Basilio Martín Patino, quien con una excepcional maestría retrataba a la perfección la vida de estos hombres. A ellos, a los verdugos, que se reunían con frecuencia para tratar asuntos relativos a su oficio, les unía no solo el vínculo profesional sino una afición a ciertos placeres terrenos que, en parte, podrían explicar el porqué estos hombres llegaban incluso a sentir orgullo de un trabajo que a muchos les resultaba poco menos que asqueroso. Víctima de resentimientos pasados, un antiguo ejecutor de sentencias, Florencio Fuentes Estébanez acabaría quitándose la vida en el año 1970. Había abandonado su profesión e incluso había sido expedientado en el transcurso de la última ejecución que realizaría en el año 1953, cuando en Vitoria tuvo que ejecutar a Juan José Trespalacios. Quizás fruto de un pasado que no era capaz de superar, Florencio Fuentes se distanciaría de un mundo que le había dado la espalda, viéndose incluso en la necesidad de mendigar.
Los «tres magníficos»
Ellos, por ser los últimos y también por vivir en un mundo al que ya no eran ajenos algunos de los modernos medios de comunicación, entre ellos la televisión y la cinematografía, encarnaron mejor que nadie la genuina imagen del ejecutor de sentencias, como le gustaba que le llamasen a Bernardo Sánchez Bascuñana, un antiguo guardia civil sevillano que en 1949 colgaría el tricornio para cambiarlo por el manubrio que accionaba cada vez que ejecutaba a un preso en el garrote vil. Le gustaba denominarse a si mismo como «el decano» por ser el de más edad, además de ser también el más veterano en la ejecución de reos condenados a muerte. Hombre de profundas convicciones religiosas, no sentía el más mínimo escrúpulo ni resentimiento cada vez que un condenado caía sobre el cadalso tras ser ejecutado. Incluso llegaba a decir que envidiaba al condenado. Le encantaba la poesía y así era frecuente que recitase ante sus compañeros algunos sonetos de grandes autores atribuyéndose para si una falsa autoría. Otro compañero inseparable de su oficio era el alcohol que acabaría ganándole la batalla en el año 1972.
Además de don Bernardo, como le gustaba que le llamasen, se encontraban también en este trío Antonio López Sierra y Vicente López Copete. El primero de ellos ofrecía un aspecto de hombre rudo, como si hubiese estado curtido en mil batallas, siendo también quien mejor encarna el prototipo del español marginado por decenas de razones y que acaba enrolado en una profesión de la que él no distaba mucho de sus potenciales clientes. Al igual que Sánchez Bascuñana, era un bebedor empedernido que había ido voluntario a la División Azul para huir del hambre. Se casó en la adolescencia, con tan solo 17 años, por haber dejado embarazada a quien sería su esposa. Además de participar en la campaña de Rusia, trabajó de albañil y cometió algunos pequeños delitos que le harían dar con sus huesos en la cárcel.
López Sierra fue el encargado de dar muerte a José María Ruiz-Jarabo, reo que se hizo célebre por asesinar a dos prestamistas y a dos mujeres en el Madrid de los años cincuenta. La ejecución, de por si, no dejaba de ser un puro contraste de la época. El famoso Jarabo, un dandy de una aristocrática y acaudalada familia española, en tanto que su verdugo no dejaba de ser un pobre hombre procedente del árido rural extremeño, quien se había tenido que agarrar a una lúgubre profesión para sobrevivir. Sin embargo, lo peor no es el contraste, que en este caso no deja de ser secundario, sino el hecho en si de la ejecución. Casi media hora tardó en acabar con el fornido y atlético cuerpo de Jarabo. Cuentan las crónicas que se encontraba borracho, algo que era muy habitual en él, máxime si tenía que llevar a la práctica su trabajo.
Una mujer
Otra anécdota que roza lo macabro y lo curioso a la vez es cuando en el año 1957 se vio obligado a acabar con la vida de una mujer, Pilar Pradas Santamaría, de 31 años de edad, conocida como «la envenenadora de Valencia». La joven había dado muerte a las esposas de los señores de las familias para las que trabajaba con el objetivo, según parece, de casarse con alguno de ellos, finalidad que nunca alcanzaría. Ella representaba a la perfección la clásica mujer española de Posguerra. Era analfabeta y carecía de cualquier cualificación profesional. A López Sierra, cuando supo que su próxima víctima sería una mujer, le entró la vena compasiva. Mantuvo con ella una breve conversación en la que la condenada le preguntó si tenía hijas. La ejecución se demoró un par de horas a la espera de un indulto que nunca llegaría.
A la muerte de Franco, en plena Transición democrática, los viejos aparatos fabricados por herreros son relegados para siempre al baúl de los recuerdos. Es entonces cuando Antonio López reinicia una nueva vida en la que ayudará a su esposa en la portería en la que trabaja, emplazada en una finca del madrileño barrio de Malasaña. Allí, el viejo verdugo tratará de distanciarse de su antiguo oficio, intentando pasar desapercibido entre el vecindario, evitando hablar en todo momento de la profesión que ha ejercido durante casi 30 años. Moriría en 1986 y, al igual que don Bernardo, el alcohol jugó un papel decisivo para quebrar definitivamente su salud.
El más joven de los ejecutores de sentencias era Vicente López Copete, contaba un año menos que López Sierra, de quien también era paisano. Parece ser que eran amigos de correrías antes de entrar en el «Cuerpo de Verdugos», aunque su carácter dista bastante del de su colega. Quizás encaje mejor con el de don Bernardo, por su carácter abierto, afable y con un punto divertido. Hablaba con mucha naturalidad de su profesión y para nada mostró nunca resentimiento o arrepentimiento alguno acerca de las decenas de ejecuciones que llevó a cabo. Narraba las anécdotas con cierto gracejo y también era aficionado al alcohol y las mujeres. Esta última afición la llevaría a situaciones extremas, ya que sería condenado por estupro, lo que le valdría ser expulsado de la profesión.
A Copete, que era titular de la Audiencia de Barcelona, le correspondía la ejecución de Puig Antich y el ciudadano alemán Heinz Chez. Sin embargo, por esas fechas, en marzo de 1974, se estaba tramitando su expediente de expulsión por lo que hubo de ocupar su puesto José Monero Renomo, el verdugo que había ocupado la vacante dejada por el fallecimiento de Sánchez Bascuñana. Carente de cualquier experiencia, hasta desconocía como funcionaba la tétrica máquina de matar. Incluso se cuenta que no utilizó el palo vertical que se empleaba para provocar la dislocación de las vértebras del reo y finalmente acabó realizando una brutal carnicería en la que el condenado tardaría más de media hora en morir. Hay quien dice que fue literalmente degollado, aunque este extremo no se ha podido probar nunca. Lo que si se sabe es que el director de la cárcel advirtió a todos los presentes de que mantuviesen aquel hecho en el más escrupuloso de los silencios. Su ejecutor fallecería en 1986 en Sevilla.
A raíz de su expulsión como funcionario de Justicia, Vicente López Copete se iría distanciando paulatinamente de su viejo amigo Antonio López Sierra. Esa distancia no sería solo personal sino también física. Al viejo verdugo, padre de seis hijos, se le empieza a perder la pista en 1974, aunque se sabe que fue el último en fallecer. Su óbito se produjo en la localidad alicantina de Elche en el año 1996. Con su desaparición, se perdía también una parte de esa España tomada en viejas fotos en blanco y negro y reproducidas a toda plana en huecograbado en las primeras páginas de las publicaciones de otro tiempo, bajo una impresionante mancheta colorada.
La temporada 1972-73 será recordada siempre con gran amargura por la afición del mítico conjunto del «Hai que Roelo», aquel equipo que deslumbrara a los aficionados españoles tan solo unos años atrás dando extraordinarias muestras de brío y hombría. Sin embargo, su final no solo sería amargo sino que se le puede calificar de dramático y trágico. Al descenso a los infiernos que representó la Tercera División se sumaron la muerte de dos futbolistas, uno que militaba en las filas granates, Antonio López Martínez y la de Pedro Berruezo Martín, futbolista del Sevilla CF, quien moriría en el estadio de Pasarón el 7 de enero de 1973, cuando todavía flotaba en el ambiente de la ciudad del Lérez el óbito reciente del gran defensa de la etapa gloriosa etapa de su equipo.
Aquella tarde del primer domingo de enero de 1973, el año de la crisis del petróleo, se disputaba en Pasarón el partido correspondiente a la decimoctava jornada de liga correspondiente a la Segunda División española. El estadio de A Boa Vila se encontraba embarrado, algo muy habitual por tratarse de los meses invernales. Ambos equipos eran dos rudos contendientes que pugnaban por reconquistar un glorioso pasado que habían perdido recientemente. Pese a todo, nada hacía presagiar que lo que prometía ser una clásica y divertida tarde de fútbol, de las que ya no ne quedan, terminase en tragedia.
Al descanso de los primeros 45 minutos el cuadro local vencía por un solitario gol al hispalense, conseguido en el minuto 26 por Vavá. La reanudación prometía ser un choque de trenes como lo había sido el primer tiempo, en la que ambos conjuntos saldrían como toros al terreno de juego en busca de una victoria que incrementase sus opciones de jugar la próxima campaña en la máxima categoría. Sin embargo, ese furor se paralizó de forma repentina cuando apenas se llevaban jugando cinco minutos del segundo tiempo.
Desplomado
Los jugadores de uno y otro equipo se vieron muy sorprendidos al ver que en el minuto 50 de partido se desplomaba Pedro Berruezo, levantando un brazo como si se encontrase mal. El lance se produjo en el instante en el que futbolista hispalense intentaba desmarcarse para recibir un pase, tras un saque de banda que iba a efectuar su compañero Blanco. De inmediato se encendieron todas las alarmas en Pasarón. El médico del cuadro local, el doctor Díaz Lema, saltó la grada para auxiliar al jugador sevillista. Los camilleros de la Cruz Roja lo trasladarían hasta el vestuario, donde el galeno gallego intentó reanimarlo, sin éxito. Para ello le suministró una inyección de coramina, pero el deportista no reaccionó.
Pedro Berruezo sería posteriormente trasladado a la clínica Mayoral de la ciudad del Lérez. Sin embargo, todos los intentos que se hicieron para intentar que recobrase su salud fueron en vano, ya que ingresó cadáver en el centro sanitario. Los jugadores de ambos equipos se enterarían de la muerte de su compañero a la conclusión del encuentro, que terminaría con victoria local por dos goles a cero, aunque el resultado fuese lo de menos. En aquel entonces no era obligatoria por ley la realización de autopsias a las personas que fallecen de forma repentina o sin que aparentemente estén enfermas, por lo que el cuerpo de Berruezo sería trasladado a la capital hispalense en la que le aguardaban 25.000 personas para tributarle la última despedida.
Nunca se supo la causa concreta de la muerte del magnífico futbolista andaluz, que contaba con solo 27 años en el momento de morir, aunque, a diferencia de lo que se sostuvo en un principio, se cree que esta pudo haberle sobrevenido a causa de un infarto cerebral. Pedro Berruezo había sufrido tres desvanecimientos con anterioridad. Uno que había causado cierta sensación entre los aficionados en Alicante, frente al Hércules, que era el más reciente. Otro de ellos había tenido en la Nova Creu Alta frente al Sabadell, además de haberse desvanecido en el estadio de Lasesarre jugando contra el Barakaldo.
Su muerte causó una profunda consternación en el mundo del fútbol español de la época. Era, además, el primer futbolista que fallecía en el rectángulo de juego. El segundo sería, curiosamente, otro jugador del Sevilla, Antonio Puerta, quien moriría el 28 de agosto de 2007 en un partido de liga que disputaba su equipo contra el Getafe. Si bien es cierto que este último abandonó el terreno de juego tras encontrarse mal y sufrir hasta cinco desvanecimientos en los vestuarios.
Viuda embarazada
Pedro Barruezo Martín, que había nacido en Melilla el 25 de mayo de 1945, dejaba a su esposa embarazada de su segundo hijo, pues el matrimonio contaba además con una niña de muy corta edad. En la tarde previa al partido, el futbolista había enviado a su esposa una postal desde la ciudad del Lérez. Antes de jugar en el Sevilla CF, había defendido los colores del CD Málaga, quien lo había traspasado al cuadro de la ciudad hispalense por 4.200.000 pesetas(25.200 euros actuales).
Con el transcurso de los años, su viuda Gloria Bernal, se había visto obligada a demandar al club para que se le concediese una ayuda económica mensual, que ascendía a 15.600 pesetas(91,88 euros) en tanto sus hijos no alcanzasen la mayoría de edad.
El hijo póstumo de Berruezo, Pedro Berruezo Bernal jugaría en el mismo escenario en el que había fallecido su padre el 1 de junio de 2008, en un partido correspondiente a la promoción de ascenso a Segunda División, militando este la AD Ceuta. El jugador sería homenajeado tanto por los componentes de la junta directiva del Pontevedra como por la afición, quien le tributaría sentidos y unánimes aplausos. No era para menos.
Antonio López Martínez
Cuando estaba a punto de concluir la temporada 1971-72, el Pontevedra CF se vería trágicamente sorprendido por vez primera. El 15 de mayo de 1972 su futbolista Antonio López Martínez, de 28 años de edad, fallecería como consecuencia de las heridas sufridas en un accidente de tráfico a la altura de Rande, muy próximo a donde se alza el actual puente sobre la ría de Vigo. Antonio López acompañaba a su compañero, el guardameta granate Antonio Illumbe, que era quien conducía el vehículo marca Austin Morris, tras haber pasado la madrugada en Vigo. La noche anterior habían vencido al Oviedo por dos goles a cero, en partido correspondiente a la trigesimoséptima jornada del Campeonato Nacional de Liga de Segunda División.
El accidente que le costó la vida al jugador granate se produjo a las seis de la madrugada tras derrapar el coche que conducía su compañero Illumbe en una curva y una contracurva en la que supuestamente el conductor las había tomado con exceso de velocidad, no respetando la señal que aconsejaba no circular a una velocidad superior a los 40kms/h.
Algo más de un año más tarde, el portero del Pontevedra sería condenado a pagar una indemnización de 750.000 pesetas(4.500 euros actuales) a los herederos del fallecido por un delito de imprudencia simple con resultado de homicidio. Antonio dejaba viuda y dos niños de muy corta edad, el mayor de tres años y el pequeño de apenas doce meses. Asimismo, se le obligaba a satisfacer algo más de 173.000 pesetas(1.039 euros actuales) en concepto de gastos médico farmacéuticos. De la misma forma, sería condenado a tres meses de arresto mayor y a la privación del carnet de conducir durante un año.
Antonio López Martínez, que era natural de la villa pontevedresa de Marín, había sido uno de los clásicos integrantes del mítico once del «Hai que Roelo» junto a Cholo, Batalla, Irulegui o Martín Esperanza, entre otros. Había iniciado su carrera deportiva en el Algeciras, para luego venir al equipo de su tierra. Posteriormente sería traspasado al Sevilla, quien se lo cedería al Elche. Finalmente recalaría de nuevo en el equipo que le había visto crecer como futbolista, el Pontevedra CF.
Se da la curiosa circunstancia de que ambos futbolistas fallecidos en tan breve lapso de tiempo, ya que poco más de siete meses separan una muerte de la otra, habían sido compañeros en la plantilla del Sevilla CF, equipo en el que había militado Antonio en la temporada 1970-71. Si bien es cierto que el jugador gallego nunca llegó a debutar con el cuadro hispalense en competición oficial, ya que ese año sería cedido al Elche. Casualidades tiene la vida.
Acercarse a la Galicia de hace algo más de 45 años es viajar a un tiempo en el que todavía convivía el viejo arado romano y el tradicional carro del país, que tanto cantaba su eixo por los caminos y corredoiras con nuevos e innovadores inventos, tales como la lavadora o la televisión que le hacían vislumbrar un futuro más prometedor a las nuevas generaciones de gallegos que el que habían tenido sus ancestros. Sin embargo, había unas infraestructuras viarias todavía muy pobres y deficientes que también convivían con tres modernos aeropuertos que proyectaban una imagen vanguardista del país gallego, aunque no dejaba de ser un escaparate que reflejaba un rancio y manido desarrollismo que para nada traslucía la auténtica vida de cientos de miles de paisanos del interior que aspiraban a «ir tirando» tras un par de vacas marelas que no le auguraban ningún porvenir prometedor. Solo le servían para ese sustento diario, además de cotizar para lo que comúnmente se llamaba «a agraria» o «el censo», con la finalidad de alcanzar una mísera pensión el día de mañana que les daría para sobrevivir con bastantes privaciones.
De América llegaban todavía algunas rezagadas cartas de aquellos que no habían podido regresar de La Habana, Buenos Aires o Montevideo. Ahora se prodigaban las procedentes de Munich, Lausana, Londres, Burdeos, Amsterdam o Bruselas, cuyos autores se dejaban ver en los meses estivales a bordo de unos magníficos coches de aspecto deportivo y colores chillones, al tiempo que vestían unos desfondados pantalones de campana y unas coloridas camisas de flores, a los que se añadían unas enormes y llamativas gafas de sol que cubrían prácticamente su rostro, que despertaban la clamorosa y furtiva atención de muchos de sus convecinos, principalmente los que ya tenían una cierta edad, espectacularmente impresionados de observar a aquellos mocetones que representaban la ancestral reencarnación del antiguo emigrante indiano, aunque ahora cambiase radicalmente su apariencia y compostura.
En ese dicotómico ambiente del ser o no ser, del aparentar, de cambiar, en el que todavía se alternaban los grupos de gaiteiros en las fiestas con las modernas orquestas, en las que destacaban ya sus potentes equipos de sonido y la hueca y cáustica voz de su animador se desarrolla la Galicia de la primera mitad de los años setenta, que no solo luchaba por sobrevivir sino también por escapar del finisecular atraso al que había sido relegada desde tiempos inmemoriales. Eran todavía pocos o muy pocos los gallegos que viajaban en avión, aunque ya había tres aeropuertos. El transporte más habitual del habitante medio de la Galicia de la época solía ser el autobús, al que por influencia de la emigración americana se le seguía llamando haiga. Los vehículos utilitarios eran más bien escasos y solo las familias de un cierto poder adquisitivo se lo podían permitir.
A pesar de la escasa popularidad entre los gallegos de entonces de los medios aéreos, Galicia se vería sorprendida a media mañana de aquel ya lejano lunes 13 de agosto de de 1973 por una espectacular tragedia aérea que le costaría la vida nada y nada menos que a 85 personas, siendo el accidente de transporte más trágico en la historia de Galicia. Quienes se llevarían el peor trago serían los vecinos de la parroquia de Montrove, en el municipio de Oleiros, que verían como una aeronave se desplomaba a lado de sus casas dejando tras de sí un rastro de destrucción difícilmente descriptible y que todavía permanece en la memoria de muchos de ellos.
Niebla
El factor atmosférico fue fundamental a la hora de producirse este siniestro. El avión del vuelo 118, perteneciente a la compañía AVIACO, había despegado del aeropuerto Madrid-Barajas a las nueve y cuarto de la mañana. Su piloto, Rafael López Pascual, era un experimentado aviador de tan solo 34 años de edad con 8.600 horas de vuelo. En el momento de hacer su primera aproximación al aeródromo coruñés de Alvedro, alrededor de las diez y cuarto de la mañana, fue informado desde la torre de control que había muy escasa visibilidad a consecuencia de la densa capa de niebla que ese día cubría todo el área litoral gallega.
El piloto persistiría en su actitud en torno a 50 minutos más tarde, siendo informado de nuevo desde el centro de control de las dificultades que conllevaba el aterrizaje en las instalaciones aeroportuarias coruñesas. Se barajaba la posibilidad de conducir la aeronave hasta Santiago de Compostela, cuyo aeropuerto se encuentra a tan solo 45 kilómetros del coruñés, además de contar con una excelente visibilidad por encontrarse el día despejado. Sin embargo, tal opción fue desechada por el comandante de vuelo debido a los trastornos de carácter económico y logístico que representaba para la compañía en la que trabajaba, quien entregaba a sus pilotos una acreditación de su valía si lograban aterrizar en condiciones adversas. Esta práctica sería desechada y prohibida a raíz de este trágico accidente. Además, el piloto contaba con la suficiente cantidad de combustible para reintentarlo de nuevo.
Pese a carecer de las condiciones climáticas favorables, el aviador, a quien posteriormente se responsabilizaría del siniestro, persistió en su actitud de intentar aterrizar. Al intentar tomar tierra, a las 11 horas y 42 minutos de la mañana, la aeronave descendió demasiado y rozó con unos eucaliptos próximos al pazo de Montrove, lo que provocaría su choque frontal contra la vieja edificación y la posterior explosión e incendio del avión.
Al igual que sucedería 40 años más tarde con la tragedia ferroviaria de Angrois, los vecinos, asustados y espantados por las tres explosiones que se escucharon tras el accidente, fueron quienes primero se personaron en el lugar de los hechos con el desinteresado afán de ayudar a las posibles víctimas del siniestro. Sin embargo, su generosa actitud de poco o nada serviría, ya que, entre entre el dantesco espectáculo formado por hierros y la chamusquina provocada por el incendio, solamente sobreviría un hombre, quien todavía estaba sujetado por el cinturón que sería cortado por algún vecino con un hacha, que fallecería pocas horas después en la Residencia Sanitaria Juan Canalejo de la capital herculina.
Olor nauseabundo
Contaba el vecindario muchos años después al rotativo La Voz de Galicia que cuando acudieron a auxiliar a las posibles víctimas percibieron un olor nauseabundo procedente del fuselaje del avión que había sido reducido a una calcinada chatarra. En ella se podían observar decenas de cuerpos inertes que habían quedado completamente calcinados, fruto del accidente que había sufrido la aeronave.
Se movilizaron los escasos servicios de emergencias con los que contaba la Galicia de la época, pero de nada sirvieron, ya que en aquel siniestro habían perecido un total de 85 personas, 79 viajeros y seis tripulantes. Entre las anécdotas que todavía recordaban los vecinos de Montrove se encuentra la tétrica imagen de haber contemplado a una azafata, a cuyo cuerpo se agarraban dos niños pequeños con el fin de encontrar un refugio que los liberase de un trágico destino como tuvo el vuelo 118.
Es cierto que a raíz de este accidente que conmovió a la España de aquel entonces se cambiaron algunas normativas de la navegación aérea, tales como la de ofrecer primas y acreditaciones a pilotos que aterrizasen en condiciones adversas para evitar trastornos a las compañías. Sin embargo, para los que perecieron en Montrove llegaron demasiado tarde. Y es que en España las medidas destinadas a evitar riesgos innecesarios siempre se toman cuando ocurre alguna tragedia. Montrove no fue la primera, pero tal vez Angrois tampoco sea la última. Vaya por delante que quien esto escribe estaría muy orgulloso de equivocarse.
Han pasado ya 80 años desde que concluyera aquel sanguinario conflicto que desangró a España y son muchos los que todavía tienen ciertos reparos e, incluso, miedo cuando se habla de historias pretéritas en O Courel. Parece como si todavía algunos sintiesen el aura o el aliento de un tiempo lejano en el que las hermosas montañas lucenses sirvieron de refugio y huida para algunos de los perdedores de la contienda civil, aprovechando lo escarpado de su terreno.
Al principio de la guerra la violencia se cebó con los más débiles, aprovechando el clima de impunidad que provocaba la generalización del caos y el hecho de poder acusar a cualquiera de la circunstancia más nimia para dispararle un par de tiros. Hubo en todo el territorio gallego hombres que se enfundaron en una vulgar casaca azul y fueron provistos de armas de fuego con las cuales perpetraban arbitrariedades a diestro y siniestro, sin importarles lo más mínimo regar de dolor, sangre y desolación a sus pueblos, creando un clima de terror y odio que aún parece estar presente en la mente de aquellos hombres y mujeres más maduros. Les cuesta hablar. No es extraño, porque el ambiente siniestro y tenebroso creado por aquellos criminales les persigue como si se tratase de una funesta nube gris que todavía se sigue vislumbrando en nuestros días.
Uno de esos hombres que se caracterizó por el tiro fácil y el empleo indiscriminado de la violencia fue Emilio Aira, un conocido falangista que sembró de sangre y terror un precioso terreno verde y escarpado hace ya más de 80 años. Al despiadado falangista le servía cualquier pretexto para deshacerse de un enemigo con el que mantenía diferencias que nada tenían que ver con cuestiones políticas. La excusa más frecuente que empleaba para matar era el falso testimonio, acusando a algunos vecinos de robar herramientas que se estaban empleando para hacer la carretera comarcal LU-651 que va de O Courel a Quiroga. Una de esas víctimas inocentes fue Amador García, para quien emplearon esa falsa acusación. Le pegaron un par de tiros y ahí se acabó la historia, quedando impune su crimen. A consecuencia del disgusto fallecería también su novia.
Uno de los acontecimientos más escabrosos en esta retahíla criminal de un hombre carente de escrúpulos fue el asesinato de un conocido músico de verbena, Manuel Cela, a quien le proporcionaron una brutal paliza en la aldea de Teixeira. Cuando aún estaba vivo lo enterraron en una cueva de gran profundidad. El padre de la víctima, alertado del suceso, fue a socorrer a su hijo, pero ya nada pudieron hacer por salvarle la vida al pobre hombre que fue extraído de la hondura con unas cuerdas. Sin embargo, no sería esta la última de las fechorías aunque si una de las que más impresión causó, incluso entre sus partidarios.
Aira era conocedor de que al frente de un grupo de forajidos, que escaban de una muerte segura, se encontraba una mujer, cuyo nombre se desconoce. Solamente se sabe que la mataron de forma traicionera y se apoderaron de sus pertenencias. Entre ellas se encontraban algunas cartas de su novio, que era de la aldea de Visuña. Conocedores de esta circunstancia, Emilio Aira y sus secuaces, lo quitaron de su casa a empujones y lo llevaron hasta el puente de Ferreirós de Abaixo, donde le dieron muerte. Asimismo, se encargaría de dar muerte también a un cartero de la zona porque supuestamente transportaba algunas piezas de ropa hechas por la madre de un republicano.
Otro hecho de singular violencia -perpetrado por este psicópata- fue el asesinato de un hombre asturiano, quien presuntamente era un herido de guerra republicano, pues le faltaba una pierna. Coincidió «O Matón» y los suyos con él en una taberna y le dieron muerte, abandonado su cadáver en o Alto de Rebolos, en el que estaría abandonado durante más de una semana. Le acompañaba un perro, que demostraría una fidelidad a prueba de bomba, pues no se separaría de su amo durante el tiempo que estuvo abandonado su cuerpo hasta que le dieron sepultura definitiva.
Son muchas las muertes violentas que se cuentan en la zona de o Courel en aquel sangriento verano de 1936. Una de ellas atribuida a los falangistas, si bien es cierto que no se puede corroborar que estuviese presente Emilio Aira. En este caso se sabe que fue vilmente asesinado un vecino de la parroquia de Visuña, a quien dispararon desde un pozo. Posteriormente, la Guardia Civil se encargaría de llevar su cuerpo en un burro hasta el cementerio de la parroquia de la que era originario.
Muerte de O Matón
Hay quien se cree firmemente la máxima de que a quien hierro mata a hierro muere. De todos es sabido que es una forma de implorar a esa justicia divina que muchas veces no se cumple. Sin embargo, hay otras en la que se lleva al pie de la letra. Los desmanes protagonizados por Emilio Aira, especialmente tras el asesinato de un músico y un cartero, provocaría las denuncias y protestas de las familias de las víctimas. A las autoridades nacionales no se les escapaba que su modo arbitrario de impartir justicia les creaba una mala imagen. Por ello, o Matón sería llamado a filas, para así poder satisfacer su sed de sangre.
Por lo que se cuenta, o lo que se conoce, se dice que Emilio Aira fue destinado a una compañía en la que había un sargento de O Courel, que era conocedor de las barbaridades que había perpetrado. Un buen día este militar le puso su pistola a la altura de la oreja y le dijo al tristemente célebre sádico «a min meu pai ensinoume a curtala herba ben rente». Esa misma fue la explicación que dio a muchos de los vecinos donde aquel criminal se había hecho célebre, extendiendo el terror y la violencia indiscriminada entre las gentes con quienes, se podría decir, que compartía un mismo techo.
A primeras horas de la mañana de aquel 5 de junio de 1992 un sobrino suyo, que se llamaba Ramón, encontró el cadáver de Amelia Orjales Beceiro tendido sobre un gran charco de sangre. Se suponía que su asesino se había ensañado con ella hasta donde le era menester en busca de un objetivo que, se supone, no consiguió. Una impresión brutal y temerosa para cualquier ser humano lo que sufrió el familiar de la mujer asesinada. De inmediato, puso en conocimiento de las autoridades pertinentes el hecho para tratar de aclarar lo que había acontecido para que su tía apareciese brutalmente asesinada.
Es a partir de ahora cuando empiezan los dimes y diretes, el ajusta y compón de un suceso que conmocionó a una pequeña población rural, como es Serantes, perteneciente al término municipal de Ferrol, en el que todo el mundo se conoce y existe una familiaridad máxima entre el vecindario. Ramón llamó de inmediato al 092 y los primeros en personarse fueron los agentes de la Policía Local de la ciudad departamental y es, a partir de ese momento, cuando se inician los desbarajustes en una investigación que no debería requerir una gran complicación.
Hay aspectos muy turbios en este asunto, que recuerdan al famoso Crimen de Los Galindos en la provincia de Sevilla, relacionados con la investigación. La familiaridad de la que se hablaba antes pudo llegar a que los vecinos invadiesen el domicilio de la víctima, previamente a la llegada de los guardias municipales o no se sabe muy bien si entraron en la casa cuando estos se personaron en el lugar de autos.
Robo
Todas las hipótesis apuntaban a que el móvil del crimen que le costó la vida a Amelia Orjales fue el robo, además de ser, supuestamente, una persona conocedora de su casa y sus costumbres. Se sospecha que el presunto autor de su muerte era conocedor de que la víctima tenía una acusada sordera y que supuestamente entró en su casa por la parte posterior de la vivienda, con el ánimo de robarle 300.000 pesetas (1.800 euros al cambio actual), que la mujer guardaba en una manta eléctrica. Sin embargo, sospechaban también los investigadores que el ladrón pudo verse sorprendido por la víctima y, ahí al reconocerlo, fue cuando perpetró su brutal crimen, asestándole un total de 20 puñaladas.
En su huida, al parecer, dejó abundantes huellas. Una de ellas estaba situada en el alféizar del la ventana por la se suponía que había huido. Pero, una vez más, al estar contaminado de otras pegadas, principalmente de los vecinos, ya que el escenario del crimen no fue protegido convenientemente, todo ello daría al traste con la investigación. En un primer momento se pensaba que el caso se resolvería en cuestión de días. Todo más tardar, semanas.
Seguramente se cree que el asesino era sabedor que esta mujer de 67 años de edad, que era soltera, vivía sola, así como tampoco se desechaba la posibilidad de que conociese los hábitos de su vecindario. La única pista que encontraron los investigadores de la Brigada de Homicidios cuando se hicieron cargo del caso fue que la televisión estaba encendida y la víctima tendida en el suelo frente a ella. Pero, poco o nada aportaría esta pista al esclarecimiento del suceso.
Se sabe que el criminal no logró su objetivo, pues el dinero en efectivo aparecería sobre una manta eléctrica en la que Amelia Orjales solía esconderlo. Cuando se hizo cargo del caso la jueza Pía Iglesias ordenó que se limpiase y desbrozasen los ribazos que rodeaban la casa, por si el autor del crimen hubiese arrojado a los mismos el arma homicida. Una vez más, la investigación no dio los resultados esperados, pues tampoco se encontró ninguna nueva prueba que arrojase un hilo de luz a un suceso que ya había nacido viciado de antemano.
Los forenses dictaminaron en su informe que la víctima habría muerto en torno a las nueve de la noche del día 4 de junio, unas 12 horas antes de ser encontrado su cadáver. Se interrogó a los vecinos preguntándoles si a esas horas habían visto a alguien merodeando alrededor de sus viviendas o de la víctima. Una vez más, los resultados fueron negativos.
Han transcurrido ya más de 20 años sin que se incoasen nuevas diligencias, por lo que el crimen ha prescrito, quedando en la más absoluta impunidad. Tal como está redactada la legislación, no se podría emprender ninguna acción contra el supuesto asesino aunque se declarase autor del mismo, aunque, todo hay que decirlo, eso es muy complicado que suceda.
Calle Alcalde Sáinz de Baranda en Madrid, donde tuvo lugar el triple crimen
Algunos jóvenes españoles de la década de los ochenta fueron víctimas de la heroína, esa substancia adictiva que con tanta facilidad y a elevadas sumas de dinero les proporcionaban unos traficantes que carecían de cualquier escrúpulo. Una pareja de drogadictos son los grandes protagonistas de la siguiente historia que tiene como escenario un acomodado barrio de la capital de España, en la segunda mitad de la década de los años ochenta del siglo pasado.
Cuando la mañana de aquel martes, 28 de enero de 1988, día de Santo Tomás de Aquino para más señas, fueron encontrados los cadáveres de tres personas sexagenarias en el número 50 de la madrileña calle Sáinz de Baranda a muchos madrileños, principalmente los que ya superaban los 50 años en aquel entonces, se le vino a la imaginación la figura de un célebre psicópata que había perpetrado otro crimen múltiple hacía ya 30 años. Para quienes conozcan mínimamente la historia de Madrid sabrán que nos estamos refiriendo a Jose María Jarabo Pérez-Morris. El acontecimiento tiene unos tintes que lo asemejan, aunque sus circunstancias son extraordinariamente diferentes.
La preocupación se había apoderado de los porteros de la finca en la que residían el matrimonio de nacionalidad estadounidense formado por William Galdner y la española nacionalizada norteamericana, Amelia López del Moral, con quienes convive su criada, Benita Carretero Martínez, española natural de la localidad de Socuéllamos, en la provincia de Ciudad Real. Al percatarse María, la portera, de que la luz está casi siempre encendida, desde el pasado domingo, decide poner los hechos en conocimiento de Mateo, un colega suyo que es hermano de la criada del matrimonio Galdner.
Desmayo
Mateo Carretero, el hermano de Benita, posee un juego de llaves que emplea habitualmente para acudir de cuando en vez hasta el piso del matrimonio, cuando este viaja al país de origen del hombre, a realizar alguna ronda de vigilancia, ya que los viajes a EE.UU. son muy habituales por parte de la pareja. Ante las señales de que ha podido ocurrirles algo, tanto María, la portera del número 50, como Mateo, llaman reiteradamente al timbre de la puerta de la familia, pero nadie contesta. Tampoco se oye ruido alguno, por lo que se encienden todas las alarmas.
Deciden abrir la puerta con las llaves que posee Mateo y se encuentran con el macabro y truculento hallazgo del cuerpo ensangrentado de Benita Carretero. La portera no da crédito a lo que ven sus ojos. Se encuentra fuera de si como anonadada. No encuentra explicación a todo cuanto ve. Solamente se divisa sangre por todas partes. Posteriormente, es encontrado el cadáver de la señora de la casa, Amelia del Moral, lo que empieza a provocarle grandes sofocos y está a punto de desmayarse. Por lo que ella, ya no decide examinar más. Finalmente es encontrado el cuerpo, también completamente ensangrentado del ciudadano norteamericano, un conocido ingeniero. En los lavabos se encuentran también dos cuchillos que han sido cuidadosamente lavados, con los que supuestamente se perpetraron las tres muertes.
A la Brigada de Homicidios de la capital de España le espera un más que arduo trabajo para resolver una matanza que atemoriza a los madrileños, después del noviembre sangriento que ha vivido la calle Orense. Solamente cuentan con un dato de cierto interés. La última vez que se ha visto a William Galdner ha sido en la mañana del domingo, 26 de enero, cuando bajó a comprar la prensa a un quiosco que se hallaba muy cerca de su domicilio. En un principio se descarta el móvil del robo, pese a que la casa se encuentra completamente revuelta. Además, se cuenta con el dato de que la posición acomodada del matrimonio les hace ser muy desconfiados y no abren la puerta a desconocidos.
Sobrina de Benita
Tras efectuar las oportunas pesquisas e indagaciones, apenas una semana después de encontrar los tres cadáveres de los sexagenarios asesinados, son detenidos Francisco Sánchez Medina, de 28 años, un individuo que cuenta con numerosos antecedentes policiales y su novia, María de los Ángeles Carretero López-Soro, de 25, una sobrina de la criada, Benita Carretero. Ambos son pareja sentimental, a quienes une también su habitual consumo de estupefacientes.
La detención se llevó a cabo después de hacer varios descartes, entre ellos a otra sobrina de la criada que nada tenía que ver con el asunto. Gracias a la familiaridad y amistad de la que gozaba con Benita, fue ello suficiente para que les franquease la puerta del domicilio del matrimonio Galdner. Al parecer, la pareja acudió junto a su familiar para que les facilitase dinero con el que adquirir heroína.
Al percatarse de sus pretensiones, la criada de la casa reiteró en sucesivas ocasiones su negativa a darles dinero para la adquisición de estupefacientes. Aquí es donde comienza la tragedia. Se pasa a una acalorada y brutal discusión, en la que se suceden los primeros golpes y empujones, además de mostrarles la joven pareja un cuchillo de monte. Al oír los gritos, se personan en el lugar el matrimonio propietario de la vivienda, quienes intentan expulsar de la misma a aquellos intrusos. Es entonces, cuando la pareja de drogodependientes inicia su orgía sanguinaria, una lucha que es visible merced a como encontrarían posteriormente los investigadores los distintos muebles de la casa, entre ellos algunos armarios, que están movidos o desencajados de su sitio.
En el transcurso del grave incidente, William Galdner intenta alcanzar el teléfono para llamar a la policía, pero lo hace en vano, ya que los intrusos le propinan cuchilladas, ya no solo con su propia arma, sino de otras de las que se han apoderado en la cocina. El cadáver de este último presentará una terrible herida de arma blanca en el pecho, que muy probablemente le hubiese ocasionado la muerte. Su asesinato es contemplado por su mujer y la criada, quienes son apuñaladas con un machete y el cuchillo de 15 centímetros que habían encontrado en la cocina. También es asesinada su esposa, que ha intervenido en defensa de la criada, en un horrible espectáculo sanguinario, provocado, tal vez, por el síndrome de abstinencia que les ocasionaba el consumo de drogas. Por si fuera poco, se cercioran de la muerte de sus víctimas rematándolos con varias cuchilladas cuando ya están tendidos en el suelo en estado moribundo.
Una vez que han dado muerte a todos los moradores de la vivienda, inician un recorrido por las estancias de la casa, revolviendo en todos los cajones en busca de objetos de valor. Se estima que el valor de los sustraído alcanzaba los cinco millones de pesetas (30.000 euros al cambio actuales), aunque habían podido dejar otro tanto esparcido por todos los rincones de la vivienda. Salen al exterior, dándole la vuelta a sus ropas con la finalidad de que no se les vean las manchas de sangre que les ha dejado la matanza.
Detención
La detención de los asesinos tiene lugar en la calle Humanes de Madrid, sita en el Puente de Vallecas, una zona muy afectada por los problemas derivados del tráfico de estupefacientes. La policía los detiene en la tarde del martes, 4 de febrero de 1988. En el domicilio en que conviven les hallan también algunas joyas que han substraído de la casa de los Galdner. Otras alhajas han sido ya vendidas a un negocio de compraventa. La venta de las mismas pone en guardia a los Brigada de Homicidios de Madrid, quien muy pronto se pondrá en la pista adecuada.
Hasta la fecha de su detención, la pareja hace una vida completamente normal por la ciudad de Madrid. María de los Ángeles, incluso, acompaña a su padre, hermano de Benita, en el funeral por esta y en el Instituto Anatómico Forense, lugar al que había sido trasladado su cadáver. Además, muestra en todo momento un gran abatimiento y dolor por la muerte de su tía, aunque la policía ya la tenía en su punto de mira.
El juicio contra los autores de un crimen que aterra a la ciudad de Madrid se celebraría en junio de 1989. Francisco Sánchez Medina, conocido como «el Orejas» sería condenado a 44 años de cárcel, mientras que María de los Ángeles Carretero López-Soro sería condenado a 51 años de prisión, por no estimarse en ella la eximente de trastorno mental transitorio.
Reconstrucción gráfica del rostro de Manuel Blanco Romasanta
No cabe duda de que ya se ha escrito mucho acerca de este hombre. Tal vez demasiado. Han sido también muchas las leyendas que en torno a su figura se han generado al calor del fuego de las tradicionales lareiras gallegas en los larguísimos atardeceres de otros inviernos que resultaban mucho más crudos que los actuales en Galicia. Sin embargo, esas mismas leyendas que hablaban de Sacauntos, Sacamantecas o incluso de Chupasangres también han deformado y mucho la genuina realidad de este sujeto, considerado el primer asesino en serie de la historia de España del que se tiene constancia. No en vano, Manuel Blanco Romasanta, sería acusado de 17 desapariciones de personas, probablemente todas asesinadas en sus depredadoras garras, si bien es cierto que tan solo se consiguieron probar nueve crímenes de los que se le acusaba, que no es poco.
Con el paso de los años se han ido conociendo más detalles sobre su azarosa vida, aunque nadie ha declarado ser descendiente suyo, o cuando menos guardar una relación de parentesco con el individuo que daría pie al nacimiento de las leyendas de los hombres lobo. Se sabe que nació en el año 1809 en el lugar de O Regueiro en el municipio ourensán de Esgos. En su partida de nacimiento, según los abogados que han investigado en los pormenores de su existencia, los hermanos Félix y Castor Castro, consta haber nacido como mujer, bautizándolo con el nombre de Manuela. A los ocho años, cuando inició un cierto desarrollo físico, se le cambió el nombre a Manuel, con todo lo que suponía en una época histórica, tal como era el año 1817, en la que estaban presentes viejos prejuicios ancestrales en la sociedad gallega, tales como las maldiciones y otras supercherías tan arraigadas en una tierra de meigas y trasnos.
Respecto de su confusión sexual, el responsable de la Unidad de Antropología Forense del Instituto de Medicina Legal de Galicia, Fernando Serrulla, declaraba que Romasanta presentaba un caso claro de intersexualidad, de pseudohermafrodistmo extremo, que lo convertía en una lobismuller. Según la teoría sostenida por este médico e investigador, el presunto «hombre lobo» sería una mujer. El problema congénito que afectaba a Romasanta lo padecen uno de cada 10 o 15.000 nacidos. Ahí, en esa patología congénita podría estar el origen de su conducta criminal, ya que debido a la cantidad de andrógenos que segregaba le producía fuertes episodios de agresividad, que también habrían incidido en su proceso de virilización, desarrollando barba, cierta complexión masculina y hasta desarrollar un micropene. Su estatura era más bien baja, incluso para la época, ya que no alcanzaba los 140 centímetros.
Acerca de su vida más personal, se sabe que Romasanta se casó y enviudaría al año siguiente de su matrimonio, sin dejar descendencia alguna. A ello se añade la existencia de otros cuatro hermanos que si tuvieron hijos, por lo también se conoce que tendrían descendientes colaterales en distinto grado en distintos lugares de Galicia, principalmente en Allariz y la ciudad de Ourense.
Buhonero
A raíz del fallecimiento de su esposa, la vida de Manuel Blanco Romasanta experimentaría un cambio radical ya que abandonaría su tradicional oficio de sastre para dedicarse a la profesión de buhonero. Iba vendiendo distintos productos por las muchas ferias y mercados que había en la extensa Galicia rural de la época. Entre estos últimos vendía un famoso ungüento, del que se llegaría a aseverar que estaba elaborado con grasa y sebo que extraía de las víctimas a las que asesinaba con sus propias manos. También comerciaba con las ropas de las personas que había matado previamente, lo que serviría como una prueba fehaciente en contra suya en el juicio que se desarrollaría en el año 1852. Se desplazaba en una yegua por los pueblos y ciudades a los que iba, lo que también daba cierta idea de su poder económico, pues un animal de estas características era muy codiciado en la época y no estaba al alcance de todos los bolsillos.
Otro dato importante en la vida de este conocido licántropo es que sabía leer y escribir, aspecto este que no era muy habitual en su tiempo, en el que alrededor del 80 por ciento o incluso más de la población era analfabeta. Al reiniciar una nueva vida, que serviría de base para muchas películas y documentales modernos, comenzaría la actividad sádica y cruel de Romasanta, aunque durante muchos años eludió y esquivó finamente la acción de la justicia
Manuel Blanco Romasanta se ofrecía a muchas personas, principalmente mujeres acompañadas de sus hijos, como guía para atravesar los extensos y espesos bosques de la tierra gallega en aquel entonces con destino a otras localidades españolas en busca de una vida mucho mejor. Muchas de ellas eran madres solteras que intentaban huir de la marginación a la que habían sido relegadas en compañía de sus hijos para trabajar como amas de crías en lugares como Santander, León o Madrid. Sin embargo, casi todos ellos terminarían pereciendo en el trayecto antes de llegar al prometido destino.
Se sabe que dos de sus primeras víctimas fueron una madre y un niño de corta edad, quienes iban destinados a trabajar a casa de una pudiente familia en Santander, sin embargo, acabarían muertos en algún monte gallego. Para tranquilizar a la familia, Romasanta dirigía a la familia cartas que el mismo falsificaba, a nombre de los remitentes, en las que les informaba de que tanto la madre como el hijo se encontraban en perfecto estado. Pero, quizás no fuesen los primeros que eran víctimas de su insaciable apetito criminal.
Detención
Después de pasar bastantes años burlando la acción de la justicia y a pesar de que ya constaban algunas denuncias por desaparición, el «hombre lobo» gallego sería detenido en el año 1852 como consecuencia de una denuncia presentada en el municipio de Escalona del Alberche, en la provincia de Toledo, a raíz de la desaparición de una joven a la que él se encargaba de llevar hasta Madrid. Se tiene también constancia de su capacidad para engatusar a las mujeres, muchas de las cuáles fueron víctimas de sus engaños. Al parecer, según algunas investigaciones recientes, tenía el aspecto de una persona encantadora, con cierto atractivo personal, que le hacía ganarse con frecuencia el aprecio y amistad de quienes llegaron a tratarlo, siendo este uno de los aspectos de su personalidad que más se encargaba de cuidar.
Tras ser detenido, y al constatarse más de una docena de desapariciones en el área rural de Allariz, en Ourense, su pueblo natal, comenzó contra Romasanta un proceso en el que la entonces reina de España Isabel II no le dolerían prendas en escatimar esfuerzos económicos en un importante proceso que centraría, no solo la atención de la prensa española de la época, sino también internacional, siendo un juicio bastante seguido en Francia. El proceso se alargaría casi un año.
En el transcurso de la causa que se seguía en su contra, los abogados encargados de defender al «hombre lobo» gallego, aseguraron docenas de veces que su defendido padecía alguna enfermedad mental, que le ocasionaba esos brotes de agresividad extrema, que serían corroborados por el propio acusado. Este último llegaría a asegurar que en las noches que había luna llena se convertía en un lobo y ahí se iniciaban los episodios violentos en los que sentía como si se reconvirtiese en un fiero animal que acababa dando muerte a la mayoría de sus víctimas, teniendo una especial inclinación por asesinar mujeres. Sin embargo, para su desgracia contaría con el testimonio contrario de los peritos que se encargaron de examinarlo, quienes aseguraban que se encontraba en plenitud de facultades mentales, en un tiempo en el que las enfermedades de carácter psicosomático tenían una extraordinaria mala prensa, además de carecer de muy escasa o nula consideración en el mundo jurídico.
Licantropía
Lo más seguro de todo, según la opinión de diversos especialistas en psiquiatría, es que el famoso «hombre lobo» gallego sufriese episodios de licantropía, los cuáles se caracterizan por trastornos alucinatorios con ideas delirantes, en el que el afectado tiene la perfecta impresión de transformarse en un animal, siendo el lobo el más común de todos ellos. De la misma forma, va asociado a otros cuadros de carácter patológico, tales como esquizofrenia paranoide aguda y también trastornos afectivos diversos que le hacen percibir la realidad de una manera completamente deformada.
En sus estados de ánimo excitados en los que sufría sus ataques de agresividad extrema, se da por seguro que Blanco Romasanta sufriría estados de despersonalización, un cuadro morboso en el que el afectado se vería a si mismo como si estuviese en un sueño, es decir como una tercera persona. Para el psicoanálisis «el delirio del lobo es una suerte de conflicto no resoluto o trauma que lleva a la expresión de extremos instintos id primitivos que les lleva a evitar los sentimientos de culpa». Según el manual History of Psychiatry, desde la Edad Media hasta nuestros días hay pocos casos extremos constatados, los más populares son precisamente los hombres lobo, cuya cifra desde el Medioevo hasta nuestros días eleva a tan solo trece.
En la época en la que fue juzgado y condenado Manuel Blanco Romasanta los estudios sobre salud mental eran muy escasos y la psiquiatría estaba escasamente avanzada por no decir que no existía. El licántropo gallego sería condenado a morir en el garrote vil en el año 1853. Pero, para suerte suya, le sería conmutada la pena capital por la de cadena perpetua, tras la intervención de un famoso hipnólogo francés de la época, quien solicitó su indulto a la reina Isabel II, aduciendo que se trataba de un enfermo y que él, además de estudiarlo, podría ayudarle a superar su enfermedad, pues tenía fama de haber curado otros casos similares.
Muerte
Todo son conjeturas acerca del destino final de Manuel Blanco Romasanta. Son pocas las fuentes que coinciden donde se produjo su óbito. Hasta 2009 se sospechaba que el tristemente conocido licántropo gallego había fallecido en la cárcel de su pueblo, en Allariz, en la provincia de Ourense. En ese mismo año, un documental emitido por la Televisión autonómica gallega situaba su muerte en el Castillo de San Antón, situado en la ciudad de A Coruña.
La teoría más acertada acerca de la suerte que pudo correr Romasanta es la aportada por los estudiosos de su vida, los abogados y hermanos Félix y Castor Castro Vicente, quienes apuntan a que falleció en el penal de Ceuta en el año 1863 donde cumplía la sentencia que le había sido impuesta once años antes. La causa de la muerte, si bien no está del todo acreditada, pudo deberse a un cáncer de estómago. De todos modos, también se desconoce donde puede estar enterrado. En el hipotético caso de que algún día fuesen hallados algunos restos que presuntamente correspondiesen a Romasanta, sería preciso realizar las pertinentes pruebas de ADN con los distintos descendientes colaterales que todavía estén vivos para cotejarlos con los del famoso licántropo y así certificar con evidencias científicas que efectivamente se corresponden con los de su identidad.
El verano de 1974 estaba siendo bastante agitado en el panorama informativo a nivel mundial, especialmente con el caso Watergate, que salpicaba directamente al presidente norteamericano Richard Nixon, quien acabaría dimitiendo por culpa del famoso escándalo antes de que el Congreso de los EE.UU. lo destituyese el 9 de agosto de aquel año. Pero no era esta la noticia que más preocupaba a los gallegos ni a los españoles de la época. Tampoco parecían preocuparle mucho las noticias acerca de la salud del general Franco, quien se estaba recuperando de una flebitis, a la que la prensa restaba importancia, en la residencia sanitaria madrileña que llevaba su nombre. Aparecía el anecdótico detalle que una de las monjas enfermeras que lo trataba era hija de un antiguo comunista, si bien las informaciones no se extendían mucho más.
De lo que realmente estaba preocupada la Galicia de aquel entonces, hace ya 45 años, eran de los supuestos ataques de los lobos a personas que se habían cobrado dos vidas en aquel verano, en el que los incendios hacían ya estragos, en la provincia de Ourense. Renacía así la vieja leyenda, o no tan vieja ni tan leyenda, de la maldad de este con los humanos, a quienes devoraba sin compasión alguna. En un reportaje publicado por el diario ABC y firmado por el periodista Tico Medina, este decía que «los ataques de los lobos en Galicia no son como el Watergate. Son mucho peor». A lo largo de todo aquel verano se sucedían las noticias e informaciones que daban cuenta de los actos sangrientos cometidos por tan «malvado animal».
Al viejo lobo, un animal muy común en cordilleras y serranías, solo le quedaba un valedor. Ese no era otro que el tristemente desaparecido Félix Rodríguez de la Fuente, quien, incluso, llegaba a dudar de que aquellos ataques que relataba la prensa y de los que se daba cuenta en el único programa regional que emitía entonces TVE, «Panorama de Galicia». El popular naturalista sospechaba de que aquellas embestidas pudiesen haber sido obra de perros asilvestrados o tal vez fuesen cometidos por perros adiestrados por la PIDE, la extinta policía del régimen dictatorial que había gobernado en Portugal hasta aquel año, a los que habrían dejado en libertad.
Dos niños
Sea como fuere, lo cierto es que en julio de aquel año perecían dos niños de muy corta edad en el municipio ourensán de San Cibrao das Viñas. El ataque había tenido lugar el día 5 del citado mes. Un animal, que se sospechaba que era una loba que sería abatida días más tarde, había acabado con la vida del niño de once meses José Tomás, después de haber atacado a su madre, Luisa Pérez. Pero, las desgracias para esta familia no cesarían en esa fecha, ya que tan solo cuatro días más tarde, también atribuido a los lobos, moriría un niño de tres años de edad, hermano del primero e hijo también de Luisa.
«Los lobos de Ourense son unos lobos distintos. -Manifestaba un enérgico Rodríguez de la Fuente- Una especie que hay que erradicar. Lo ocurrido estos días es una excepción». Al ser abatida la loba, un bicho de unos 40 kilos de peso, la mujer que recientemente había resultado herida y que había perdido a sus dos hijos declaraba no estar segura de que si había sido el mismo animal que le había atacado a ella, manifestación esta que no deja de ser curiosa y paradójica.
En días sucesivos comenzaría una batida indiscriminada del enemigo humano por las sierras y cordilleras de Ourense, con el objetivo de acabar con aquella mortal alimaña que había regado de dolor a un pueblo de la provincia. En apenas unos días serían abatidos un total de 27 cánidos, tal cual fuesen aquel mítico hombre lobo de Allariz, quien en el ya lejano siglo XIX había devorado a muchas de sus víctimas en los montes gallegos en los tiempos que hacía de buhonero.
Psicosis
Un estado de psicosis se apoderaría de aquella Galicia que veía como iba languidenciendo lentamente el Jefe del Estado, considerado a la fuerza el hombre más ilustre que había dado su tierra. No solo eran los medios de comunicación, entre ellos su incipiente programa de televisión de cobertura territorial, quienes se hacían eco de aquellos desgraciado infortunios. Ahora eran muchas las madres de las amplias zonas rurales gallegas las que se desplazaban a las inmediaciones de los centros escolares en busca de sus hijos, provistas de alguna herramienta por si aparecía aquel desaforado animal buscando una presa fácil.
Aunque se ha dicho y repetido en reiteradas ocasiones que no existe constancia de los ataques de lobos a humanos, y mucho menos en el siglo XX, lo cierto es que con motivo de ese estado de psicosis que habían generado aquellas mortales embestidas en Ourense, se sucedían las publicaciones que recordaban algunos de los hechos más aterradores provocados por aquellos animales. Hasta incluso una publicación científica como el Cuaderno de Estudios Gallegos relataba en uno de sus números los supuestos ataques de esos animales a los seres humanos desde la Posguerra hasta la década de los setenta.
Ataques históricos
En la mencionada publicación se daba cuenta de un macabro hallazgo en febrero de 1951. Se decía que en a Rúa de Valdeorras, también en Ourense, se habían encontrado los restos de un hombre que presuntamente había sido devorado por una manada de lobos. Al año siguiente, en el municipio de Allariz, sito en la misma provincia, se decía que un niño había fallecido en un centro sanitario de la capital ourensá como consecuencia del ataque de un lobo que lo había arrastrado a lo largo de 50 metros, tras engancharlo con sus garras a la altura de la cabeza.
Otro hecho que había causado una profunda impresión había tenido en la localidad coruñesa de Teixeiro, perteneciente al municipio de Curtis. Según el diario El Ideal Gallego, citado por el Cuaderno de Estudios Gallegos, en enero del año 1954 dos lobos habían sorprendido a un muchacho que estaba esperando por un compañero cuando ambos habían ido a cortejar a sus respectivas novias. Los dos se habían citado en un punto en concreto. Al regresar uno de ellos se encontró con la desagradable sorpresa de que halló a su compañero muerto, con el cuerpo y el rostro desfigurados, que le hacían suponer que había luchado a brazo partido con el animal que le había atacado.
Por las mismas fechas, en el municipio coruñés de Vimianzo, se informaba de que un lobo se había abalanzado sobre un niño de seis años, al que habría dado muerte tras arrastrarlo a lo largo de 800 metros. Mejor suerte correría otra criatura del mismo municipio, Manuel Suárez Suárez, a quien un cánido le habría ocasionado importantes heridas en la garganta y el cuero cabelludo. Este último sobrevivió a su ataque y sería llevada su historia a la literatura de la pluma del escritor Manuel Rivas.
Otro hecho del que se tiene constancia, ocurrió también en la aldea ourensá de Fonfría. Según los datos aportados, una loba habría escapado con una niña recién nacida en la boca y el animal terminaría abandonando su presa merced a la persecución de la que fue objeto por parte de los vecinos. Igualmente, en 1948 un muchacho había sido atacado por un lobo, en tanto que al año siguiente les ocurriría lo mismo a una anciana y a su nieta, si bien es cierto que la actitud de la mujer, a quien le ocasionó heridas, consiguió ahuyentar al animal.
La relación lobo-hombre jamás ha sido buena a lo largo de la historia de Galicia. Son muchas las personas, pertenecientes a grupos ecologistas, que se encargan de desmentir estos supuestos ataques. Según ellos, no hay evidencias científicas que se produjesen envestidas a humanos a lo largo del siglo XX. En 1985 se llevó una intensa batida de estos cánidos en el emblemático lugar de Serra de Meira, donde nace el Miño, cobrándose la vida de un centenar de presas.
A lo largo de los últimos 40 años no se ha certificado ningún ataque de los lobos a humanos, aunque si son muy numerosas al ganado, principalmente el mostrenco, que pasa largas noches a la intemperie. Dicen algunos expertos que el incremento de los mismos obedece a que cuando matan a un primer animal, y los restos son retirados obligatoriamente del monte o la montaña, los lobos se ven obligados de nuevo a atacar a otras reses para así satisfacer una necesidad tan básica como comer.
Independientemente de cual sea la hipótesis más acertada, lo cierto es que a lo largo de los últimos años los hombres y mujeres que viven en las áreas rurales gallegas se han visto cercados por unas alimañas que cada vez atacan con más virulencia, acercándose a núcleos cada vez más poblados, un área antaño poco frecuentada por estos cánidos. Incluso, hay quien no desecha la posibilidad de que no se trate de lobos en el sentido estricto de la palabra sino que se atreven a aventurar que sean descendencia directa de perros abandonados que carecen de temor al contacto humano. Sin embargo, las consecuencias de sus actuaciones nada tienen que ver con los tradicionales cans de palleiro, que obedecían ciegamente a su amo cuando este lo llevaba a pastar las vacas y meneaba la cola mientras esperaba el atardecer para regresar mansamente a casa.
Estado en que quedó el monasterio después de ser pasto de las llamas
El monasterio de Samos sería pasto de las llamas el 24 de septiembre de 1951 a consecuencia de un voraz incendio que arrasaría sus instalaciones, principalmente el área destinada a habitaciones de los monjes y novicios que se hospedaban en el centro religioso. La peor parte de todas se la llevaría un adolescente de tan solo 14 años que moriría calcinado por mor de las llamas que instantáneamente prendieron en sus ropas. Se llamaba Daniel Fernández y era natural del municipio ourensán de Xinzo de Limia.
El fuego se originó en la licorería de la abadía en torno a las once y media de la mañana de aquel ya lejano 24 de septiembre de 1951 cuando se encontraban en la misma el religioso Benito González, quien contaba en ese momento con 68 años y tres novicios, entre ellos Bernardo García y Daniel Fernández y un tercero que contaba con tan solo doce años. En aquella bodega se almacenaban 30.000 litros de alcohol y otros componentes inflamables destinados a elaborar el licor Pax, que se hacía en su destilería desde comienzos de la década anterior.
Los novicios y el sacerdote habían bajado hasta el lugar donde se encontraban los productos destinados a la elaboración del licor. Al parecer, intentaron limpiar uno de los grifos por los que discurría el líquido y carecían de iluminación suficiente para desatascarlo por lo que se les ocurrió encender una cerilla que, en contacto con el alcohol, provocaría una potente explosión que destruiría el forjado de las dos plantas superiores y la cubierta, además de originar un incendio que se extendería al resto del edificio, ocasionando su destrucción en menos de dos horas. El fuego se vio favorecido por las corrientes de aire que soplaban ese día.
Héroe de 12 años
Un niño de 12 años se convertiría en el principal héroe de aquella dantesca jornada que supuso una grave pérdida para el patrimonio artístico e histórico gallego que, si bien no alcanzó la iglesia, si ocasionó importantes desperfectos en algunas tallas religiosas de gran valor, así como también algunos importantes libros que se guardaban en su biblioteca. El chaval fue el que salvó de perecer en las llamas al padre Benito González, quien fallecería 24 años más tarde a la edad de 92 años. Intentó salvar a su compañero Daniel, pero no pudo lograrlo y tanto él como su compañero Bernardo García fueron testigos de como lo consumían las llamas ante su quebrada impotencia.
En aquel entonces había muy escasos medios para hacer frente al fuego, a lo que se unía una total carencia de infraestructuras. Los bomberos habían de desplazarse desde la capital lucense hasta el municipio de Samos, que se encuentran a una distancia el uno del otro de 91 kilómetros. Las unidades encargadas de sofocar el fuego llegaron al lugar del siniestro alrededor de la una y media de la tarde, cuando el incendio ya había arrasado con la práctica totalidad del edificio destinado a hospedería. Los vecinos de Samos desempeñaron una función fundamental en las tareas de extinción del fuego, si bien es cierto que con los medios que disponían no podían hacer grandes cosas.
A las ocho de la tarde del día 24 se pudo comprobar que el inmueble había quedado totalmente destruido por las llamas. Entre los escombros que quedaban se podían contemplar vigas de madera carbonizadas, así como también se podía observar una dantesca imagen de lo que había sido la sala capitular de la Real Abadía. El fuego se reavivaría un par de días más tarde, el 26 de septiembre, cuando se inició un nuevo foco en alguna de las vigas que se habían desprendido, pero la presencia de los equipos contraincendios evitó que se propagase de nuevo. En esta jornada quedaría ya totalmente extinguido el fuego, tras 48 horas de tensión vividas como consecuencia de un arrasador siniestro que todavía perdura en la memoria de muchos de los vecinos de Samos, principalmente aquellos que ya tienen una cierta edad.
Traslado
La primera decisión que se tomó en aquel entonces fue el traslado de las noventa personas que habitualmente residían en el monasterio de Samos, entre monjes y novicios que allí se hospedaban, siendo destinados hasta Lugo, Monforte de Lemos, Santiago de Compostela y otras localidades gallegas. En el lugar de los hechos solamente permanecerían trece monjes que se albergarían mientras tanto en viviendas cedidas por los vecinos así como en alguna hospedería privada.
Al día siguiente de producirse el siniestro se trasladó al lugar de los hechos el entonces presidente de la Diputación de Lugo, Alfredo Vila. Mientras, el anterior Jefe del Estado les trasladó a los monjes sus condolencias por lo ocurrido. Por esas fechas, se barajó la posibilidad de que los supervivientes se trasladasen a otro centro religioso en Santiago de Compostela, que contó con la radical oposición del Arzobispado así como del prior del monasterio Mauro Gómez, quien se manifestó favorable a la recuperación de las infraestructuras con las que contaba la Abadía.
En tan solo nueve años, en 1960, se había restaurado lo que quedaba del viejo cenobio y se habían levantado nuevas estancias para los monjes, gracias a las aportaciones de muchas personas particulares y al importante apoyo económico prestado por las autoridades de entonces a la Iglesia, a quien no sabían negarle cualquier favor que le pidiese. Samos ya había recuperado su antiguo monasterio destruido por el fuego en 1960, aunque muchas villas importantes de la Galicia de la época no contasen con centros escolares ni sanitarios que reuniesen unas mínimas condiciones.