Mata a tres mujeres en Yecla (Murcia) por «convertirse en Testigos de Jehová»

Yecla fue escenario de un triple crimen en 1976

La España de 1976 avanzaba con precaución hacia el camino de las libertades. Ya se había decretado formalmente la libertad religiosa, aunque ciertas prácticas procedentes del mundo anglosajón aún no habían arraigo y mostraban el recelo de gran parte de aquella población que seguía siendo mayoritariamente católica. Entre esos nuevos grupos que se dedicaban a hacer proselitismo se encontraban los Testigos de Jehová, quienes iban puerta a puerta tratando de convencer a muchas personas del mensaje que eran portadores, tratando así de encontrar nuevos adeptos.

Aunque era harto complicado que arraigase su credo en un país que tenía entonces unas creencias muy enraizadas, conseguían, de cuando en vez, que quienes los escuchaban siguiesen el camino que ellos trazaban. En una familia de la localidad murciana de Yecla, el discurso de aquel grupo milinerista calaría con cierta profundidad. Tanto que terminarían por ingresar en una organización que tiene muchas características propias de las sectas más destructivas. Esta circunstancia derivaría en un hecho trágico que ha quedado grabado en la memoria de los yeclanos a pesar de que ha transcurrido cerca de medio siglo.

J. A. R., que en aquel entonces contaba con 27 años había convertido la existencia de su familia en un verdadero infierno a raíz del ingreso de su esposa, Carmen Palau Azorín, su suegra y una cuñada en el controvertido grupo religioso. Las discusiones familiares entre ellos se sucedían a todas horas delante de sus cuatro hijos, que contaban con edades comprendidas entre los cuatro meses y los cuatro años de edad. La situación se tornó insoportable y su mujer, en compañía de sus vástagos, decidió abandonar el domicilio conyugal para trasladarse a residir con su familia, concretamente a la casa de su madre. Sin embargo, su marido no fue capaz de asimilar la nueva situación y terminaría por desatar la tragedia.

De madrugada

J. A. R., que era conocido como «El Vinagre», desbordado por unos acontecimientos que tal vez no considerase para nada normales, tomó una escopeta de repetición en la madrugada del 28 de junio de 1976. Sin pensárselo dos veces se dirigió a la casa de su suegra, situada en el número 42 de la calle España de Yecla. Para acceder al domicilio, mientras la mayoría de los habitantes de Yecla dormían, decidió romper los cristales de una de las ventanas, lo que despertó a su madre política Josefina Azorín Carpena, quien se encaró con él, pero sin darle tiempo prácticamente a nada, pues su agresor disparó sobre la mujer, que quedaría tendida en el suelo sobre un gran charco de sangre en estado moribundo.

Un cuñado de A. R., quien por aquel entonces contaba con solo 18 años de edad, trató de auxiliar a su madre, circunstancia esta que estuvo a punto de costarle la vida, pues el hombre que había dado muerte a su progenitora disparó sobre él dejándolo tendido en el suelo con heridas de extrema gravedad. Aún así, pudo salvar la vida después de ser ingresado en un centro sanitario de la capital murciana.

Posteriormente se dirigió al cuarto de estar de la familia, después de haber penetrado en el interior del domicilio. Le salieron a su encuentro su esposa Carmen Palau Azorin de 25 años y una hermana de esta última, Pilar de 31. Sin embargo, el encuentro solamente serviría para acrecentar la tragedia, pues, encontrándose tal vez fuera de sí y en estado de enajenación mental, tal como recogía la sentencia, aquel hombre repitió la misma operación que había hecho con la madre de sus dos últimas víctimas. Nuevamente, disparó sobre ambas mujeres en reiteradas ocasiones hasta terminar con su vida. consumando así una de las más tristes tragedias que se recuerdan en la región murciana.

Cuando concluyó con su macabro cometido, J. A. R. decidió entregarse ante el puesto de la Guardia Civil en el que confesaría el triple crimen. No obstante, tras su entrega se produjo una curiosa anécdota, pues huiría del lugar en que se encontraba detenido. No se sabe como ocurrió esto último. Además, estuvo fugado de la acción de las fuerzas del orden durante varias horas. Las suficientes como para darle tiempo a agarrarse una buena cogorza, pues sería encontrado tendido en las inmediaciones de una gasolinera en completo estado de embriaguez.

24 años de cárcel

La acción de la justicia con A. R., quien sería procesado cuatro años más tarde, en julio de 1980, puede calificarse de benévola, pues solamente sería condenado a una pena total de 24 años de reclusión, ocho por cada uno de los tres homicidios perpetrados en aquella aciaga mañana de verano de 1976. Además de tipificarlos como homicidios y no como asesinatos, se tuvo en cuenta el «estado de excitación» en el que se hallaba el autor del triple crimen, quien contó con la eximente incompleta de enajenación mental transitoria.

La responsabilidad civil se elevaba a un total de algo más de cinco millones y medio de pesetas de la época, cantidad con la que debería indemnizar a sus propios hijos, así como a su cuñado, a quien había herido de gravedad y al resto de la familia de su esposa.

No cabe duda de ningún tipo que hoy, este triple homicidio que nos pone los pelos de punta, sería conceptuado como violencia machista y la pena hubiese sido mucho mayor que en aquel entonces. Cabe señalar en este sentido que el autor del triple crimen de Yecla obtendría la libertad apenas diez años más tarde de haber perpetrado una verdadera masacre. Desde entonces, nuestro sistema judicial ha evolucionado y pensamos que para bien.

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Asesina a su esposa, a sus dos hijas y a su suegra en San José del Valle (Cádiz)

Noticia del trágico suceso en el semanario «El Caso»

Quizás fuese uno de los últimos retazos de aquella España negra, que se deslizaba hacia los últimos meses de vida del anterior jefe del Estado, quien su decrépito estado le hacía parecer un zombie cuando no un fantasma de otro tiempo, cuya caducidad estaba ya a la vuelta de la esquina. Aquel país en el que se habían operado notables cambios en las últimas décadas todavía conservaba muchos rasgos de su rico acervo rural, pues España era un país que todavía estaba muy impregnada de un muy agradable olor a pueblo.

En ese clima, en el que el país se enfrentaba a un incierto futuro, se produciría uno de los sucesos más impactantes de la década de los años setenta, que serviría de preámbulo a la matanza de los Galindos, aunque sin alcanzar la repercusión mediática a la tragedia ocurrida en el cortijo sevillano. Apenas veinte días separan un hecho con el otro. Y supusieron el triste colofón de la llamada «España en blanco y negro», aunque esta se quede solamente con la parte más oscura.

Un hombre «raro»

El principal personaje de esta historia ocurrida en la madrugada del 29 de junio de 1975, festividad de los santos Pedro y Pablo cuando la fecha todavía era festiva en España, es un individuo que respondía al nombre de Salvador Almarcha Murcia, de 46 años, considerado un sujeto verdaderamente raro, quien supuestamente sufría algún tipo de patología mental. Se dice que la paranoia estaba haciendo estragos en su cabeza y padecía unos injustificados celos acerca de las presuntas infidelidades de su esposa que solo figuraban en su mente. Este hombre, natural de la localidad alicantina de Villena, llevaba una dieta vegetariana en un tiempo en el que este tipo de prácticas eran poco menos que desconocidas en España.

En sus extraños delirios llevó toda su familia, considerada también rara. Se relacionaban muy poco con el resto del vecindario. Sus hijas, todavía muy niñas, solamente se relacionaban lo justo con sus compañeras de colegio. Incluso se les ha llegado a relacionar con prácticas propias de algunas sectas, dado el carácter huraño y extremadamente reservado que presentaba aquella extraña familia. Tal vez los celos patológicos o su forma distorsionada de interpretar la realidad fueron, en opinión de algunos expertos, las causas de una tragedia que todavía sigue presente, al igual que hace casi medio siglo, en las mentes del vecindario de San José del Valle, que entonces, y hasta 1995 -que se constituyó en municipio independiente-, era una pedanía de Jérez de la Frontera.

Algunas personas que conocían ciertos detalles sobre la familia manifestarían a posteriori que la tragedia tal vez se mascase en el ambiente por el extraño carácter de un individuo que era extremadamente susceptible, pues había desafiado a algunos hombres del pueblo por la supuesta relación que mantenían con su mujer, llegando incluso a intentar a estrangular a uno de ellos a quien el consideraba que era el amante de su esposa. Fue esta última la que impidió que terminase con la vida de quien él estaba convencido, en falso, que le ponía los cuernos.

La matanza

Aunque se ha dicho muchas veces y así lo recogía la prensa de la época que Salvador Almarcha Murcia había sufrido lo que comúnmente se conocía como «enajenación mental», que todo hay que decirlo es un simple término jurídico que trasladado al lenguaje de la ciencia médica se traduciría como un brote psicótico, una reacción que sufren algunas personas como consecuencia de algunas patología mentales de carácter muy grave. Sin embargo, este extremo jamás ha quedado acreditado. Los testimonios de los agentes de la Guardia Civil, así como los perceptivos informes realizados por diversos especialistas sostienen que este individuo actuó de una forma que parecía premeditada y que, en apariencia, no se le habría escapado ningún detalle.

En los días previos al cuádruple crimen, Salvador y su esposa Rosa Flores Valderas, de 47 años, mantuvieron un duro enfrentamiento que llevaría a esta última a pasar una noche en un hostal de la localidad en compañía de una de las hijas de la pareja. Este es el preámbulo a lo que iba a ocurrir en la madrugada de un domingo que teñiría de sangre a la comarca de Jerez de la Frontera.

El cuádruple asesino trabajaba en una empresa azucarera radicada en Jerez. Había acudido a su puesto de trabajo como habitualmente hacía casi siempre en el turno de noche. Llegaría en plena madrugada a su domicilio y allí le daría muerte a su esposa, en el mismo lecho conyugal, con un arma blanca, cosiéndola literalmente a puñaladas. Su cadáver, según los datos de la autopsia, presentaba más de una decena de cuchilladas, dejando completamente impregnado de sangre el jergón sobre el que se aposentaba. Impresionó también de sobremanera a quienes estuvieron presentes en el lugar el color rojizo del que se había teñido unas paredes que antes estaban completamente encaladas.

La segunda de sus víctimas sería una de sus hijas, concretamente la mayor, María del Pilar Almurcha Flores, de doce años. La pequeña fue sorprendida por el asesino en pleno éxtasis sanguinario. Aunque la autopsia apuntó a que le presentó una cierta resistencia a su padre, finalmente tuvo que ceder ante aquel desalmado. La otra niña, Rosa María, de nueve años, intentó huir de las garras asesinas de su progenitor, aunque sin éxito, escapando de casa. Cuando había recorrido, en camisón, un tramo de poco más de cincuenta metro fue alcanzada por el criminal, quien tampoco tuvo piedad para con ella. A la pequeña casi le seccionó la cabeza del impresionante tajo que le proporcionó. Después llegó su cuerpo en brazos y lo depositó en la cama que se reservaba para el matrimonio y la situó al lado de su hermana.

Los gritos y el terror que se vivían en aquella casa no dejaron indiferentes a ninguno de sus moradores. La última víctima sería su suegra, Josefa Valderas Castro, de 75 años quien, presa del pánico y ante el deploraba panorama que se estaba produciendo en aquella humilde vivienda, salió a la calle implorando el auxilio de unos vecinos que permanecían ajenos al terror desatado por un hombre del que nunca se sabrá lo que le pasó por su cabeza para encenagarse de esa manera en un cruel espectáculo. Fueron precisamente sus alaridos de socorro lo que la convertiría en la cuarta víctima de Salvador Almurcha. Su cadáver aparecería tirado en el porche de la casa.

La saña empleada contra las víctimas fue tal que, en un momento dado, al agresor le rompió la hoja del cuchillo con el que le había dado muerte a sus dos primeras víctimas, siendo encontrada luego por los forenses que le practicaron la autopsia a los cuatro cadáveres. Fue entonces cuando se vio obligado a recurrir a una navaja para terminar con su macabra hazaña y que causaría un estupor que llega a nuestros días en San José del Valle.

Entrega a la Guardia Civil

Una vez hubo concluido con su bárbaro y salvaje cometido, Salvador Almurcha Murcia se entregaría en el puesto de la Guardia Civil de San del Valle en torno a las siete de la mañana, no sin antes tener la suficiente sangre fría para asearse y acicalarse, cambiando sus ensagrentadas ropas por otras más decentes. A decir de quienes estuvieron en el lugar de los hechos, entre ellos algunos agentes que hicieron declaraciones al podcast «Puerta a lo desconocido», jamás pudieron olvidar la dantesca escena de la bañera blanca literalmente cubierta de sangre. Uno de los miembros de la Benemérita que tuvo que custodiar de Salvador Almurcha llegó a manifestar que jamás volvió a adquirir la marca de colonia «Varon Dandy», por el macabro recuerdo que le traía del homicida, quien se empapó de este conocido afther shave tras haber perpetrado los cuatro asesinatos.

Ya en el calabozo de la Guardia Civil, el cuádruple asesino iría enfriando su furor criminal y comenzaría a reconocer los hechos, así como a percatarse de la salvajada que conmocionaría a generaciones de jerezanos y gaditanos en particular. En el momento en que pasaba a disposición judicial, un gran muchedumbre de vecinos se agolpó a las puertas del cuartel solicitando su linchamiento sin juicio previo.

Aunque en su historial figuraban bastantes antecedentes psiquiátricos, siendo tratado por dos grandes especialistas en la materia de la provincia de Cádiz, lo cierto es que cuando Salvador Almurcha fue sentenciado a muchos años de cárcel se tuvo mínimanete en cuenta su historial médico, ya que sería enviado a prisiones que albergaban a presos comunes. Estuvo destinado, en un principio, en el Puerto de Santa María. Posteriormente sería trasladado a la de Carabanchel. Sería en esta última en la que se produjo su deceso en unas circunstancias que jamás han estado del todo claras. Su muerte está fechada el 15 de agosto de 1979, cuando aún contaba con solamente 50 años. Se barajó la hipótesis del suicidio o incluso que otros internos le hubiesen dado muerte. Lo cierto es que su óbito, al igual que su rara existencia, sigue rodeado de un gran misterio.

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Asesina a su esposa y a su suegra en Cervo (Lugo)

El autor confeso del doble crimen de Cervo durante la reconstrucción de los hechos

A todos nos sorprenden los hechos luctuosos cuando se producen. Pero hay en circunstancias que todavía sorprenden mucho más. En apariencia José Ángel Cuadrado Fernández, un empresario de la construcción de 52 años con muchas deudas y muy agobiado económicamente, mantenía una cordial y extraordinaria relación con quien era su esposa, María José Suárez López, una profesora de 44 años de edad, a quienes sus amigos y conocidos la definían como una persona entrañable, llegando al extremo de considerarla adorable. Se les veía como una pareja unida, que iban juntos a todos los sitios y nada hacía sospechar que en su interior se estuviese cociendo una gran tragedia que terminaría de una forma dramática y sangrienta provocando la lógica consternación en la pequeña localidad lucense de Cervo, un municipio costero conocido por su famosa cerámica, Sargadelos, que le ha proporcionado una proyección casi universal.

Nunca se sabe que pasó por la cabeza de José Ángel Cuadrado en aquella fría mañana de un lunes del mes de invierno, concretamente el día 13 de enero de 2014 para dar muerte a su cónyuge y a su suegra María Adela López Ramos, de 77 años, en un doble crimen que sorprendería tanto a propios como a extraños. Todo indica que el doble asesino llevaba tiempo maquinando perpetrar tamaña barbaridad con el fin de huir de su propia realidad en la que le asfixiaban los graves problemas económicos que arrastraba la empresa de construcción que dirigía, que había estaba muy tocada a consecuencia del pinchazo de la burbuja inmobiliaria y que recordaba extraordinarios tiempos del auge del boom del sector al que pertenecía.

Lo cierto es que aquella mañana, al igual que si de una película terror se tratase en la que eligen la fecha por su significación supersticiosa, el constructor decidió cortar por lo sano de una forma cruel y macabra, sin importarle las consecuencias. Su sencillo plan consistía en dar muerte tanto a su mujer como a su suegra con una estaca de 130 centímetros de largo y, posteriormente, quitarse la vida, aunque declararía a la Guardia Civil que «le había faltado valor suficiente». A las ocho de la mañana ya se había levantado, aunque todavía se encontraba en pijama, y en el piso que compartía con su esposa había escondido el palo con el que le daría muerte.

En primer lugar se dirigió a la vivienda en la que residía su suegra, que era contigua a la que ocupaba él con su mujer y formaban parte de la estructura del mismo edificio ubicado en la parroquia de Río Cobo de San Cibrao. Una vez dentro de la casa de María Adela López le sacudió a esta varios golpes en la cabeza, cuyas irreversibles lesiones terminarían por provocarle la muerte prácticamente en el acto. Sin más historia. La autopsia se encargaría de demostrar que tanto la madre como la hija tenían literalmente destrozadas sus cabezas.

Posteriormente, con cierto sigilo y con el fin de evitar cualquier sospecha de su mujer, volvió a su domicilio. María José Suárez se estaba arreglando para dirigirse a su trabajo, como era habitual en ella. Cuando la sorprendió su marido se encontraba saliendo del baño. Sin darle ninguna opción, José Ángel Cuadrado repitió prácticamente la misma operación que había hecho con la madre de su esposa. La estaca que había escondido en la cocina le sirvió para darle muerte, machacándole también la cabeza. En este caso, se cercioró de la muerte rematándola con un cuchillo, a fin de «evitarle un sufrimiento mayor», según testificaría ante los agentes de la Guardia Civil.

Huida

Es a partir de entonces cuando emprende una desaforada huida sin destino. Tal vez sintiéndose perdido, reconvertido ya en un hombre a quien no le importa nada y lo ha perdido todo. Se dirige a distintas localidades próximas e incluso retorna a su propia casa para cerciorarse de que su esposa se encuentra realmente muerta. Es un hombre que quizás haya perdido el norte y también el alma. En la zona ningún vecino es conocedor del doble crimen y el inmueble que habita está reconvertido en un improvisado panteón. Se dirige hasta Lourenzá, donde en un garaje de su propiedad se produce su primer supuesto intento de suicidio al intentar colgarse de la puerta de un garaje.

Pasa la primera noche en un conocido hotel de la localidad de Burela, municipio costero de Lugo, que es colindante con el de Cervo. Aquí, presuntamente tendría su segundo intento de suicidio, pues al parecer habría intentado lanzarse al vacío desde la habitación que ocupaba, emplazada en el tercer piso del establecimiento hostelero. Sin embargo, el pánico se habría apoderado de nuevo de él y no se atrevió a dar tan terrible paso.

Habiendo transcurrido ya más de 24 horas del doble crimen y en vista que no existían noticias del mismo se dirigió en esta ocasión hasta la zona limítrofe entre Galicia y Asturias, en la que se emplazan varios concejos de la ribera del Eo, entre ellos Castropol y Ribadeo. En torno a la una y cuarto de la tarde solicitó de información el número de teléfono de la Guardia Civil de Burela, confesándoles a través de la llamada la autoría de los dos asesinatos. Siempre, y según sus declaraciones, se habría dirigido hasta este lugar para quitarse la vida. En esta ocasión su intención era arrojarse a la ría desde el Puente de Santos, en su parte asturiana situada en Castropol. Una vez más el miedo se habría interpuesto en su camino y no reuniría el valor y arrojo suficiente para lanzarse al vacío.

Detención

Cuando la noticia ya había corrido como la pólvora y sabedor de que ya se había iniciado su búsqueda, agentes de la Guardia Civil lo detuvieron en torno a las seis y media de la tarde en Castropol. Sin oponer ningún tipo de resistencia confesaría ser el autor de la muerte de su esposa y su suegra. Les manifestó también sus supuestos intentos de quitarse la vida. Aunque, al parecer se encontraba en estado de shock sorprendería la frialdad con la que relató lo ocurrido. Nadie daba crédito a que un hombre de sus características pudiese perpetrar un par de asesinatos tan macabros. Un psiquiatra manifestaría que algunas personas de apariencia ejemplar lo son a base de mucha contención, que finalmente termina generando un gran estrés.

Como ya queda dicho, el móvil del doble crimen se encontraba en su difícil situación financiera. Hasta entonces, José Ángel Cuadrado era propietario de una empresa de construcción «Villarino Obras S.L.», que atravesaba una situación económica muy complicada, pues adeudaba 140.000 euros a la Seguridad Social. A todo ello se añadía la circunstancia de que en breve se ejecutaría la sentencia de embargo de todas sus propiedades y bienes, entre ellos el salario que cada mes cobraba su propia esposa en su tarea docente.

Al ser detenido, no dudó en manifestar que «quería mucho a su esposa y suegra», pero que no soportaba verlas sufrir. Llegó a comparar el afecto hacia la madre de su mujer con el que otrora había tenido hacia su propia progenitora. Declararía también que María José Suárez estaba casi siempre llorando a causa de sus problemas económicos y se encontraba muy hundido tanto física como anímicamente. Se supo a posteriori que su cónyuge tenía suscrito un seguro de vida, aunque las fuentes consultadas indicaban que él no podría ser el beneficiario por haber provocado el riesgo que le ocasionó la muere.

34 años de cárcel

Al reconocer los hechos, el autor del doble crimen de Río Cobo de San Cibrao decidió llegar a un acuerdo con la fiscalía, no se sabe si con la pretensión de obtener ciertos beneficios en su condena. En el pacto que suscribieron ambas partes se llegó a la conformidad que José Ángel Cuadrado Fernández aceptaba una pena de 34 años de prisión, 17 por cada uno de los dos asesinatos. La responsabilidad civil a la que debía de hacer frente ascendía a 250.000 euros, con los que debía indemnizar al hermano de María José Suárez, el único heredero en este caso.También se le imponía una dura condena de destierro, no pudiendo dirigirse al lugar del doble crimen en los 54 años siguientes.

Con ello, se daba por un concluido un trágico episodio de la crónica negra de la Costa de Lugo, ese hermoso y precioso paraje que casi siempre es noticia por acontecimientos mucho más entrañables, tales como sus extraordinarias playas y sus no menos extraordinarios parajes que cautivan casi siempre a sus visitantes, a pesar de que a comienzos de 2014 se produjo un siniestro acontecimiento que quizás impregne la memoria de varias generaciones y que no podrá ser olvidado jamás. Ojalá que su recuerdo sirva de lección para que no vuelva a repetirse.

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Un antiguo mayordomo asesina a sus señores en Barcelona («El asesino de Pedralbes»)

Noticia de la detención de José Luis Cerveto en el diario LA VANGUARDIA de Barcelona

José Luis Cerveto era un hombre que había sufrido una difícil infancia, quedándose muy pronto huérfano de padre. Con tan solo tres años. Pasó aquellos primeros años de su vida en un complicado reformatorio en plena Posguerra, donde gran parte de los internos podían ser candidatos a convertirse en carne de cañón. Cerveto cumpliría el servicio militar en el cuerpo de paracaidista, realizando hasta un total de 74 saltos, según su propia confesión. No sé sabe si su paso por el ejército dejó una negativa huella en un individuo que terminaría por convertirse en un depravado sexual, siendo detenido en diversas ocasiones por abusos a menores.

Instalado en Barcelona tuvo diversos oficios, entre ellos el de camionero. No obstante, no estaba hecho para la carretera. Sus nervios y la concentración que debía mantener al volante le obligaron a consumir distintas sustancias, entre ellas simpatina (centramina) para poder gozar de una mejor atención, por lo que decidió dejar el oficio. Con el paso de los años parecía que la suerte por fin le había sonreído. Fue contratado por un matrimonio de la alta sociedad catalana para que trabajase como chófer a su servicio, la familia Roig-Recolóns, con quienes todo iba viento en popa en un principio. Hasta lo nombraron su mayordomo particular. Pero como casi siempre le había sucedido en su azarosa vida, las cosas comenzaron a torcerse cuando su amo Juan Roig se percató de que había contratado a un pervertido sexual, pues ya para entonces era conocida su afición por los más pequeños, circunstancia esta que terminaría motivando su despido.

Probablemente corroído por el rencor y el resentimiento, José Luis Cerveto idearía una venganza, que no haría más que acrecentar la negra leyenda que otrora se había tejido sobre los mayordomos como personas implicadas en los más horribles crímenes. Además, el conocía mejor que nadie la casa en la que había trabajado. Tanto es así que ni siquiera el perro que poseían los dueños le ladrarían la noche de autos, lo que jugaría decisivamente a su favor.

Un cuchillo de grandes dimensiones

Para dar un mayor realismo a su acción, Cerveto, que contaba con solo 34 años cuando perpetró el crimen, compró un cuchillo muy afilado de grandes dimensiones para dar muerte a quienes habían sido sus señores hasta hacía muy poco tiempo. Eligió para la ocasión un traje negro y se puso unos zapatos de inferior horma a la que él utilizaba, muy posiblemente con el ánimo de despistar a la Policía. Entró en la vivienda sin mayores problemas. En un principio intentó provocar una explosión de gas butano, abriendo la espita del gas, pero, al parecer, recordó que esa noche se encontraba durmiendo allí la hija de la cocinera, con lo que decidió pasar a la acción.

Era la madrugada del día 4 de mayo de 1974 cuando aquel hombre, de aspecto siniestro y sigiloso, se dirigió hacia la alcoba en la que estaban durmiendo los dueños de la mansión al igual que el resto de la Ciudad Condal. Con paso firme y decidido se dirigió a perpetrar uno de los crímenes que más huella han dejado entre los catalanes a lo largo del siglo XX. Sin que les diera tiempo a defenderse y sin enterarse de absolutamente nada cuanto sucedía a su alrededor, Cerveto empuño su arma y cosió literalmente a cuchilladas al matrimonio formado por Juan Roig, de 50 años y María Rosa Recolóns, de 43. Posteriormente, conocedor de todos los entresijos de aquel domicilio, se dirigió hacia la caja fuerte.

No tardó mucho en hacerse con un sustancioso botín para la época, pues ascendía nada más y nada menos que a quince millones de pesetas. Con tan solo dos millones se podía adquirir cualquier vehículo de alta gama. Además de dinero, el asesino se había apoderado también de joyas. Por fin creía que le había salido algo bien en esta vida, esa que le había quemado tanto a lo largo de su existencia. Posteriormente, se traslado a la Estación de Francia, donde guardó en la consigna automática el botín que había robado aquella misma madrugada. Más tarde tomó su propio coche con dirección a Tarragona. El ticket que le expidieron resultaría clave a la hora de aclarar el doble crimen que consternaría profundamente a Barcelona.

Entrega y dos penas de muerte

Aunque el doble crimen parecía que había sido de película, al asesino le jugó una muy mala pasada su conciencia. Presa de los remordimientos que socavaban su conciencia se entregaría tan solo 30 horas después de haber dado muerte al insigne matrimonio barcelonés en la comisaría de Via Layetana. Allí desmenuzaría paso a paso sus andanzas la madrugada en que Barcelona se tiñó de sangre por los resentimientos de un hombre que jamás había encontrado un solo ápice de paz interior. Mientras tanto, en la Ciudad Condal nadie salía de su incredulidad, al tiempo que daba paso a una extraordinaria conmoción.

José Luis Cerveto sería juzgado en medio de una gran expectación en octubre de 1977. Fue sentenciado a dos penas de muerte, aunque la pena capital se hallaba ya en trance de extinción en España. Le fue aplicado el indulto concedido por el Rey Juan Carlos a todos los penados el 25 de noviembre de 1975 con motivo de su ascenso al trono. En su lugar, sería condenado a dos penas de reclusión mayor que sumaban un total de 60 años de cárcel, de los cuales solamente cumpliría trece debido a las redenciones carcelarias que estaban en vigor. Su paso por las penitenciarías españolas estarían llenos de incidentes. Así en cierta ocasión se bebió un litro de lejía, por lo que estuvo punto de perder el estómago y si nos apuran también su vida. Sin embargo, en esta ocasión la suerte se alió con él.

En la cárcel obtuvo el título de graduado escolar e incluso sería protagonista de una película «El asesino de Pedralbes», un documental que aborda de forma pormenorizada el crimen que había perpetrado Cerveto en 1974, bajo la dirección de Gonzalo Herralde. Destaca en el film la religiosidad del criminal, pues al entregarse a la Policía había solicitado la asistencia de un sacerdote para confesar su crimen y expresar su arrepentimiento. El documental sería ampliamente galardonado gracias al buen hacer de su director.

Al cumplir la condena, tan solo trece años, trató de rehacer su vida montando un puesto de artesanía en el desaparecido mercadillo de la madrileña plaza de Santa Ana. Pero, una vez más, volvió a las andadas. En esta ocasión su instinto de pederasta le llevó a abusar de nuevo de dos niñas. Juzgado una vez más, manifestó que había sufrido una «pulsión incontenible», llegando a solicitar que le quitasen la vida, de lo contrario había mostrado su pleno convencimiento de que volvería a matar. No obstante, esta última amenaza, que se sepa, por ahora no la ha cumplido, cuando ya es un octogenario que en su día dejó la peor huella posible en la Ciudad Condal.

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El asesinato de un niño en Gádor (Almería) que dio lugar a la leyenda de «El hombre del saco»

Los acusados de asesinar a un niño en Gádor (Almería) ABC

No cabe ninguna duda que aquella España era muy diferente a la actual. Un país mayoritariamente rural y pobre, además de sumamente atrasado todavía anclado a ancestrales leyendas y tópicos que tuvieron no poca culpa de algunos trágicos sucesos que se sucedieron a lo largo y ancho de toda la geografía española. Las enfermedades infecciosas de todo tipo estaban a la orden del día, siendo la tuberculosis la que más estragos hacía, ya que cada año se cobraba una media de 40.000 vidas. No existía antídoto para ella. Su diagnóstico era casi una segura sentencia de muerte que, en cuestión de muy poco tiempo, terminaría con la vida del infectado. A causa de esta dolencia surgieron algunos falsos sanadores y curanderos que recurrían a métodos de nula eficacia en un tiempo en el que los viejos remedios tradicionales gozaban de una total aceptación en prácticamente todos los estratos sociales, dado el escasísimo desarrollo de la medicina científica, que además era rechazada al ser un concepto innovador que chocaba contra las prácticas ancestrales.

Una de esas situaciones en la que la desesperación asolaba a una familia de la localidad almeriense de Gádor en junio del año 1910 cuando el cabeza de una numerosa prole Francisco Ortego, «El Moruno«, de 55 años, se sentía aquejado de una tos persistente en la que esputaba sangre. No cabía duda alguna que estaba ya aquejado de tuberculosis. Buscó el remedio en una curandera, Agustina Rodríguez, quien le aconsejó como remedio que bebiese la sangre caliente de un niño. Aquí entraría en juego una tercera persona para conseguir a la víctima, Francisco Leona, un septuagenario que se dedicaba a distintos oficios y que había visto dominada gran parte de su existencia por innumerables delitos que ya le habían acarreado distintas penas de cárcel.

Secuestro de un niño

El sujeto en cuestión, Leona, en colaboración con el hijo de la curandera, Julio Hernández, un hombre de pocas entendederas a quien apodaban «El Tonto», se comprometieron a secuestrar un pequeño de siete años, recayendo la fatal lotería en el niño Bernardo González Parra, «Bernardito», quien fue introducido en un saco por su principal captor, el septuagenario de dudosa reputación. A raíz de este hecho nacería la leyenda de «El hombre del saco», ya que el crío fue introducido en un saco.

Una vez secuestrado el pequeño se procedería en casa del enfermo al macabro ritual. El mismo consistía en un corte que le efectuaron al pequeño en una axila de la que brotaba sangre, que era bebida, mezclada con azúcar, por Francisco Ortego, mientras el pequeño gritaba por el dolor que le había producido la herida, en tanto era sujetado por otras personas, algunas de las cuáles terminarían manifestando su pudor por lo acontecido en aquella humilde vivienda.

Finalizada la primera parte del ritual, Leona se encargaría de hacer el resto. Debía de dar muerte al niño, además de extraerle algunas vísceras y grasa para hacer un ungüento que se aplicaría como compresa sobre el pecho de «El Moruno». El cuerpo del pequeño sería abandonado en un árido paraje conocido como Las Pocicas. Previamente, su captor le había dado muerte aplastándole el cráneo con una roca no reparando, sin embargo, de que el cadáver del pequeño había quedado semienterrado, circunstancia que terminaría descubriendo Julio «El Tonto» cuando perseguía a unos pollos de perdiz.

Tres mil reales

Aquel hombre carente de cualquier escrúpulo, Francisco Leona, cobraría la nada despreciable cantidad de 3.000 reales de la época. No obstante, a pesar de ser un buen emolumento a repartir con «El Tonto» le pudo la avaricia e intentó estafar a este último, dejándole sin un céntimo de recompensa. El hijo de la curandera lo chantajeó amenazando con contarle lo sucedido a la Guardia Civil y sin cortarse ni un pelo terminaría dando cuenta a la Benemérita de lo ocurrido, que encontraría los restos del pequeño dónde les había indicado Julio Hernández.

Cuando se descubren los hechos, debido a su historial y a su existencia marcada por el delito, en Gádor saltan todas las alarmas y se incrimina a Leona, que es detenido junto al resto de los participantes en el macabro ritual en los meses posteriores a la comisión del crimen. Como era habitual en él, se muestra altanero y desafiante con los agentes, aunque su actitud de poco le va a servir. De inmediato son detenidos los restantes miembros de la tétrica cuadrilla que ha llevado a cabo uno de los crímenes de los que más se ha hablado en la historia de España y que serviría para asustar a los pequeños con la amenaza de que «se los iba a llevar el hombre del saco» cuando hacían alguna travesura o no se querían ir a dormir.

En noviembre de 1911 se celebra el juicio contra todos los participantes en el asesinato del pequeño Bernardito. La justicia se muestra implacable y sentencia a muerte cuatro personas. Son Francisco Leona, Francisco Ortego, Agustina Rodríguez, la curandera, y Julio Hernández «El Tonto». Uno de los hijos de Agustina, José Hernández será condenado a 17 años de prisión. La durísima sentencia es recurrida ante el Tribunal Supremo, que solamente se muestra compasivo con «El Tonto», quien se libra de morir en el garrote vil debido a que era un muchacho que presentaba serias deficiencias psíquicas, a lo que se sumaba el hecho de que había sido quien había denunciado el crimen.

También conseguirá eludir el garrote vil el terrible Leona, quien fallece en la cárcel en extrañas circunstancias antes de que se cumpla la sentencia, programada para junio del año 1913. Finalmente, solamente serán dos quienes comparezcan ante el patíbulo, que serán el hombre que se encontraba enfermo, Francisco Ortego y Agustina Rodríguez. Con su ejecución se ponía fin a un largo y dilatado proceso que dio pie a una tétrica y dramática leyenda a la que algunos padres, quizás los más tradicionales, todavía siguen recurriendo en nuestros días, pero que desgraciadamente tiene un macabro origen.

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