El doble crimen de Almonte: una larga década de incertidumbre en la impunidad

Concentración vecinal exigiendo justicia por el doble crimen de Almonte

Ha transcurrido ya una década desde que una persona diese muerte a un padre y su hija en la localidad onubense de Almonte. La pequeña María Domínguez Olmedo, de tan solo ocho años de edad, apareció literalmente cosida a puñaladas, hasta 104 contabilizaron los forenses, al anochecer del día 27 de abril de 2013, al igual que su padre Miguel Angel Domínguez, de 39 años, quien recibió 47 cuchilladas mortales en la misma jornada y a la misma hora. Diez años después, el asesino de ambos está suelto y a la investigación le queda ya muy pocos cabos de los que tirar para que pueda resolverse un caso que se ha convertido en una de las mayores incógnitas del panorama criminal español de los últimos tiempos.

La espeluznante historia de este suceso comenzó cuando Miguel Ángel Domínguez había quedado con su hija en casa el día de autos, por quien sentía auténtica devoción, tras el acuerdo alcanzado con quien había sido su esposa Marianela Olmedo, de quien se había separado muy recientemente por aquel entonces. Había escasamente un mes que había cesado la convivencia entre ambos. A la hora de producirse el doble crimen, el padre de la pequeña salía de la ducha, al tiempo que estaba viendo un partido de fútbol y le había prometido a esta que en cuanto terminase la llevaría a cenar a una pizzería, promesa esta que se vería dramáticamente incumplida por el inesperado devenir de los acontecimientos.

En torno a las diez menos cuarto de la noche del 27 de abril de 2013 un hombre se adentró en la vivienda que en ese momento ocupaban padre e hija. En principio algunos vecinos escucharon una discusión y una expresión «ya me tienes harto», que habría pronunciado Miguel Ángel Domínguez, lo que llevó a los investigadores a la conclusión de que el autor del horrible doble crimen era un conocido de la familia, a lo que se suma el hecho de que se hubiese empleado con una saña extrema con sus víctimas Ambos, agresor y víctima tenían un claro acento almonteño. La niña presenció el asesinato de su padre y fue entonces cuando se dirigió a la cocina en busca de un cuchillo con el que defenderlos. Sin embargo, el asesino, carente de cualquier escrúpulo, se ensañaría posteriormente con la pequeña, a quien dejaría tapada con una manta. Los cadáveres no serían descubiertos hasta dos días después.

La hipótesis del robo quedó completamente descartada, ya que se encontraron 290 euros en una pequeña hucha. Todo indica que el autor de los dos asesinatos actuó movido por un odio flagrante contra sus víctimas y que sus motivaciones estaban claramente definidas. Así lo daba a entender el último informe de la UCO, quien apuntaba a que el autor del crimen era un conocido, al que calificaba de «resentido» con las dos víctimas mortales que había dejado en su camino.

Detención

Tras practicar las primeras pesquisas, la Policía detuvo Francisco Javier Medina, amante de Marianela Olmedo, quien al igual que esta última y su ex marido eran empleados del supermercado que Mercadona posee en la localidad onubense. Había unas pruebas que parecían ser concluyentes en su contra, que era el ADN de quien se convertiría en el principal sospechoso desde el primer instante. Estas se encontraban en una manta. Sin embargo, esta prueba no sería lo suficientemente consistente para el jurado que se encargó de emitir el veredicto final. Terminarían de dar por buenas las explicaciones ofrecidas por el letrado de la Defensa, quien adujo que esos restos biológicos pudieron ser llevados por la madre de la niña hasta la vivienda en fechas recientes, ya que supuestamente habría mantenido relaciones sexuales con el único encausado.

Durante el tiempo que estuvo recluido, Medina recibió el apoyo de muchos almonteños, debido a que gozaba de muchas amistades así como también se encontraba muy integrado en su localidad natal. De hecho, era costalero de la Virgen del Rocío, siendo muy habitual que participase en todo tipo de actividades sociales que se desarrollaban en esta villa onubense.

Algo más de tres años y medio después de su detención, en octubre de 2017 se celebra el esperado juicio contra Francisco Javier Medina. El jurado terminaría declarándole no culpable por ocho votos contra uno, recobrando la libertad después de tres años y medio en la cárcel y después de que el fiscal encargado del caso se opusiese en reiteradas ocasiones a ponerlo de nuevo en la calle en tanto no se celebraba el juicio. Esta resolución sería recurrida por el propio fiscal y la familia de las víctimas ante el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía y posteriormente ante el Tribunal Supremo por entender que se había producido «defectos» en el fallo emitido por el jurado.

Al igual que habían hecho tanto el Supremo como el TSJA, el Tribunal Constitucional denegó la petición de amparo solicitada por las familias de las víctimas, quienes sopesaban la posibilidad de trasladar el caso al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, siendo ya esta la última baza que les queda.

Después de ser declarado inocente de las acusación que pesaban contra él, a pesar de la vaguedad de la coartada que había esgrimido y las sospechas que le incriminaban por el hallazgo de restos biológicos suyos, Francisco Javier Medina sería vitoreado y aclamado por un millar de personas que le esperaban el día en que se hizo pública la sentencia que lo exculpaba de cualquier cargo.

No obstante, después del largo trayecto recorrido, ambas instituciones judiciales terminarían rechazando los recursos y otorgando validez plena al veredicto emitido en primera instancia. Tras esta absolución, el único encartado por el doble crimen de Almonte ha quedado libre de cualquier veredicto de culpabilidad, no pudiendo juzgársele ya más por este suceso.

Nueva línea de investigación

Tras la última resolución judicial que termina finalmente con la única vía de investigación abierta, agentes de la UCO manifestaron a la familia de las víctimas que ellos no investigarían más puesto que consideraban el caso resuelto. Solamente quedaba un último hilo del que tirar, que eran los restos biológicos hallados en la manta. Esta última circunstancia ha despertado el malestar del abogado de la defensa que lo ha calificado de «tamaña barbaridad». Además, barajan la posibilidad de solicitar una indemnización por parte del Estado para con su defendido por el tiempo que pasó detenido y resultar finalmente absuelto.

La otra gran víctima de este caso ha sido la es ex-esposa de Miguel Ángel Domínguez y madre de la pequeña asesinada. A lo largo de los últimos años su vida se ha convertido en una auténtica tortura, viéndose obligada a abandonar la localidad de Almonte con destino a otro lugar. Asimismo, ha recibido un gran número de mensajes amenazantes, al tiempo que la han acusado de encubrir al verdadero asesino de su ex-marido y padre de la niña asesinada.

Sea como fuere, todo indica que el doble crimen de Almonte va camino de convertirse en un caso más sin resolverse. Ojalá no sea así, pero el tiempo, en estos casos, juega siempre en contra de la investigación.

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Se suicida tras asesinar a un anciano y a su hija en Tenerife

El doble crimen se perpetró en la barriada de Somosierra, en Tenerife

En los todavía duros primeros años sesenta España proseguía su no menos duro peregrinar hacia un nuevo horizonte en el siempre complicado trayecto que presentaba aquella época. Comenzaban a dejarse atrás los áridos años de la Posguerra, pero continuaban supurando las heridas abiertas durante tres años de guerra. Se decía que era un sistema en el que imperaba el respeto, pero sucedían algunos asuntos desagradables. Muchos más que en nuestros días, pero que apenas ocupaban espacio en los periódicos en un tiempo en el que la televisión se encontraba en su prehistoria, en tanto que la prensa escrita llegaba a una minoría que podía permitirse el lujo de destinar una cantidad diaria a la adquisición de un diario.

Uno de esos hechos desagradables ocurrió en una barriada obrera tinerfeña, Somosierra, surgida durante los terribles años posteriores a la Guerra Civil el día 18 de marzo de 1962 en el seno de una familia y unas personas cuya conducta había sido intachable, entre las cuales no era concebible que se produjera un hecho sangriento como el que tendría lugar en aquellos días finales del invierno de hace ya más de seis décadas. Nunca se sabrán con certeza los motivos que llevaron al guarda del Club de Golf José Luciano Palma Benítez, de 40 años, a perpetrar semejante barbaridad al anochecer de aquella jornada que ha quedado marcada en negro para el territorio insular, aunque se supone que detrás del doble crimen existían motivos económicos.

Feliciana Camacho Matías era una mujer soltera de 42 años que vivía con su padre Feliciano Camacho Cala, de 76, quien era un antiguo guardia civil en la reserva. Mantenían una estrecha relación con quien se terminaría convirtiendo en su verdugo, ya que les había prestado 20.000 pesetas de la época para financiar los gastos de una herencia que habían recibido recientemente. El día de autos el guarda del Club de Golf se dirigió a la vivienda que ocupaban el anciano y su hija, quien era maestra nacional y había ejercido como oficial en el Ayuntamiento de El Sauzal. Cuando recibió su visita, Feliciana se encontraba impartiendo clases a una niña de doce años, quien terminaría convirtiéndose en indeseado testigo de un suceso que consternaría a todo el archipiélago canario.

Machete cubano

Tras hacer acto de aparición en el domicilio del barrio de Somosierra, inició una acalorada discusión con Feliciana Camacho, sin saber esta que José Luciano Palma iba provisto de un machete cubano, de cincuenta centímetros de largo. El padre de la mujer, que se hallaba en otra estancia de la casa, escuchó los gritos lastimeros y angustiosos que su hija profería ante la agresión que estaba siendo objeto por parte de un hombre que tal vez hubiese perdido la razón y también el alma. El guarda de golf inició un sanguinario ritual a machetazos con Feliciana, no cejando en su empeño hasta degollarla.

No sabía el pobre Feliciano Camacho que acudir en auxilio de su hija era poco menos que firmar su propia acta de defunción. Una vez que hubo dado muerte a la moradora de la vivienda, José Luciano Palma haría otro tanto con el anciano, quien debido a su avanzada edad para aquel entonces no pudo resistir el envite del que fue objeto por parte de aquel individuo, quien le propinaría varios hachazos en distintas partes del cuerpo, que terminarían provocándole la muerte.

Algunos vecinos de las víctimas acudieron al lugar de autos alertados por los gritos que habían proferido las víctimas, aunque sin acercarse al autor del doble crimen, quien les anunció, en un primer momento, que tenía pensado entregarse en la Comisaría de Policía de Tenerife. Sin embargo, su verdadero propósito era otro. Tras consumar los dos asesinatos, tuvo la misma reacción que muchos otros asesinos. Esa no fue otra que la de poner fin también a su propia existencia. Antes tomó un taxi en el que se trasladó hacia la Laguna y Guamasa. En esta última localidad se suicidaría arrojándose de cabeza a un estanque ubicado en la finca de «El Duranzo». Ponía así colofón a un dramático episodio que ha quedado grabado en la memoria colectiva de la isla de Tenerife.

¿Móvil económico?

Este doble crimen ha quedado plagado de incógnitas que no se han logrado resolver en las últimas seis décadas. La principal obedece al móvil que pudo haber detrás del mismo. La principal hipótesis que se baraja es la de una posible causa económica. El anciano había recibido una importante herencia, valorada en varios millones de pesetas, de los hermanos Modesto Pérez Alemán y Feliciana Pérez Alemán, a cuyos gravámenes e impuestos debía de hacer frente.

Al parecer, José Luciano Palma le habría ofrecido su ayuda, ya que le había prestado 20.000 pesetas, una importante cantidad de dinero en aquel entonces. No se sabe el interés que podría cobrar por el préstamo, pero sí se sabe que Feliciano Camacho había conseguido financiar el importe de las transacciones que debía de efectuar en unas condiciones que le resultaban mucho más favorables que las ofrecidas por el guarda del Club de Golf. Tal vez esta última circunstancia habría irritado y enfadado de sobremanera a su prestamista, quien, supuestamente, sintiéndose burlado o menospreciado, terminaría por provocar uno de los sucesos más sangrientos en las Islas Afortunadas en la década de los años sesenta del pasado siglo y del que todavía se sigue hablando en nuestros días.

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Asesina a cinco personas en un bar de Vitoria («El crimen del bar Carabanchel»)

Entierro de las víctimas del crimen del «Bar Carabanchel» en Vitoria

Si hay sucesos inexplicables, este es, sin lugar a dudas, uno de ellos. A pesar de que han transcurrido ya casi siete décadas del mismo todavía son muchas las incógnitas que se ciernen sobre una matanza que aterró a Vitoria en el primer año en que oficialmente se dio por concluido el periodo de Posguerra, a pesar de que sus secuelas eran todavía muy evidentes en una sociedad que seguía fuertemente marcada por los efectos de la Guerra Civil y que estaba férreamente dominada por el miedo y una anquilosada dictadura que vivía completamente de espaldas al pueblo que decía representar.

Durante los casi setenta años que han transcurrido desde que los vitorianos se viesen conmovidos por una horrible tragedia se han especulado mucho acerca de las causas que movieron a un antiguo militante de grupos republicanos y que había estado exiliado hasta el año 1947 llamado Arturo Santamaría y que contaba 37 años en 1955 a la hora de descerrajar a tiros a cinco jóvenes que pertenecían a lo más granado de la sociedad vitoriana de la época, aunque hay muchas coincidencias a la hora de señalar que no se trató de un crimen político. Si bien es cierto que el estudioso de este caso Julio Corral que el día de autos se recibieron algunas llamadas alertando en algunos cuarteles de la capital alavesa de que «algo iba a pasar», sin poder encontrar respuesta a qué se referían con esa tétrica expresión.

El día que quedaría marcado en negro en el calendario de los vitoriano sería el 12 de febrero de 1955, en lo que prometía ser un plácido sábado de fin de semana en el que la fiesta y la algarabía poblaba los rincones de la ciudad de la Virgen Blanca y sus numerosos jóvenes se daban cita en sus cafés y bares para disfrutar del fin de semana. En uno de esos locales de ocio, hoy ya desaparecido, el bar «Carabanchel» acudían regularmente una cuadrilla de amigos para conversar, tomar un refrigerio y jugar a las cartas. Todos ellos eran chavales refinados y de buenas familias que, según uno de los supervivientes, carecían de una inclinación política clara y respetaban mutuamente las tendencias de cada cual, siendo este aspecto muy secundario. El establecimiento hostelero estaba situado en antigua calle Carlos VII, hoy en día Florida.

«¿Me invitáis a un coñac?

Entre los clientes del bar se encontraba un hombre aún joven, aunque algo más maduro que los anteriores que les preguntó a algunos de los presentes si le invitaban a un coñac a lo que respondieron negativamente, pues no le conocían. Posteriormente, tras dejar sobre la barra el paraguas que portaba consigo, se puso a departir durante algo más de media hora con diferentes personas, quienes incluso le invitaron a que tomase unos vinos, a lo que aquel hombre aceptó de muy buen grado al tiempo que intervenía en la conversación. Aparentemente no levantaba ninguna sospecha y era un individuo normal, si bien es cierto que Julio Corral ha indicado que se encontraba enfermo y sufría algunos desequilibrios mentales, si bien esta circunstancia apenas era conocida entre quienes le trataban salvo los más íntimos.

En un momento dado aquel hombre Arturo Santamaría decidió levantarse e ir hacia el lavabo del bar, aspecto este que tampoco levantó sospecha alguna, salvo que aquel misterioso cliente demoraba mucho la salida del cuarto de aseo. Al salir de esta estancia, entró al lavabo uno de los testigos, circunstancia esta que según él le salvaría la vida. Cuando regresaba junto al resto de compañeros escuchó decir a uno de ellos la curiosa expresión «Llama a un cura». La voz lastimera era proferida por su amigo Francisco Santamaría Garagalza, un joven de 31 años, que era procurador de los tribunales. Se encontraba ya en los estertores de la muerte después de que el quíntuple criminal hubiese abierto fuego contra aquel grupo de muchachos que disfrutaban de la noche del fin de semana.

A consecuencia de los disparos indiscriminados realizados por Arturo Santamaría, quien comenzó a disparar contra los presentes sin mediar palabra después de sacar el arma que portaba consigo, fallecerían en el acto cuatro jóvenes. Además del ya mencionado caería también en el mismo lugar un hermano suyo, Pablo Santamaría Garagalza, un año más joven que él y que era funcionario del Ayuntamiento de Vitoria. Las otras dos víctimas mortales fueron José Martínez Muñoz, de 31 años, que en ese momento era el juez suplente municipal de la capital alavesa y José María Lejarreta, a la sazón hijo del otrora alcalde vitoriano que llevaba su mismo nombre. En el indiscriminado tiroteo efectuado por el antiguo republicano caería herido de extrema gravedad Julio Beiztegui, de edad similar a sus compañeros, quien fallecería catorce días después como consecuencia de un balazo que se le había alojado en la clavícula y se encontraba próximo al corazón.

Arturo Santamaría, abatido

Como no podía ser de otra forma, el tiroteo en el que habían fallecido cuatro jóvenes y otro se encontraba en estado semimoribundo en aquel momento produjo la lógica consternación y el estupor de toda una ciudad que estaba más pendiente de ir sorteando las dificultades de un tiempo en el que la Guerra Civil era todavía un recuerdo que se encontraba en la mente de todos los ciudadanos que en cuestiones que podía considerar secundarios. Como sucede casi siempre en estos casos, se generarían mitos, leyendas e informaciones paralelas en relación a lo que sucedió aquel aciago 12 de febrero de 1955. No obstante, el estudioso del caso Francisco Corral, sostiene que el suceso había sido planificado, premeditado y calculado al milímetro, pues en el momento en que Arturo Santamaría huye del bar salía un tren para Francia. De hecho, el asesino se dirigiría hacia la Estación del Norte de la capital alavesa en la que sería abatido en la madrugada del domingo, 13 de febrero de 1955, por un tirador de élite de la Guardia Civil.

Además hay que añadir que al poco tiempo de haberse producido el tiroteo, cuando aún no se sabía la persona que había disparado, se presentó la guardia civil en el cuarto de socorro con una foto de Arturo Santamaría, que según Corral continua siendo uno de los puntos poco claros del caso y que le ha llevado a la investigación para tratar de poner luz al caso con el libro ‘El crimen del Carabanchel‘. Para este estudioso, el caso se ha pretendido cerrar en falso y durante muchos años fue un tema tabú en Vitoria, pretendiendo aclarar con su publicación algunos de los controvertidos puntos que en su opinión han sido muy dolorosos para las partes involucradas en este caso. De hecho, mantiene que en realidad fueron seis los fallecidos a consecuencia del tiroteo, pues la Guardia Civil se encargó de linchar al asesino.

Sea como fuere, lo cierto es que este suceso constituye el peor crimen de la historia de Vitoria por lo que al número de víctimas se refiere, un total de cinco. Seis si se añade el autor del tiroteo. Hipótesis, teorías alternativas y similares hay y ha habido siempre en todo tipo de sucesos sangrientos, pero lo verdaderamente cierto de todo es que fue un trágico episodio en el que fueron vilmente asesinados seis jóvenes en lo que prometía ser una verdadera noche de fiesta de un fin de semana de los cincuenta, cuando España trataba de levantarse muy tibiamente de los efectos de una guerra que la había dejado completamente diezmada.

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Asesina a cuatro personas en dos crímenes perpetrados con 18 años de diferencia

El triple crimen tuvo lugar en la localidad mallorquina de Algaida en el año 1957

Una vez más, nos encontramos con sujetos que jamás aprenden de su oscura experiencia en el pasado. Uno de esos energúmenos fue Gabriel Axartell Cifre, quien no tenía reparos ni el menor remordimiento posible a la hora de acabar con la vida de quien fatalmente se encontraba en su camino. El móvil de sus crímenes siempre fue el dinero y no titubeó en emplear una escopeta a la hora de terminar con la vida de quienes se convertían en su dramático objetivo.

Las navidades del año 1957 estarían teñidas de sangre en las Baleares, con un horroroso triple crimen de los que no se olvidan jamás, dejando una huella indeleble entre los vecinos de Algaida, un municipio situado en el centro sur de la isla de Mallorca, que en aquel entonces contaba con poco más de 4.000 habitantes. Por aquel entonces un ganadero de la zona Mateu Verd Verd, de 72 años de edad, había cobrado una sustanciosa cantidad de dinero para la época por la venta de unos pavos, que eran el plato estrella de la época en que se encontraban. La cifra ascendía a casi 10.000 pesetas que, si bien no eran una fortuna, permitían vivir desahogadamente durante algún tiempo. No obstante, aquel dinero se iba a convertir en la causa de su inesperado deceso cuando un individuo, de quien decían que sufría algún tipo de patología mental, se cruzaría trágicamente en su camino en el día anterior a la nochebuena de aquel año.

El ganadero convivía en su mismo domicilio con su hermana Margarita, quien sufría una parálisis que le afectaba a gran parte de su cuerpo y su cuñada Joana Oliver. Aquel 23 de diciembre de 1957 recibieron la inesperada y truculenta visita de un hombre joven, que entonces contaba con tan solo 21 años de edad, Gabriel Axartell Cifre, de quien se decía que era analfabeto, muy bruto y cuya capacidad intelectiva estaba muy puesta en tela de juicio por quienes le conocían. El muchacho irrumpió bruscamente la vivienda y disparó a quemarropa con una escopeta de caza en contra de Mateu Verd, quien falleció prácticamente en el acto. Posteriormente le arrebató el dinero que llevaba encima. Pensando en que tal vez las otras dos personas que residían en aquella misma vivienda de la finca de Can Campanet no dudó en aplicarles el mismo método que había hecho con quien llevaba las riendas de la casa. De hecho, la Guardia Civil localizaría en tres estancias distintas los cuerpos de las tres víctimas, lo que daba a entender claramente que el asesino había recorrido el inmueble en la búsqueda de posibles e incómodos testigos para cuando las autoridades decidiesen actuar.

Detención

Los agentes de la Guardia Civil pusieron en el punto de mira a aquel muchacho joven desde el primer instante, quien sería detenido al día siguiente de haber perpetrado el triple crimen que aterraría a las Islas Baleares en las fiestas navideñas de 1957. A pesar de su supuesta debilidad mental, de la que se haría eco la sentencia, sorteó inicialmente los duros interrogatorios a los que fue sometido. En sus declaraciones aducía a «simples casualidades» a las contundentes pruebas que lo incriminaban como posible autor de aquella masacre ocurrida en la casa de un honrado ganadero. En su poder habían hallado 9.000 pesetas, de las que no pudo ofrecer ninguna explicación acerca de su procedencia. Los investigadores estaban plenamente convencidos, como así era, de que aquel dinero había sido el móvil del crimen y que le había sustraído a una de sus víctimas.

Casi una semana después de haber perpetrado el horrible crimen, Gabriel Axartell se derrumbaba y terminaba por confesar su autoría. Sería ingresado en un psiquiátrico por orden judicial del que protagonizaría una sonada huida en el año 1961. Con un grillete en una mano y la otra vendada tomaría un taxi con el que desplazaría hasta una localidad próxima. Ya, en el punto de destino, le confesaría la verdad al taxista, a quien dijo además que no le podía pagar más de 200 pesetas, pues acababa de salir de un manicomio. Apenas unos días más tarde sería apresado por la Guardia Civil, que lo devolvería al lugar del que se había fugado.

En noviembre del año 1962 se celebró el juicio en su contra. Aunque rondó la posibilidad de que fuese condenado a muerte, los magistrados desecharon esta posibilidad debido a la supuesta enfermedad mental que le aquejaba, avalada por psiquiatras que lo habían atendido. Además de tener que hacer frente a una importante responsabilidad civil, el triple criminal de Algaida sería condenado a 60 años de cárcel, veinte por cada una de las víctimas que había dejado en su trágico peregrinar. Sin embargo, apenas cumpliría poco más de catorce años, siendo puesto en libertad a comienzos de la década de los setenta. Se vuelve a observar en este caso el mito de la supuesta ejemplaridad de las penas durante el franquismo, salvo claro está si el reo era sentenciado a muerte.

Cuarto asesinato

Los años de prisión y su maltrecha vida no contribuyeron a que enderezase el rumbo de su existencia, volviendo a las andadas en enero del año 1975. El triple criminal de Algaida se había instalado en la localidad mallorquina de Llucmajor, muy próximo a la localidad en la que había perpetrado la tragedia del año 1957. Allí trabajaba como vigilante de una finca. No se sabe como ni cómo no, Axartell entablaría amistad con Antonio Fuster, un hombre de 58 años de edad, que se dedicaba a la venta ambulante de lotería y que era un gran aficionado a la numismática. Su verdugo le tendió una trampa diciéndole que tenía unas monedas muy antiguas que podrían ser de su interés y que estaba dispuesto a deshacerse de las mismas por la cantidad de 30.000 pesetas.

El criminal y su victima concertarían una cita en un paraje completamente desierto a dos kilómetros de Llucmajor: Los familiares de este último le habían advertido del riesgo que representaba, pues no conocía prácticamente de nada al supuesto vendedor de monedas. Sin embargo, Antonio Fuster acudió con total tranquilidad confiado en la nobleza de aquel individuo. Le seguía de cerca un yerno suyo, a quien había hecho levantar suspicacias la cita en un lugar completamente inhóspito y en el que podía ocurrir cualquier cosa. La fecha elegida era el 25 de enero de 1975, sábado, para más señas. El supuesto vendedor de monedas lo único que llevaba consigo era una escopeta de cañones recortados, que previamente había sustraído. Sin pensárselo dos veces, Gabriel Axartell empuñó el arma y disparó hasta dos veces sobre su víctima, a quien requisó la cantidad de 33.100 pesetas. Su yerno fue testigo, a cierta distancia, del asesinato de su suegro, sin que pudiese hacer nada por evitarlo. Solamente pudo informar a la Guardia Civil de lo acontecido.

En octubre de 1976 se celebraría el juicio por el último crimen cometido por el psicópata mallorquín. Sería sentenciado en un principio a pena de muerte, que, finalmente, sería condonada al apreciar el tribunal «una debilidad mental con psicopatía», recibiendo como pena accesoria 20 años de reclusión mayor, además de tener que indemnizar a los herederos de su última víctima con la cantidad de 700.000 pesetas, aunque, como casi siempre sucede en estos casos, es de suponer que el criminal fuese insolvente.

Tras el último crimen, se le pierde definitivamente al peligroso psicópata Gabriel Axartell Cifre, el hombre que tiñó de luto la isla de Mallorca con dos horrendos crímenes cometidos con apenas 18 años de diferencia. Que se sepa no ha vuelto a delinquir. Es más, de vivir en la actualidad este hombre se aproximaría ya a los 90 años, aunque visto su trágico historial no sería de extrañar que volviese a las andadas por que era el clásico individuo que jamás aprendió de sus muchos errores que costaron nada más y nada menos que la vida de cuatro inocentes.

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Se suicida después de dar muerte a tres personas en un bar de Orihuela (Alicante)

El triple crimen tuvo lugar en la barriada oriolana de El Escorratel

Paco «El patillas», como era conocido entre sus convecinos, tenía fama de ser un donjuán, pendenciero y no ocultaba para nada su prepotencia haciendo alarde de una pistola Astra, la misma que emplearía en el triple crimen que perpetraría en la primavera del año 1986. A raíz de ese exhibicionismo, la Guardia Civil terminó por retirarle la licencia para armas de fuego, con lo cual cuando cometió la matanza la había realizado bajo el supuesto delito de tenencia ilícita de armas. En aquel momento, Francisco López Blas contaba con 57 años de edad y era padre de cuatro hijos. Hacía diez que había interrumpido su matrimonio y buscaba nuevas sensaciones junto a mujeres mucho más jóvenes que él, pero le traicionaba su excesivo orgullo, achacándose a los celos la tragedia que se desencadenaría en el Bar Zapata de Orihuela a últimas horas de la mañana de aquel 15 de marzo de 1986.

Era muy frecuente ver a «El Patillas» en el establecimiento hostelero en el que protagonizaría la terrible tragedia, pues se rumoreaba que mantenía relaciones con alguna de sus camareras, aunque otras fuentes apuntaban a cuestiones económicas como el desencadenante de un triple homicidio que sobrecogería a la localidad alicantina en la misma primavera en la que el principal foco de atención de los españoles estaba siendo el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN. Habían transcurrido poco más de 48 años del plebiscito cuando los alicantinos y los oriolanos en particular se vieron sorprendidos por un hecho que acapararía portadas de la prensa de la época, así como también decenas de informativos de radio y televisión.

Francisco López Blas trabajaba como guarda jurado en la urbanización Montepinar, aunque muchos de los propietarios de inmuebles habían prescindido de sus servicios debido a su fuerte carácter. Aún así, seguía con este mismo empleo y llevaba consigo el arma de fuego para la que no estaba capacitado después de la retirada del permiso por parte de la Benemérita. Sin embargo, parecía no importarle. Así lo haría el día de autos cuando entró en el Bar Zapata y pidió a las camareras que le pusieran un vino, la bebida que casi siempre pedía. Le atendió Beatriz Moreno Martínez, de 28 años de edad, con quien se decía que quien se iba a convertir en su verdugo mantenía una relación sentimental, aunque otras fuentes apuntaban a que la mujer tenía una hija de tan solo tres años, fruto de la relación que mantenía con el propietario del establecimiento en el que trabajaba

Discusión

Según manifestaría posteriormente la única superviviente de aquella horrible matanza, Rosi Escámez Gutiérrez, de 17 años y oriunda de Ciudad Real, entre ambos, Beatriz y Paco se suscitaría una fuerte discusión en relación a las relaciones que la primera mantenía con el propietario del bar en el que trabajaba en presencia de una docena de clientes que en aquel momento se encontraban en el interior del bar. Sin pensárselo dos veces, haciendo de nuevo gala de la prepotencia y arrogancia que le caracterizaba, «El Patillas» empuñó el arma que portaba y disparó dos veces contra su víctima, dejándola exangüe prácticamente en el acto, dando así comienzo al rosario de muertes que protagonizaría.

Un joven de 21 años de edad, Francisco Mateo Pacheco, interfirió en lo que era más que una sencilla discusión, lo que le equivaldría a una sentencia de muerte, pues aquel energúmeno, completamente fuera de control, tampoco dudó en disparar en contra suya. Un solo disparo que le atravesó el corazón fue suficiente para terminar con la vida de un muchacho que se ganaba la vida como leñador. Las balas asesinas del criminal alcanzaron también a Martina Martínez López, de 23 años, quien malherida trató de refugiarse en una habitación en la que se encontraba durmiendo su hija de tan solo tres meses de edad. Sin embargo, su verdugo la perseguiría hasta la alcoba y allí la remataría con un arma blanca, completando así su horrible ritual de terror y sangre.

La cifra de víctimas pudo ser aún mayor. De hecho, la otra persona que fue alcanzada por las balas, Rosi Escamez, quien presentaba tres heridas por arma de fuego en una pierna, consiguió escapara del agresor refugiándose bajo una mesa. También corrió mejor suerte otro hombre que se encontraba en el local, Jesús Sola, quien tuvo la inmensa fortuna de que a Paco se le encasquillase la pistola en el momento en el que le estaba apuntando con el mismo arma con la que ya había dejado tres muertos, una gran tragedia en toda regla.

El autor del triple crimen huiría del lugar de los hechos a bordo de su vehículo, un SEAT-133 de color amarillo, no sin antes pronunciar a uno de los clientes una lapidaria frase que resultó ser profética: «No me volverá a ver jamás». Durante 24 largas horas se mantendría el misterio de lo que le podría haber ocurrido al hombre que había teñido de luto a Orihuela y más concretamente a El Escorratel, una barriada en la periferia compuesta básicamente por trabajadores y personas de origen humilde, pero por encima de toda pacífica y tranquila que jamás pudo llegar a imaginar que un suceso de semejantes características los haría saltar a las primeras planas de los principales diarios españoles.

Suicidio

Presa del remordimiento o tal vez del hecho de sentirse acorralado, además de señalado e incluso denigrado el resto de su vida, Paco «El Patillas» se dirigió hacia un almacén agrícola de Orihuela, situado a unos tres kilómetros del Bar Zapata, con la decisión ya tomada de terminar con su propia existencia. Antes de poner fin sin a vida, cerró todas las puertas y ventanas del local para introducirse después en el interior de su automóvil, donde, de un solo disparo se descerrajó la cabeza. Allí mismo, sería encontrado en la mañana del día siguiente al que había perpetrado el triple crimen por efectivos de la Policía, quienes lo hallaron tendido sobre el asiento del conductor. En una de sus manos aún se encontraba el mismo arma que había servido para dar muerte a tres personas el día anterior y que también le serviría para terminar con su vida. En el cargador aún tenía otras siete balas más.

Con el hallazgo del cadáver del triple asesino de El Escorratel se ponía fin a uno de los episodios más oscuros y trágicos que se han vivido en Orihuela en los últimos tiempos, la capital de la Vega Baja del Segura, conocida universalmente por su maravilloso patrimonio artístico-histórico así como por la exquisitez de los productos de su huerta, a pesar de que un hombre, tal vez desnortado, la situase en el mapa de la crónica negra española un ya lejano día de primavera.

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