Un hombre asesina a dos adultos y a un niño en una pedanía de Valencia

La calle en que sucedieron los hechos momentos días después del crimen

Era, hasta ese momento, una persona cordial, amigable y hasta simpático, que saludaba siempre atentamente a sus vecinos. Aficionado al deporte y fumador, pero que mostraba poco interés por las redes sociales y las nuevas tecnologías. Había sido padre recientemente por aquel entonces de una niña de siete meses, fruto de la relación con la mujer con la que se había casado y con la que había mantenido un prolongado noviazgo. Había trabajado en una empresa de pompas fúnebres, aunque ahora lo hacía en una fábrica de cintas aislantes. Nadie podía esperar que Juan Francisco Planells, un joven de 33 años, llegase a cometer el que hasta ahora es el crimen más horrendo y horrible de Valencia en lo que va de siglo. El móvil de aquel triple crimen nunca estuvo claro, aunque se achacó a que el autor de la matanza había consumido un gramo de cocaína y había tomado varias cervezas.

En aquella jornada aciaga del 28 de octubre de 2011 Juan Francisco Planells había frecuentado varios bares de su barrio, en los que además de consumir algunas «birras», había introducido unas monedas en una máquina tragaperras de uno de los establecimientos de hostelería que frecuentó, en los que además había adquirido también una cajetilla de tabaco. Parecía un día normal de otoño en el que los rayos de sol ya había desaparecido, pues eran ya las nueve de la noche cuando el aquel joven de aspecto apacible se dirigió a su casa para armarse con un cuchillo de de cocina que escondió debajo de una prenda de ropa. En ese momento quizás su mente estuviese ya encenagada de oscuros pensamientos que le llevarían a perpetrar una verdadera masacre, y que quedaría para siempre impregnada en la memoria colectiva de los vecinos de la pedanía de El Castellar-Oliveral, al sur de la capital del Turia.

Armado con aquel cuchillo se dirigió al segundo piso del inmueble en el que residía, el primer número de la calle Poetisa Leonor Paredes. En aquel domicilio residía el matrimonio formado por José Ramón Julián, de 50 años, su esposa María Dolores Vila, de edad similar y su hijo, Héctor, un crío de tan solo 13 años de edad. Fue precisamente este último quien abrió la puerta al hombre que acabaría con su vida. Prácticamente, sin intercambiar una sola palabra, el chaval recibió tres puñaladas en el costado que terminaron con su corta vida en el acto. Era la primera de las tres víctimas mortales que Planells dejaría en aquel domicilio.

Ante los gritos de auxilio proferidos por el benjamín de aquella casa acudieron sus padres con intención de socorrerlo. Sin embargo, el criminal, presa de su propia exaltación, inferiría hasta diez puñaladas a José Ramón Julián, que se convertía en su segunda víctima, ensañándose con el hombre de una manera muy despiadada. Su esposa, María Dolores Vila también resultaría herida en el abdomen y el tórax. Al escándalo generado por la irrupción violenta de Planells tampoco fue ajena Carmen Domingo, de 78 años, quien sería la última víctima mortal de aquella orgía sangrienta desatada por un hombre que no se sabe muy bien lo que pretendía. A esta última le clavaría el cuchillo en el pecho.

Alarma vecinal y detención

Los vecinos que se encontraban en ese momento en el inmueble permanecían encerrados y aterrados en sus propios domicilios, conscientes de que se estaba produciendo un brutal acto sanguinario y que ellos podrían correr la misma suerte que los del segundo. Cuando la situación parecía que se calmaba, salió un residente al exterior, Vicente S.C., que estuvo a punto de convertirse en su cuarta víctima. Planells lo atacó por la espalda, provocándole heridas de consideración.

Uno de los moradores de una de las viviendas de la finca se acordó de que un vecino próximo era un policía local, miembro de la brigada especializada de los Grupos Operativos Especiales de Seguridad (GOES), la única persona que podría encararse con cierto éxito ante una persona que estaba actuando de una forma jamás imaginada. Una vecina, que salió a la puerta despavorida por el terror que había desatado un hombre aparentemente normal, le advirtió al agente que «Hay muertos, muchos muertos». Enseguida se encontró al triple homicida en un rellano de la escaleras y le dio el alto y lo mandó arrodillarse. Juan Francisco Planells no opuso resistencia ante su captor, quien lo inmovilizó y avisó a sus compañeros, quienes enseguida llegaron con una dotación para auxiliar al vecindario, que se encontraba aterrorizado por un suceso que jamás podrían haber imaginado que llegase a ocurrir en una pacífica y tranquila barriada valenciana.

A pesar de que les manifestó que «no había hecho nada», le delataba el estado de enajenación en que se encontraba, y que se reflejaba en su mirada. A ello se sumaba el hecho de que sus ropas estaban completamente empapadas de la sangre de sus tres víctimas, que muy bien pudieron llegar a ser cinco.Tras pasar a disposición judicial, el juez ordenaría el ingreso en prisión de Juan Francisco Planells, quien -según los informes practicados por los psiquiatras forenses que le atendieron- no sufría ningún trastorno o patología mental, que hubiesen influido a la hora de perpetrar una masacre que consternaría profundamente a la capital levantina y por extensión a toda la Comunidad Valenciana.

69 años de cárcel

En medio de una gran expectación, lógica por otra parte, a lo que se sumaba una contenida tensión, durante varios días del mes de julio de 2013 se desarrollaría en la ciudad del Turia el juicio por el triple crimen de El Castellar-Oliveral. El autor de la masacre basaría su táctica defensiva en recuerdos selectivos del día de autos, declarando que no recordaban haber dado muerte a un menor ni tampoco a otra persona, circunstancia esta que los magistrados reflejarían en la sentencia. Su abogado defensor solicitaría la libre absolución, amparándose en que Planells «había consumido un gramo de cocaína y había bebido bastante alcohol». Sin embargo, el Tribunal no tuvo en cuenta este hecho, que tan solo actuaría como atenuante y no como eximente. Entendía la defensa del criminal que su patrocinado se encontraba «enajenado» el día en que cometió el triple crimen.

Finalmente, Juan Francisco Planells sería condenado a un total de 69 años de cárcel, acusado de tres delitos de asesinato y otros dos en grado de tentativa. La responsabilidad civil a la que debía de hacer de frente, en concepto de indemnización para los familiares de sus víctimas, quedaba cifrada en 900.000 euros.

El triple criminal de El Castellar-Oliveral recurriría la sentencia ante el Tribunal Supremo, quien, en enero de 2014, ratificaría la emitida por la Audiencia Provincial de Valencia, en julio del año anterior. Con este último trámite se daba por zanjado uno de los capítulos más tenebrosos de la historia reciente de la capital levantina.

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Un asesino en serie mata a tres mujeres y a una niña en Girona

Josep Talleda, a la derecha de la imagen

Nadie sospechaba de aquel hombre de aspecto afable que destilaba gentileza y bonhomía entre quienes le conocían. Aparentemente era un tornero que trabajaba en su taller sin que nadie sospechase que detrás de sus cotidianas actividades se escondía un verdadero monstruo, un salvaje capaz de acometer las mayores tropelías y barbaridades, sin importarle lo más mínimo sus consecuencias. Las palabras arrepentimiento o remordimiento no figuraron jamás en su vocabulario. Fue un voraz depredador, incapaz de sentir un mínimo de compasión hacia sus víctimas. Oficialmente, le atribuyeron solo dos de los crímenes que cometió, pero es muy probable que otras dos mujeres que tenían relación con él fuesen también sus víctimas, si bien es cierto que ni la justicia ni la Policía conseguirían jamás demostrar dos de esos cuatro asesinatos. Él, por su parte, siempre se declaró inocente de todo cuanto lo acusaban, sin expresar ningún sentimiento o emoción. Los psiquiatras que analizaron su comportamiento manifestarían que se encontraban ante un atroz psicópata, que se llamaba Jospep Talleda.

Su historia criminal, supuestamente se iniciaría en el año 1978 cuando en la comarca en la que residía desapareció sin dejar rastro alguno una mujer joven que se llamaba Francesca Boix. Se sabía que la última persona que la había visto con vida era precisamente quien, con el paso de los años, se convertiría en un tristemente célebre asesino. Se encargaría de divulgar el bulo de que la desaparecida se había fugado con un camionero a tierras francesas aprovechando la inmediatez del lugar a la frontera francesa. Nunca se pudo comprobar este extremo. Lo que sí se sabía es que cuando Josep Talleda acudía al Pantano de Susqueda acompañado de otras mujeres siempre depositaba unos ramos de flores y rezaba una oración. Sin embargo, el motivo por el cual oficiaba aquel ritual era todo un misterio que él mismo se encargaría de llevar hasta la tumba.

Asesinato de Montserrat Ávila

Montserrat Ávila era una niña de 14 años, miembro de una extensa prole familiar compuesta por nueve hijos, además de los dos progenitores, de extracción social muy humilde que acudía con frecuencia a la tornería que regentaba Talleda, quien solía obsequiarla con ostentosos y caros regalos. Hasta le había prometido comprarle una motocicleta. Lo que quizás no habría dicho jamás la pequeña a sus padres y al resto de la familia era que aquel energúmeno se aprovechaba, tanto de ella como de su hermana, para cometer abusos sexuales, entre los que se incluía la masturbación.

En la tarde-noche del 11 de julio de 1987 la pequeña se dirigió hasta la tornería que regentaba el malvado Talleda, aquel hombre de buen porte y aparentemente buenas intenciones que no parecía haber roto nunca un plato, a reclamarle la motocicleta que le había prometido. Le entregó cinco mil de pesetas de la época, que no era un mal regalo. Sin embargo, en un momento dado, aprovechando que Montse se encontraba de espaldas, le propinaría un fuerte golpe con un objeto contundente, que dejaría prácticamente exangüe a la pequeña. El cráneo de la víctima se encontraba completamente destrozado y presentaba abundantes cantidades de sangre en su rostro.

Consciente de que la había asesinado, se marchó en busca de su esposa. A las dos y media de la mañana regresó al lugar de autos para recoger el cadáver de la niña, que abandonaría en una cuneta, siendo descubierto al día siguiente por unos cazadores a las seis y media de la mañana. Estos se encargarían de poner en conocimiento de la Guardia Civil el hecho. Horas más tarde se procedería al levantamiento del cadáver, dándose la circunstancia de que entre la multitud de curiosos que presenciaban aquel morboso espectáculo se encontraba el mismísimo Josep Talleda.

Durante más de tres años el caso estuvo paralizado, hasta que los investigadores comenzaron a poner en su punto de mira a aquel individuo, aunque a lo largo de aquel tiempo habían sido investigado otros energúmenos. En 1990 era detenido Josep Talleda, quien negaría en todo momento que el fuese el autor del crimen que le había costado la vida a Montserrat Ávila. Sin embargo, merced a la inconsistencia de su presunta coartada y las contradicciones en las que incurrió sería procesado en junio de 1991 por este horrible crimen en la Audiencia Provincial de Girona. Fue sentenciado a cumplir 20 años de cárcel, de los que tan solo cumpliría ocho, beneficiándose de las redenciones penales que proporcionada el viejo Código Penal, entre ellas el buen comportamiento del que había hecho gala en su estancia entre los muros de la cárcel. Asimismo, debía indemnizar con diez millones de pesetas (60.000 euros actuales) a los padres de Montserrat Ávila, a la vez que se le condenaba al pago de una multa de 350.000 pesetas (algo más de 2.100 euros) por los abusos sexuales que había practicado con las pequeñas que acudían a su tornería.

El caso de María Teresa Rubio

Este crimen, al igual que el Francesca Boix, jamás pudieron atribuírselo al célebre psicópata, aunque todos los indicios apuntaban al mismísimo Talleda. Se sabe que María Teresa Rubio desapareció el 11 de enero de 2001, mientras que su cadáver no sería encontrado hasta el 22 de febrero de ese mismo año, aunque no sería identificado hasta años más tarde gracias a unas pruebas de ADN. Esta mujer era la esposa del hombre que compartió celda con Talleda mientras estuvo cumpliendo su primera condena y que generalmente la acompañaba a algunos recados. El día de su desaparición fue vista en compañía del psicópata, siendo la última persona que la vio con vida. Sin embargo, siempre negaría que el fuese el autor de la muerte de la mujer que cuando fue encontrada tenía el rostro literalmente desfigurado y el cráneo machacado, un modus operandi similar al que se había empleado con la pequeña Montserrat Ávila.

El asesinato de Volkja Papa

La última víctima, esta sí oficialmente atribuida, fue la muerte de la presunta prostituta albanesa Volkja Papa, quien desapareció en abril del año 2003. Su cuerpo sería descubierto por un hombre que filmaba unos patos en las orillas del río Güell, en Girona, envuelto en una bolsa de plástico el día 20 de abril de ese mismo año. La autopsia revelaría que la mujer había fallecido hacía ya más veinte días, en torno al primero de ese mismo mes. Se supone que Josep Talleda, demostrando una vez más su carácter psicopático y su sangre fría, conservó su cuerpo en el frigorífico de su casa.

No obstante, a lo largo de aquellas tres semanas ocurrieron algunos hechos significativos. El criminal responsabilizaría de su muerte al proxeneta de la prostituta asesinada, aunque en su vivienda se hallarían abundantes rastros de sangre que le incriminaban directamente, denunciándolo incluso ante el Juzgado, circunstancia esta por la que sería condenado por simulación de delito, siendo multado con 1.800 euros, en el transcurso del último juicio que afrontó por este crimen.

En marzo de 2006 la Audiencia de Girona pondría fin a las correrías de Josep Talleda, quien fue condenado a 20 años de cárcel por el asesinato de Volkja Papa. Además de la multa anteriormente mencionada, también habría de indemnizar con 35.000 euros al padre de su última víctima, en concepto de responsabilidad civil.

Y efectivamente, el fin le llegaría con su última condena, ya que no gozaría de los beneficios penitenciarios de los que antaño disfrutaban los presos. Enfermo y decrépito, después de una azarosa vida en la que el delito fue sin duda su oficio inseparable, más que el de tornero, Josep Talleda fallecería en la enfermería de la prisión de Brians 1 el día 11 de noviembre de 2012 a la edad de 71 años. Quedaba así su responsabilidad penal completamente extinguida. Y en esta ocasión no fue por los beneficios penitenciarios, sino por las propias leyes que la naturaleza imponen a todos los seres humanos.

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Un perturbado decapita a un niño en un bar de Táliga (Badajoz)

Táliga fue escenario de un cruel infanticidio en 1988

Fue uno de esos sucesos espeluznantes, escabrosos y repugnantes. Sobre los que produce auténtica estupefacción escribir y es imposible no sentir un mínimo de empatía y compasión hacia la víctima y muy especialmente hacia sus familiares. Nada ni nadie hacía presagiar que en aquel pequeño pueblo del extremo occidental de Extremadura, Táliga, próximo a Portugal y en el que todavía muchos de sus vecinos tienen como lengua vehicular el portugués debido a su pertenencia hasta 1801 al vecino país, pudiese ocurrir un hecho de, similares características y que, de algún modo, situaría, aunque trágicamente, a esta hermosa localidad de Badajoz en el mapa.

El trágico episodio que ha pasado a la historia de la crónica negra española sucedió en la tarde de un viernes, 4 de marzo de 1988 cuando un perturbado mental, que acumulaba un largo historial de ingresos en el Hospital Psiquiátrico de Mérida -en el que había estado ingresado hasta noviembre de 1986-, ponía fin a la vida de un niño de tan solo once años, Raúl Silva, hijo de Florencio Silva, cartero de una localidad en la que se conocían todos sus habitantes. En aquel día el pequeño se hallaba en compañía de un tío suyo en el bar «Cala» de Táliga. En el interior del mismo local estaba también M. M. G., un joven de 24 años, que trabajaba de carbonero en aquel mismo pueblo y que en ese mismo momento estaba tomando café. En un momento dado, en torno a las seis de la tarde, el individuo en cuestión se abalanzó sobre el pequeño, al tiempo que portaba una navaja. Con ella amenazaría a los presentes, además de advertir al resto de clientes que se hallaban en el interior del establecimiento con matar al pequeño si no lo dejaban a él solo con el niño. Pensando tal vez que no le haría ningún daño, accedieron a su chantaje, encerrándose con el crío en el interior del bar, a pesar de que habían tenido unos instantes de forcejeos constantes para arrebatarle a la criatura, pero no hubo forma de que aquel sádico elemento depusiese su brutal actitud.

En el exterior del bar se escuchaban los lamentos del pequeño en tanto en cuanto el agresor permanecía encerrado con él en su interior. Lo que parecía un burdo chantaje terminaría por convertirse en una triste y desgraciada realidad, más propia de una película de terror que la escena de un pacífico pueblo. M. M. G. decapitaría al pequeño con su navaja mientras la multitud se congregaba en el exterior del establecimiento hostelero. Para dar prueba de su macabra y espeluznante actitud exhibiría la cabeza del Raúl Silva, al tiempo que mostraba una sonrisa cruel y sarcástica, a través de una ventana que daba a la calle en la que se congregaban los vecinos, que asistían impávidos a un tétrico espectáculo, indigno de una sociedad mínimamente civilizada y de un pequeño pueblo de agricultores en el que siempre había reinado la paz.

Pelotas de goma

M. M.G. no depuso su actitud hasta que la Guardia Civil irrumpió por la fuerza en el escenario del crimen, a las diez de la noche. Para reducirlo fue preciso el empleo de hasta 14 pelotas de goma. Además, en el forcejeo que mantuvo con las fuerzas del orden, aquel hombre puso todo su empeño, ya que le provocaría una herida a uno de los agentes. Al acceder al interior del local contemplaron una dantesca y cruel escena. La cabeza del pequeño había sido arrojada a una cocina francesa que había dentro del establecimiento, encontrándola prácticamente calcinada, en tanto que el resto de su cuerpo se encontraba chamuscado como consecuencia del efecto del fuego. En un principio se llegaría a sospechar que el criminal se hubiese comido los sesos de la criatura, aunque finalmente se demostraría que esto último no había sucedido.

En el momento de ser detenido, encontrándose en un estado de elevada excitación y nerviosismo, el individuo en cuestión llegó a solicitarles a los agentes «la presencia del rey Juan Carlos I y Mijail Gorbachov», al tiempo que pronunciaba una expresión propia de un hombre que sufría una grave enfermedad mental. «He matado a un Dios menor» fueron las palabras que le escucharon tanto la Guardia Civil como quienes se hallaban en las inmediaciones. Resulta un poco sorprendente que los vecinos y clientes del bar no se hubiesen enfrentado al energúmeno en el momento en que raptó al pequeño, así como que tampoco hubiesen asaltado el local en el momento en que exhibió morbosamente la cabeza de la criatura.

Mientras, en los aledaños del bar «Cala» se congregaron multitud de vecinos de la localidad que pretendían linchar a M.M.G., quien reingresaría en el Hospital Psiquiátrico de Mérida. Posteriormente, sería traslado hasta el Hospital Universitario de Sevilla, dónde recibiría algunos sedantes para calmar el estado de agitación psicomotriz en que se encontraba. En el mismo centro sanitario sería reconocido por un grupo de médicos y profesionales de la psiquiatría, quienes argumentaron que el asesino del pequeño sufría esquizofrenia paranoide con delirios místico religiosos.

El suceso provocaría la lógica conmoción que lleva aparejada todo crimen tan espeluznante y macabro como este. El Ayuntamiento de la Táliga declararía tres días de luto por la muerte del pequeño, Raúl Silva, de quien destacaban tanto sus profesores como sus amigos y el vecindario de la localidad en general su bonhomía y gentileza. Mientras, en la localidad nadie se explicaba como se había dado el alta a un individuo tan peligroso, en un tiempo en el que la legislación sobre salud mental estaba cambiando en España, siendo los familiares de estos pacientes quienes tenían que hacerse cargo de ellos. Únicamente ingresarían en un psiquiátrico en el caso en que fuesen potencialmente peligrosos, aunque esta cualidad es muy difícil de diagnosticar.

«Tengo ganas de matar a alguien»

Días antes de que ocurriese el trágico suceso, los allegados a M.M. G. ya habían observado algún rasgo que les hacía suponer que había empeorado su estado de salud, entre ellos su propia madre, quien había expresado sus temores acerca de la situación en la que se encontraba su hijo, a quien veía más disgustado y deprimido que de costumbre, aunque jamás llegó a sospechar ni mucho menos imaginar que pudiese perpetrar un barbaridad semejante a la que terminó cometiendo aquel 4 de marzo de 1988. Aunque, en algunas ocasiones había dado muestras de su agresividad y era temido por los vecinos a causa de su carácter irascible y hasta violento. Hacía ya algún tiempo que había zarandeado a una joven de la que se encontraba enamorado, a la que arrastró por el suelo y hubo de ser socorrida por los vecinos para que la cosa no pasase a mayores. En 1982 había agredido a un compañero en la carbonería en la que trabajaba, por lo que sus reacciones podían ser muy inciertas y hasta cierto punto temerosas y peligrosas. A consecuencia de esta última fue ingresado por vez primera en el centro de salud mental de la capital extremeña.

Al parecer, tres días antes de dar muerte al hijo del cartero, M. M.G. había pronunciado literalmente la frase que «tenía ganas de matar a alguien», aunque nadie lo tomó en serio, pues eran frecuentes sus desvaríos y no se le consideraba una persona potencialmente peligrosa, por lo menos hasta la fecha en que perpetró el atroz y aterrador crimen. Para los vecinos era un personaje particularmente conflictivo y era rechazado por un amplio sector de Táliga. El asesino cumpliría su condena en un psiquiátrico penitenciario hasta que hace algunos años pasó a residir en Mérida en una vivienda tutelada por el Gobierno Autónomo de Extremadura. De hecho, ni siquiera sería juzgado debido a que su estado de salud lo impedía y fue conceptuado como inimputable.

A raíz de este grave suceso, que provocó un gran impacto en el territorio extremeño, una psicosis recorrería la Comunidad Extremeña, dándose el caso de que eran muchos quienes denunciaban casos similares, aunque no dejarían de ser más que meros sustos y alarmas que nunca pasarían a mayores.

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Impunidad para el asesinato de una pareja de novios en Casariche (Sevilla)

Panorámica del pueblo donde tuvo lugar el crimen

En una otoñal tarde del 29 noviembre de 1981, un joven se encontraba dando un garbeo por una zona de olivares de la localidad sevillana de Casariche, un municipio de unos 5.000 habitantes que dista unos 130 kilómetros de la capital hispalense en la zona más oriental de la provincia, cuando observó un vehículo empotrado en un olivar y picado por la curiosidad se acercó hasta el coche. Allí contemplaría una macabra escena, pues sus ocupantes se encontraban muertos. Enseguida pensó que se trataba de un accidente de tráfico y dio aviso a la Guardia Civil. Un equipo de agentes se trasladó hasta el lugar y cuando procedían a examinar el automóvil accidentado comprobarían que sus ocupantes habían muerto como consecuencia de los disparos efectuados, a corta distancia, por una escopeta de postas.

Inmediatamente se dio aviso al Juzgado para acordonar la zona con el objetivo de que no de destruyesen pruebas y se procediese a la identificación de los cadáveres de las dos víctimas. No tuviero mayor problema a la hora de realizar este trámite, pues inmediatamente se supo que los cuerpos hallados en aquel paraje eran los Rosario Aranda, una joven de 19 años, vecina de aquella misma localidad y su novio, José Ramón del Pozo, tres años mayor que ella, y vecino del municipio malagueño de Alameda. Por su parte, la autopsia determinaría que ambos muchachos habían fallecido a las dos de la madrugada del día en que fueron encontrados sus cuerpos sin vida, que estaban semidesnudos de la cintura para abajo.

La especulación y el misterio rodearían a aquel trágico suceso a lo largo de muchos años, tantos que jamás se ha podido determinar con exactitud lo que realmente sucedió aquella noche. En un principio se descartó la hipótesis del robo, pues ambos jóvenes disponían de todas sus pertencias. La teoría que comenzaría a tomar más fuerza fue la del ajuste de cuentas, pues se decía que el joven asesinado acumulaba muchas deudas como consecuencia de su desmedida afición al juego. De hecho, se comentaba por la zona que no se atrevía a viajar solo hasta la Casariche por su temor a sufrir algún tipo de represalia por parte de quienes compartían esa controvertida afición.

La reconstrucción de los hechos demostraría que el conductor intentó escapar, pero que no le dio tiempo y quedó encajonado en el momento en el que sus atacantes dispararon contra el coche. Las pruebas de balística demostrarían que las postas habían sido disparadas a muy corta distancia, prácticamente a bocajarro, descargando una gran cantidad sobre José Ramón del Pozo. Se suponía también que el criminal o criminales habrían utilizado una escopeta de cañones recortados para asegurar los disparos del calibre 12, que sería encontrada en el propio olivar en septiembre del año 1982. En la puerta izquierda del automóvil se encontraron numerosas señales de perdigones, lo cual demostraba que el asesino o asesinos habían disparado varias veces contra sus ocupantes.

Cartas amenazantes

Otro detalle que tendrían en cuenta los investigadores de este suceso y que les parecía colocar en sobreaviso de lo que podría esconderse detrás del doble crimen de Casariche eran las cartas anónimas que supuestamente recibía José Ramón del Pozo, las cuales podrían contener amenazas. Asimismo, recientemente por aquel entonces había sufrido el robo de un automóvil de su propiedad, un SIMCA 1200. Pero la cosa no terminaba ahí. Además, hacía poco tiempo alguien había colocado un viejo televisor en la calzada dispuesto para cuando él pasase con la finalidad de que perdiese el control de su vehículo y saliese de la carretera para provocarle la muerte. De hecho, cuando el muchacho se desplazaba desde el pueblo que era originario hasta la localidad sevillana siempre lo hacía en compañía de dos o tres amigos debido al temor que le despertaba viajar solo.

No obstante, tras hacer las pertinentes indagaciones, los agentes de la Guardia Civil conseguirían establecer una nueva línea de investigación. Hasta aquel entonces, el hallazgo de una cajetilla de tabaco rubio vacía, junto a varias colillas, eran las únicas pruebas que tenían en un tiempo en el que todavía no se trabajaba con las muestras de ADN. El hallazgo de la escopeta llevaría a los miembros del instituto armado a poner rostro a los presuntos autores del crimen, así como las denuncias presentadas por una pareja de jóvenes de la localidad de la La Roda, quienes habían tenido más suerte que los muchachos asesinados en Casariche.

En un breve espacio de tiempo serían detenidos tres peligrosos delincuentes, domiciliados en Madrid, pero que viajaban con cierta frecuencia a tierras sevillanas para proveerse de estupefacientes. Respondían a los nombres de Rafael L.F., de 26 años, alias «El Rafa»; Pedro R.L., conocido como «El Perico, de la misma edad que el anterior y Matías J.C., de 21 años. Su móvil, a diferencia de lo que se había venido sosteniendo hasta entonces, habría sido el robo, aunque poco podrían haber sustraído a aquella joven pareja. Sin embargo, después de llevar algún tiempo en prisión y cuando parecía que todos los cabos estaban atados, la Audiencia Provincial de Sevilla los absolvería el 23 de febrero de 1988 por falta de pruebas, pasando este caso a engrosar la larga lista de sucesos impunes.

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Asesina a un profesor en el año 1959 y al pintor Jacinto Alcántara en 1966

Busto del pintor Jacinto Alcántara en Madrid

En un período de siete años, Juan Francisco Blanco Villoria, perpetraría dos horribles crímenes que consternarían a aquella pacífica y tranquila sociedad madrileña de las décadas de los cincuenta y sesenta en la que la capital de España estaba siendo sometida a una extraordinaria transformación que la llevaría a equipararse con el resto de las capitales europeas. A pesar de que ya era una gran ciudad, por sus calles se respiraba un ambiente campechano y apacible que hacían de ella un verdadero paraíso, al que contribuía la masiva emigración que se estaba registrando, principalmente desde las provincias castellanas, en la época del masivo éxodo rural español.

Blanco Villoria era ya un hombre que se acercaba a la cuarentena cuando perpetró su primer crimen, en las Navidades del año 1959, y por si esto no fuera suficiente, eligió la fecha del Día de los Inocentes para terminar con la vida de quien fuera su profesor, Miguel Kreyler Padínde 58 años de edad. Al parecer, el asesino, que sufría una patología mental bastante grave, estaba obsesionado con que quien se convertiría en su primera víctima sentía auténtica inquina hacia él, a pesar de lo cual había concluido satisfactoriamente sus estudios de magisterio y ejercía como maestro nacional.

El asesinato del profesor Kreysler se produjo en pleno centro de Madrid, a la altura del número 100 de la calle de Alcalá. Su verdugo le venía persiguiendo desde que había salido de su domicilio, sito en la madrileña calle de Ramón de la Cruz. Un poco antes de llegar a la Plaza de Manuel Becerra se abalanzaría sobre su víctima. Por la espalda, y sin pronunciar una palabra le asestaría una puñalada con un cuchillo de monte, de hoja ancha y afilada, cuya longitud alcanzaba los treinta centímetros. Aunque la primera cuchillada era ya mortal de necesidad, su agresor le inferiría dos nuevos ataques con el mismo arma, que dejarían exánime a Miguel Kreysler, un prestigioso profesor de Geografía y Filosofía, cuya reputación era intachable y gozaba del aprecio de las más altas jerarquías de la sociedad de su tiempo.

Inmediatamente, cuando se encontraba ya malherido, el docente sería trasladado a un centro sanitario próximo al lugar de autos, sin que se pudiese hacer nada por su vida. Su agresor, Juan Francisco Blanco Villoria sería reconocido inmediatamente y se había podido comprobar que había sido su alumno en etapas previas a la Guerra Civil española. En todo ese tiempo, más de un cuarto de siglo, había venido alimentado un profundo odio contra su antiguo maestro, al tiempo que nunca había podido superar un rencor malentendido dentro de lo que hasta su propio padre, el doctor Serapio Blanco Turiño, consideraba una mente enferma. El asesino sería ingresado en el centro psiquiátrico de Ciempozuelos, en el que permanecería prácticamente el resto de su vida, aunque se fugaría en 1966 para dar muerte al pintor Jacinto Alcántara.

Asesinato de Jacinto Alcántara

Si raros y hasta absurdos fueron los motivos que le habían llevado a matar al profesor Kreysler, lo serían mucho más los que llevaron a terminar con la vida del pintor y académico de Bellas Artes, Jacinto Alcántara, cuyo asesinato tuvo lugar el 6 de junio de 1966 en el vestíbulo de su domicilio, situado en el número 54 del Paseo del Pintor Rosales. El móvil de este segundo crimen hay que buscarlo en un cuadro que Jacinto Alcántara había regalado al padre de Blanco Villoria, de quien era amigo íntimo, en 1933. Al parecer, el pintor había realizado en torno al año 1928 un viaje por tierras de Zamora, de las que era oriundo Serapio Blanco Turiño, en las que observaría algunas estampas costumbristas de aquellos lugares, que le sirvieron para inspiración de una de sus obras con la que terminaría obsequiando a su buen amigo.

Juan Francisco Blanco Villoria estaba literalmente obsesionado con aquella obra de arte, que tenía entre ceja y ceja. Estaba convencido de que una de las imágenes que se podían observar en la misma, una campesina, era un retrato de su madre. Consideraba que aquella estampa denigraba y ofendía a su progenitora y así se lo había hecho saber a sus padres en reiteradas ocasiones, quienes refutaron la falsa y absurda teoría del hijo, pues no dejaba de ser un cuadro costumbrista. Su obsesión, al igual que había ocurrido con el profesor Kreysler alcanzaba tintes enfermizos.

Para acometer su segunda fechoría Blanco Villoría se fugaría del manicomio en el que permanecía ingresado desde finales de 1959 el día 5 de junio de 1966. Su modus operandi sería muy similar al primer asesinato. En esta ocasión se valdría de la confianza que mantenía con el célebre pintor madrileño, aunque previamente había preguntado por él a la portera del inmueble en el que residía de una forma muy cortés y educada, sin que nada le hiciera presagiar que aquel hombre tenía el objetivo de perpetrar un segundo crimen. Al día siguiente de su fugar del centro psiquiátrico, Juan Francisco Blanco Villoria se dirigió hasta el domicilio de Jacinto Alcántara. Subió hasta el piso en el que residía, el cuarto derecha del número 54 del Paseo del Pintor Rosales. Al llegar a su domicilio, le dijo a la criada que era un conserje del centro de cerámica en el que impartía clases el malogrado artista plástico y que debía darle un recado a quien se iba a convertir en su segunda víctima mortal.

Jacinto Alcántara avanzaría confiado hasta el recibidor de su domicilio en el que le aguardaba un energúmeno que se había fugado de Ciempozuelos y que, al parecer, había dicho entre sus compañeros de internado «que el profesor Kreysler no sería su última víctima». Nada más llegar a dónde se encontraba esperándole Blanco Villoria, este último desenvainaría el cuchillo de monte, idéntico al que le había servido para perpetrar su primer crimen, y le acometería con fiereza, sin siquiera intercambiar una palabra, infiriéndole una cuchillada de treinta centímetros que le interesaría el corazón, dejándole prácticamente exangüe. El asesino sería detenido prácticamente de inmediato, a lo que ayudó un vecino, así como el novio de la única hija del pintor asesinado. Llevado a la Comisaría de Policía del distrito de Universidad declararía que «Odiaba Jacinto Alcántara desde niño», lo que refleja a las claras la mente maníaca y enfermiza de un criminal que perpetraría su segundo crimen en siete años merced a las cuestionadas medidas de seguridad del manicomio de Ciempozuelos.

Con el asesinato de Jacinto Alcántara se le impedía también su toma de posesión de su acta de académico en la Academia de Bellas Artes, pues estaba preparando por aquel entonces su discurso de ingreso. Su verdugo, Juan Francisco Blanco Villoria retornaría a las instalaciones del psiquiátrico de Ciempozuelos en la que permanecería recluido hasta su muerte. Al parecer, había prometido cometer un tercer crimen, también en la persona de un antiguo profesor suyo en tiempos previos a la Guerra Civil, aunque las circunstancias, por suerte para el viejo docente, en esta ocasión no le permitirían perpetrado el tercer asesinato que barruntaba su mente insana y enfermiza que tan solo atesoraba infundados odios y rencores que se remontaban a la noche de los tiempos.

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Un crimen no resuelto en Tordesillas como consecuencia de formalidades burocráticas

El suceso ocurrió en el bar «La Bodeguilla» de Tordesillas

Este suceso se corresponde con uno de esos hechos que todos nos preguntamos porqué la Justicia no actúa con la contundencia que se le exige. La familia de la víctima se encuentra ya desesperada de tanta lucha infructuosa en un caso que aparentemente debería haberse resuelto en un abrir y cerrar de ojos, dada la veracidad de los testimonios aportados y la coherencia con que actuó la única testigo de un caso que conmocionaría a la localidad vallisoletana de Tordesillas el día 25 de mayor de 2007.

En esa fecha, un joven de 29 años de edad, Óscar Gómez Incio se disponía a cerrar el local «La Bodeguilla», propiedad de su padre, quien lo había abierto al público en el año 2005. El azar quiso que el muchacho contemplase a una cuadrilla de trabajadores portugueses, albañiles que trabajaban al albur de los últimos rescoldos del «boom urbanístico» español de la época, quienes alrededor de las dos y cuarto de la madrugada la emprendieron a golpes contra el mobiliario de un bar similar al suyo, con el objetivo de apropiarse de algunas mesas y sillas de plástico duro. Óscar, un trabajador incansable y de excelente consideración entre su vecindario, les reprendió su incívica e irresponsable actitud. En ese momento, los cuatro ciudadanos lusos la emprendieron a golpes, patadas y arañazos, hasta que un empujón terminaría por dar con el chaval en el suelo, a consecuencia de lo cual se golpearía contra el bordillo de la acera a consecuencia de lo cual el muchacho se desnucaría, falleciendo prácticamente en el acto, tal y como se encargaría de certificar la autopsia. En el lugar, sito frente al número 35 de la Avenida de León, quedaría únicamente su compañera, quien presa de las terribles circunstancias clamaba porque llamasen a las asistencias así como a la Guardia Civil, y también al 112. Sus voces de auxilio despertarían a los vecinos, así como al padre del joven muerto, quienes inmediatamente bajaron a prestar socorro. Mientras tanto, sus agresores abandonaron el lugar calle abajo, dándose a la fuga, lo que podría haber constituido un delito de omisión de socorro por el que jamás serían juzgados. Por su parte, los sanitarios, a pesar de que intentaron reanimar a la víctima durante más de una hora, no lograrían su objetivo.

Tal como se habían desarrollado los trágicos acontecimientos, todo indicaba que el autor material de la muerte de Óscar Gómez pronto se descubriría y pagaría por el horrendo crimen, pero una serie de trabas burocráticas y judiciales, impedirían el esclarecimiento definitivo de un terrible suceso que consternaría profundamente a la ciudad de Tordesillas. Así, la joven que acompañaba a la víctima identificaría en una rueda fotográfica al presunto autor material del homicidio, un ciudadano luso que respondía a las siglas de J.M.C.B.D., quien sería detenido tres meses más tarde en su país natal y extraditado a España para que respondiese del crimen ante la Justicia española.

Negativa a una rueda de reconocimiento

En un principio, las tres partes personadas en el caso, desde el juez encargado, pasando por la fiscalía y el abogado de la familia daban por bueno el testimonio de la joven y que la autoría del crimen había sido obra del ciudadano luso que en ese momento se encontraba detenido. Sin embargo, hubo un aspecto al que se agarraron los magistrados para dejar en libertad a J.M.B.D.C. Este no era otro que la descripción que había facilitado la única persona que presenció el altercado que le costó la vida a su compañero. Al parecer, esta última habría manifestado que el autor material del homicidio presentaba una mancha en la cara, certificándose que el único detenido carecía de cualquier erupción cutánea, a la que aludía la joven. Aún así, puntualizaría que lo que ella había visto bien pudiese obedecer a una mancha ocasionada por la suciedad o también alguna herida. No obstante, el ciudadano portugués sería puesto en libertad con cargos el 16 de agosto de 2008.

A lo largo de los años subsiguientes, la familia de Óscar Gómez Incio proseguiría con el arduo intento en vano para que se resolviese el crimen, tratando de aportar nuevas pruebas que incriminasen al único detenido, aunque estas serían rechazadas por el juez, quien cuestionó la descripción facilitada por la novia de la víctima, motivo este por el que se rechazaría la ruede de reconocimiento que solicitaban sus familiares.

En declaraciones a distintos medios de comunicación, el padre de Óscar Gómez Incio no dudaría en manifestar su frustración por la actitud mantenida por la Justicia, Para ello, contaba con las aportaciones e investigaciones hechas por la Guardia Civil, quien manifestó en reiteradas ocasiones su convencimiento de que el autor de la muerte del joven hostalero habría sido obra presuntamente del único detenido. De hecho, el antiguo responsable de la Guardia Civil en la provincia de Valladolid, Francisco Javier Galeache le diría en que «el caso policialmente está resuelto, ahora solo falta juzgarlo».

En mayo de 2022, Roberto Gómez, padre de Óscar, solicitaría de nuevo la reapertura del caso con motivo del decimoquinto aniversario de la muerte de su hijo, con el propósito de que no se archive como se ha venido haciendo hasta ahora y termine por convertirse en uno más de la decena larga de crímenes que todavía carecen de autor conocido en la provincia de Valladolid.

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Un joven de 24 años asesina a sus abuelos y a un tío paralítico en Jaca (Huesca)

Noticia del proceso judicial en el DIARIO DEL ALTO ARAGÓN

Como muchísimos sucesos de estas características, nadie se lo podía esperar ni mucho menos imaginar. No era una persona aparentemente conflictiva, más bien era apocado y un tanto tímido que mantenía un vínculo afectivo muy fuerte con su propia madre, si bien es cierto que se debe dejar claro que esta nada tuvo que ver en el triple crimen que conmocionaría a la localidad oscense de Jaca ocurrido el 13 de diciembre de 1990. Aunque los jueces encargados del caso, así como los peritos que lo evaluaron, descartaron que el joven sufriese alguna patología de tipo mental, sí admitirían como atenuante que el autor de tamaña aberración humana, F. J.A.G., que contaba entonces 24 años de edad, sufría un trastorno adaptativo con alteración de la conducta, si bien es cierto que esta dificultad no alteraba sus facultades intelectivas y volitivas.

El posible desencadenante del trágico suceso se encontraba en una reclamación de dos millones y medio de pesetas por parte de Hacienda a la madre del criminal. María del Carmen Galindo. acerca de un negocio de hostelería que su padre, Francisco Alegre, por entonces concejal del Partido Popular en la capital de la Jacetania, había traspasado a sus abuelos maternos. El joven se enteraría horas antes de cometer el triple crimen de la existencia de esa sanción a su progenitora, llegando a discurrir que sí acababa con la vida de su familia paterna se terminarían los problemas que acuciaban a su familia, cuyos cónyuges se encontraban supuestamente tramitando su separación matrimonial.

En la tarde noche del día de autos, el miércoles 12 de diciembre, F. J. A. G. estuvo de copas por diversos bares de la ciudad de Jaca, ingiriendo excesivas cantidades de alcohol. Al parecer, el muchacho pudo haber tomado ese día hasta un total de doce gin tonics, a lo que se sumarían un par de cervezas y hasta dos botellas de vino a la cena, más alguna que otra copa en una discoteca de la localidad. Suficiente para armarse de valor y provocar una horrible tragedia, de esas de las que se van transmitiendo de padres a hijos a lo largo de muchas generaciones.

De madrugada

El triple crimen tuvo lugar en plena madrugada cuando sus abuelos maternos y su tío se hallaban ya descansando. Al parecer sería su abuelo, Nazario Alegre, de 68 años, quien abrió la puerta al joven, quien provisto de un cuchillo-machete de los empleados en el monte terminaría con su vida, sin darle prácticamente opción a defenderse. Posteriormente, haría lo mismo con su abuela, Ascensión Gil, de 72 años, así como con un tío suyo que se encontraba postrado en una silla de ruedas debido a que sufría una parálisis congénita, José Luis Alegre Gil, quiente tenía 38 años cuando fue asesinado por su sobrino. Por su parte, F.J.A.G., una vez hubo cometido la brutal matanza se trasladó a casa de su madre, para luego desplazarse hasta Huesca en compañía de un amigo.

La madre del triple homicida sería quien descubrió los cadáveres de las tres víctimas en plena madrugada, llamando alrededor de las seis de la mañana a la Comisaría de Policía de Jaca para informar de lo acontecido. Inmediatamente se procedería a la detención de su hijo, quien no opuso ninguna resistencia ante los agentes, además de confesar la autoría del triple crimen, un trágico suceso que conmocionaría a la bella ciudad pirenaica cuando se preparaba para recibir unas Navidades que estuvieron teñidas de luto.

Nadie en aquel entorno podía dar crédito a lo sucedido. Nadie se podía imaginar que aquel joven, introvertido y apocado, pudiese cometer tamaña masacre. Se suscitaron los lógicos comentarios en torno al suceso, llegando incluso a hablarse de posibles problemas de drogas, aunque los que tomaban fuerza eran los supuestos contratiempos familiares para los que no se encontraba lo suficientemente maduro emocionalmente, tal y como quedaría patente en el transcurso del juicio.

57 años de cárcel

El juicio por el triple crimen de Jaca se celebraría en julio del año 1992. La defensa de F.J.A.G. aludiría a los problemas mentales que presentaba el joven, cuya conducta fue calificada de «psicótica» por parte de los peritos que se encargaron de evaluarlo. No obstante, estos consideraron que no sufría ninguna alteración de sus facultades intelectivas y volitivas, aunque sí reconocieron que la relación que había mantenido a lo largo de su existencia con su progenitora había moldeado su personalidad, provocando que con ella hubiese una «relación simbiótica» que le llevaba a rechazar al entorno paterno, generándose un ambiente de odio hacia el mismo. En el juicio llegaría a copiar parte del discurso materno, al tiempo que imitaba casi de forma idéntica su manera de firmar. En el estrecho vínculo que le unía a su madre se hallaba la raíz del problema adaptativo que padecía, a lo que se añadía el fuerte estrés padecido a lo largo de aquel año derivado de los problemas familiares que le resultaban de difiícil comprensión.

Llamó también poderosamente la atención de quienes lo juzgaron que no fuese capaz de reconocer el daño realizado, observándose una ausencia de culpa en F. J. A. G., quien manifestaría en el transcurso de la vista oral que solo recordaba la primera puñalada que propinó a su abuelo, a pesar de que cosería con un total de 75 cuchilladas a los tres miembros de su clan familiar. Manifestaría que a partir de ahía «todo se desarrolló como una película en la que yo era el espectador y no el protagonista».

El tribunal no creyó que pudiese aplicarle una eximente por trastorno mental transitorio ni siquiera incompleto, ya que su actitud obedeció a un plan previamente elaborado y configurado, cuyo objetivo era terminar con la vida de los tres miembros de su familia. F. J.A.G. sería condenado a un total de 57 años de prisión, así como a satisfacer una responsabilidad civil de 30 millones de pesetas (180.000 euros) al único pariente que había quedado vivo, que era su padre, quien no estuvo presente en el juicio que se siguió contra su hijo.

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Asesina a sangre fría a una pareja de novios en Zamora

«El Quintas», en el momento de ser detenido en el año 1997

Hay personas que sostienen que «la suerte existe», O lo que comúnmente llamos azar. Sin embargo, hay veces que esa suerte es inversa, jugándonos una muy mala pasada la Diosa Fortuna. Una de las peores circunstancias que puede ocurrir en la vida es cruzarse con individuos que portan en sus genes el ADN del mal, que son auténticos profesionales de la delincuencia y que no dudan en emplear los medios que tengan a su alcance para terminar con una persona que involuntariamente se cruce en su camino. No cabe duda que cuando alguien tenía la desgracia de cruzarse con Manuel Martínez Quintas,alias «El Quintas» podía ocurrirle cualquier cosa que no fuese buena.

Con numerosos antecedentes penales y judiciales por su trayectoria en la que no faltaban las agresiones sexuales y los ataques a la propiedad privada, el día 13 de enero de 1983 perpetraría un doble crimen que consternaría profundamente a la ciudad de Zamora. En la tarde de esa jornada, un «viernes 13» -como si de un mal agüero se tratase- una joven pareja de estudiantes de Magisterio formada por Aurora Barbero Luelmo, de 19 años y José Manuel Tamames Domínguez, de 18. acudieron a disfrutar de la jornada a la isla del río Duero, denominada Las Playas, con el afán de contemplar la aparición de patos en la zona, dada su gran afición a la ornitología.

Lo que no podían imaginarse ambos muchachos, de excelente reputación y de una acreditada solvencia personal, es que en su camino de iba a cruzar un energúmeno que acumulaba ya un largo historial delictivo a sus espaldas, aunque todavía no había dado su gran paso al mundo del crimen. Provisto de una escopeta, Manuel Martínez Quintás amenazó a la jovencísima pareja y se apoderó de algunas de sus pertenecias, entre ellas una cadena de plata, que portaba la joven, y una exigua cantidad de dinero, algo más de mil pesetas que llevaba consigo José Manuel.

Arrojada al río

Una vez hubo consumado el atraco, «El Quintás» procedió a la inmovilización de ambos jóvenes, a los que maniató con una cuerda. Pero en ese momento, Aurora Barbero comenzó a gritar, lo que -según testificaría en el juicio- puso nervioso al delincuente, quien no dudó en lanzarla con todas sus fuerzas al cauce del río Duero con el propósito de que la joven se ahogase. Para ello, no escatimaría esfuerzos, e incluso la empujó con un palo cuando trataba de asirse a las riberas del efluvio, alcanzando su macabro y oscuro propósito.

En este caso, volvería a demostrar que era un auténtico profesional de la delincuencia, pues no dejaría testigos de su obscena y cruel fechoría. Una vez hubo lanzado a las frías y rebosantes aguas que llevaba el Duero en aquel invierno, aprovecharía la bufanda con la que José Manuel Tamames se protegía del frío para estrangularlo, aprovechándose de su manifiesta indefensión y que se encontraba maniatado. Posteriormente, cavaría una pequeña zanja, de apenas quince centímetros de profundidad, en la que sepultaría el cuerpo sin vida del joven estudiante de magisterio. Finalmente, huiría del lugar de los hechos a a pie.

Al día siguiente del macabro doble crimen, unos piragüístas encontrarían en las aguas del Duero el cadáver de Aurora Barbero Luelmo. Más tarde, tras hacer las perceptivas investigaciones, la Policía encontraría el cuerpo enterrado del novio de la joven asesinada. No había dudas que se encontraban ante uno de los peores crímenes de la historia de Zamora y los agentes trabajarían sin descanso a lo largo de más de cincuenta horas de manera ininterrumpida. Inmediatamente pondrían en su punto de mira a Manuel Martínez Quintas, cuyo historial delictivo lo delataba. Sería detenido el 18 de enero de 1983, demostrando una frialdad fuera de lo común, pues le estampó, de buenas a primeras, al letrado de oficio que lo defendía «Abogado vas a defender a un asesino». actitud que nos da una buena cuenta ante que clase de sujeto nos encontramos.

Además de la gran consternación que sacudió a la ciudad de Zamora en el primer mes de 1983, tampoco faltarían las muestras de solidaridad y apoyo a las familias de ambos jóvenes, pues sus compañeros de estudios se manifestarían silenciosa y pacíficamente por las calles de la capìtal de la provincia en repulsa por tan obsceno y cruel crimen.

76 años de cárcel

Martínez Quintas sería juzgado en el año 1984 en la Audiencia Provincial de Zamora. En su descargo, o tal vez con descaro, argumentaría que los gritos proferidos por la joven precipitaron su injustificable patraña, negando en todo momento que pretendiese asesinar a los dos muchachos zamoranos. Los expertos que estudiaron su personalidad manifestarían que se encontraban ante un psicópata, que era plenamente consciente de sus actos.

«El Quintas» sería condenado a una pena de 76 años de cárcel, así como a satisfacer con 30 millones de pesetas a los padres de sus dos víctimas, aunque, como suele suceder casi siempre con estos energúmenos, se declararía insolvente. Cumpliría gran parte de su pena en la cárcel de Bonxe, en Lugo. No obstante, y aquí de nuevo nos encontramos con algunas imperfecciones del antiguo sistema penal, por asesinar vilmente a los dos jóvenes de Zamora,tan solo cumpliría trece años de prisión, siendo puesto en libertad a finales de 1996. De él se destacaba su «excelente comportamiento» mientras estuvo entre rejas, algo que por otra parte suele ser muy habitual.

Violación

Manuel Martínez Quintas no tardaría en recaer en sus antiguas andanzas, comportándose como el ser despreciable y mezquino que es. En octubre de 1997 violaría a una mujer en Valladolid, siendo de nuevo detenido por las fuerzas del orden y regresando de nuevo a la cárcel, en la que discurrió más de la mitad de su existencia. En el año 1999 sería condenado a 26 años de prisión por la Audiencia Provincial de Valladolid. En esta ocasión, debido a sus tenebrosos antecedentes, cumpliría 20 años íntegros, saliendo en libertad en el año 2017.

A raíz de su último delito, la mujer a la que violó se vio en la obligación de solicitar la incapacidad permanente en su trabajo debido a un trastorno de estrés postraumático crónico, que le impedía desarrollar su actividad laboral en condiciones.

«El Quintas» tenía prohibido residir en las provincias de Valladolid y Zamora durante los cinco años siguientes a su salida de la cárcel, por lo que estuvo viviendo en diferentes localidades españoles. En un principio se le situaba en la ciudad de Lugo y también en A Coruña, lo que despertaría la alarma entre sus conciudadanos, temerosos de sufrir cualquier percance a manos del tristemente célebre delincuente y asesino confeso. Debido a la presión ciudadana, tuvo que marcharse de la ciudad herculina y últimamente se le situaba en Portugal. Es normal que salten las alarmas ante la presencia de semejantes energúmenos. Nunca se sabe lo que puede pasar, aunque él llegaría a manifestar que ya contaba con casi 70 años y no tenía intención de hacer daño a nadie.Lo peor para él, dado su amplísimo historial delictivo, es que nadie se lo cree.

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Cuatro crímenes de un asesino en serie que aterraron a Vitoria a finales de la década de los noventa

Portada del programa de la EITB que le dedicó al asesino en serie Koldo Larrañaga

Muchos vitorianos se encontraban aterrados a finales de los años noventa al producirse cuatro inexplicales crímenes en los que el asesino se había comportado de una manera especialmente sádica y brutal. Eran muchos los que se preguntaban quien o quienes podrían estar detrás de aquellos salvajes asesinatos que conmocionaban y conturbaban la paz social en la capital alavesa. Lo que nadie se podía imaginar es que detrás de aquella barbarie, probablemente pensada y calculada, se encontraba un hombre de rostro amable y gentil, que podía ser un magnífico padre de familia y un excelente compañero de trabajo. Por lo menos así lo definirían quienes lo conocían. Se trataba de Koldo Larrañaga, un individuo de 38 años de edad por aquel entonces, que había sido un empresario de hostelería, a quien las deudas le habían dejado una situación económica crítica y a quien, como a casi todos los psicópatas, le faltaba constancia y entrega, pero, al igual que los de su condición, tenía ese encanto y engatusamiento personal a los que son tan proclives quienes cometen crímenes en masa y que solamente se descubre su verdadero rostro cuando son descubiertos y caen en las garras de la justicia. De hecho, el sujeto en cuestión se ganaría el sobrenombre de «El asesino amable».

Koldo Larrañaga se dedicó a diversas ocupaciones en sus años mozos. Tenía vocación para la docencia, pero nunca llegaría a terminar los estudios de magisterio en los que se había matriculado en plena juventud. Aún así, en los años noventa ejercería como profesor particular en distintas academías de Vitoria, a pesar de que su araganería era superior a su vocación y hubo de abandonar esta profesión. Más tarde, se iniciaría en los negocios hosteleros, que se saldarían nuevamente con resultados ruinosos debido a su escasa dedicación. Esa situación de quiebra personal se reflejaría en su vida personal, llegando a separarse de la mujer con la que había formado una familia y tenía un hijo. Lleno de deudas y con escaso futuro, comenzaría una carrera delictiva que pone la carne de gallina con tan solo hacer un breve repaso a su cruel y brutal historial, similar al de cualquier asesino que alcanza la triste celebridad y que casi siempre asociamos con otros lares, ya que nos parece prácicamente imposible que eso pueda suceder en nuestro alrededor

Ensañamiento y crueldad extrema

Su primera víctima sería la profesora de inglés Esther Areitio, de 55 años, viuda, a la que conocía porque vivieron muy cerca y coincidían en el Bar Androide, le robó joyas y unas 170.000 pesetas, que otra persona sacó con sus tarjetas de crédito. Pero en este caso sería muy minucioso en la escena del crimen. Aquel 8 de mayo de 1998 asesinó presuntamente a Esther Areitio en su domicilio y después la descuartizó en seis trozos, cabeza, tronco y extremidades, y limpió el piso. Los guantes de latex impedirían que dejase huellas. Sobre el depósito de agua del baño apareció un cuchillo de monte, similar a los dos que había comprado, según los comerciantes que se lo vendieron. En un primer momento la Ertzainza trató de seguirle la pista, pero todo indicaba que era bastante complicado ya que el criminal se había cerciorado de que no quedase un rastro fiable.

Apenas un mes después de haber perpetrado el primer asesinato. el 9 de junio de 1998 perpetraría su segundo crimen. En esta ocasión, en la persona de Acacio Pereira, un empresario de cordelería que tenía 72 años, quien en aquel momento se encontraba afectado de un cáncer de hígado. Al igual que había ocurrido con la docente, la saña se convertiría en su inexorable seña de identidad. Le asestaría varias cuchilladas, además de amarrale a una silla. Con el segundo asesinato, la conmoción y el terror se hcieron patentes en la capital vitoriana, a lo que se sumaba que la investigación se encontraba estancada por carecer de pistas fiables que condujesen a la detención del homicida.

Asentado ya en Madrid y alejado de su País Vasco natal, en agosto de 1998 viajaría de nuevo a Vitoria para entrevistarse con un empresario de máquinas tragaperras, Agustin Ruiz, a quien debía grandes sumas de dinero, cifradas en varios millones de pesetas. En el transcurso de la tensa entrevista, relataría durante el proceso que se siguió en su contra que ambos habían discutido de forma acalorada. Al parecer, atacaría a su nueva víctima con un destornillador, el primer objeto que encontró a mano. Este era un crimen no previsto, según sus propias palabras y que, a diferencia de los dos anteriores, sí dejaría algunas huellas, a pesar de lo cual no sería detenido hasta nueve meses más tarde, después de perpetrar un cuarto homicidio.

Koldo Larrañaga pondría el colofón a su orgía sangrienta el día 24 de mayo de 1999, un año después de haber cometido el primer crimen. La persona que se cruzó trágicamente en su camino fue una joven abogada vitoriana de tan solo 28 años de edad, Begoña Rubio, quien aparecería muerta en el despacho que regentaba desde hacía menos de un año en la calle Siervas de Jesús, de la capital vitoriana. Una vez más, la crueldad se hacía patenta, ya que el asesino le había asestado varias cuchilladas, una de las cuales le perforaría la garganta. Al igual que había acontecido en las otras tres ocasiones previas, el criminal no dudó en ningún momento en ensañarse cruelmente con su joven víctima, siendo este el séptimo crimen que se cometía en la capital alavesa en menos de año y medio, lo que hacía saltar todas las alarmas ante la posibilidad, como así quedaría demostrado, de que por la ciudad campase a sus anchas un asesino en serie. En este último caso serían los padres de la abogada asesinada quienes darían la voz de alarma ante la Ertzainza debido a la insual tardanza de la muchacha, siendo descubierto su cuerpo sin vida ya de madrugada.

Posteriormente, tras las investigaciones policiales pertinentes, se demostraría que detrás de todos sus crímenes había un móvil económico, pues a todas las víctimas les había sustraído alguna cantidad de dinero, que iban desde las 4.500 que se apoderó del bolso de la abogada, pasando por las más de 160.000 pesetas que le robó al empresario Agustín Ruiz, así como otras cantidades inferiores a esta última a dos de sus otras víctimas

Detención y condena

Como todos los psicóptas, sus crímenes obedecían a un plan trazado de manera muy meticulosa, pero también había cometido algunos errores que le llevarían a dar con los huesos en la cárcel. Después de haber sembrado el terror en Vitoria sin mostrar compasión alguno hacia sus víctimas, Koldo Larrañaga sería detenido en Madrid el 29 de mayo de 1999 tras una operación conjunta llevada a cabo por la Ertzainza y la Policía Nacional. En la capital de España se procedería a su detención en la calle Fuente de Lima, en la que residía su novia, quien también sería detenida, aunque puesta en libertad tras prestar declaración. Los vecinos de los dos detenidos no salían de su asombro al ser informados quien era realmente aquel sujeto educado y encantador con el coincidían con frecuencia en la escalera de su portal. Y es que como todos los de su grey, ninguno es quien aparenta parecer. En el transcurso de su captura, le serían intervenidos distintos objetos personales, algunos de los cuales, entre ellos un manojo de llaves, que pertenecían a dos de sus víctimas.

También causaría sorpresa en Vitoria que a Koldo Larrañaga le atribuyesen dos de los crímenes que habían ocurrido en la ciudad en aquel último año. Sus allegados y personas que lo trataban no dudaban en definirlo como un hombre de trato exquisito y refinado, que había fracasado en algunos de los negocios que había emprendido, pero que nadie se podía imaginar que detrás de un manso cordero se escondiese un peligroso depredador y que en realidad era alguien muy distinto a la persona risueña y afable con la que a menudo coincidían.

En noviembre del año 2000 se iniciaría el primer juicio contra Koldo Larrañaga. La Audiencia Provincial de Vitoria lo sentenciaría a un total de 20 años de cárcel, quince como autor de la muerte de Agustín Ruiz y otros cinco por robar en su domicilio. Igualmente debería indemnizar a los hijos de la víctima con doce millones de pesetas a cada uno, a pesar de que este individuo era a todas luces insolvente.

Un año más tarde, en el mismo mes del año 2001, fue condenado a 30 años de prisión por el asesinato de la abogada vitoriana Begoña Rubio, además de tener que resarcir económicamente en concepto de responsabilidad civil con 30 millones de pesetas a los padres de la joven letrada. Veinticinco de los treinta años que le imponían era como consecuencia del delito de asesinato, en tanto que los restantes fue por haber allanado su despacho, así como por haberle robado, lo mismo que había hecho con su anterior víctima.

Dos de los cuatro crímenes que le atribuían, concretamente el de la maestra Esther Areitio y el del cordelero Acacio Pereira quedarían impunes, ya que el criminal jamás llegaría a reconocerlos, por lo que fue imposible condenarlo por estos hechos, debido a la inexistencia de pruebas concluyentes para poder incriminarlo, dadas las precauciones que supuestamente se había tomado.

Excarcelación y muerte

A finales de julio del año 2017 Koldo Larrañaga se vería beneficiado de la ley penitenciaria que contemplaba su excarcelación por razones humanitarias, esas mismas de las que él había carecido con sus propias víctimas, con las que se ensañó de una forma terrible y escabrosa, impropia de cualquier ser humano que se precie como tal. El argumento esgrimido para su excarcelación era la detección de una enfermedad cardíaca incurable, dolencia que con el paso de los años, concretamente el día 27 de enero de 2021 terminaría con su vida a la edad de 60 años, debido a que precisaba un trasplante de corazón que no llegaría a producirse nunca

Con su fallecimiento, en casa de su madre -la persona que había sentido algo de conmiseración por un desprecibale y ruin retoño- se ponía fin a los trágicos episodios, pero no a sus consecuencias de dolor y rabia, que sacudieron la capital alavesa a lo largo de un año. Moría también el último asesino en serie que pululó por la ciudad de Vitoria y, dicho sea de paso, ojalá no vuelva a sufrir más capítulos sangrientos protagonizados por energúmenos carentes de los más mínimos escrúpulos humanos.

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El crimen de las quinielas

Antiguo boleto de quinielas

Era la década de los cincuenta todavía una época de penurias y privaciones para muchos españoles que no terminaban de salir de una Posguerra que parecía eternizarse. Para sobrevivir cualquier cosa o ardid valía, pues de eso se trataba. Había quien probaba suerte en los escasos juegos de azar que existían, entre los que sobresalían las quinielas, la mejor forma de hacerse millonario de la noche a la mañana. Uno de esos hombres al que le encantaban estas apuestas era un joven murciano, que se llamaba Julio López Guixot, quien además aseguraba entre sus amigos y conocidos que conocía la fórmula perfecta para ganar importantes premios. Lo más seguro, a tenor de lo que se ha podido deducir, es que aquel hombres, un verdadero embaucador, fuese ya una víctima de la ludopatía, en un tiempo en el que apenas se estudiaban los fenómenos psicológicos que afectan al ser humano.

Julio López, que era hijo de madre soltera, era un hombre que ansiaba el triunfo y el éxito fácil en la vida, llegando a rodearse de una pequeña legión de admiradores, entre los que se encontraba José Segarra, un joven empleado de banca que trabajaba en Elche, localidad en la que se había instalado el protagonista de esta historia después de haber cumplido el servicio militar en África. Previamente, había sido expulsado del Ejército del Aire por haber difundido un escrito en el que supuestamente incitaba a los compañeros a la rebelión. por lo que ya había sido condenado a diez años de prisión. De forma errónea, se le notificaría que había sido expulsado del Ejército, pero algún tiempo después, en torno al año 1951, se vio obligado a cumplir sus obligaciones patrias.

Cuando ya se había licenciado definitivamente, aunque repudiaba en gran medida su propia existencia, se negaba a ser una víctima de la sociedad en la que vivía. Fue entonces cuando comenzó a divulgar el método destinado a obtener importantes premios gracias al juego del 1X2. En un principio resultaría agraciado en diferentes ocasiones, junto a los miembros de la peña que había puesto en marcha, alcanzando premios que superaban las veinte mil pesetas que, si bien no eran una fortuna ni nada que se le pareciese, eran sustanciosas cantidades para la época que permitían ir tirando, aunque no para mucho más. Sin embargo, el sistema ideado por López Guixot, mostraría sus debilidades y pronto comenzaría a fallar, por lo que la mayoría de quienes le habían acompañado en esta experiencia pronto le abandonarían, incluido un supuesto socio capitalista que se hartó de perder dinero en aquella ruinosa empresa. En aquel momento, Julio López comenzaría a enfangarse de deudas, que también salpicaban a su novia,Asunción Segarra, hermana de su mejor amigo. Es entonces, cuando para financiar su fallido experimento comienza a idear la posibilidad de recurrir a actividades delictivas, entre las que no descartaban siquiera la comisión de un crimen.

Un habilitado de banca

Julio López ejercía una gran influencia sobre su amigo, José Segarra, en el año 1954 le propuso a este la posibilidad de atracar a alguno de los cobradores de la sucursal bancaria en la que trabajaba, a lo que terminaría accediendo. La víctima elegida era Vicente Valero Maciá, quien era cobrador del Banco Central en Elche. La relación entre Segarra y Valero se remontaba a la más tierna infancia, por lo que el objetivo parecía aparentmente fácil. Aquí se encontraron con otro problema añadido y es que a ambos les faltaba el valor suficiente para atracar a aquel hombre, por lo que decidieron subir un escalón en su decidida actitud. Este no era otro que acabar con su vida, utilizando como pretexto la presencia de una mujer, conocedor José Segarra de que a su viejo amigo le perdían las mujeres.

Para ello, decidieron alquilar una vivienda vacacional en Vistahermosa de la Cruz, en Alicante, donde supuestamente se alojarían dos amigas de José Segarra. Previamente, Julio y este último habían escrito una carta dirigida al mismo Segarra, atribuida a la mujer que quedaría con él. El día elegido para llevar a cabo su macabro plan era el 30 de julio de 1954. El empleado de banca era conocedor de primera mano de que a Vicente Valero Maciá le enviaban a recoger dinero a Alicante. Se inventó una excusa para salir y dirigirse hacia la capital alicantina, donde se haría el encontradizo con la víctima. Segarra se hizo el encontradizo con el habilitado y le mostró aquella misteriosa misiva que presuntamente le había dirigido una amiga, quien le rogaba que fuese acompañado de otro hombre para así tener un acompañante para su compañera de vacaciones estivales.

El lugar donde veraneaba la inexistete amiga de Segarra era una casa, que había alquilado López Guixot, dejando una fianza de 500 pesetas a su dueña. Hasta el inmueble se dirigieron tanto el empleado como el habilitado de banca a bordo de un taxi, en cuyo interior se hallaba López Guixot.

Con un yunque

Nada más acceder al interior de la vivienda vacacional, Julio descargaría toda su fuerza sobre Vicente Valero, propinándole un fuerte golpe en la cabeza con un pequeño yunque de zapatero. A pesar del fuerte trastazo recibido por el habilitado de banca, este conseguiría reaccionar, aunque se encontraba ya en estado semimoribundo, generando una sensación de pánico tanto en el agresor como en el de su compinche, José Segarra, quien saldría inmediatamente del lugar con dirección a la consulta médica en el mismo taxi que lo había llevado hasta el lugar de autos. Mientras tanto, en la casa quedaba un asustado Julio López y la víctima, cuya larga agonía perseguiría hasta el fin de sus días al afamado criminal de las quinielas.

Una vez noqueado, comenzaron a registrar al malherido Vicente Valero, aunque se encontrarían con la decepción de hallar solamente 40.000 pesetas, que llevaba en su cartera. Los asesinos no cayeron en ningún momento en la cuenta que la mayor parte del dinero, 250.000 pesetas se encontraban entre las ropas de la víctima.

Julio tenía el encargo de comprar una manta para hacer desaparecer el cadáver, aunque en aquel momento era presa del pánico y el nerviosismo. De hecho, se le rompería la llave hasta en dos ocasiones. En la primera tuvo que solicitar una nueva a la propietaria, pero ya en la segunda no tuvo el valor suficiente para hacerlo. Al regresar hasta el lugar de autos, observó como el cuerpo de Vicente Valero estaba movido del sitio en el que lo había dejado en estado semimoribundo. Esta circunstancia no hizo otra cosa que incrementar la sensación de pánico y terror que sufría López Guixot, siendo en esta ocasión cuando se le rompió la llave de la casa por segunda vez. Posteriormente, le comentaría a su cómplice que se había desecho del cuerpo del habilitado, aunque lo cierto es que lo dejó abandonado en la vivienda de veraneo.

Descubrimiento del crimen

Tardaría hasta cuatro meses en descubrirse el crimen. Fue la propietaria de la casa alquilada en Vistahermosa quien descubrió que allí se había perpetrado un terrible asesinato, ya que cuando intentó entra de nuevo en ella se apercibió de un gran hedor que procedía de su interior. Como consecuencia del mismo, decidió avisar la Guardia Civil, cuyos efectivos encontrarían el cuerpo sin vida de Vicente Valero Maciá. Pero no solamente eso, sino también algunas huellas digitales que les llevarían directamente a dar con el autor del delito.

Durante aquellos cuatro meses en los que consiguió zafarse de la acción de la justicia, López Guixot conseguiría vivir relativamente bien y proseguir con sus aficiones lúdica. Asimismo, contrarería matrimonio con Asunción, la hermana de Segarra. Pero todo tiene un fin. Y en este caso sería también trágico. El conocido quinielista sería detenido en compañía de quien ya era su esposa cuando se dirigía a cobrar la cantidad de 27.000 pesetas que había logrado con una apuesta deportiva en la Delegación Provincial del Patronato de Apuestas Mutuas Deportivo Benéficas de la capital murciana.

Al ser detenido, manifestaría sentirse aliviado, pues la comisión del crimen no le dejaba dormir. En la Comisaría de Policía de la capital murciana contaría con todo lujo de detalles como había ocurrido el asesinato del habilitado del Banco Central. Todo ello daría pie a la detención de quien se había convertido recientemente en su cuñado, José Segarra Pastor, quien, al igual que Julio López Guixot, ingresaría en prisión.

Pena de muerte

En mayo de 1957, en medio de una gran expectación, se celebraría la vista oral por el crimen que sería conocido como «el crimen de las quinielas» y del que una buena parte de la prensa de la época informaba en sus páginas de deportes y no en las de sucesos, como era habitual. A pesar de los esfuerzos de los abogados defensores de los dos asesinos, ambos serían condenados a sendas penas de muerte, al entender el tribunal que habían concurrido las agravantes de alevosía, engaño y ardid o disfraz. Solamente les quedaban dos últimos cartuchos. El primero eral del Tribunal Supremo, quien ratificaría la sentencia impuesta por la Audiencia Provincial de Alicante.

Como era habitual en estos casos, siempre se recurría a la gracia del indulto del Jefe del Estado y el Consejo de Ministros. A finales de junio de 1958 José Segarra Pastor se libraba de morir en el garrote vil, siendo sustituida la pena capital por la accesoria de treinta años de reclusión mayor, de los que cumpliría solamente doce, ya que sería indultado en el año 1970. Por su parte, su cuñado, Julio López Guixot, a quien los antecedentes le pesaban demasiado, sería ejecutado el día 22 de julio del mismo año en el penal de Alicante. Su verdugo sería el incombustible,Antonio López Sierra, quien ponía fin a la vida de un hombre al que la suerte, tanto en el juego como en el resto de su existencia, le resultó muy esquiva.

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