El asesinato de Carrero Blanco: Medio siglo de incógnitas en torno al último magnicidio perpetrado en España

Escenario posterior a la explosión del atentado que costó la vida a Carrero Blanco en la calle Claudio Coello de Madrid

Han transcurrido ya 50 años, que se dice pronto, en torno al último magnicidio perpetrado en España y que costó la vida al por entonces presidente del Gobierno de España, almirante Luis Carrero Blanco, su escolta Juan Antonio Bueno Fernández y el chófer que conducía el vehículo en el que viajaban, José Luis Pérez Mogena. Desde entonces no han hecho más que sucederse las especulaciones acerca de quien pudo estar detrás de aquel ataque terrorista, cuya autoría fue atribuida a la banda terrorista ETA, aunque quedaron muchos interrogantes en torno a cómo se produjo un acontecimiento que, según algunos, cambió sustancialmente el rumbo de España, cuya dictadura se encontraba ya en estado preagónico.

Como era costumbre, aquella mañana a las nueve, el político franquista acudió a misa a la parroquia madrileña de San Francisco de Borja, en pleno barrio de Salamanca, únicamente protegido por dos policías secretas que le acompañaban siempre en un vehículo escolta en su itinerario, además de una tercera persona que iba en el mismo coche en que se desplazaba Carrero Blanco, lo que terminaría costándole la vida. Después de abandonar el templo, situado a escasos 100 metros de la Embajada estadounidense, se dirigía en su vehículo, un Dodge 3700 GT, de 1.800 kilos de peso y que carecía de blindaje, a desayunar a su domicilio, sito en la calle Hermanos Bécquer.

Lo que no podía imaginar el almirante Carrero Blanco ni nadie en España era que aquel 20 de diciembre de 1973 iba a ser el último de su vida. Cuando el automóvil en el que viajaba enfiló la calle Claudio Coello, a la altura del número 104 se encontraban dos hombres con monos de trabajo, en apariencia electricistas, que estaban dando los últimos detalles de lo que iba a ser una terrorífica explosión. Cuando faltaban escasamente dos minutos para las nueve y media de la mañana, el conductor del coche oficial accionó el mando del indicador de dirección para apartar de un utilitario Austin Morris, que obstruía el tráfico en la calzada. En ese instante el vehículo saltó por los aires, superando los veinte metros de altura hasta precipitarse en la terraza interior de un colegio de religiosos regentando por los Hermanos Jesuitas.

¿Dónde está el coche del presidente?

Después de efectuar una llamada a los servicios de emergencias en la que se alertaba de una potente explosión, cuyos efectos todavía se desconocían, nadie sabía en un primer momento que le había sucedido al coche del presidente del Gobierno. Únicamente uno de los religiosos que se hallaba en el interior del colegio y que había administrado el sacramento extremaunción a Carrero y sus acompañantes era conocedor de su destino. Pasaron veinte minutos o incluso más hasta que se supo que camino había tomado, llegando incluso a especularse con la posibilidad de que se hubiese sumergido en el socavón que había provocado la deflagración. Algunas personas que transitaban por Claudio Coello, así como los dos policías que iban en el vehículo que acompañaba al del presidente Carrero Blanco resultaron heridas, aunque ninguna de ellas de gravedad.

Fue precisamente un sacerdote quien descubrió donde se encontraba el vehículo, en cuyo interior se encontraba agonizante el número dos del régimen del general Franco, en tanto que el escolta que le acompañaba ya había perdido la vida, casi en el mismo instante en que se produjo la detonación de los explosivos. Al conductor aún se le percibía un hilo de vida, falleciendo pocas horas después en la residencia sanitaria Francisco Franco. Antes de llegar al hospital, el presidente del Gobierno exhalaba su último aliento, llegando ya cadáver, tal como lo certifica la propia autopsia.

En aquellos momentos de zozobra y desconcierto, se reflejaron claramente las deficiencias que sufría el país, pues no existía un servicio de emergencias organizado. Al lugar hubieron de acudir algunos soldadores y bomberos, que serían los encargados de excarcelar los cuerpos de las tres víctimas que se encontraban en el amasijo de hierros en el que se había convertido el vehículo oficial. Es a partir de entonces cuando se suceden las distintas teorías así como las hipótesis en torno a lo que verdaderamente pudo haber ocurrido, así cómo lo que habría podido fallar para que se produjese un atentado de tal calibre en un país, en el que, en teoría, «no se movía nadie».

Falsa explosión de gas

En un primer momento las principales líneas de investigación se dirigieron hacia una posible explosión de gas, teoría esta prácticamente inverosímil puesto que en aquel entonces no había gas ciudad en la zona en la que se produjo aquella terrible deflagración. Aún así, esa falsa explosión fue sostenida desde los distintos departamentos oficiales, negando hasta prácticamente la última hora del día que estaban ante un atentado terrorista, con el que nadie contaba ni mucho menos se imaginaba, máxime después de que desde la propia legación diplomática americana ya habían abundado con esta hipótesis tan solo una hora después del atentado. Es más, la propia Policía había descubierto el túnel por el que se habrían introducido los explosivos con los que saltó por los aires el vehículo en el que viajaba Carrero Blanco.

No sería hasta las siete de la tarde de ese mismo día, 20 de diciembre de 1973, cuando la única televisión existente en España en aquel entonces, TVE, confirmaba que se trataba de un «atentado criminal» que le había costado la vida nada más y nada menos que al presidente del Gobierno de la nación. Alrededor de las once y media de la noche, el presidente en funciones, Torcuato Fernández Miranda ratificaba oficialmente que la muerte de Carrero Blanco había sido a consecuencia de un atentado terrorista, cuando ya era dominio de totalidad de los españoles que así había sucedido.

La banda terrorista ETA reivindicaría el atentado en suelo francés a través de una rueda de prensa en la que ofrecía detalles acerca de la explosión. Mientras tanto, un clima de incertidumbre y, porque no decirlo, de miedo, se apoderaba de una gran parte de los españoles de la época, en cuya mente estaba todavía muy reciente el recuerdo de la Guerra Civil. Algunos temían una airada reacción del régimen contra algunos conocidos opositores, en tanto que otros sospechaban que se produjese un «autogolpe de Estado», o bien se implantase la Ley marcial.

¿Qué propició realmente el atentado?

Es una pregunta que lleva ya 50 años en el aire y nadie le ha dado respuesta. Se sabe que ETA fue la mano ejecutora, pero el interrogante que se plantea es de si recibió ayuda, bien interior o exterior, ya sea por acción u omisión. Al parecer, los terroristas que intervinieron en el atentado, Jesús Zugarramurdi, alias «Kiskur», José Miguel Beñarán, alias «Argala» y Javier Larreategui, alias «Atxulo» estaban fichados por la Policía, además de cometer infinidad de errores que, en otros supuestos, hubieran llevado a su detención inmediata.

En el edificio en el que se produjo el atentando, un semisotano que no estaba en alquiler y alguien les informó a los etarras que allí había estado un escultor como último inquilino, pues su propietario no dejó de expresar su sorpresa cuando unos jóvenes fueron a alquilarlo. El vecindario llevaba ya un tiempo expresando sus quejas por el ruido y los estruendos que se producían en los bajos del inmueble, principalmente en horario nocturno. Sin embargo, sus quejas no fueron escuchadas por el Ayuntamiento de Madrid ni por tampoco ninguna otra autoridad. Igualmente, desde la Embajada de EE.UU., prácticamente lindante con el lugar de los hechos, se había informado de la existencia de unas obras en un edificio próximo, indicando que parecían estar construyendo un túnel.

Los errores y las negligencias no terminan sin embargo ahí. Uno de los hechos comprobados era la escasa protección de la que disponía el almirante Carrero Blanco, que era poco menos que testimonial. Tan solo un coche escolta en el que viajaban dos policías secretas, a lo que se suma sus rutinarios recorridos. Su vehículo hacía todos los días el mismo trayecto y a la misma hora. Incluso, el periodista Manuel Cerdán apunta a que ese itinerario no lo hizo el día 18, dos días antes de morir asesinado y para el que previsiblemente estaba previsto en un principio el atentado. Su entrevista con el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, quien estuvo de visita oficial en España por un breve lapso de tiempo, impidió que el plan se ejecutase 48 horas antes. Es más, el diplomático estadounidense abandonó nuestro país de forma precipitada, además de extrañarse de la escasa seguridad con la que contaba el mandatario español. Toda una incógnita.

Existen después algunos hechos que llaman singularmente la atención. Uno de ellos es que en las horas posteriores al atentado, cuando el Gobierno ya conoce de primera mano que el almirante ha sido asesinado, no se cierra la ciudad de Madrid, a fin de evitar que los terroristas puedan huir. A todo ello se añade que no se practica ni un solo control de carreteras en los accesos a la capital de España, lo que contribuye a incrementar la extrañeza entre quienes durante años han estudiado a fondo este trágico acontecimiento.

Colaboración de Francia

Otro aspecto que también resulta poco menos que increíble es que se rechace la detención de la cúpula de la organización terrorista que ha perpetrado el atentado. Tan solo 22 horas después de la explosión que ha acabado con la vida de Carrero Blanco, el Gobierno francés le ofreció al español la posibilidad de que se extraditasen a los miembros de la banda presentes en suelo galo, a quienes tenía perfectamente localizados. El entonces embajador español en el país vecino, Pedro Cortina Mauri, que posteriormente se convertiría en ministro de Asuntos Exteriores en el primer ejecutivo presidido por Arias Navarro, es el encargado de trasladar esta negativa a sus colegas franceses ante la estupefacción del diplomático y segundo de abordo en la legación diplomática española en París, José María Alvarez de Sotomayor.

Y otra decisión que muchos jamás terminaron de comprender, fue el nombramiento de presidente del Gobierno, en sustitución del asesinado Carrero Blanco, de Carlos Arias Navarro, hasta entonces titular del ministerio de la Gobernación, a quien correspondía la seguridad del Estado, y por tanto del presidente víctima del atentado de ETA. Es más, algunas fuentes llegan a sugerir que durante algún tiempo se especula que la banda terrorista emprenda alguna acción contra el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón, el director general de la Guardia Civil, general Iniesta Cano, o contra el presidente del Ejecutivo. A los dos primeros se les refuerzan las medidas de seguridad, al tercero se dejan como estaban, con una escolta simbólica, cuando no testimonial. Lo cierto es que nadie se interesó por su debida protección.

En medio siglo se han sucedido muchas teorías, denominadas de la «conspiración», que no han sentando bien en algunos círculos, que se niegan radicalmente a admitir otros postulados y se inclinan en que los autores del crimen fueron únicamente aquellos terroristas vascos, hoy en día todos ellos fallecidos, uno de ellos «Argala», después de que una bomba explotase en los bajos de su coche en el sur de Francia, lo que también resulta cuando menos sospechoso. Quizás fue asesinado para acallar para siempre su voz. Mientras, «Atxulo» y «Wilson» morían como consecuencia de sendos cánceres en los años 2007 y 2008, el segundo después de que dejase caer en algunos medios de comunicación que la banda que él dirigía no había actuado sola en el invierno de 1973.

Igualmente resulta sospechoso el material empleado para hacer volar el coche oficial, pues se trataba de un explosivo de guerra, conocido como C-4, que en aquel entonces solo disponía del mismo Estados Unidos. Fueron un total de 75 kilos los empleados en el atentado, como para reventar un tren, suficientes para asegurarse de que su acción alcanzaba los objetivos propuestos y mucho más. ¿Cómo se hicieron los terroristas con una metralla tan específica que nunca antes habían empleado y que jamás han vuelto a utilizar? Es aquí donde supuestamente surge la sombra de la CIA, a pesar de que Carrero era un hombre muy afín a los americanos, el más firme partidario de mantener sus bases en territorio español, si bien es cierto que no a cualquier precio, lo que no habría sido aceptado de muy buen grado en el Pentágono.

Son demasiadas las preguntas las que han quedado sin respuesta a lo largo de este medio siglo desde que pereciera en atentado terrorista el hombre fuerte del régimen franquista desde los años cincuenta, el fiel colaborador y servidor del dictador, cuya vida se extinguiría tan solo 23 meses más tarde, aunque con la muerte de su hombre de confianza se iniciase definitivamente la cuenta atrás del régimen instaurado casi 40 años antes. Probablemente, esas incógnitas queden sin respuesta o cuando menos se halle un argumento que satisfaga a la mayoría. Y es que los magnicidios, ya se sabe, los carga el diablo. En poco más de un siglo en España se produjeron un total de cinco. Del acontecido en 1870, contra el general Prim, ocurre lo mismo que con el de Carrero, todavía siguen existiendo muchos enigmas y eso que ya han transcurrido más de 150 años.

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Un menor asesina a dos ancianos en San Juan de la Arena (Asturias)

La Villa de San Juan de la Arena se vio tristemente sacudida por un doble crimen en el año 2004

No cabe ninguna de que estamos ante uno de los más bellos y vistosos parajes de la costa cantábrica, en la que unos singulares meandros de los últimos tramos de la ría del Nalón hacen del lugar uno de los más hermosos y espectaculares, siendo un generoso regalo para la vista de quien se acerque a la geografía asturiana. Sin embargo, esta singular y preciosa villa, que es San Juan de la Arena, situada a 15 kilómetros al oeste de Gijón en el municipio de Soto del Barco, se vería tristemente abatida por un hecho luctuoso en el invierno del año 2004, cuando un mozo que todavía era menor de edad dio muerte a dos personas de avanzada edad cuando entró a robar en el domicilio de sus víctimas.

Alrededor de las diez y cuarto de la mañana del primero de febrero de 2004, como era costumbre en la asistenta que ayudaba a los ancianos, se vio sorprendida al observar la puerta trasera abierta y las luces encendidas en el número 70 de la calle río Nalón a la que acudía con regularidad. Gritó reiteradamente por los ancianos, sin obtener respuesta. Además, pudo contemplar horrorizada como había un cuchillo, un hacha y un martillo ensangrentados, por lo que inmediatamente llamó a la Guardia Civil ante las sospechas de que algo muy grave había acontecido en aquel domicilio.

Muertos a hachazos

Tal como había sospechado la asistenta, efectivamente se encontraban ante un hecho inusual en la zona y, por si fuese poco, trágico y macabro. En una pequeña sala en la primera planta de la vivienda se halló el cuerpo sin vida de Manuel Álvarez Fernández, de 87 años, tirado en medio de un gran charco de sangre, con múltiples heridas de arma blanca y contusiones, que le habían afectado principalmente al pulmón y al corazón, que le habían ocasionado la muerte. Su hermana, Isabel Álvarez Fernández, un año mayor que él, estaba sobre su cama cosida literalmente a navajazos, además de presentar dos golpes en la cabeza, posiblemente propinados con un martillo.

Nadie dudaba ya de que se encontraban ante un horroroso y sanguinario crimen, cuyo móvil había sido el robo, a pesar de que los ancianos no guardaban dinero ni tampoco objetos de valor en su domicilio. Si bien es cierto que ambos gozaban de una posición económica desahogada, gracias a los muchos años de trabajo y esfuerzo, pues él, Manuel, había sido el encargado de una fábrica de conservas y salazones, en tanto que la mujer había estado al cargo de la tienda de ultramarinos que había regentado la familia durante bastantes años, por lo que eran muy conocidos en todo el término municipal. Los fallecidos tenían otro hermano mayor, que en aquel entonces superaba ya los 90 años.

Las primeras pesquisas llevaron a la Guardia Civil a la detención de un joven de 20 años, así como a la investigación de otros siete muchachos de la comarca por si estuviesen implicados en este sangriento episodio que consternó profundamente a toda Asturias. Las indagaciones revelaron que ninguno de ellos tenía nada que ver en el doble crimen en el que habían sido asesinados dos ancianos, por lo que el detenido sería puesto en libertad a las pocas horas.

Detención de un menor

Al día siguiente de haberse producido el doble crimen, la Benemérita resolvía satisfactoriamente el caso con la detención de un chaval que, en aquel entonces, contaba con tan solo 17 años de edad, que respondía a las iniciales de J.L.F.I., quien confesaría el doble crimen, así como también se confirmaría el móvil del robo como la principal causa de ambos asesinatos. Su detención sorprendió en cierta medida al vecindario de la zona, principalmente por la juventud del asesino, quien pasaría a disposición del Juzgado de Menores.

Al tratarse de un menor de edad, la ley no contempla que sea sometido a la justicia ordinaria, por lo que la pena impuesta levantó cierta desazón entre algunos sectores. El fiscal solicitaba, en un principio, 16 años de internamiento, ocho por cada uno de los crímenes, que se vería reducida a tan solo ocho años de estancia en un centro de reeducación, lo máximo que contemplaba la legislación vigente en ese momento.

Cuatro años más tarde, en 2008, el precoz asesino de San Juan de la Arena, accedería al régimen abierto, de semilibertad, cuando ya contaba 21 años de edad. El fiscal sostenía que el muchacho había mostrado un buen comportamiento a lo largo de la primera etapa en la que estuvo ingresado, además de recordar que el joven criminal había padecido una dura infancia en el seno de una familia completamente desestructurada. Igualmente apuntaba a que tras aquel régimen del que gozaba, también estaría en libertad vigilada los años subsiguientes a su puesta definitiva en libertad.

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Asesina a tres personas en Ariza (Zaragoza) por antiguos resentimientos personales

Los hechos ocurrieron en la antigua Carretera de Francia

Fue uno de los sucesos más impactantes de la época de la Segunda República española en la que se prodigaban los episodios sangrientos protagonizados por cuestiones políticas, aunque también sucedían otros hechos que muchas veces eran oscurecidos por la abundante actualidad sociopolítica de la convulsa década de los años treinta del pasado siglo. Era este un tiempo en el que en España se había suprimido la pena capital, por lo que había cierta sensación de una mayor liberalidad en un país que tampoco era ajeno al agitado clima que se vivía en el resto de Europa.

Los resentimientos nunca fueron buenos compañeros de viaje, máxime si van acompañados de infundados y enfermizos celos, que no pocas veces han provocado sangrientas tragedias, algunas que dejaron una huella indeleble a pesar del tiempo que ha pasado. Uno de estos trágicos acontecimientos tuvo lugar en la mañana del día 11 de abril de 1933, siendo su escenario la antigua y mítica Carretera de Francia a su paso por tierras aragonesas.

Aquella jornada una camioneta partió desde la localidad maña de Ariza con destino a la alcarreña de Maranchón. En el vehículo viajaban cuatro personas, dos mujeres y dos hombres. Las féminas eran las hermanas Gabina y Mercedes Sánz, de 26 y 17 años respectivamente, a quienes acompañaban un familiar, Miguel Sendejas y el propio conductor del automóvil. Cuando ya se encontraban en camino un joven Joaquín Pérez Aguarón, les conminó a que se detuviesen con el objetivo de trasladarlo a una finca suya que se encontraba a cierta distancia de Ariza. Sin ningún inconveniente accedieron a las peticiones del muchacho, que había sido novio de Mercedes, y hacia quien sentía un cierto resentimiento jamás superado.

A tiros

En un momento dado, antes de llegar a la finca a la que supuestamente debía de trasladarse Joaquín, este instó al conductor a que detuviese el automóvil, a lo que accedió. En ese preciso instante, el hombre que había solicitado desenfundó una pistola, al tiempo que en otra mano esgrimía un puñal de considerables dimensiones. Al observar su actitud hostil, las dos muchachas profirieron gritos de auxilio, en tanto que Miguel Sendejas lo instaba a que depusiese su actitud. Aunque, nada más lejos de su intención.

Al descender todos los ocupantes del automóvil, aquel hombre, que quizás hubiese perdido su alma y también algo más, comenzaría su ritual de sangre. Realizó tres disparos que alcanzaron mortalmente a Miguel, quien quedó tendido en un margen de la carretera. La segunda víctima sería Gabina Sanz, a quien un certero tiro acabó con su vida prácticamente en el acto al atravesarle el corazón.

Ante el desolador y aterrador panorama que estaba presenciando, su ex novia, que se negaba a reiniciar la relación sentimental que habían mantenido durante años, profirió gritos recriminándole su inexplicable actitud. Sin embargo, sus palabras de nada servirían, ya que Joaquín estaba dispuesto a llegar muy lejos, pero con el peor destino posible. Contra esta última efectuó dos disparos, que no terminaron con su vida en primera instancia, por lo que decidió rematarla asestándole varias puñaladas que terminarían con su vida con tan solo 17 años de edad.

A los pocos momentos de haberse perpetrado el triple crimen, por el mismo punto en que se había producido pasó un matrimonio a bordo de otro autómovil, que mostró su lógico horror por el aterrador panorama que estaba contemplando y le comunicó al criminal que iba dar cuenta de lo acontecido a la Guardia Civil. Sin embargo, el autor de las tres muertes amenazó con hacerles lo mismo que a las tres víctimas mortales, por lo que decidieron proseguir su ruta, es de suponer que muy horrorizados, compungidos y aterrados por lo que habían presenciado.

Tras cometer el triple crimen Joaquín Pérez Aguaron decidió regresar a su domicilio de Ariza, donde aguardó pacientemente la llegada de los agentes de la Guardia Civil, quienes le detuvieron sin oponer ningún tipo de resistencia. Cuando se encontraba detenido en las dependencias de la Benemérita, en las inmediaciones se congregó una gran multitud de vecinos que instaban a los guardias a que les dejasen al asesino para lincharlo.

60 años de cárcel

Joaquín Pérez Aguaron fue juzgado en la Audiencia Provincial de Zaragoza en abril de 1934. En aquel instante se hallaba suspendida la pena capital en España, por lo que fue sentenciado a un total de 60 años de prisión, acusado de tres delitos de asesinato, además de hacer frente a una fuerte compensación económica en concepto de responsabilidad civil.

Al triple criminal de Ariza se le perdería la vista a partir de la Guerra Civil española, al igual que a muchos otros que se enrolarían en alguno de los dos bandos contendientes en el conflicto que desangró a España de norte a sur y de este a oeste, demostrando en algún caso una vez más su saña y su terror, los mismos motivos por lo que se encontraban cumpliendo sus respectivas penas.

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Asesina a una mujer y a sus dos hijas en Cazalla de la Sierra (Sevilla) (El triple crimen de «El Rabazo»)

Caseta en la que «El Rabazo» perpetró su triple crimen

Tiempos muy duros para todo el mundo aquellos años veinte del siglo pasado, recién terminada la Primera Guerra Mundial. España se sumía en una profunda crisis política derivada de la conflictividad social y la interminable Guerra de África, que se estaba convirtiendo en una sangría de la que solo se beneficiaban los altos cargos militares con sus ascensos, mientras en aquel inútil conflicto perecían millares de jóvenes de toda la geografía española sin saber a cuento de qué luchaban. Solamente se sabía que de por medio estaban los intereses del Conde de Romanones, todo un personaje de la época en la España de entonces.

En medio de ese enrarecido clima en el país seguían ocurriendo sangrientos episodios que llegarían hasta nuestros días gracias a la transmisión oral que se ha hecho de unas generaciones a otras. Uno de los más crueles y significativos ocurriría en el norte de la provincia de Sevilla el primero de mayo de 1920, que daría pie a un dicho que todavía se escucha con demasiada frecuencia en Cazalla de la Sierra, lugar donde tuvo lugar el horrible crimen, y en prácticamente toda la Sierra Norte de Sevilla. «Anda que eres más malo que el Rabazo» -reza el tradicional dicho en alusión al hombre que terminaría con la vida de la guardabarrera, Carolina Cortés y sus dos hijas.

Antonio Martínez Hernández, alias «Rabazo» era un joven trabajador del campo, probablemente un pobre hombre en el pleno sentido de la expresión, tal vez agobiado por el hambre y las necesidades extremas de la época, que un buen día o en este caso en una negra y pésima jornada perpetraría un triple crimen que ha pasado a los anales de la historia negra, tanto de Andalucía como de España.

«Ganas de matarla»

Así se expresó este curioso personaje en la declaración hecha ante la Guardia Civil cuando les relató de forma pormenorizada el triple crimen que perpetró aquel día del mes de mayo de 1920. Aseguró que conocía a Carolina Cortés desde que era una niña, pero que la jornada de autos sintió ese irrefrenable deseo criminal, aunque durante el juicio se le acusaría de haber cometido los tres asesinatos para apropiarse de los ahorros -la nada desdeñable cantidad de 350 pesetas para la época- que guardaba la mujer, guardabarreras de profesión, al tiempo que era conocedor de la ausencia de su marido en aquel aciago día de primavera.

Según el relato que hizo ante la Benemérita, el «Rabazo» acometió por las espaldas a la mujer cuando se hallaba regando plantas en un huerto. Armado con un cuchillo le asestó una puñalada, de la que la guardabarrera logró reponerse. Es en ese momento en el que se entabla una feroz y atroz lucha entre ambos en la que el asesino continuó asestando puñaladas a su víctima sin cesar. A pesar de las graves heridas que presentaba, Carolina logró zafarse momentáneamente de su agresor, aunque finalmente caería ya exánime en las inmediaciones de la caseta en la que vivía. El criminal terminaría su macabra obra propinándole un último golpe en la cabeza con un peñasco.

A los gritos proferidos por su madre acudió su hija mayor, quien se abrazó de forma desconsolada a su cuerpo sin vida, momento que fue aprovechado por el «Rabazo» para coserla literalmente a cuchilladas al igual que había hecho con su progenitora. El asesino se percató también que en una cuna dormía la menor de las criaturas de la guardabarrera, a la que asestó una única y mortal cuchillada que terminó con su vida prácticamente en el acto.

Cuando terminó con la vida de la mujer y las dos niñas, Antonio Martínez huiría del lugar con destino a Guadalcanal, su lugar de origen y en el que sería detenido en una «casa de mala reputación», tal como la define la prensa de la época. Tras ser detenido, estuvo a punto de ser linchado por la multitud, indignada ante tan aberrante y escabroso suceso. Al parecer, el triple asesino prorrumpiría en sollozos cuando estaba relatando el suceso que había protagonizado. «Era muy buena la pobrecita», «Pobrecitas las niñas cuanto lloraban», fueron algunas de las expresiones que quedaron para la posteridad de un oscuro y terrible suceso que ha dejado su impronta hasta nuestros días, a pesar de que ha transcurrido más de un siglo.

Pena de muerte

La pena capital se aplicaba entonces con una gran laxitud. Parece que este caso estaba bastante claro que iba a ser así, aunque se perdonaron algunos hechos crueles y sangrientos en los que estaban implicados sindicalistas anarquistas de aquella época. Desde un principio, los magistrados lo tuvieron bastante claro. El fiscal solicitó la pena de muerte y cadena perpetua, además de una indemnización de 10.000 pesetas para el marido y padre de las víctimas en el transcurso del juicio celebrado a en diciembre de 1922 en la Audiencia Provincial de Sevilla.

El día 6 de diciembre se hacía pública la sentencia en la que se condenaba a Antonio Martínez Hernández a la pena de muerte, acusado de tres delitos de homicidio y otro de robo, con las agravantes de alevosía, superioridad y allanamiento de morada, quedando claro que el móvil del triple crimen había sido el robo. Prácticamente nadie ponía en duda la suerte que correría aquel sujeto de mirada fría e inexpresivo rostro que no parecía mirar hacia ninguna parte. Quedaba únicamente el habitual recurso al Tribunal Supremo o la posible gracia del indulto por parte del Consejo de Ministros.

Para evitar que el «Rabazo» pereciese en el cadalso se movilizaron algunas fuerzas vivas de la ciudad de Sevilla, entre ellas su alcalde Agustín Vázquez Armero, así como el arzobispo Eustaquio Illundáin y Esteban, que hacían votos por la vida de un triple asesino. Sin embargo, sus buenas acciones no encontraron la buena acogida del Gobierno de la Nación, nacido del pronunciamiento de Primo de Rivera en 1923, que pretendía dar un ejemplo de mano dura ante el caos que habían provocado algunas revueltas anarquistas y el descontrol del orden público.

El criminal que se hizo tristemente célebre en mayo de 1920 subiría al patíbulo a primeras horas de la mañana del día 7 de febrero de 1924, apagándose definitivamente su existencia en plena juventud pocos minutos después de las ocho de la mañana. A partir de ahí se iniciarán una serie de leyendas e historias de terror con las que asustar a los más pequeños, así como expresiones y locuciones que han llegado hasta nuestros días, entre ellos el célebre dicho de «Anda que eres más malo que el «Rabazo».

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Asesina a tres familiares en Calcena (Zaragoza) porque le «habían echado el mal de ojo»

Calcena fue escenario de un triple crimen en agosto del año 1913

Es sin duda un suceso de lo que comúnmente se ha denominado España profunda, término que somos muy reacios a emplear, pero que en este caso pretende dar una imagen de lo acaecido en otro tiempo ya un tanto remoto porque se remonta al año 1913. Ocurrió en una pequeña localidad de la provincia de Zaragoza, concretamente en la localidad de Calcena, enclavada en el paraje del Parque natural del Moncayo, en una época en la que estos territorios estaban literalmente olvidados de la mano de Dios y los hombres se encomendaban a viejas supercherías y creencias que provocaron bastantes tragedias en la España de la época motivados por la ignorancia.

Un agricultor todavía muy joven, Felipe Pasamar Gregorio se había enfrentado a diversas adversidades en su vida. La última fue la muerte de una criatura recién nacida. Este hecho le hizo sospechar que detrás de sus desgracias había algún hechizo maligno. Para confirmarlo se dirigió a la consulta de una famosa adivina conocida como la «Sibila de Alpartir», distante más de 60 kilómetros de donde residía en compañía con su familia. La conocida pitonisa no hizo otro cosa que confirmar sus macabras presunciones, señalando con nombres y apellidos a quienes supuestamene le habrían «echado el mal de ojo». Estos no eran otros que su padre, su madrastra y una hermanastra suya, con quienes mantenía unas pésimas relaciones.

Al atardecer del día 9 de agosto de 1913 Felipe Pasamar, instigado por su esposa, Felisa Villa, decidió que debía terminar con todos los males que le aquejaban por la vía más rápida y desgraciadamente la más trágica. Para ello se proveyó de una pistola y un hacha con la que daría muerte a sus tres víctimas.

En una era

Como suele suceder en estos casos, aunque las distintas fuentes consultadas difieren acerca de cómo se produjo el triple crimen, lo cierto es que Felipe no se lo pensó dos veces. Su padre, Vicente Pasamar Pérez, venía de hacer las labores propias de esa época del año, la siega. Según cuenta el diario ABC entre progenitor e hijo hubo una acalorada discusión, previa al primer envite con él, a quien le asestó una certera puñalada que terminaría con su vida prácticamente en el acto.

Junto a la primera víctima mortal, se hallaba su segunda esposa, Francisca Arroyo Lasheras, hacia quien Felipe sentía una profunda animadversión. Tanta, que ni siquiera le dio tiempo a defenderse de su verdugo, pues con la pistola le efectuó un disparo en el pecho que la dejó exangüe. No contento con tamaña matanza, decidió también dar muerte a la hija de esta Juana Lapuente, por quien tampoco sentía una gran simpatía, con el mismo arma que había empleado para asesinar a su progenitora.

Unos agricultores que se encontraban en las inmediaciones de donde se produjo el sangriento suceso intentaron intervenir para evitar aquella tragedia, pero el furor del criminal les impidió hacer nada. Los amenazaría reiteradamente con el arma de fuego que llevaba, además de advertirles que se trataba de una cuestión personal y familiar.

Felipe Pasamar sería detenido a las pocas horas del triple crimen que había consternado a la pequeña localidad de Calcena, que contaba entonces con poco más de 800 habitantes frente a los menos del centenar con los que cuenta en la actualidad. Los vecinos pretendían lincharlos al enterarse de los crímenes y hubo de intervenir la Guardia Civil para protegerlo de una turba que se encontraba soliviantada y exaltada por aquellas tres muertes. Aún así, pudo ser trasladado hasta la localidad de Borja, cabecera del partido judicial de la comarca y en la que se encontraba la cárcel.

Además de Felipe Pasamar, también se procedería a la detención de su esposa, Felisa Villa, en calidad de inductora del triple asesinato. Asimismo, también hubo de testificar la adivina que había puesto nombre y apellidos a los presuntos autores del conjuro, que supuestamente habrían llevado la mala suerte a la casa de aquel hombre que terminaría con sus vidas.

Juicio y ejecución

En los primeros días de junio de 1914, mientras en Europa se afilaban las armas para una Gran Guerra, en la Audiencia Provincial de Zaragoza se celebra un juicio que levantaría una gran expectación en todo Aragón. En el transcurso del mismo Felipe Pasamar explicó detalladamente las supuestas causas que le habrían llevado a perpetrar una barbaridad que había aterrorizado a la provincia maña. Aseguró creer en viejas supercherías y brujerías, además de manifestar su firme creencia en que sus tres víctimas estaban detrás de las desgracias que le habían acontecido.

Su mentalidad no fue tenida en cuenta por el Tribunal ni tampoco por el Ministerio Fiscal, que no dudó en sentenciarlo a la pena de muerte, además de otras dos penas accesorias que no llegaría a cumplir que eran de 17 años de prisión por dos homicidios. Acusado de un parricidio y dos homicidios, se iniciaba ahora el habitual recorrido con el objetivo de obtener la gracia del indulto, en un tiempo en el que se comenzaba a cuestionar la eficacia de la pena capital, pues a pesar de encontrarse en vigor, seguían ocurriendo sucesos que nadie deseaba que pasasen.

Distintas personalidades de Aragón de aquella época suplicaron por la vida de aquel hombre, que tal vez no estuviese en sus cabales a lo que se añadía una arcaica y pobre mentalidad dominada por vetustas creencias que le llevaron a perpetrar un suceso que todavía se recuerda en nuestros días. Se llegaron a manifestar 8.000 personas en Zaragoza solicitando el indulto para Felipe Pasamar, pero desgraciadamente nunca se vería beneficiado por esa gracia.

Asistido en sus últimas horas, en las que todavía se creía que podía ser indultado, por los Hermanos de la Sangre de Cristo y por el entonces arzobispo de Zaragoza, Juan Soldevilla, quien sería asesinado por elementos anarquistas el 4 de junio de 1923, aquel pobre individuo se subió al cadalso a primeras horas de la mañana del día 21 de agosto de 1915 y el verdugo hizo su trabajo una vez más aplastando el bulbo raquídeo de Felipe Pasamar Gregorio, a quien definitivamente la suerte no le había sonreído en la vida y esto último no es una superstición ni mucho menos.

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Ejecutado en el garrote vil por asesinar a un sacerdote y a una criada en Quintá de Lor (Lugo)

El reo fue ejecutado en el Penal de Santa Agueda, en Burgos

A comienzos del siglo XX corrían muchos comentarios acerca de la supuesta riqueza que atesoraban muchos sacerdotes, quienes recibían importantes dádivas y diezmos de muchos de sus fieles, muchos de los cuáles hacían algo de fortuna en la emigración americana. El extenso territorio rural gallego era uno de los sitios ideales para los religiosos, pues la distribución de la tierra en pequeñas parcelas llevaba aparejado consigo una multiplicación de las donaciones de los feligreses, quienes aunque no tuviesen que comer lo entregaban voluntariamente al clero para que así al menos se ganase la salvación eterna, ya que este mundo no dejaba de ser más que un valle de lágrimas, tal y como rezan algunas oraciones y salmos que se aprendían en la más tierna infancia.

Los sacerdotes fueron muchas veces el bien más codiciado por los amigos de lo ajeno, dándose la circunstancia que más de un asalto a casas rectorales se saldó con una sangrienta tragedia. Así sucedió al anochecer del día 30 de enero de 1902 en la aldea lucense de Quintá de Lor, en el municipio de Quiroga, al sur de la provincia de Lugo, cuando todavía este pequeño concejo gozaba de una espléndida salud demográfica, la misma que no le acompaña en la actualidad, pues, de sus poco más de 3.000 habitantes, el 40 por ciento ya supera los 65 años y la mayoría de sus escasos jóvenes son reacios a quedarse en su tierra, buscando sus respectivos horizontes en otros lares.

Aquel ya lejano día de invierno en el que no hacía más que alborear el nuevo siglo, un individuo, de muy malos antecedentes y peor reputación, Demetrio Fernández, hijo natural de una mujer del cercano municipio de A Pobra do Brollón y que había luchado en la entonces reciente Guerra de Cuba, sabedor de que el párroco José Casanova, de 48 años, gozaba de una aceptable posición económica -tras haberlo escuchado en las obras de la carretera de Lor, en la que había trabajado-, decidió protagonizar una lamentable hazaña que marcaría profundamente a lo largo de varias generaciones a la pequeña aldea de Quintá de Lor.

A tiros

Con la falsa excusa de una carta apócrifa de su familia, decidió emprender el asalto a la casa rectoral en la que vivía el padre Casanova, en compañía de dos criadas, una de ellas una niña de tan solo doce años, en un tiempo en el que los más pequeños eran carne de cañón para cualquier trabajo. Lo recibió a la entrada el religioso, quien tras mantener una breve conversación con su improvisado visitante, este último le instó, bajo amenazas, a que le diese todo el dinero que guardaba en su casa, a lo que el párroco se negó rotudamente. Sin pensárselo dos veces, Demetrio Fernández, que portaba un arma corta Smith que había traído de su estancia en Cuba, disparó contra el sacerdote una sola vez, suficiente para terminar con su vida.

Al escuchar el jaleo y los disparos que se habían producido en el zaguán de acceso a la rectoral, acudieron hasta el mismo la criada Elvira Vergara, de 34 años de edad y la niña Hermitas Hibra Sánchez, de doce, quien trabajaba al servicio del cura. Ambas fueron recibidas con disparos, alcanzando a cada una de ellas sendos tiros, aunque ninguno de ellos revestía la gravedad suficiente como para ocasionarles la muerte. Las dos mujeres se hicieron las muertas para tratar de sobrevivir a aquel sangriento suceso.

Creyendo que las dos criadas estaban muertas, llamó a su cómplice José Lelo, y juntos revolvieron las habitaciones de la casa en la busca de los supuestos caudales que guardaba el religioso. No obstante, Demetrio Fernández, quiso cerciorarse de la muerte de las dos heridas. Para ello, le propinó tres cuchilladas a la mayor de las mujeres a la altura del pecho, que resultaron ser mortales, acabando así con la vida de Elvira Vergara. Lo mismo haría con la pequeña, a quien propinó dos puñaladas, pero como la había introducido en el interior de un saco, este fue determinante para que las heridas, aunque graves, no fuesen lo suficientemente profundas como para ocasionarle la muerte.

Mientras los dos asaltantes, uno de ellos reconvertido en un terrible asesino, se dedicaban a desvalijar cuanto podían en las habitaciones más alejadas de la salida de la casa, la niña tuvo la suficiente sangre fría para aprovechar esa oportunidad y zafarse del criminal y su cómplice alojándose en la vivienda de un vecino, a quien relataría lo sucedido, dando inmediatamente cuenta de este sangriento episodio a la Guardia Civil. No sabían ambos energúmenos que habían dejado con vida a un incómodo testigo, que iba a resultar clave en la resolución de este sanguinario suceso. Tomaron la salida aparentemente más fácil, la huida, aunque de muy poco les serviría.

Detención

Después de pasar algo más de un mes vagando por los pueblos del sur de la provincia de Lugo, la Guardia Civil capturó al temible Demetrio Fernández, convertido en el enemigo público número uno, y a su cómplice, José Lelo. El primero de ellos sería exhibido en la prisión de Monforte de Lemos al igual que si se tratase de una exhibición de circo. La criatura de doce años no haría más que confirmar que se trataba del mismo sujeto que en una noche fría de invierno, y muy crudo por aquellos lares, había dado muerte al sacerdote y a la criada.

Sometidos a un careo por parte de los agentes de la Guardia Civil, ambos delincuentes se echaban la culpa mutuamente de lo acontecido. Sin embargo, las pruebas más concluyentes incriminaban directamente a Demetrio Fernández, a quien, a pesar de su juventud -no alcanzaba los 30 años-, era conocido por haber cometido diferentes robos en aquella contorna, además de amenazar de muerte a un compañero de las obras en las que trabajaba como consecuencia de una deuda de dos pesetas.

Condena y ejecución

Algo más de un año después de haber perpetrado el doble crimen de Quintá de Lor, se celebraba en la Audiencia Provincial de Lugo el juicio contra los dos encausados de haber dado muerte al párroco y su criada. De nuevo protagonizaran enfrentamientos y contradicciones, negando una y otra vez que fuesen los autores del doble asesinato, a lo que se sumaba un tercero en grado de tentativa. Asimismo, se procesaba también al hermano de Demetrio Fernández, por haber escrito la carta debido a que su familiar no sabía escribir. Para él se solicitaban 14 años de prisión.

Finalmente, el 21 de abril de 1903 se dictaba sentencia en la que se condenaba a la pena de muerte a Demetrio Fernández, en tanto que su cómplice, José Lelo, para quien también se solicitaba la peor de las condenas, era sentenciado a 30 años de prisión. Ahora le quedaba únicamente la apelación al Tribunal Supremo, quien no hizo otra cosa que ratificar la sentencia emitida por el tribunal gallego, que lo había impuesto la pena de muerte después de acusarlo de tres delitos de asesinato y otro de robo. No ayudaba tampoco mucho al encausado los argumentos esgrimidos por la instancia judicial lucense, que hacía hincapié en su oscuro pasado.

Tampoco se apiadó de aquel pobre hombre el Consejo de Ministros, quien en noviembre de aquel mismo año le negó la gracia del indulto, viéndose abocado a morir en el garrote vil. Tampoco llegó esa merced por parte del joven rey Alfonso XIII. Incluso, la propia prensa de la época se atrevía a atibar que la suerte del doble asesino de Quiroga, que no era otra que la de que en breve subiría al cadalso.

En otra fría mañana de invierno, y mucho más en el crudo Burgos donde había sido recluido Demetrio Fernández, en el Penal de Santa Agueda, concretamente en las primeras horas de la mañana del 16 de enero de 1904, el verdugo don Gregorio Mayoral Sandino apretaba con fuerza el tétrico manubrio del garrote vil provocando la muerte del reo que dos años antes había asesinado vilmente a un sacerdote y a una joven mujer. La prensa de la época comentaba que este espeluznante último espectáculo había sido presenciado por algunos oficiales del Ejército y funcionarios judiciales. Añadía también que el criminal no había dado en ningún momento muestras de arrepentimiento, portándose de una forma despectiva como lo había hecho a lo largo de su efímera y ruín existencia.

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Asesina a hachazos a su esposa y a su suegra en Uleila del Campo (Almería)

Portada del diario EL CASO dando cuenta del trágico suceso

La relación del matrimonio formado por Cristóbal López García, de 47 años, e Isabel Pérez Fuentes, de 42 había llegado al límite de lo insoportable. Tanto era así que, en aquella época, a finales del franquismo, en la que todavía predominaba una España atávica y costumbrista, ambos habían tomado la determinación de dar por concluida su relación con una separación judicial, que no gustaba nada al marido de una de las víctimas. A su carácter tosco y huraño, se unía su extraordinaria tacañería y no estaba dispuesto a ceder ni un ápice en una hipotética resolución judicial que estableciese como se debían repartir los bienes gananciales de aquella pareja mal avenida.

Precisamente, el reparto del patrimonio familiar una vez consumada la separación iba a ser el desencadenante de una gran tragedia que situaría en el mapa a la localidad almeriense de Uleila del Campo, un pequeño municipio de apenas mil habitantes situado en pleno centro de la provincia de Almería en la comarca de Los Filabres-Tabernas en un terreno escarpado y montañoso. La jornada de autos, 6 de febrero de 1975, Isabel Pérez había acudido hasta la capital almeriense a informarse de sus derechos en el futuro reparto de los bienes gananciales en el despacho de un abogado, lo que no gustó nada a quien todavía era su marido, aquel hombre mal encarado, de mirada penetrante y de pocos amigos.

Al regresar de Almería, ambos cónyuges mantuvieron un tremendo desencuentro, que se sumaba a los muchos que ya habían sostenido con anterioridad. Su historia era una sucesión de malos tratos que se remontaban a los primeros años de la relación marital, que databa de 1956. Incluso, la mujer se había visto en la obligación de presentar una denuncia en su contra, cuyo juicio de faltas, que nunca llegaría a celebrarse, estaba previsto para el 19 de febrero de 1975.

Con la pata de una mesa

Cristóbal López, apodado «El Tableta», un hombre fornido acostumbrado a las tareas agrarias y que junto con su esposa había estado trabajando en la emigración en Francia y Andorra respectivamente, decidió tomarse la justicia por su mano y tomar la peor salida posible. Todo ello sucedía en el número 9 de la calle Umbría de Uleila del Campo. Sin pensárselo dos veces, aquel individuo rompió la pata de una mesa de fórmica con la que propinaría numerosos golpes a quien todavía era su esposa. La remataría de dos hachazos, que fueron suficientes para terminar con su vida.

Sin embargo, aquel terrible episodio aún no había escrito su segunda parte. La siguiente víctima mortal sería su suegra Manuela Fuentes Fernández, una anciana de 79 años de edad, que contempló atónita e impotente la muerte de su hija. Esta última sería un fácil objetivo, pues la mujer se encontraba prácticamente imposibilitada de sus extremidades inferiores y apenas podía ya caminar. Al igual que había hecho con quien era su esposa, Cristóbal utilizó el mismo e improvisado arma para terminar con su vida, rematándola de un último hachazo que le dejó la cabeza seccionada en dos partes, hasta el extremo que a punto estuvo de ser decapitada.

Posteriormente, el doble asesino huiría del lugar de los hechos hasta encaramarse al segundo piso de un pajar. Los desesperados y desagarradores gritos de una vecina que contempló de primera mano el aterrador y sanguinario panorama hizo que los vecinos acudiesen inmediatamente al Cuartel de la Guardia Civil a denunciar los hechos. La inmediata presencia de los agentes y al sentirse cercado serían decisivos en la última determinación que tomaría el criminal. Con su propio cinturón, al que sujetaría de una de las vigas del pajar, Cristóbal López García decidía finalmente poner fin a su propia existencia, de la peor forma posible, al igual que supuestamente habría hecho su padre en la localidad de Sorbas, distante poco más de 14 kilómetros de Uleila del Campo, de la que ambos eran originarios.

Quienes tuvieron más suerte y presuntamente se salvaron de la iracundia de «El Tableta» fueron sus dos hijos, quienes se encontraban en aquellos momentos realizando tareas en el campo. Igualmente, su cuñada, Manuela Pérez Fuentes, una mujer invidente de 35 años, también salvó su vida porque en ese momento se había dirigido a la tahona a comprar pan. Las relaciones con su cuñado eran muy malas a consecuencia de los malos tratos que dispensaba al resto de la familia, así como por su carácter agrio y rudo, que parecían reflejar un malestar crónico.

Presencia de «El Caso»

Uno de los hechos colaterales que jamás se olvidará en esta pequeña localidad, que prácticamente nunca aparecía en los medios de comunicación, fue la presencia de la famosa periodista de sucesos Margarita Landi, provista de su inconfundible pipa que no dejaba de otorgarle un aire siniestro. La célebre reportera mantuvo encuentros con la práctica totalidad de los vecinos de Uleila del Campo, quienes le hicieron la transcripción del carácter del doble asesino, así como las relaciones que mantenía con su familia.

Atrás quedaba el tiempo en el que esta misma localidad había sido escenario del film «Patton» (1970), dirigido por Franklin James Schaffner, en la que se narraban las peripecias del histórico militar estadounidense en la conquista de Sicilia por parte de los aliados en los tiempos cruciales de la IIª Guerra Mundial. Nada que ver con una pacífica población más entregada a la agricultura y otros quehaceres que a sangrientos conflictos, aunque parezca lo contrario.

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Asesinados un matrimonio de joyeros y su hijo en Castelldefels (Barcelona)

Ciudadanos de Castelldefels se manifiestan contra el triple crimen

Las joyerías y sus profesionales siempre han sido uno de los objetivos predilectos de muchos atracadores, siendo no pocos los que han perdido la vida en el transcurso de asaltos a sus negocios. Uno de esos trágicos acontecimientos ocurriría en la mañana del 29 de noviembre de 2005 en la localidad barcelonesa de Castelldefels, en el barrio de Vista Alegre donde serían vilmente asesinados un matrimonio de joyeros y su hijo de 24 años de edad. Además de una forma terrible y truculenta, pues sus verdugos la emprendieron a machetazos con sus tres víctimas.

Pasaban apenas cinco minutos de las once de aquella otoñal mañana que se iba a convertir en trágica. A esa hora, más o menos, la dueña del establecimiento Rosa María Gómez Alonso, de 51 años de edad, abrió la persiana metálica de la Joyería Royo, situada en el número 46 de la calle Antonio Machado, al percatarse que en el exterior había dos hombres con aspecto de operarios que intentaban acceder a su interior. Confiada en que serían dos honrados trabajadores, ya dentro del local, los dos energúmenos exhibieron un machete de grandes dimensiones, así como una pistola de fogueo, al tiempo que instaban a la mujer a que les proporcionase todas las joyas que tenía.

Perturbada por la angustiosa situación que vivía, la joyera prorrumpió en gritos de auxilio, que inmediatamente alertaron a su marido José Luis Royo García, de 53 años de edad y su hijo Carlos Royo Gómez, de tan solo 24 años. Sus desesperados lamentos se iban a convertir en trágicos, pues los dos atracadores que habían accedido a la joyería, Juan Antonio Sánchez Hernández, de 20 años y su tío Fernando Sánchez Medina, de 37, no tendrían compasión alguna con sus víctimas, protagonizando uno de los sucesos más sangrientos de los últimos tiempos en Cataluña.

A machetazos

Los dos delincuentes eran viejos conocidos de la Policía, pues el más joven de ellos ya tenía antecedentes por robo, en tanto que su tío había sido ya procesado por otro asesinato. Había salido de prisión debido a un error médico, ya que los sanitarios que le atendieron en prisión certificaron erróneamente que padecía una enfermedad incurable, un fallo que provocaría una lamentable tragedia. Sin pensárselo dos veces, y posiblemente bajo el efecto de los estupefacientes, emprendieron un sangriento ritual en el que no perdonaron lo más mínimo a ninguna de sus tres víctimas.

Su ensañamiento con la familia de joyeros fue tal que ni siquiera les permitieron la más mínima defensa, tal y como se encargaría de demostrar la fiscal en el transcurso de la causa. Al dueño, José Luis Royo, le propinaron varios machetazos, uno de ellos en el cuello y varios más a la altura del abdomen, provocándole pérdida de masa intestinal, en tanto que a su hijo le dieron muerte con cortes a la altura del corazón. La mujer, gravemente herida con lesiones en órganos vitales, intentó alcanzar la puerta de la calle, en la que se desplomó cuando ya se encontraba en estado moribundo.

Los dos asesinos huirían del lugar corriendo sin llevarse ningún botín. Un mosso d´Esquadra que iba de paisano y presenció parte de la escena llamó inmediatamente a la Policía Local, que se puso en marcha para dar captura a ambos criminales, quienes fueron detenidos tan solo unas horas después de haber perpetrado el triple asesinato. En el transcurso de su detención se encararon con los agentes esgrimiendo la pistola de fogueo, pero sus amenazas no intimidaron a los agentes en el momento de capturarlos.

Al día siguiente del triple crimen, más de 6.000 personas, la mayoría vecinos de Castelldefels, se echaron a la calle en una manifestación de duelo en repulsa por la muerte del matrimonio de joyeros y su hijo. Muchos comercios cerraron esa jornada en señal de protesta por la inseguridad que padecían. Al final de la concentración se leyó un comunicado en el que exigían su justo derecho a poder vivir tranquilamente y en paz, principalmente el gremio de comerciantes, el más afectado por los constantes asaltos que sufrían sus establecimientos.

110 años de cárcel

En sus primeras conclusiones, la fiscal ya consideraba a Fernando Sánchez Medina, como autor material de las tres muertes acontecidas en la joyería, a pesar de que en el transcurso de la vista oral negaría haber asesinado a nadie. Dijo que no se acordaba. Se dedicó a lamentar su existencia, llena de penurias. La fiscalía considerada que este individuo era conocedor del establecimiento, pues hacía unos meses había instalado en el mismo un equipo de aire acondicionado y en el momento de perpetrar los tres asesinatos se encontraba de baja en la empresa en la que trabajaba.

No menos duro fue el alegato esgrimido contra su sobrino, Juan Antonio Sánchez Hernández, a quien acusó de haber impedido que los dueños del negocio asaltado pidiesen auxilio y colaboró estrechamente con su tío a la hora de matar a las tres víctimas. Además, se daba el caso que era un experto en Artes Marciales. La fiscal pidió al tribunal que se encargaba de emitir el veredicto que «no mostrasen compasión alguna» con aquellos dos sujetos «pues no la merecen».

La Audiencia Provincial de Barcelona condenaría en julio del año 2009 a un total de 64 años de prisión a Fernando Sánchez Medina y a 46 a su sobrino, Juan Antonio Sánchez Hernández. Asimismo, se les imponía una responsabilidad civil que ascendía a 770.000 euros. De esa cantidad, 450.000 eran en concepto de daño moral, 200.000 a los padres de Rosa María Gomez y 120.000 a las tres hermanas de su marido. Como era de esperar, ambos delincuentes eran insolventes.

Con la ley en la mano, es probable que el autor material de los tres asesinatos no cumpla una pena superior a los 40 años de prisión, en tanto que en el caso de su cómplice y colaborador apenas serían 25 años de cárcel. Muy poca pena para semejante barbaridad. Juzguen ustedes mismos.

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El asesinato de «El Guaza» y dos de sus compinches: un sangriento suceso que aterró a Móstoles (Madrid)

Una banda juvenil en un fotograma de la película «Navajeros»

Los primeros años de la Transición constituyeron una de las épocas más complicadas para los habitantes de las grandes ciudades, pues habían de habituarse a convivir con un fenómenos que se denominaba ya «inseguridad ciudadana», motivado principalmente por el tráfico de estupefacientes que ya campaba a sus anchas por aquella nueva España surgida tras el fallecimiento del general Franco. Ya nada era como antes. En cualquier esquina o zona poco transitada podían aparecer aquellos famosos pandilleros que colocaban una navaja al cuello del primero al que pillasen exigiéndole que entregase cuantos objetos de valor llevase.

Normalmente aquellos grupúsculos juveniles solían tener un líder, a quien el resto obedecía. Solía ser un individuo muy joven, pero carismático, bien dotado para ejercer el mando. Actuaban en pandillas o grupos, surgiendo los enfrentamientos entre ellos, que se saldarían casi siempre de forma violenta. Lo peor de todo es que en más de una ocasión la sangre sí llegó al río y dejarían algunas huellas imborrables, tanto por el número de víctimas como por la personalidad de los participantes en aquellas sangrientas reyertas.

Una de esas «legendarias figuras» de la delincuencia juvenil española de la época fue Santiago Sánchez Guaza, alias «El Guaza» quien, con tan solo 17 años, había sido detenido en más de una decena de ocasiones a consecuencia de los múltiples robos y hurtos que llevó a cabo en su corta existencia. Las drogas andaban ya de por medio. Tanto Madrid como muchos de sus pueblos, que eran ya auténticas ciudades por su elevado número de habitantes, se vieron sacudidos por decenas de episodios protagonizados por estas bandas juveniles entre las que los ajustes de cuentas eran muy habituales, casi siempre derivados de problemas surgidos como consecuencia del tráfico de estupefacientes.

Acribillados en Móstoles

Una de las localidades que más sufrió las consecuencias de los pandilleros fue Móstoles, una extensa área urbana que contaba ya con cerca de 200.000 habitantes. En más de una ocasión sus habitantes se vieron en la obligación de refugiarse en sus viviendas como consecuencia de los desmanes provocados por aquellos grupos, entre los que predominaba la denominada «Ley del silencio». Es decir, no se delataban entre ellos aunque sucediesen cosas muy graves.

Uno de esos trágicos capítulos se escribiría en la tarde-noche del día 29 de mayo de 1980 cuando algunos vecinos de la ciudad mostoleña vieron como corría un joven de 24 años, tambaleándose como consecuencia de las heridas sufridas en una emboscada que le había practicado una banda rival. Se trataba de Óscar Luis Sánchez Ramos, quien tras recorrer apenas un centenar de metros terminaba por caer encima de unos vehículos que se encontraban aparcados en una de las calles de Móstoles. Había dejado tras de sí un impresionante reguero de sangre, dándose por seguro que había sido víctima de un episodio sangriento.

Aunque la escena era terrible, los vecinos todavía no habían descubierto la verdadera magnitud del suceso. En un vehículo, SEAT-127, de color blanco, estacionado en las inmediaciones de una iglesia situada en la plaza de Ernesto Peces, contemplarían el resto del espectáculo, para nada agradable y extraordinariamente conmovedor. En el interior del coche aparcado, que había sido alquilado por sus ocupantes y del que había salido la primera víctima mortal, se encontraban los cuerpos sin vida de Santiago Sánchez Guaza, «El Guaza», de 17 años de edad, postrado sobre el asiento del conductor, y Domingo Muro Gálvez, de 18, quien tenía la mirada pérdida clavada en el techo del automóvil.

La Policía se presentó de inmediato en el lugar de los hechos. De como se encontraban los cadáveres dedujo que el tiroteo había sido realizado por un grupo no inferior a seis personas. En un primer momento, Sánchez Ramos, al escuchar las detonaciones de los primeros disparos abandonó el vehículo, aunque fue alcanzado en el costado por una bala que le ocasionó la muerte. «El Guaza» tenía el rostro completamente desfigurado por el impacto de la metralla, al igual que el otro muchacho que ocupaba el asiento trasero del utilitario.

Otros dos acompañantes, entre ellos José Muro Gálvez, alias «El Pipo», de 17 años, y Joaquín García Escudero, de 19, «El Tornero», quien carecía de antecedentes policiales, resultaron con heridas leves, siendo atendidos en un centro sanitario madrileño, siendo dados de alta prácticamente el mismo día en que fueron atendidos de sus respectivas lesiones. En el interior del vehículos de las víctimas la Policía encontraría importantes dosis de hachís así como una navaja de grandes dimensiones.

En el lugar de los hechos, la Policía encontraría casquillos de bala de los calibres 32 y otro semiblindado del 38, siendo estas las únicas pruebas que consiguió recabar. Sin embargo, los códigos no escritos de aquellas peligrosas bandas de delincuentes eran muy rigurosos y no conseguirían la colaboración de ningún ciudadano, a pesar de que la zona donde se había producido el tiroteo era céntrica, aunque solitaria, pues estaba delimitada por dos garajes y una iglesia.

Se sabe que algo más de una hora antes de producirse la matanza, los jóvenes fallecidos y sus acompañantes habían estado en un bar jugando a los dardos en la calle Sitio de Zaragoza. Al parecer, según el dueño del local, abandonaron el mismo en torno a las siete de la tarde, una hora y media antes de ser asesinados. Todos ellos, con excepción hecha de García Escudero, acumulaban ya muchos delitos de pequeña enjundia a sus espaldas.

Detención de «Los Lateros«

Algo más de un año y medio después del triple crimen fue detenido como cabecilla de una banda muy peligrosa José Sánchez Piquero, que contaba con 26 años de edad. Según su testimonio, el triple asesinato habría sido a consecuencia de una pelea que habían mantenido ambas bandas de delincuentes, la de este último conocida como la de los «lateros». Aunque recibiría una dura condena, en su triste currículum no ha dejado de acumular episodios delictivos, algunos de los cuales protagonizados recientemente en compañía de sus dos hermanos.

Además de Sánchez Piquero, serían detenidos en Barcelona Pablo Piquero y Juan José Carreras, quienes habían huido a Cataluña después de la masacre de Móstoles. En cuestión de horas, medio centenar de personas pertenecientes al mismo clan, se habían desplazado y desperdigado por diferentes puntos de la geografía nacional. Cuando la Policía fue a buscarles, se encontró con el panorama de que las cuatro ramas habían desaparecido de Móstoles. Algunos de ellos se cambiaron el nombre, hasta el punto de que uno de sus miembros se bautizaría de nuevo en Bilbao.

Años después, cuando recobró la libertad, se instaló en Zaragoza en compañía de sus dos hermanos. Allí sería el triste protagonista de varios episodios violentos, entre ellos, el atraco a nueve bancos, así como el asesinato de un joven a raíz de un insulto al cruzar una calle. Su última condena data del año 2020, aunque invalidada por la Audiencia Provincial de Cuenca, al invalidar algunas pruebas que les incriminaban, evitándoles así una condena que se acercaba a los 100 años de prisión.

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Incendio de la discoteca Alcalá-20: 81 muertos en una tragedia que marcó a toda España y que pudo haberse evitado

Instantes después de la tragedia. RAÚL CANCIO. EL PAÍS.

Eran los años en los que la llamada «Movida madrileña» se encontraba en pleno auge y apogeo. Los nuevos grupos de música pop proliferaban por doquier, no exentos de un merecido éxito y de la receptividad de una juventud que formaba parte del babyboom del franquismo. Una generación⁶ que había dejado atrás las luchas y los movimientos políticos para cambiarlos por los culturales y los estéticos, la primera en la historia del país que había amanecido en libertad en sus tiempos mozos y que tan solo buscaba vivir de la mejor forma posible. Y la música y la marcha eran complementos imprescindibles.

Por aquel entonces, un antiguo cabaret y sala de fiestas madrileña, el famoso «Lido» se había reconvertido en una afamada discoteca, «Alcalá 20», quien se iba a convertir en la triste protagonista de una de las peores tragedias ocurridas en la historia de España en los últimos 40 años. Todo comenzó cuando el conocido templo de la diversión madrileño estaba a punto de cerrar sus puertas en la madrugada del sábado, 17 de diciembre de 1983.

Alrededor de las cinco menos cuarto de la mañana un joven advirtió a un camarero de la presencia de un pequeño foco de fuego, solicitándole un sifón para sofocarlo. El empleado de la discoteca le facilitó un extintor. Sin embargo, en cuestión de pocos segundos una inmensa llamarada de fuego se pudo observar sobre el escenario de la segunda planta, provocando el pánico de los presentes. Se calcula que más de 900 personas abarrotaban el local, quienes presa del pavor del momento emprendieron la huida, un escapada que en muchos casos resultaría dramática y terrorífica.

Puertas cerradas

Si algo puso de manifiesto el trágico incendio que asoló y devastó «Alcalá 20» fue la total ausencia de medidas de seguridad que permitiesen una evacuación rápida y segura de los asistentes a eventos que allí se celebraban. Numerosos jóvenes se dirigieron hacia salidas de emergencia que estaban literalmente cerradas por candados, haciéndose icónica una imagen publicada por el diario madrileño EL PAÍS, en su edición del domingo, 18 de diciembre de 1983, en la que se podía contemplar el cierre hermético de una salida convertida en una trampa mortal a causa de un candado que impidió que unos 30 jóvenes pudiesen salir de aquella macabra ratonera, quedando allí sepultados en una dramática avalancha humana.

Los trabajadores de la discoteca corrieron mejor suerte y pudieron salir por una puerta que sí se encontraba abierta, pero que solo ellos conocían. Mientras, durante más de una hora el caos, la zozobra y el desconcierto se apoderó de una muchedumbre que luchaba por sus vidas. El psiquiatra forense José Cabrera Forneiro indicó, en el trigésimoquinto aniversario del trágico suceso en Radio Nacional de España, que muchos de los fallecidos habían muerto a consecuencia de la inhalación de vapores de cianocrilatos, una serie de plásticos y polímeros que al entrar en combustión liberan cianuro, lo que provocaría la muerte instantánea de muchos de los allí fallecidos, de la misma forma que si hubiesen muerto en una cámara de gas.

El incendio se prolongó durante una hora o incluso más. En el transcurso del mismo se puso de manifiesto la descoordinación existente en los escasos protocolos que había en aquel entonces en materia de seguridad y espectáculos. A todo ello se sumaba que tampoco había equipos de emergencia similares a los que existen en la actualidad, con preparación y adecuación a circunstancias de un calibre que parecía desbordar a todo el mundo. La labor de los bomberos del Ayuntamiento evitó un mayor número de muertos, gracias a que fueron capaces de abrir claraboyas y huecos a través de los que salieron quienes estaban atrapados en aquel tétrico lugar.

El héroe de la madrugada

Pocas veces sale a relucir el nombre del fotógrafo Francisco José García Olidén, el auténtico héroe de aquella triste noche de la «Movida madrileña». Gracias a su arrojo y valiente actitud, tres personas salvaron su vida en el incendio. Por desgracia, él perdería la suya cuando intentaba salvar a una cuarta persona. Sobra decir que cualquier reconocimiento que se haga a la figura de este hombre siempre se quedará corto. Su recuerdo permanecerá imborrable aquella jornada en el que el caos y la muerte tiñeron de luto la noche madrileña, cuya fiesta terminó tornándose en una, por desgracia, inolvidable tragedia.

En el Instituto Anatómico Forense, sito en la Ciudad Universitaria madrileña, se vivirían trágicos momentos de dolor cuando se procedía a la identificación de los cuerpos, 31 de los cuales se encontraban prácticamente irreconocibles a consecuencia de las llamas. Familiares y amigos de las víctimas se concentraron en sus inmediaciones para recabar información acerca de la suerte que podrían haber corrido algunos de sus seres queridos, de quienes no habían tenido noticia en aquella triste noche. Es más, dos de los cuerpos serían encontrados en las calcinadas instalaciones de la discoteca ðías más tarde, pues se habían precipitado por el hueco de un montacargas en su dramática huida.

Se ha dicho muchas veces que «Alcalá 20» marcó un antes y un después en la historia de lo espectáculos en España, obligando a que se cumpliese una normativa que en aquella época se ceñía únicamente a recomendaciones y consejos, que a partir de entonces se iban a convertir en obligaciones. Se obligaba a que los materiales que se empleasen en los decorados de estos centros de diversión no estuviesen elaborados con materiales fácilmente inflamables y evitasen la propagación del fuego.

Sin embargo, a pesar de la nueva legislación, desde entonces ha habido dos trágicos sucesos en otras tantas localidades españolas. Uno aconteció en la discoteca «Flying»de Zaragoza en similares circunstancias a lo ocurrido en la sala madrileña el día 14 de enero de 1990 pereciendo 43 personas al inhalar humo procedente del fuego que se había declarado, en tanto que otro tuvo lugar el primero de octubre de 2023 en la discoteca «Fonda Milagros» de Murcia, en la que fallecerían 13 personas.

Aquel año 1983, principalmente sus últimos 35 días, fueron terribles en la capital de España, que veía como en tres sucesos, dos de ellos accidentes de aviación, perdían la vida cerca de 400 personas en tan solo 20 días. Un año para olvidar, que se encargaría de decir el entonces alcalde de la Villa y Corte, Enrique Tierno Galván, aunque quedará siempre trágicamente gravado en la memoria colectiva de muchos madrileños, principalmente aquellos que sufrieron en sus propias carnes el dolor de la tragedia.

Condenas

Más de diez años después de lo acontecido en «Alcalá 20», en abril de 1994, se celebraba el juicio por el incendio ocurrido en la discoteca madrileña. El resultado defraudaría grandemente a las víctimas, aunque su abogado Antonio García Pablos, entendía que la sentencia se ajustaba a derecho, ya que serían condenados a tan solo dos años de prisión a cada uno de los cuatro propietarios del local incendiado.

La sentencia establecía que apenas nada se ajustaba a la legalidad cuando Alcalá 20, que antes de la tragedia era la discoteca de moda de Madrid, se abrió al público. Ni las luces de emergencia, ni las vías de evacuación, ni los exiguos sistemas de seguridad (extintores, manguera antiincendios)… Prácticamente estaba todo mal. Era el duro contenido de un auto que poco o nada podría paliar el dolor de unas familias que se vieron profundamente sacudidas por un episodio que nunca debería haber sucedido. Entre los condenados también se encontraba el electricista, pero se exoneraba de cualquier responsable al concejal responsable de Seguridad del Ayuntamiento de Madrid, Emilio García Horcajo.

Algo más de un año después, en julio de 1995, el Tribunal Supremo confirmaba la sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Madrid, confirmando además la responsabilidad civil del Estado de forma subsidiaria, debiendo satisfacer un total de 20 millones de pesetas (120.000 euros) a los familiares de las víctimas del siniestro. En total, el concepto de indemnizaciones se elevaba a unos 2.000 millones de pesetas (12 millones de euros). Muy poco dinero para tamaña tragedia que no debería volver a repetirse, pero que, como hemos observado, ha tenido hasta dos réplicas y una de ellas en tiempo muy reciente.

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