Cuatro asesinatos provocados por «La Curandera asesina» de Mallorca
La España de finales de 1939 y comienzos de la década de los cuarenta del pasado siglo era un país que había sido diezmado por la Guerra Civil en el que cada uno se las arreglaba como podía con tal de susbsistir. Lo importante era ir tirando. Algunos, como el caso que se verá a continuación, lo hacían a cualquier precio, sin importarles mucho las consecuencias que de su deplorable actitud pudiesen derivarse. En aquel sórdido ambiente de miseria e inmundicia desenvolvía sus supuestas artes adivinatorias Magdalena Castells Pons en Palma de Mallorca. A ella acudían mujeres en busca de algunas soluciones a sus problemas, pues esta señora también se decía que practicaba abortos clandestinos y a saber cuales eran esas prácticas. Lo que sí ha quedado constatado ese que fue una de las asesinas en serie del siglo XX español y se ha tenido constancia de al menos cuatro crímenes, aunque pudieron haber sido más.
En aquella deprimente sociedad en la que sangraba a borbotones la profunda herida de la recién concluida guerra que había enfrentado a España a lo largo de casi un millar de días, Magdalena consideró que era el momento idóneo para ampliar el negocio que le estaba deparando unos beneficios que le permitían sortear el crónico vendaval de necesidades que había dejado tras de sí el conflicto bélico. Para la continuidad de su actividad contó con la ayuda de Antonia Font, quien desde su sastrería hacía de intermediaria en la captación de nuevas clientas que buscaban algún «remedio» a sus problemas, casi todos ellos relacionados con desavenencias familiares.
Magdalena Castells conocía a la perfección las propiedades tóxicas de un producto, conocido como Ratil, compuesto a base de harina, radio y arsénico que, en aquel entonces, se podía adquirir en cualquier droguería o establecimiento similar de la época. Era este el mortal veneno que ella vendía para que sus clientas lograsen sus macabros y crueles objetivos, hasta dejar un total de cuatro víctimas mortales en el camino, en poco más de diez meses.
Despecho
Si alguna características unía a las mujeres que cometieron los cuatro crímenes era el despecho y el ansia de deshacerse cuanto antes de las respectivas personas que, de una u otra forma, estorbaban en su camino. En las Navidades de 1939, las primeras en paz tras cuatro años de conflicto armado, Juana María Veny sería la primera mujer en emplear el mortal brebaje vendido por la «curandera asesina». Lo haría para deshacerse de su marido y así reiniciar una nueva vida junto a su amante. El médico encargado de expedir el certificado de defunción acreditaría que el hombre había fallecido como consecuencia de un colapso.
La macabra fama de Magdalena Castells no tardaría en dar sus tétricos frutos y vendrían nuevas clientas en busca de ese ansiado brutal consuelo entre quienes buscaban sus horrendos auxilios. Ya, en el año 1940, recurriría a sus servicios Margarita Martorell, quien, al igual que la anterior también pretendía deshacerse de su cónyuge, Miguel Massot, para así poder dedicarse libremente al oficio de la prostitución. Esta le suministraría el preparado en el café y la comida, en tanto que el médico que lo atendió se encargaría de certificar que había fallecido como consecuencia de una hemorragia interna. La vida de la víctima le costó a su asesina 350 pesetas, un corte de traje y un reloj, una sustanciosa cantidad para una época en la que se malvivía con enormes dificultades.
Pero no fueron solo hombres las víctimas de los tóxicos preparados de Castells. Hubo un curioso caso en la que la víctima fue una anciana de 76 años, Juana Mesquida, quien fallecería después de que su nuera, María Nicolau, le facilitase un ungüento similar al que habían empleado las otras dos asesinas. El motivo del móvil en este caso obedecía a que su suegra pensaba contraer matrimonio con un joven de 25 años, quien aparentaba «poseer pocas luces», tratando de evitar así que se le escapase la suculenta herencia de la que disponía su madre política, quien pretendía desheredarla.
Otra mujer que quiso liberarse del hombre con quien se había casado fue Antonia Suau Garán, a quien su avaricia le llevó a contraer matrimonio con un tío suyo, Pedro Garau, un hombre que había regresado recientemente por aquel entonces de la emigración americana. Su sobrina creyó que «había hecho las Américas» y que era una persona pudiente, aunque comprobaría que solamente se trataba de un tipo normal, que ni era millonario ni nada que se le pareciese, por lo que pretendió poner tierra de por medio envenándolo mientras comía. Es a partir de este caso cuando se inician las investigaciones en torno a las misteriosas muertes que estaban sucediendo en la capital mallorquina y enseguida se percatan los investigadores de que las pistas les conducen a una mujer que se estaba haciendo de oro con las desgracias de terceros y esa no era otro que la tristemente célebre, Magdalena Castells Pons.
Pena de muerte
En el año 1941 se celebraría el juicio contra la «curandera asesina de Mallorca» en medio de una gran expectación, aunque la prensa de la época apenas podría facilitar información alguna como consecuencia de la férrea censuraba que imperaba en el momento, tratándose además de un asunto que levantaba el morbo y cuestionaba la actuación de las autoridades en materia de salud pública.
Magdalena Castells sería condenada, en primera instancia, a la pena de muerte, en tanto que las restantes mujeres que habían intervenido en su macabra cadena de muertes, serian sentenciadas a 30 años de prisión. Por su parte, Antonio Font debería cumplir 14 años de cárcel, en calidad de colaboradora con la mujer que se dedicaba a suministrar los efectivos y mortales tóxicos.
El recurso al Tribunal Supremo daría sus frutos y este evitaría que la «curandera asesina» terminase sus días en el cadalso ante el temible garrote vil. La mujer sería finalmente indultada, siendo sustituida la pena capital por la de 30 años de cárcel por cada uno de los asesinatos. A partir de ese instante se le pierde definitivamente la pista a una mujer que llevó a la capital de las Baleares, en un tiempo que escocían profundamente las heridas de la Guerra Civil y que era todavía asunto de constante tratamiento informativo en las primeras planas de los periódicos y revistas de la época.
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