Ejecutada en el garrote vil por envenenar a tres mujeres (La «otra envenenadora» de Valencia)
Sucedió en los siempre oscuros años de la Posguerra. En uno de los más crueles, tal y como sucedió con 1940. Llevarse un trozo de pan a la boca en la España de aquella época representaba toda una aventura para cualquiera. Fue un episodio tétrico y dramático que terminaría por llevarse la vida de cuatro personas, si se le añade el de la autora de los tres envenenamientos. Teresa Gómez Rubio, una mujer que frisaba ya la treintena, era una de las empleadas del servicio doméstico que trabajaban en casa del matrimonio Romaní. Su principal temor estribaba en que fuese despedida, ya que su historial no favorecía su presencia en aquel domicilio, en un tiempo en el que tanto contaban valores como la moral. La mujer en cuestión era madre soltera de una niña de nueve años, que sufría algún trastorno psiquiátrico, a lo que se sumaba que el padre de la criatura, su entonces novio, se encontraba cumpliendo una pena privativa de libertad por haber combatido en el bando republicano.
La primera víctima de esta psicópata de libro sería su compañera Teresa Domenech Hurtado, una joven de 21 años que prestaba sus servicios en el mismo domicilio que su asesina. Para ello el día 23 de marzo de 1940 le ofreció, después de comer, una segunda taza de café a su compañera, que ella misma se encargaría de preparar. Sin embargo, la bebida, además de la consabida achicoria que se le añadía en la época, le agregaría otro componente para nada habitual, al parecer un potente insecticida que contendría arsénico. La joven se sintió indispuesta cuando salió a la calle y regresó a la vivienda en que prestaba sus servicios.
La joven criada fue trasladada a su domicilio, dónde se repondría del envenenamiento, aunque con la salud gravemente quebrantada. Su grave error consistió en regresar al domicilio de los Romaní para sustituir a su hermana, pues casi un año después, el día 22 de marzo de 1941, la misma mujer que había intentado darle muerte repetiría la misma operación, en esta ocasión con más éxito, ya que la muchacha terminaría falleciendo tan solo nueve días más tarde de haber sufrido la intoxicación.
La primera muerte, con un modus operandi similar a la primera, tendría lugar unos meses más tarde. En esta ocasión la víctima sería una antigua empleada de aquella familia, Isabel Lamarte Barrachina, quien había acudido a la casa de los Romaní invitada con motivo de la onomástica del patriarca del clan familiar el primero de octubre de 1940. Al igual que había hecho con su otra compañera, ella se encargó de prepararle un café al que añadió arseniato de sodio, un potente tóxico que le provocó una gastroenteritis aguda, que terminaría provocándole la muerte tan solo seis días después de haberlo ingerido.
El otro crimen
En vista que había obtenido unos resultado satisfactorios sin que nadie hubiese sospechado de las dos primeras intoxicaciones, Teresa Gómez Rubio proseguiría con su actividad criminal. La fecha elegida fue el día 8 de diciembre de 1940, cuando por motivo de la onomástica de la dueña de la casa la visitó su amiga Pilar Chacón, una mujer de mediana edad que era pariente de los patronos de la asesina. Al igual que había hecho con las dos anteriores, preparó el café con el letal tóxico que no le produjo la muerte en un primer momento. Al percatarse que esta última se reponía del envenenamiento, Teresa le preparó una nueva taza de la misma bebida, quizás con mayor potencia, que sería más que suficiente para ocasionarle la muerte tan solo doce días después de la primera intoxicación.
Su actividad intoxicadora no parecía conocer límites. Ni tampoco las suspicacias que le ocasionaba la presencia de nuevas empleadas del hogar, pues temía enormemente al hecho de ser despedida. Por aquel entonces, en la misma época, los señores de Romaní decidieron contratar a una hermana de una de las afectadas, Consuelo Domenech Hurtado, suscitándose de nuevo los temores de Teresa Gómez Rubio. Al igual que había hecho con las tres anteriores, comenzó a preparar cafés convenientemente regados con el potente tóxico que ya se había cobrado dos vidas Sin embargo, la constitución física de esta última le evitó la muerte, aunque sufriría graves quebrantos de salud el resto de su vida, afectándole gravemente a sus extremidades inferiores.
El carácter desconfiado hasta extremos obsesivos y enfermizos de la asesina le llevó a suponer que entre las personas que pretendían expulsarla del servicio doméstico se encontraba también la costurera de la casa, Asunción Izquierdo, quien, al igual que había sucedido con las otras tres víctimas también probó la letal invitación de Teresa Gómez Rubio. Afortunadamente, se retiró a su domicilio familiar hasta que se repuso de la intoxicación evitándole así la muerte. Es curioso que con tantas y tan masivas intoxicaciones nadie se hubiese supuesto que detrás de aquellos hechos había una mano negra que no había sido investigada.
Un robo, la clave para descubrir a la asesina
En vista del éxito que había alcanzado envenenando a quienes creía que eran sus supuestas enemigas, la asesina continuó con su actividad delictiva, pero en esta ocasión no fue una nueva intoxicación sino un robo. El día 21 de marzo de 1941, Teresa Gómez se apoderó de mil pesetas del despacho de su señor. Unos días más tarde se apropiaría de 6.400 pesetas, una elevada cantidad para la época, así como de una joya de brillantes de la señora valorada en 1.800 pesetas. Este hecho sería denunciado por Ángel Romaní ante la Policía, lo que significaría el principio del fin de la siniestra actividad de la primera envenenadora de Valencia.
Desde un primer momento, la investigación se centró en la criada de la casa. Una vez que efectuaron el oportuno registró, los agentes de la Policía encontraron un bote con arsénico de sosa en el que se escondía el botín robado. Después de hechas las oportunas pesquisas, llegaron a la conclusión que aquel recipiente tenía la respuesta a tantas muertes repentinas que no obedecían a ninguna lógica. Los forenses dictaminarían que en los cuerpos de las víctimas se halló arsénico, que además es un compuesto que contribuye decisivamente a la conservación de los cadáveres, aspecto que con toda seguridad ignoraba Teresa Gómez Rubio.
El juicio contra la autora de las tres muertes se demoraría más de once años, tiempo en el que estuvo ingresada en prisión por diversas causas, no siendo hasta el mes de mayo de 1952 cuando se abrió la causa contra aquella psicópata que tuvo en vilo a la capital del Turia en aquellos duros tiempos de Posguerra, a pesar de que su historia no es tan conocida ni tan famosa como la de Pilar Prades Santamaría, quien sería ejecutada en 1959 por un suceso muy similar a este.
Tres penas de muerte
El fiscal no dudó en solicitar la máxima pena que contemplaba el ordenamiento jurídico español de la época para la envenenadora, mientras que el abogado de la defensa mantuvo que se encontraban ante una mujer que tenía perturbadas sus facultades mentales. Ella, por su parte, admitió haber robado en el domicilio en el que prestaba sus servicios, pero negó en todo momento su relación con las muertes que se le imputaban.
A finales de mayo de 1952 se conocía la sentencia a la que era condenada Teresa Gómez Rubio, quien en un primer momento obtuvo la conmiseración de la Audiencia Provincial de Valencia, pues le condenó a un total de 142 años de prisión, después de que fuese acusada de tres delitos de asesinato, otros dos en grado de tentativa y otro más de robo. Asimismo, debía indemnizar con 164.750 pesetas de la época a sus víctimas así como a la familia a la que había hurtado el dinero. Sin embargo, quedaba todavía el recurso ante el Tribunal Supremo, cuyas sentencias no solían ser benévolas, máxime habiendo tres muertes de por medio.
El alto tribunal no tuvo en cuenta ninguna de las atenuantes que alegaba la defensa y a finales del año 1953 condenaba a la primera envenenadora de Valencia a la pena capital. Tampoco el Consejo de Ministros del General Franco se dignó en concederle la gracia del indulto. Teresa Gómez Rubio dejaría de existir al amanecer del día 16 de febrero de 1954 a manos del célebre verdugo extremeño Antonio López Sierra, conocido como «El Corujo», que cinco años más tarde se encargaría también de privar de la vida a la envenenadora que alcanzaría la celebridad después de muerta, Pilar Prades Santamaría, tanto por sus circunstancias personales como por las que rodearon al momento en el que se le privó de la vida.
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