Se suicida tras asesinar a su hija de cinco años y a dos cuñados en Málaga

El grave suceso ocurrió en en el Club Mediterráneo de Málaga

Una separación traumática a la que se había unido el grave accidente que le había provocado una paraplejia a un hijo de 18 años provocaron que el empresario malacitano Juan París Molina, de 45 años, se convirtiese en el principal protagonista de la crónica negra en la Costa del Sol en el verano del año 1991. El escenario elegido sería el emblemático Club Mediterráneo de Málaga, un centro frecuentado por muchos ciudadanos y forasteros en plena época estival, principalmente en pleno mes de agosto, que es cuando se dan cita un mayor número de turistas en una de las ciudades turísticas por excelencia del litoral español.

En torno a las cuatro y cuarto de la tarde de aquel fatídico 8 de agosto de 1991 París Molina, provisto de un arma corta se dirigió al prestigioso club social en el que sabía que se encontraban tanto dos de sus hijas como también algunos miembros de la familia de su ex-mujer, de quien había iniciado los pertinentes trámites para obtener la sentencia de divorcio tras haberse separado de ella hacía algo más de años y medio. En torno a un centenar de personas se daban cita en las instalaciones del Club Mediterráneo cuando aquel hombre, presa de la furia e iracundia que le invadía a consecuencia de sus problemas familiares, efectuó dos disparos contra Juan Díaz Recio, de 50 años y su hermano Bernardo. El primero de ellos fallecería casi de forma instantánea en el sitio en el que tuvo lugar la carnicería, en tanto que su gemelo moriría cuando era trasladado hasta el hospital Carlos Haya de la capital de la Costa del Sol.

Tras haber dado muerte a sus dos cuñados, se dirigió hacia el punto conocido como «La Pérgola», donde se hallaban dos de sus hijas, una de las cuales parece ser que le recriminó la actitud criminal del padre. Sin pensárselo dos veces, y fuera de sí, efectuaría nuevos disparos, tres de los cuales alcanzaron a su hija Dolores, de tan solo cinco años de edad, quien fallecería en el centro médico del club en el que se encontraba disfrutando de una tarde estival que terminaría en tragedia. Como consecuencia de estos disparos, también resultaría gravemente herida la niña Olga Moya, de doce años, amiga de sus hijas pequeñas, quien hubo de ser trasladada inmediatamente hasta un centro sanitario en el que sería intervenida de forma urgente en uno de sus quirófanos. A pesar de la gravedad de su heridas, la criatura pudo vivir para contar tan trágico episodio que tiñó de luto la Costa del Sol en el que prometía ser un plácido verano del año 1991.

Suicidio

Juan París Molina, tras haber perpetrado la matanza, fue acorralado por tres personas, un antiguo guardia civil jubilado y dos funcionarios de policía de paisano, quienes trataban de detenerlo o, cuando menos, tratar de evitar que aquel hombre que había perdido el rumbo prosiguiese con su escalada de tiros e impedir así una mayor masacre. En parte, estas tres personas conseguirían su objetivo, ya que al verse acorralado decidió terminar con su vida disparándose en la boca y quedando tendido en un gran charco de sangre.

El centenar de personas que esa tarde de verano abarrotaban el Club Mediterráneo no hallaban explicación racional al dantesco espectáculo que habían presenciado en un centro en el que todo el mundo va a disfrutar de su tiempo de ocio y de sus horas de asueto. A pesar de todo, había una explicación o cuando menos una excusa, motivo muy distintos, ya que actos de semejante calibre son incomprensibles y desde luego injustificables. En ese momento la vida del asesino y suicida no pasaba por sus mejores momentos y así se lo había hecho saber a sus allegados, a quienes llegaría a confesar que «estaba dispuesto a hacer cualquier cosa» por el agobio que le habían supuesto los últimos acontecimientos de su vida personal y de los que parecía que lo abocaban a un fatal destino, o cuando menos a una dramática resolución.

Además del trauma que había representado su separación, se unía a todo ello un drama familiar, que no era otro que un hijo suyo de 18 años, quien había quedado parapléjico a consecuencia de una lesión medular que había sufrido en una piscina de Málaga. Tanto el triple criminal como quien había su esposa hasta hacía poco más de año y medio discrepaban en torno al futuro del muchacho. Incluso habían llegado hasta los tribunales para que estos emitiesen una resolución, ya que la madre se oponía a que su vástago, que había estado ingresado en el Centro Nacional de Parapléjicos de Toledo, abandonase este hospital asistencial, en tanto que Juan París pretendía que el muchacho fuese trasladado hasta una unidad asistencial, sita en la localidad malagueña de Torremolinos. Finalmente, la justicia le daría la razón al padre y el desafortunado joven pudo ser traslado al centro asistencial privado que pretendía su progenitor, a quien, a su vez, le concederían su custodia.

A pesar de todo, quedarían todavía viejos resquemores entre los dos miembros de la pareja, pues quien más tarde se convertiría en asesino y suicida había dicho que su ex-esposa le impedía visitar al hijo gravemente lesionado cuando esta era la encargada de su custodia. Al parecer, los allegados a la antigua pareja eran conocedores de los enfrentamientos entre ambos, pero jamás pensaron que Juan París, un acreditado y solvente empresario malagueño, fuese a perpetrar una barbaridad de aquel calibre.

Incidentes en el entierro de las víctimas

Al día siguiente de haberse producido la tragedia se celebraría el entierro de las cuatro víctimas mortales, aunque el homicida no sería sepultado a la misma hora ni tampoco en la misma tumba que las tres personas asesinadas para evitar incidentes de mayor calibre. Al acto fúnebre asistieron unas 300 personas que provocaron imágenes de dolor y rabia incontenida, siendo el objeto de su ira algunos medios de comunicación que habían acudido al lugar a tomar imágenes, llegándose al extremo de que los reporteros de Canal Sur TV hubieron de desistir de hacer su trabajo debido al ambiente caldeado que se respiraba en el camposanto. Estos últimos llegarían a solicitar la intervención de la Policía para que se les facilitasen las condiciones idóneas para informar de un hecho que consternaría a la Costa del Sol en el verano de 1991.

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Absuelto por un doble crimen ocurrido hace ya casi 30 años en Lugo

El doble crimen se perpetró en la nave que la empresa Cash Récord posee en el polígono industrial lucense de O Ceao

Ha sido un caso inaudito y único en la historia judicial de España. En febrero de 2023 se juzgó a un único investigado por un doble crimen perpetrado el día 30 de marzo de 1994. En aquella ya lejana fecha aparecían acribillados a balazos dos empleados de la empresa Cash Récord en una nave que posee en el aludido recinto empresarial. Desde entonces las familias de Esteban Carballido y Elena López, las dos personas que fueron asesinados, han luchado hasta la extenuación para que se haga justicia y se vea así resarcida su ansia de cerrar el capítulo más negro y oscuro de la historia reciente de la ciudad de Lugo.

El único encausado responde a las iniciales de J.M.V.C., quien ahora ya es un hombre maduro que supera los cincuenta años. La Audiencia Provincial de Lugo había acordado su procesamiento al ver la jueza encargada de investigar el caso indicios suficientes para someter a juicio a este hombre, quien había vivido a lo largo del último cuarto de siglo en Burgos, trabajando en un negocio de hostelería. El acusado ya había regentado otro negocio de estas características en la zona de vinos de la capital lucense cuando se produjo el doble crimen y en él se centraron las investigaciones desde un principio, aunque los familiares de las víctimas sostienen que aquellos dos brutales asesinatos que conmocionaron a la siempre apacible urbe romana del noroeste peninsular fueron obra de más de una persona. Aún así, confían que con el procesamiento de este hombre se aclaren muchas cosas en torno a aquella matanza que sumió en la zozobra a muchos lucenses.

Tras las deliberaciones llevadas a cabo por los magistrados a la antigua usanza, ya que entonces no estaba en vigor la ley del Jurado, acordaron absolver de todo cargo al acusado por entender que en el procedimiento «No se juzga aquí a la persona del procesado, ni el tipo de vida que llevaba. Ni siquiera si era un hombre que vivía de espaldas a la ley, sino si ese día entró en Cash Record, mató a Elena y Esteban, y se apoderó de la cuantiosa recaudación. Y hay que concluir que no existe prueba suficiente que lo sitúe el día de los hechos en el lugar del crimen, por lo que, en consecuencia ha de dictarse una sentencia absolutoria». Así lo manifiesta de forma literal resolución de la Audiencia Provincial de Lugo, a la espera de que las familias puedan recurrir la decisión del tribunal.

Hasta un total de 40 testigos fueron llamados a declarar por las distintas partes personadas en este caso, principalmente las acusaciones particulares, la fiscalía y también la defensa del encausado, J.M.V.C., a quien se le imputaban dos asesinatos, un robo con violencia de cinco millones de pesetas (30.000 euros al cambio actual) y tenencia ilícita de armas. Tras esta resolución, el caso se complica mucho más y es harto probable que pasé a engrosar la lista de sucesos impunes que pueblan los archivos de los juzgados españoles

Dos asesinatos y muchas irregularidades

El día en que se produjo el crimen había una escasísima actividad en el polígono industrial lucense, ya que coincidió con un fin de semana. Apenas media hora antes de producirse ambos asesinatos, Elena López, una de las víctimas, había hablado por teléfono con su hermana y le había manifestado su preocupación por la salud de su suegro. Le informó que en breve saldría de su trabajo para dirigirse a casa de su familiar, siendo esta la última conversación que mantendrían en su vida. Poco tiempo después, sería encontrada en su despacho tendida en el suelo en medio de un gran charco de sangre, con sendos disparos en la cabeza. El cadáver de Esteban Carballido, reponedor de Cash Récord, fue encontrado en la planta baja, también cosido a balazos, en la planta baja del almacén comercial. Tal y como se desarrollaron los hechos no cabía lugar a dudas que el móvil del doble crimen había sido el robo. Es a partir de ese momento cuando comienzan unas investigaciones que nacerían viciadas y no llegarían prácticamente a ninguna parte, tal y como de ha demostrado hasta este momento.

Para empezar, los encargados de la custodia del caso perdieron parte de la documentación, a lo que se añade que la Policía olvidó, en un primer momento la cámara de fotos con la que realizar las primeras pesquisas. Posteriormente, hubieron de regresar a la comisaría por otro carrete de 24 diapositivas. Un testigo ocular manifestaría que en la tarde-noche de autos vio circular un utilitario, marca Volkswagen Passat, a muy escasa velocidad. En él supuestamente viajaban tres personas, quienes miraban furtivamente hacia todos los lados, como si pretendiesen asegurarse de que no había nadie que pudiese delatar su presencia en el recinto industrial. Si todo ello no fuese suficiente, el mismo testigo declararía que observó unas manchas rojizas en el vehículo, que bien podrían corresponderse con sangre. Sin embargo, la autoridad judicial nunca dio orden de investigar este automóvil, lo que no hace más que añadir un gran misterio al caso, que ya de por sí no tiene poco.

Otras lagunas que presentaba el caso y que no hacía más que añadir interrogantes era la relativa que el dinero de la caja de aquellos días no se hubiese enviado a la central del supermercado en La Coruña, una práctica habitual para evitar tener grandes cantidades de efectivo en el establecimiento. Además, un testigo interrogado por la Guardia Civil aseguraba que el acusado le había propuesto participar en este atraco y él se había negado. Pero este hombre era politoxicómano y ya falleció por lo que su testimonio no podrá ser escuchado durante el acto de juicio.

Huelga de hambre

Si ha habido una persona en la posible resolución de este trágico episodio era Isabel López Rodríguez, hermana de la mujer asesinada, quien para que el caso no fuese relegado a los vetustos archivos de la Audiencia Provincial de Lugo, se declararía en huelga de hambre ante sus instalaciones en el año 2011. Desde entonces ha demostrado un coraje y una capacidad de lucha a prueba de bomba. A ella, que fue una de las personas que encontró los cadáveres en aquella aciaga tarde-noche de primavera de hace ya casi tres décadas, no se le tomaría declaración hasta ese mismo año. El abogado que la representa, Gerardo Pardo de Vera confesaría su incredulidad a los medios de comunicación por esta circunstancia, así como que tampoco se hubiese llamado a declarar al testigo ocular que contempló el vehículo que transitaba por el polígono industrial la tarde de autos.

En los últimos once años, desde cuando se reabrió el caso, el suceso no ha hecho otra cosa que dar un montón de bandazo que no ha hecho otra cosa que incrementar la angustia en que se encuentran sumidas las familias de las dos víctimas mortales, ansiosas de justicia, siendo remitido de un organismo judicial a otro sin ton ni son. Incluso, sería archivado en sendas ocasiones. Sin embargo, en junio de 2021, más de 27 años del doble crimen, fue llamado a declarar el único encausado por los dos asesinatos. La jueza encargada del caso vio algunos indicios que apuntaban a la relación de este hombre con las dos muertes violentas que consternaron a la capital lucense en el año 1994 y lo remitió a la Audiencia Provincial de Lugo para que iniciase el pertinente proceso.

A pesar de encontrarse encausado, J.M.V.C. se encuentra en libertad sin cargo y sobre él no pesa ninguna medida cautelar ni tampoco que impida su movilidad tanto por el territorio nacional como ante una eventual salida al extranjero. Son muchos los que insisten que al haber transcurrido ya tres décadas de un brutal crimen que conmocionó a la ciudad de Lugo, será difícil que las familias de Elena López Rodríguez y Esteban Carballedo vean satisfechas sus lógicas ansias de saber lo que realmente ocurrió en marzo de 1994 cuando dos personas fueron impunemente asesinadas y se situó trágicamente a Lugo en el mapa de la crónica negra española. Aunque, como dice el refrán, «nunca es tarde si la dicha es buena».

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Cuatro religiosas españolas asesinadas y descuartizadas en el Congo

Primera página del diario EL PROGRESO de Lugo dando cuenta de la trágica noticia

La íntegra dedicación a los más desfavorecidos puede causar resultados funestos en algunas ocasiones, sin lograr siquiera la gratificación moral por un trabajo desinteresado al que se consagran en cuerpo y alma, sin importar siquiera el terrible peligro que se pueda correr. Se cuentan por decenas los casos en los que los religiosos se llevaron la peor parte por motivos a los que eran totalmente ajenos y que desconocían, pues su único cometido era el de ayudar a los más deprimidos, no solo de la sociedad, sino en este caso del propio planeta. Lo cual ya dice mucho de quien renuncia a las comodidades que le hubiera podido ofrecer una existencia tranquila y aburguesada en un próspero país occidental.

En los años sesenta la actual República del Congo sufría uno de los muchos conflictos que han abatido a este país a lo largo de su corta historia. En aquel entonces, en 1964, se habían levantado un grupo de inspiración maoísta conocido como los simbas, que darían lugar a la Revolución Simba, que pretendían mostrar su descontento por los supuestos abusos que el Gobierno central congoleño había infringido a una parte del país. La revuelta se caracterizaría por su extrema brutalidad y crudeza, cuyos testimonios son recogidos por distintos diarios españoles de la época. No había posturas intermedias. O se estaba con lo simbas o contra ellos. Acusaban prácticamente a todos sus adversarios de estar al lado del presidente Tsombe y de los americanos, independientemente de la ocupación que desarrollasen en aquel país del corazón de África.

A los religiosos que se dedicaban estrictamente humanitarias se les acusaba de «hacer política» con su sola presencia en el estado africano que recientemente -por aquel entonces- había alcanzado la independencia. Se habían convertido en un objetivo militar, al igual que los dirigentes del país, a pesar de que su labor tan solo fuese de carácter humanitario y condicionada únicamente por su fe religiosa y el hecho de entender una determinada doctrina en pro de los más desfavorecidos. Los simbas obtuvieron cierto un éxito inicial en su ofensiva, llegando a controlar el área más oriental del país. Inmediatamente tomaron la ciudad de Stanleyville, actual Kasangi, que era en la que se encontraba un nutrido grupo de religiosos españoles cumpliendo diversas misiones, principalmente en hospitales y centros asistenciales, con la única finalidad de colaborar en la mínima mejora de la vida de aquel país, devastado por plagas de miseria, pobreza y hambrunas.

Encarceladas

Aunque las religiosas españolas sabían que estaban vigiladas por los insurgentes, no cejarían en su empeño de seguir con su tarea humanitaria. Sin embargo, cuando hicieron su aparición los simbas en la ciudad de Stanleyville comenzaron una serie de matanzas indiscriminadas contra quienes ellos mismos declaraban sus enemigos. A mediados de noviembre de 1964 las Hermanas Dominicas del Santo Rosario fueron detenidas y trasladadas hasta un barracón, que hacía las veces de prisión junto con otros religiosos, entre ellos también hombres entre los cuáles se encontraba el Padre Schuster, un religioso luxemburgués que sobreviviría a la horrible matanza que tendría lugar días después. En el lugar en el que se encontraban todos hacinados, tanto hombres como mujeres sufrirían los abusos y las vejaciones de sus captores, quienes no dudaron en ningún momento de acusarlos de ser partidarios del entonces primer ministro de la República Democrática del Congo, Moisé Tsombe, así como de los americanos que apoyaban a este último, a pesar de que las misioneras allí desplazadas incluso desconocían a que motivos podía obedecer aquella revuelta en pleno centro del continente africano.

Posteriormente serían trasladadas a una iglesia de la localidad congoleña de Kamina, donde fueron ametralladas por los insurgentes. Según el estremecedor relato del Padre Schuster cuando una de las monjas Justa Álvarez, de 50 años, originaria de Navarra que era la Superiora de la Congregación en estado semiagónica y prácticamente moribunda debido al impacto de la metralla, se sacó su anillo y también el de su compañera Irene Pilar Eslava, de 30 años, quien yacía muerta a su lado, y que era oriunda de la localidad navarra de Zuazu, para entregárselo al mencionado religioso y que se lo llevase a sus respectivas familias de recuerdo. En ese momento se percató de la situación uno de los ejecutores simba, quien le advirtió que «así podrás cortar mejor», siendo en ese preciso instante cuando aquel despiadado hombre le rebanó literalmente la cabeza a la religiosa, ya que él era encargado de dar el definitivo toque de gracia a los ejecutados. El hecho estremece por la frialdad y la forma sanguinaria de actuar del propio soldado, quien al parecer era un joven rebelde que apenas superaba los veinte años de edad.

Con estas dos religiosas y en el mismo escenario también encontrarían la muerte Ángela del Prado Zurita, natural de León, cuyo nombre religioso era el de Buen Consejo, quien además era la más joven del grupo, pues solo contaba con 27 años en el momento de ser asesinada. La otra víctima mortal de este trágico episodio, en el que se estima que pudieron haber sido asesinados más de cuarenta religiosos, era la también navarra Rosalía Gorostiaga Echevarría, quien procedía del municipio de Arruazu y que tan solo contaba con 37 años cuando fue ejecutada. Los cuerpos de las cuatro serían horriblemente descuartizados y enterrados en las inmediaciones de donde habían sido ejecutadas

Sobre la suerte que corrieron las cuatro religiosas se ha escrito mucho e incluso se especuló que causas les empujaron a permanecer en aquella localidad en la que se desató un vendaval de fuego y sangre, al que absolutamente nadie era ajeno. Muchos eran los que se preguntaban como no habían salido antes en vista de que los rebeldes simbas se encontraban ya a las puertas de la capital. Se habló de la obediencia ciega a su fe religiosa y el hecho de que pudieran haberse convertido en mártires. Pero, al parecer, nada de eso es cierto. Parece ser que las misioneras arriesgaron sus vidas porque precisamente pensaron que no corrían ningún peligro y se aferraron en permanecer en el hospital al lado de los enfermos, negándose a abandonarlos. Creyeron que serían respetadas, aunque realmente les sucediese exactamente todo lo contrario. De hecho, todas ellas conocían a la perfección la misión que iban a realizar, pues habían estudiado Medicina Tropical y Enfermería, además de poseer conocimientos de cirugía y también de farmacología, que pretendían disponer al servicio de los más necesitados en un país que se encontraba entre los más deprimidos del planeta.

Miguel de la Quadra-Salcedo

Esta triste y estremecedora historia no estaría completa sino se recalca la función desempeñada por el célebre y tristemente desaparecido reportero Miguel de la Quadra-Salcedo, quien, recién llegado de una de sus misiones al Amazonas por aquel entonces, se ofreció como voluntario para trasladarse hasta el lugar de los hechos in situ, aún a riesgo de tener pleno conocimiento como se las gastaban los temibles simbas, que consideraban a todos los occidentales como enemigos declarados. Sin embargo, la misión del célebre reportero no se limitó exclusivamente a tareas informativas sino que hizo acopio de su ya clásico valor para colocar, a modo de homenaje, una cruz en cada una de las sepulturas de las religiosas asesinadas. Además, recogió también sus pertenencias y un sagrario en el que se encontraban las formas. Después de cubrirlo con una tela, lo colocó entre sus rodillas y lo subió al avión que lo trasladaba a España. El sagrario se lo entregaría después a las Hermanas del Santo Rosario en Navarra, quienes lo custodian en la capilla de su propiedad.

Como en cualquier historia, por macabra y triste que sea como es este trágico caso, tiene un punto de ternura y emoción, que en este caso la puso quien sin lugar a dudas ha sido el más grande reportero español de todos los tiempos. Por algo era, porque además de un gran profesional, era por encima de todo una persona entrañable y ejemplar.

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Asesina a su hija y a su yerno y hiere a otras cuatro personas en un pueblo de Toledo

Agentes de la Guardia Civil en el lugar de los hechos. REVISTA BISAGRA

En algunas localidades que son muy tranquilas a veces suceden hechos insospechados e inesperados para su vecindario que les llevan a copar las primeras páginas de diarios y revistas del país. Uno de esos acontecimientos ocurriría en la pequeña localidad toledana de Val de Santo Domingo, un municipio que apenas cuenta con un millar de habitantes, cuyo vecindario se vería trágicamente sorprendido al anochecer del viernes, 18 de mayo de 1990, cuando uno de sus residentes se atrincheró en el chalet que era propiedad de su hija y la emprendería a tiro limpio con todo el que osase cruzarse en su camino. Para reducir la actitud de aquel hombre hubo de trasladarse hasta el lugar de autos la Unidad de Intervención de la Guardia Civil, quien a duras penas consiguió rendir a Carmelo Sáenz Hernández, un sargento jubilado del Ejército de Tierra que había servido en la División Azul en sus años mozos. Durante siete horas, desde las nueve de la noche hasta las cuatro de la madrugada, los residentes del pequeño municipio castellano contuvieron la respiración hasta que por fin aquel hombre, malherido en un intento de suicidio, depuso su agresiva actitud, totalmente inesperada y absolutamente inusual en él a decir de quienes le trataban. Por el camino había dejado dos muertos y otras cuatro personas heridas.

En aquel anochecer de un día de primavera ya muy próximo al verano, Jesús López López y su esposa Rosario Sáenz Arpón, charlaban animadamente con otro matrimonio vecino suyo sobre asuntos triviales cuando repentinamente escucharon un gran jaleo que procedía del chalet que habían construido los primeros hacía muy poco tiempo. Inmediatamente se dirigieron hacia su vivienda siendo recibidos a tiros de carabina por Carmelo Sáenz, quien con tan solo dos certeros disparos acabó con la vida de su hija y el compañero sentimental de esta, quedando sus cadáveres tendidos sobre un gran charco de sangre al ser alcanzados de lleno en la región abdominal. La mujer contaba con 45 años de edad, en tanto que el hombre era cinco años mayor que ella. La esposa del antiguo militar Josefa Arpón Ochoa lograría milagrosamente escapar de la sinrazón de su marido, a pesar de que recibió un disparo que le ocasionó heridas en la espalda.

Mientras tanto, el pueblo, convertido en el indeseado escenario de una película de acción pero con toda su realidad y crudeza, asistía atónito a la ira de un hombre que tal vez no se encontrase en su sano juicio. Tras dar muerte a su hija Rosario y al hombre que convivía con ella, Jesús López, protagonizaría un dramático episodio que se prolongaría durante siete horas, hasta las cuatro de la madrugada del sábado, 19 de mayo de 1990. Inflexible en su postura, se negó en todo momento a dialogar con los agentes de la Guardia Civil quienes se habían acercado desde las localidades de Madridejos, Puebla de Montalbán, Torrijos y Toledo para intentar reducir al antiguo divisionario, quien mientras tanto se jactaba de su sensacional puntería.

Dos guardias y un sacerdote heridos

El primero que se acercó a Carmelo Sáenz para tratar de convecerlo para que depusiese su actitud fue el cura párroco del pueblo Antonio Campos García, quien, lejos de conseguir su propósito, resultaría herido levemente en un brazo convirtiéndose así en una víctima del suceso. Tampoco los miembros de la Benemérita fueron capaces de conseguir que aquel hombre recapacitase. Intercambiarían con él una serie de disparos que iban dirigidos a las extremidades inferiores del atrincherado, quien haciendo una vez más prueba de su buena puntería provocaría dos bajas entre las fuerzas del orden. A raíz del intercambio de disparos resultarían heridos, aunque no de gravedad, Joaquín Hernández Pérez y José David Pérez Bodas, ambos miembros de la Guardia Civil.

Fue entonces, una vez comprobada la irreductibilidad del viejo militar, cuando entraría en escena la Unidad de Intervención de la Guardia Civil, un cuerpo que sería el equivalente de los GEOs en la Benemérita, que se desplazaría desde Madrid hasta la pequeña localidad toledana. A pesar de todo, la resistencia que mostraba aquel septuagenario parecía auténticamente numantina y no sería hasta bien entrada la madrugada cuando por fin consiguieron que se rindiese. Eso sí, malherido. Al parecer había dicho que le quedaba una última bala que sería para él. Con la carabina se dispararía en la boca, aunque no fallecería en el acto. Su óbito se produjo algún tiempo después cuando se encontraba ingresado en el Hospital Provincial de Toledo, al que fue trasladado en estado muy grave.

Problemas económicos

La raíz de aquel grave suceso hay que buscarla en las dificultades económicas que atravesaban la pareja compuesta por Rosario Sáenz y Jesús López López, quienes -según indicaron algunos allegados a la familia- retiraban constantemente dinero de la cuenta en la que figuraba como titular Carmelo Sáenz. El día de autos supuestamente se habrían hecho con un talón por valor de 60.000 pesetas (360 euros al cambio actual). Esa dinámica la habían iniciado algún tiempo antes, pues habían llegado a la zona procedentes del cercano municipio de Escalona. Habían levantado un chalet, en el que se produjo la tragedia, en el que residían, pero que todavía no estaba terminado de construir en su totalidad. Al parecer, la pareja adeudaba grandes cantidades de dinero a distintos operarios que habían prestado sus servicios en su pequeña mansión. En vista de que las dificultades económicas crecían decidieron atraerse a los padres de Rosario hasta Val de Santo Domingo. Hasta aquel momento el matrimonio mayor había residido entre Puebla de Montalbán y la capital de España.

Algunos vecinos declararon a diversos medios de comunicación de la época que el autor de las dos muertes había manifestado en reiteradas ocasiones su malestar con el proceder de su hija y su compañero sentimental, ambos respectivamente separados de sus primeras parejas y padres de una hija la mujer y dos el hombre con sus anteriores cónyuges. Carmelo Sáenz habría comentado a algún vecino que su hija y su yerno le habrían sisado la nada despreciable cantidad de cinco millones de pesetas de la época (30.000 euros al cambio actual), si bien es cierto que estaba considerado como una persona agradable y gentil que jamás había tenido problema alguno con sus vecinos, al tiempo que le consideraban incapaz de hacer daño a nadie.

Las dificultades financieras de Jesús López López obedecían a su afán por introducirse en algunos negocios que nunca terminaron de funcionar. Así, últimamente regentaba un puesto en la plaza de abastos de la localidad, además de poseer una panificadora, que era la base sus ingresos y con la que repartía pan por la comarca. Supuestamente también era aficionado al juego, aunque con bastante suerte, pues había ganado diez millones de pesetas en el sorteo de la Lotería de Navidad el año en que el «Gordo» cayó en la ciudad toledana de Talavera. Asimismo, también había sido agraciado recientemente por aquel entonces con el primer premio en un sorteo de la ONCE. Sin embargo, la mala suerte en sus negocios terminaría por quebrar su fortuna, que aciagamente se vería interrumpida de forma abrupta en una tarde de primavera, situando en el mapa a un precioso pueblo de la provincia de Toledo y por un asunto totalmente distinto a los premios que deparan los juegos de azar.

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Dos cadáveres que nunca aparecieron en el misterioso doble crimen del bar «Snoopy» de Barcelona

El único involucrado en el doble crimen, José Gilart Navarra

En diciembre del año 1993 se produjeron dos misteriosas desapariciones en la Ciudad Condal que pusieron en el punto de mira a un ex-policía, José Gilart Navarra, quien había sido expulsado del cuerpo a raíz de los numerosos expedientes que había ido acumulando, consecuencia de las irregularidades que había cometido en su trayectoria en el instituto armado. Era un hombre de armas tomar, con carácter y capaz de hacer cualquier cosa. A ello se sumaba el hecho que de que era cinturón negro de Taekwondo a lo que se añadía su forma de ser, fría y calculadora. Además de regentar el bar «Snoopy» en la capital catalana, se dedicaba a otros turbios asuntos entre los que no faltaban nin el tráfico de drogas ni tampoco la compra venta de diversos artículos robados. Una verdadera prenda que terminaría muy mal sus últimos días.

La primera persona que desapareció de forma misteriosa fue Clemente Viñas Montblanch, el propietario del local en el que se encontraba situado el bar que el antiguo policía regentaba. Al parecer, su desaparición se produjo después de que le reclamase por enésima vez las elevadas cantidades de dinero que le adeudaba en concepto de renta. Por las mismas fechas desaparecería también un funcionario de la Seguridad Social, Francisco Sáenz Martínez, quien trabajaba en la unidad ejecutiva del Paralelo de Barcelona. Este último era el encargado de reclamarle las importantes sumas de dinero que le adeudaba al organismo en que prestaba sus servicios, pues también era un consumado moroso.

En enero de 1994, apenas un mes después de las dos misteriosas desapariciones, los investigadores del caso ponen en su punto de mira a Gilart Navarra, pues son conocedores de su carácter y también de sus presuntas artimañas, debido al historial que ha dejado en su paso por el Cuerpo Nacional de Policía. La Guardia Civil se dirigió, en primer lugar, al sótano del bar que regentaba, acompañados de perros adiestrados. Allí encontrarían algunos rastros de sangre, pruebas que le incriminaban en las dos desapariciones nunca aclaradas. A raíz de ello, el ex-agente sería detenido y pasaría un fin de semana en el calabozo.

Grabación

En su breve estancia en el calabozo un agente de la Guardia Civil le llegó a grabar cuando reconoció que había asesinado y descuartizado a los dos desaparecidos. Posteriormente, habría arrojado sus restos a la basura. Sin embargo, a la hora de la verdad se desdijo de su declaración y la misma no fue estimada ya que no contaba con autorización policial ni tampoco estaba presente su abogado defensor. Desde entonces, Gilart Navarra, hombre rudo y de carácter fuerte, no volvería a bajar la guardia y no haría nuevas declaraciones en ese sentido.

El Grupo de Homicidios de la Policía Nacional hallaría también en el mismo sótano en el que supuestamente se produjeron ambos asesinatos un documento falso de compraventa, así como facturas falsificadas con las que presuntamente el único detenido por las dos desapariciones pretendía aparentar que había adquirido el local en propiedad el bar que regentaba, así como que había satisfecho también sus deudas con la Tesorería.

El ex-policía sería juzgado en la Audiencia Provincial de Barcelona en el mes de julio del año 1995. En una más que polémica sentencia, el único encausado por los dos presuntos crímenes del bar «Snoopy» saldría absuelto de todo cargo. El fiscal solicitaba para el acusado una condena de 71 años de cárcel. Aunque se le imputaban otros delitos, también conseguiría el beneplácito de los tribunales. La resolución judicial, en la que a lo largo de más de 1.300 líneas no hay un solo punto y seguido o aparte, estaba plagada de innumerables tecnicismos y obedecía a un lenguaje críptico y farragoso difícilmente inteligible para el común de los mortales. Así, se pueden leer, entre otras expresiones «anulaciones humanas» para referirse a ambas muertes; «materia canalicular» o «fundamentación metajurídica». Los familiares de las víctimas quedaron estupefactos a raíz de la sentencia, por lo que recurrirían a instancias superiores.

En el verano del año 1999 el Tribunal Supremo ordenó la repetición del juicio, anulando la sentencia que había dictado la Audiencia Provincial de Barcelona cuatro años antes. La alta magistratura basaba su decisión en el hecho en que no había observado ninguna irregularidad en la recogida de los restos de sangre en el sótano en el que presuntamente se habían producido ambos asesinatos. El juez que presidió la sala que absolvió a José Gilart Navarra, Santiago Raposo sería inhabilitado durante diez años en 2002 por un delito de prevaricación en relación con quien fuera presidente de la sociedad Casinos de Cataluña, Jaume Sentís.

Muerte de José Gilart Navarra

Debido a los turbios negocios en los que se encontraba involucrado, el único acusado por el doble crimen de invierno de 1993 moriría en el año 2000 cuando contaba 42 años de edad, sin que diese tiempo a repetirse el juicio que tenía pendiente. La causa de su deceso fueron las graves heridas que le provocó un sicario hispanocolombiano, quien le disparó a quemarropa en el nuevo bar que regentaba en la Granja Andina, entrándole el tiro por la nuca, seccionándole la médula espinal y saliéndole por un ojo. A consecuencia de este hecho, Gilart Navarra quedaría postrado en una silla de ruedas y en estado prácticamente vegetativo, sin siquiera poder hablar.

El autor del disparo que terminaría ocasionándole la muerte al ex policía era un sicario, con doble nacionalidad española y colombiana. Sobre las circunstancias que le indujeron a esta acción se barajaron muchas hipótesis. Desde un posible ajuste de cuentas por narcotráfico a un posible encargo. Dino Marcelo Miller, que así se llamaba su verdugo, jamás confesó el verdadero motivo por el que había disparado contra José Gilart Navarra y sería condenado a un total de 60 años de cárcel, pues estaba acusado de haber perpetrado otros dos crímenes.

Con la muerte del único encausado por el doble crimen del bar «Snoopy» se cerraba cualquier posibilidad de esclarecer los asesinatos de Clemente Viñas Montblanch y Francisco Sáenz Martínez. De la misma forma, sus cuerpos no serían recuperados por sus respectivas familias y no podrían darles la ansiada sepultura digna que siempre se desea. El caso pasaría a engrosar la lista de acontecimientos trágicos no resueltos que pueblan las comisarías y juzgados de toda España.

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Cuatro asesinatos a las espaldas de Bueno Latorre: el delincuente más esquivo y menos conocido en España

Foto en la ficha policial de Rafael Bueno Latorre

Desde que protagonizara su última huida de la cárcel, en este caso de Alcalá-Meco, el día de viernes santo de 1984 no se han vuelto a tener noticias suyas en España, aunque la prensa extranjera sí hablase de él en reiteradas ocasiones hasta relacionarlo con la Mafia marsellesa o con grupos dedicados al tráfico de cocaína de Colombia. Ahora contaría con 66 años de edad, pero cuando hizo crecer su historial delictivo, siendo detenido hasta en 17 ocasiones, todavía no había cumplido los treinta. Su biografía emula a la mejor producción que pueda salir de los estudios de Hollywood, tanto por su realismo como por las increíbles peripecias de las había sido protagonista desde su más temprana edad.

Al igual que muchos de su quinta, Rafael Bueno Latorre fue consecuencia de la España del Éxodo rural y el desarrollismo, aquel país anclado en el pasado que trataba de abrirse paso entre tinieblas a merced del resto de Europa. Su familia, al igual que muchas de entonces, había emigrado desde la localidad sevillana de Utrera hasta tierras catalanas, radicándose en un área marginal de Santa Coloma de Gramanet, en Barcelona. Buscaban una prosperidad que parecía no llegar nunca a muchas provincias españolas, que sucumbían al olvido de unas circunstancias indolentes en un país que tan solo parecía ser, e incluso presumir, la reserva espiritual de Europa, aunque en el Viejo Continente se le aplicaba la máxima despectiva de que «África comienza en los Pirineos».

Precisamente esas barriadas marginales que surgieron al amparo de las grandes ciudades fueron el caldo de cultivo perfecto para centenares de jóvenes que, desarraigados y sin un futuro claro, cayeran en las redes de la delincuencia y, algo más tarde -a la muerte del dictador-, en el oscuro mundo de las drogas. Esa fue la escuela a la que asistió Rafael Bueno Latorre y otro que como él serían los «pioneros» de lo que se comenzaría a conocer, a finales de la década de los setenta del pasado siglo, como inseguridad ciudadana, un término hasta entonces ajeno en el vocabulario que empleaban los españoles.

El amplio historial delictivo de este individuo se remonta ya a los últimos años del franquismo. Había comenzado con pequeños hurtos, entre ellos tirones y robos de bolsos, cuando todavía era un adolescente. Su siguiente paso sería un robo a punta de navaja, protagonizado en septiembre de 1973 y del que da cuenta el diario catalán LA VANGUARDIA en su edición del día 22 del mismo mes. Junto con otros compinches se haría con un botín de 38.000 pesetas (algo menos de 240 euros) que le sustrajeron a un empleado de FECSA, quien lo reconocería en una rueda de reconocimiento practicada por la Policía, siendo ingresado por vez primera en la Cárcel Modelo de Barcelona. Desde entonces, se convertiría en habitual en las páginas de sucesos de los principales diarios y revistas del país, a pesar de que nunca se aireó tanto su historial como el de otros delincuentes contemporáneos suyos, entre ellos «El Vaquilla» o el mítico «Lute».

Experto en fugas

Dice el periodista experto en sucesos Juan Rada que este individuo no había nacido para vivir entre rejas y se convertiría en uno de los grandes maestros en fugas de todas las prisiones en las que había estado. La primera la protagonizaría en el año 1978 cuando se escapó de la cárcel de Carabanchel en la que estaba internado por diversos delitos, entre ellos varios robos a bancos a mano armada. En esta ocasión sería detenido a los pocos meses. Sin embargo, uno de los hechos más espectaculares de este energúmeno ocurriría el día 12 de octubre de 1983. Ingresado en la prisión de Burgos, contando supuestamente con contactos fuera de los muros de la cárcel, Rafael Bueno se autolesionaría con unas tijeras con las que se cortó en el estómago. A consecuencia de las heridas fue trasladado al Hospital Provincial, siendo custodiado por dos policías, además de estar sujeto por unos grilletes a la cama en la que estaba postrado. Sus compinches llegarían disfrazados con pelucas, gafas de sol y batas de sanitarios hasta la habitación que ocupaba el delincuentes. Al ir armados dieron muerte a los dos agentes que se encargaban de custodiar a Bueno Latorre. Como consecuencia de esta acción fallecerían Jesús Postigo Pérez y Raúl Santamaría Alonso. Al primero le dispararon más de veinte balazos, en tanto que al segundo lo remataron en el suelo. Convalenciente y con gotero, el célebre delincuente huiría del hospital en una acción trágica y espectacular a la vez que conmovería a la España de la época.

Casi siempre que protagonizaba alguna huida se desplazaba a Barcelona, que era su territorio predilecto, tal vez porque era el que mejor conocía. Apenas un mes más tarde de recobrar la clandestina libertad que había buscado, se reenganchó en su viejas actividades delictivas, convirtiéndose en uno de los forajidos más peligrosos del país, tanto por su actividad como por los círculos en los que se movía. Era el líder indiscutible de una banda que lideraba los bajos fondos de la Ciudad Condal. Tras haber dejado ya dos muertos a sus espaldas, su sanguinario currículum se incrementaría con el asesinato de dos delincuentes, a quienes acusaban de ser confidentes de la Policía en el otoño 1983, cuando cayó la última banda que lideró en España.

Al frente de un grupo de seis hombres, se disfrazaron de policías y se dirigieron a un bar de Badalona que era frecuentado por Manuel Andrés Sánchez Manzano, «Andresín», a quien someterían a un duro interrogatorio y consiguieron que «cantará». Posteriormente fue traslado hasta un paraje conocido como «La Pedrera», en el término municipal de Orrius. Allí le obligaron a cavar una zanja y lo situaron en la misma en tanto Bueno Latorre, con la pistola «Astra 38» que le había sustraído a uno de los policías asesinados en Burgos, lo descerrajaba de varios disparos.

El secuestro de Eduardo Aldama de la Red, «El Guau» revestía algo de más complejidad, pues conocía al lugarteniente del cabecilla de la peligrosa banda, Antonio Villena. Al igual que habían hecho con el anterior, lo secuestraron en un bar de la misma localidad, Badalona. Simulando un coche patrulla de la Policía con varios transmisores, lo introdujeron en un vehículo que pertenecía al líder de la peligrosa trama criminal. Posteriormente lo trasladaron hasta un bosque de Sant Fost de Captsentelles, donde, con el mismo arma, el «número dos» de Bueno Latorre se encargaría de darle muerte, una vez que hubo cavado también su propia tumba. Los dos enterramientos ilegales serían descubiertos por la Policía a finales de noviembre de 1983 cuando fueron detenidos tanto el famoso fugitivo como el resto de miembros que formaban parte de su aparato delincuencial.

La última fuga

Su última escapada fue sin lugar a dudas la más espectacular, superando a cualquier obra de ficción. Uno de los aspectos que siempre se ha resaltado de Bueno Latorre fue su capacidad para elegir la fecha idónea para llevar a cabo la escapada de cualquier centro penitenciario en el que estuviese ingresado. En esta ocasión eligió la festividad de Viernes Santo, cuando más de media España se encontraba de vacaciones o bien pendiente de las innumerables procesiones que celebraban por todo el país. El día elegido era el 20 de abril de 1984. El peligroso delincuente se encontraba ingresado en la reluciente prisión de Alcalá-Meco, considerada poco menos que un fortín inexpugnable y que, en su día, había costado la friolera de 1.5000 millones de pesetas (nueve millones de euros al cambio actual).

Para acometer la que iba a ser su última huida contó con el apoyo de otros dos internos, Antonio Álvarez Gallego y Antonio Retuerto González. También eligieron oportunamente la hora en la que iban llevarla a cabo, en torno a las nueve de la noche, aprovechando que en ese momento el resto de los internos se encontraban viendo la televisión. Para ello, arrancaron la taza del retrete de su celda y descendieron por el estrecho agujero circular hasta una galería de servicio por la que discurren tuberías, desagües y suministros eléctricos. Tras serrar una rejilla alcanzaron el sótano donde estaban los interruptores de la luz y del paso del agua. Mientras tanto, otros presos que colaboraban con ellos, provocaron una inundación al romper un grifo de una celda. Los funcionarios se dirigieron al lugar para tratar de paliar el daño provocado, pero fueron encañonados por los tres presos, provistos de unos artilugios que simulaban ser pistolas y un punzón. Los mismos habían sido fabricados por Retuerto, quien era pastelero de profesión, quien con trozos de jabón y trozo de acero inoxidable, los que había recubierto de tinta negra, lo que les hacía pasar como auténticas armas. Ya en el sótano, obligaron a los empleados a desnudarse, dos funcionarios y un fontanero. Con sus ropas conseguirían pasar desapercibidos.

Perfectamente disfrazados se dirigieron a las cocinas, sabedores de que allí había una puerta por la que entraban los abastecimientos de víveres de la prisión.. Posteriormente se dirigieron hasta el puesto de guardia, donde -sin dificultad- redujeron al único vigilante que había en ese momento y se perdieron en la oscuridad de la noche campo a través. Desde las garitas de vigilancia los habrían visto salir, pero por su aspecto, debidamente vestidos, no levantaron las sospechas. Cuando sonaron las alarmas de aquella magnánima prisión era ya demasiado tarde y Rafael Bueno Latorre había recobrado una vez más la libertad. En esta ocasión, a diferencia de las otras, no se dirigió a Barcelona como era habitual en él. Cruzaría la frontera francesa, aunque es posible que protagonizase algún hecho delictivo en el litoral catalán.

Desde entonces se encuentra en busca y captura, pero no hay un solo rastro que haya permitido la localización del escurridizo. Al parecer, habría sido avistado por la Costa Azul francesa, aunque no hay nada cierto. Las autoridades españolas han barajado la posibilidad de que esté muerto, aunque esta última hipótesis suele ser la fórmula más sencilla que se emplea para dar carpetazo a cualquier asunto que trae de cabeza a quienes deberían encargarse de su custodia. Se llegó a especular con que fuese el cabecilla de una banda dedicada al tráfico de hachís desde Marruecos a Europa, pero no ha dejado de ser una mera especulación. También se ha procedido a la reconstrucción de su aspecto actual, con 66 años, pero sin que haya dado resultado alguno. Es quizás esta una de las peores piedras en el zapato que más han afectado a las distintas autoridades españolas, tanto judiciales, como políticas y policiales, al encontrarse con un peligroso y esquivo delincuente del que no se sabe nada desde hace ya casi cuatro décadas. Y eso no es moco de pavo.

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Se suicida después de matar a hachazos a su esposa y a tres de sus hijos en Zorita (Cáceres)

El suceso ocurrió en la localidad cacereña de Zorita

Definitivamente la vida no le había sonreído a Dionisio González Cerezo, un hombre de 59 años que había estado emigrado durante muchos años en el pleno centro industrial del País Vasco, concretamente en Barakaldo. Tras muchos de arduo trabajo, en el año 1987 decidió regresar a su localidad natal, Zorita, un municipio extremeño situado en sureste de Cáceres que cuenta con algo menos de 1.500 habitantes. Allí trabajaba como tendero atendiendo a una amplia clientela en su mercado de abastos, quien tenía una imagen excepcional de él, tanto por su don de gentes como por su afabilidad. Aunque nadie le notó nada extraño, los problemas personales, las dificultades se encontraban ahí y era difícil mirar para otro lado.

La mujer de Dionisio, Amelia Serrano, de 57 años de edad, se encontraba con mitad del cuerpo paralizado como consecuencia de una trombosis y era el encargado de atenderla. A todo ello se sumaba que el hijo mayor del matrimonio había pasado recientemente por la cárcel. Por si fuese poco, los dos hijos más jóvenes del matrimonio se encontraban enganchados a la heroína. Para rematar la situación, hacía muy poco tiempo, la familia había sufrido la pérdida de un nieto, un niño recién nacido que era hijo de su hija Amelia. No faltaban tragedias en aquel clan familiar trabajador y honrado, que tal vez hubiesen socavado hasta cierto punto la personalidad de su cabeza de familia, quien perpetró una matanza en masa, asesinando a cuatro de los miembros de su prole.

El día 21 de noviembre de 1990 Dionisio no abrió su negocio en la plaza de abastos como era habitual en él. Quizás se sintiese ya desbordado y decidió emprender una matanza con el ánimo de liberarse de forma definitiva de los muchos males que lo acechaban.A pesar de que disponía de escopeta de caza, muy habitual en muchas casas de entornos rurales de España, decidió tomar un hacha y eliminar a los miembros de su familia de manera taxativa y rápida. El crimen tendría lugar entre las ocho y las nueve de la mañana en el número tres de la calle Cedazuelos. El homicida repartiría hasta un total de 22 hachazos entre su esposa e hijos. Su hija María Rosa, de 31 años, recibiría una decena, en tanto que Amelia, su mujer, media docena. Sus dos hijos restantes Manuel, de 29 años, sufrió la arremetida de su padre en cuatro ocasiones, en tanto que Marcial, un año más joven que el anterior, solo había recibido dos, suficientes para terminar con su vida. Este último todavía se encontraba vivo cuando familiares y vecinos se dirigieron al interior del lugar de autos. Sería trasladado en helicóptero hasta un centro sanitario, pero fallecería poco después.

Llamada telefónica

En su orgía de furor y sangre Dionisio tuvo aún tiempo y fuerzas suficientes para llamar a su hijo mayor, que se encontraba en Cáceres. Le dijo que se dirigiese inmediatamente a Zorita pues le había dado muerte a su madre y sus tres hermanos y ahora se iba a quitar la vida el mismo. El vástago que se había librado de la muerte, llamó a una tía suya que vivía muy cerca del lugar en el que se produjo la tragedia. Esta, acompañada de otros familiares y vecinos, se dirigieron hasta la vivienda de la familia. Llamaron reiteradamente a la puerta de la casa, pero solo oyeron algunos ruidos y finalmente un disparo. El autor de la matanza había incrustado la escopeta en la cabeza y después había apretado el gatillo, terminando así con su vida y dejando tras de sí una horrorosa orgía de sangre que colocaba en el mapa a un pequeño municipio español que atesora un gran encanto, aunque en esta ocasión fuese noticia por un desgraciado suceso que consternaría a toda Extremadura.

Al igual que sucede casi siempre que se produce un hecho de estas características, los primeros que no dan crédito a lo ocurrido son los propios familiares y conocidos del principal protagonista de los acontecimientos. Relataban por entonces a la prensa de la época algunas personas próximas a Dionisio que lo habían visto relativamente bien «dentro de lo suyo», aludiendo así a las dificultades por las que atravesaba debido a la difícil situación familiar en la que se encontraba. No obstante, nadie le creía capaz de cometer una barbaridad de semejante calibre, aunque se supone que nadie conocía el agobio humano que le producía tal cúmulo de adversidades y hasta que punto se encontraba afligido por la angustia en la que se encontraba sumido.

El día 22 de noviembre de 1990 se celebraría el sepelio de las cinco víctimas mortales de la tragedia ocurrida en Zorita, siendo varios los centenares de personas que se congregaron en su camposanto para darle el último adiós a los fallecidos y reconfortar al resto de la familia, siendo una de las más grandes manifestaciones de duelo que tuvieron lugar en la pequeña localidad extremeña.

El forense José María Montero, director del Instituto de Medicina Legal de Extremadura calificaría, en declaraciones efectuadas al diario pacense Hoy que en este caso se encontraban ante lo que los manuales de psiquiatría definen como un «suicidio ampliado«, típico de personalidades depresivas, que reflexiona como va a quedar la familia después de su muerte, por lo que deciden terminar antes con la vida del resto de los miembros para posteriormente acabar con la suya. Sea como fuere, lo cierto es que este el clásico acontecimiento que produce auténtico pavor y que nunca quisiésemos ver reflejado en las páginas de ningún periódico y tampoco en la cabecera de ningún programa de radio o televisión.

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El asesinato de «El Rambal»: un misterioso crimen que conmocionó a Gijón

Alberto Alonso Blanco, «El Rambal»

Alberto Alonso Blanco, «El Rambal», que contaba 47 años cuando fue asesinado, era todo un personaje en el Gijón de las décadas de los sesenta y setenta, quien nunca ocultó su condición sexual en un tiempo en el que incluso estaba considerada como una actividad delictiva y en la que la represión de quienes se osaban hacer gala de la misma era ardua y tenaz, al tiempo que la sociedad condenaba de forma drástica unas conductas que se consideraban como una perversión, aunque, como la ciencia se ha encargado de demostrar, no dejaba de ser una condición innata al igual que cualquier otra. Sin embargo, este hombre, que tenía muchos amigos, lo tomaba con sana ironía, principalmente con sus vecinas, quienes le apreciaban y sentían una indisimulada estima por un hombre que aparentemente no tenía enemigos.

Aunque ya había dejado de existir el dictador, apenas cinco meses antes, pervivían todavía unos rígidos estereotipos en una sociedad que se preparaba para cambiar. Aunque hacía tiempo que eran frecuentes los espectáculos de transformismo, estos estaban muy mal vistos y nadie se atrevía a reconocer de viva voz que habían asistido a eventos de estas características, de las que «El Rambal» era un verdadero artista. Su estricta discreción y el celo con el que se comportaba en su vida personal hacía que jamás revelase con quien compartía cama. Alguna vez había dicho que si él hablase se moverían los cimientos de la sociedad asturiana y concretamente de la gijonesa. Sin embargo, esos secretos se los llevó a la tumba.

En la noche del día de autos, según las personas que hablaron con él, no notaron nada raro en su comportamiento. Pasó aquella noche, la última de la semana santa de 1976, de bar en bar charlando con amigos y conocidos al igual que siempre. Lo único extraño que se recuerda fue una breve discusión, al parecer algo encendida, con un joven de mediana edad, que nunca sería identificado, cuando se encontraba cenando. Sin embargo, en principio no se le concedió mayor importancia a aquel rifirrafe que tal vez obedeciese a aspectos triviales, a pesar de que posteriormente se convertiría en un quebradero de cabeza para la Policía, aunque nunca podría ponerle rostro.

De madrugada

Cuenta el periodista gijonés Manuel de Cimadevilla que la madrugada en la que se produciría el crimen que le costaría la vida, la del 19 de abril de 1976, «El Rambal» había tomado una de sus últimas copas a primeras horas de la madrugada en el «Habana» para, posteriormente, dirigirse a su casa, una humilde vivienda emplazada en el número cuatro de la calle de las Monjas. Al parecer, iba acompañado de un misterioso joven, que podría ser hijo de algún personaje importante de la sociedad asturiana de la época, -concretamente de Avilés-, quien le acompañó hasta su casa. No se sabe ya si en el interior se produjo alguna discusión o lo que realmente aconteció. Lo que sí pudieron corroborar los forenses es que su asesino le asestó una puñalada que le seccionó la laringe, mortal de necesidad. El arma con el que se le dio muerte parece ser que era un estilete, muy comunes entre los delincuentes de aquella época. Su cuerpo presentaba heridas en distintas partes del cuerpo, entre ellas una mano, lo que demostraría que Alberto Alonso trató de defenderse de su agresor, quien huiría del lugar, no sin antes provocar un incendio con ánimo de borrar las posibles huellas del escenario del crimen.

Posteriormente, el misterioso muchacho se dirigiría hasta una cabina telefónica situada en las inmediaciones de la churrería del muro quien llamó por teléfono a su casa. Alguien, que era de Avilés, le escuchó decir «Papá he cometido una barbaridad. Manda un coche a buscarme a la churrería el muro de Gijón». Algo más de una hora después llegó un automóvil con conductor y el enigmático joven se subió a su asiento trasero. En ese momento se perdió definitivamente su pista en la oscura noche asturiana. Nadie fue capaz de ponerle cara ni se sabe quien podría haber sido, aunque parecía estar claro que era del municipio del occidente astur al que antes se aludía. Y no era cualquier persona, dicho sea esto con todas las reservas.

Un incendio

El cuerpo sin vida de Alberto Alonso Blanco sería descubierto debido a que una vecina de las viviendas contiguas observó que desde el número cuatro salía humo y alertó a los bomberos y la Policía. Ambos cuerpos de emergencia se encontraron con el dantesco panorama de que el único morador de aquella vivienda había sido asesinado, de ahí que el autor de su muerte hubiese provocado el fuego, con el exclusivo ánimo de borrar hipotéticas huellas que sirviesen para incriminarle. El asesino había echo una pira para tratar de que el cadáver de «El Rambal» se calcinase lo antes posible, pero antes de que esto sucediese llegaron antes los bomberos. Solamente había dado tiempo a que se le chamuscasen los pies. El cuerpo fue encontrado en posición decúbito supino y presentaba un aspecto aterrador, según lo describiría la Policía.

A los dos días se celebró su entierro al que asistieron más de un millar de personas, que querían dar así testimonio de aprecio por una persona que era muy popular en la ciudad asturiana y que también era muy querida. La iglesia de San Pedro, donde se celebró el funeral por su alma, se quedó pequeña para acoger a tantos fieles, convirtiéndose en una de las mayores manifestaciones de duelo que se recordaban en Gijón.

Tras su asesinato se iniciaron las pesquisas policiales, interrumpidas en distintas ocasiones por las autoridades, que se centraban en identificar al joven que había acompañado a «El Rambal» en la que sería la última noche de su vida. Sin embargo, se dice que había alguien que por detrás pretendía correr un tupido velo y echar tierra sobre un crimen que terminaría durmiendo el sueño de los justos, aunque en este caso, al igual que en otros muchos, también se puede decir que de los injustos. Dejaba, además, tras de sí un gran número de incógnitas y enigmas que ni siquiera el paso del tiempo se encargaría de resolver.

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Asesina a tres personas en Vallecas y después se suicida quemándose a lo bonzo en Monterrubio (Zamora)

El triple homicida se suicido en la localidad zamorana de Monterrubio

Una hermana de Pilar Rodríguez Lorenzo, de 55 años, vecina de la calle Antonio Folgueras en el populoso barrio madrileño de Vallecas se olía lo peor en aquellos primeros días del mes de octubre del año 1979. Había efectuado innumerables llamadas telefónica a sus familiares y nadie contestaba al teléfono en el 2D del segundo piso de la finca número dos de la concurrida vía de la capital de España. Le extrañaba mucho el mutismo que reinaba en aquella vivienda. Por ello, se decidió a acudir personalmente ella hasta el lugar. Sin embargo, sus insistentes llamadas a la puerta de la casa tampoco ofrecían resultado alguno, por lo que tuvo claro que a su familia le había ocurrido algo, como se suele decir en estos casos. A todo ello se sumaba el hecho de que la habían llamado desde Monterrubio, en la provincia de Zamora, para comunicarle que un pariente suyo, Antonio Rodríguez Lorenzo, de 48 años de edad, había puesto fin a su vida de una forma dramática y un tanto bárbara, ya que prendió fuego a su cuerpo y se quemó a lo bonzo.

La hermana de Pilar Rodríguez no relacionaba, hasta aquel momento, el suicidio de su familiar con el dantesco panorama que se encontraría la Policía cuando accedió a la vivienda en la que se había cometido el triple crimen. Fue ella también la encargada de dar la voz de alarma, avisando a las distintas fuerzas de seguridad y servicios de emergencia para averiguar que había sucedido realmente en aquel domicilio del barrio de Vallecas. Un bombero se encargaría de acceder al piso a través de una ventana interior situada en un patio de luces. Sin embargo, no fue él quien descubrió la tétrica escena que consternaría al gran barrio obrero por excelencia de España. Serían los agentes de la Policía quienes, en medio de un gran charco de sangre encontraron los cadáveres de dos de los inquilinos de aquel piso, Pilar Rodríguez Lorenzo, de 55 años y su marido Miguel Barrios Curedo, de 68, un hombre invidente y que vendía cupones de la ONCE, que yacían exánimes sobre el suelo, con evidentes señales de violencia.

Pero el drama sería aún mucho mayor cuando en otra estancia de la casa, concretamente en un dormitorio, se encontró sobre un colchón el cuerpo sin vida de la hija del matrimonio asesinado, María del Pilar, una joven de 22 años, quien al igual que sus progenitores, había sido asesinado con el mismo arma homicida. Ahora tocaba recomponer las piezas de aquel rompecabezas e indagar los motivos que se hallaban detrás de aquel triple crimen que sobrecogería a la capital de España en un otoño que se presumía muy caldeado por la conflictividad laboral que afectaba al país en aquel entonces.

Un hacha, la clave

La Policía encontraría un hacha en el cuarto de baño de la vivienda, con la que presumiblemente se habían cometido los tres asesinatos. El arma se encontraba completamente ensangrentada y los forenses se encargarían de certificar las sospechas policiales. La siguiente pista se encontraba muy lejos de Madrid, pero de la que no cabía ninguna duda que se encontraba intimamente relacionado con el truculento suceso acontecido en el barrio de Vallecas. La hermana de Pilar Rodríguez había tenido conocimiento ya del suicidio de un familiar suyo en la localidad zamorana de la que era originaria toda la familia. Sabía también que aquel mismo hombre se había hospedado durante algo más de una semana en el piso de las tres personas asesinadas, ya que estaba esperando a ser intervenido quirúrgicamente de una embolia cerebral que había sufrido recientemente.

A partir de todos estos datos, la Policía comenzaría a atar cabos y a deducir lo que realmente había pasado para que se originase aquella tragedia en aquella vivienda. Según la hipótesis policial, el desencadenante del triple crimen habría sido que Antonio Rodríguez, en los escasos días que llevaba hospedado en aquella casa, habría trabado una relación sentimental con la hija de los dueños, la cual no era aceptada de buen grado por parte de estos, quienes rechazaban de plano que María del Pilar Barrios Rodríguez iniciase un romance con un hombre que era 26 años mayor que ella. A lo que se sumaba, que además de ser su familiar, se encontraba casado y era padre de una prole compuesta por cinco vástagos. Todo ello no casaba con los rígidos estereotipos de la época ni mucho menos con los estrictos cánones de una sociedad que todavía no gozaba de una ley de divorcio, que aún se aprobaría dos años más tarde.

La tesis policial sostenía que a raíz de esa supuesta relación se pudo haber iniciado una ardua discusión entre los progenitores de la joven y el maduro cuarentón que la pretendía. Posteriormente, este último valiéndose de su superioridad, principalmente física, habría empuñado el hacha con la que primero dio muerte a la pareja que habitaba la casa y posteriormente a su hija, a quien sorprendió en cama cuando se encontraba acostada. Sus cuerpos sin vida no serían hallados hasta la madrugada del domingo, 7 de octubre de 1979, a pesar de que el trágico episodio se desarrolló probablemente en la noche del día cinco.

Huida y suicidio

A pesar de haber perpetrado una horrible matanza, Antonio Rodríguez Lorenzo, tuvo el valor suficiente para huir de Madrid y no comentar con absolutamente nadie la terrible tragedia que había ocasionado. En principio se dirigió en autocar hasta la localidad vallisoletana de Medina del Campo. En este último lugar tomaría un taxi que lo trasladaría hasta el pueblo zamorano de Encarmazón. Su periplo terminaría al encontrarse con un vecino suyo quien lo llevaría hasta Monterrubio, su villa natal. En ella pasaría la última noche de su existencia, pero sin dar cuenta a nadie de lo que había hecho en la capital de España.

Al día siguiente, el triple asesino madrugó bastante, levantándose a primera hora de la mañana. Su esposa le preguntó si le preparaba el desayuno, a lo que él rehusó «dada la actividad que iba a hacer» -en palabras textuales del propio criminal. Se dirigió a un pajar de su propiedad en el que roció su cuerpo con dos litros de gasolina para luego ponerse fuego a lo bonzo, dejando su cuerpo literalmente irreconocible, al quedar casi completamente calcinado por el fuego.

La noticia del suceso que sorprendió a los vecinos de Monterrubio inmediatamente llegaría a Madrid, siendo la Policía quien estableció el nexo entre la tragedia de Vallecas y el suicidio ocurrido a más de 300 kilómetros de distancia. Del autor de la matanza se decía que era un hombre agradable y cordial que trabajaba en el campo, aunque se encontraba muy obsesionado con los problemas de salud que le afectaban desde hacía algún tiempo. Nadie se imaginaba que detrás de aquel hombre que ponía fuego a su cuerpo se encontraba un triple asesino que pretendía a una joven que tranquilamente podría ser su hija.

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