43 ahogados en la Ría de Vigo al zozobrar la embarcación en la que viajaban

Isla de San Simón, lugar donde se produjo la tragedia

La Posguerra estaba siendo demasiado cruda para muchos españoles de la época, que se alargaba demasiado. A los gallegos tampoco les iba muy bien, por no decir que se encontraban francamente mal o muy mal. Las restricciones continuaban siendo muy severas para una tierra en la que la única esperanza que les aguardaba a muchos de sus habitantes era emigrar. Más pronto o más tarde. A Galicia solo le quedaba «presumir» de jefe de Estado, pero con eso no se apaciguaba ni el hambre ni las constantes necesidades que se sufrían en una tierra que no terminaba de arrancar. Aún así, salía de forma constante en los noticiarios oficiales de la época, aunque nunca para informar de como se vivía o cuales eran sus problemas más acuciantes. El principal protagonista de las noticias era siempre el mismo, el eterno general que casi siempre salía con su caña pescando el salmón más enorme que había en la ría del Eo, dando la impresión que más que un pez de río, lo que había capturado era un cachalote.

En la Galicia de la época fueron habituales las convivencias y campamentos de diversas entidades forjadas al albur de aquel nuevo estado, que de nuevo no tenía nada. Era tan solo una vieja reminiscencia medieval que únicamente había transformado la denominación de su ancestral fachada. Aunque, a veces, ni siquiera eso. Era frecuente que a la esquina verde peninsular se acercasen grupos de Educación y Descanso, la Sección Femenina de Falange, los Flechas y Pelayos y otras organizaciones paramilitares de la época, quienes siempre aparecían en aire marcial, tratando de dar un aspecto omnímodo a muchas de las situaciones en las que aparecían, retratando un territorio idílico y paridisíaco que distaba mucho de las imágenes que se proyectaban por todos los cinematógrafos de la geografía española.

Uno de los grupos que desempeñaba una fecunda labor en pro de la divulgación de los muchos beneficios que aportaba el vetusto régimen era la conocida como «Guardia de Franco», una organización paramilitar que se distinguiría a lo largo de toda su historia por su carácter inmovilista y reaccionario, basado en una doctrina extremadamente tradicionalista y refractaria. Aunque había nacido como una milicia de partido, nunca había llegado a actuar como tal. Sería una de las organizaciones que con más frecuencia se daría cita en tierras gallegas a lo largo de su historia, si bien es cierto que su actividad decaería muchísimo a partir de la década de los años sesenta del pasado siglo.

Uno de los lugares elegidos para realizar sus convivencias y retiros era la isla de San Simón, lugar emblemático y de gran significación histórica, aunque por razones bien distintas a las que acudían la organización paramilitar franquista. El diminuto territorio insular había servido hasta bien entrados los años cuarenta del pasado siglo como cárcel y campo de concentración en el que se cometieron los mayores abusos y atrocidades jamás imaginados.

Partido de fútbol

Aquellos jóvenes que perecieron en aguas de la ría de Vigo, un total de 43, el 22 de agosto de 1950 habían acudido a la isla, no precisamente a conocer su historia ni el macabro y trágico destino de los muchos que allí perecieron, sino a disfrutar de sus vacaciones. En el día de la tragedia, los muchachos se desplazaban a Redondela a disputar un partido de fútbol. Para trasladarse utilizaron una pequeña embarcación motora que habían alquilado, cuyo nombre era «A Monchiña». A bordo de ella iban un total de 60 personas. Aquella jornada en la que se produjo la tragedia las aguas de la ría estaban completamente tranquilas y el día era muy soleado, no pudiendo prever casi nadie que en aquel mar se iba a producir una catástrofe de las dimensiones que terminaría ocurriendo.

La fatalidad tuvo su origen en la caída al agua de uno de los integrantes de aquel numeroso grupo que se había trasladado a San Simón. Inmediatamente la precipitación se apoderaría del resto de compañeros que, por inercia, se desplazaron todos hacia el mismo lugar a socorrerlo. Esto último provocaría que la embarcación, debido a su pequeño tamaño, se descompensase, volcando y precipitándose al agua una gran parte de quienes iban a bordo. Algunos de los pasajeros se salvaron al agarrarse a la quilla de la lancha. De hecho, muchos de los fallecidos se encontrarían fuertemente asidos a las bordas de la embarcación. Solamente tres fueron hallados en el interior de la cabina.

Una de las causas que contribuyó de forma decisiva a magnificar la tragedia fue el hecho de que muchos de los que viajaban en la lancha no sabían nadar, siendo muy pocos los que alcanzaron a nado la orilla de la playa de Cesantes. Una vez más, fue también muy importante la labor desempeñada por marineros y gentes próximas al lugar del suceso, que contribuirían a salvar bastantes vidas. Entre estos héroes anónimos figuraba un niño.

La fatalidad fue una de las principales aliadas de este desgraciado acontecimiento, ya que al buen tiempo reinante en pleno mes de agosto, se unía el escaso calado de la ría en el lugar dónde se produjo el siniestro, tan solo unos cuatro metros de profundidad. Aún así, en un primer momento solo fueron recuperados diez cadáveres. No sería hasta la llegada de los buzos cuando se pudo rescatar a los 29 cuerpos restantes.

La tragedia conmocionaría especialmente a toda la comarca, pues nadie se podía imaginar que con condiciones climáticas favorables y con el mar calmo se pudiese originar la mayor tragedia ocurrida en la Ría de Vigo a lo largo de todo el siglo XX. Y es que como dicen algunos: San Simón es una isla maldita. Razón no les falta.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

El vampiro de Avilés

Niño asesinado por Ramón Cuervo, «el vampiro de Avilés»

Hace más de un siglo, la medicina todavía gozaba de una gran precariedad. Los limitados avances médicos de aquel entonces estaban al alcance de muy pocos. A todo ello se añadía que una gran parte de las gentes de la época se inclinaban antes por terapias tradicionales que las que dictaban los todavía escasos galenos que ejercían su labor a lo largo de toda la geografía en una época en la que no faltaban enfermedades e infecciones ante las que sucumbían una gran parte de los afectados. Una de esas enfermedades era la tisis, que se había convertido prácticamente en una sentencia de muerte para todos aquellos que llegaban a contagiarse.

Además de las dolencias propiamente dichas, se sumaban las ingentes necesidades que sufría una gran parte de la población, lo que provocaba que esta se diezmase a consecuencia de masivas emigraciones a América, principal lugar de destino de miles de gallegos y asturianos que se decidían a cruzar el Océano Atlántico. Esta terrible historia tiene su origen precisamente en tierras cubanas, uno de los lugares por muchos hombres y mujeres que se decidían a abandonar el país en busca de una prosperidad que se les negaba en su tierra de origen.

A Cuba llegaría, como tantos otros, en la segunda década del siglo XX Ramón Cuervo en la búsqueda de fortuna, que era prometida a bombo y platillo por las grandes compañías navieras que cubrían las rutas entre España y el nuevo mundo, aunque quien verdaderamente hacía fortuna eran los propietarios de aquellos impresionantes buques que se fletaban con destino a las Américas. El resultado final nada tenía que ver con las promesas iniciales, que se convertían en la mayor parte de los casos en agua de borrajas.

En América la vida no era jauja y había que tratar de sol a sol. Los gallegos se ganarían el mote de «comemierdas» por parte de los nativos de la isla antillana. Al igual que sucedía en España, también allí se sufrían enfermedades y los remedios tampoco existían. Eso le sucedió a Ramón Cuervo, quien, con apenas 22 años, contempló sangre en una de las flemas que había escupido, a lo que se unía un cierto cansancio en el duro trabajo que desarrollaba, por lo que decidió acudir a los médicos cubanos para que le facilitasen algún antídoto contra la enfermedad que padecía. El diagnóstico no pudo ser más desolador para aquel rudo y combativo emigrante. Sufría tuberculosis o tisis, lo que significaba poco menos que una sentencia de muerte en una época en la que todavía no se había descubierto ningún fármaco eficaz para tan cruel enfermedad que solía llevarse a una gran parte de la población joven. Los galenos le aconsejaron que permaneciese en la isla, pues el clima seco se suponía que le favorecería. Sin embargo, estar en Cuba sin trabajar tenía muchos costes para un emigrante joven que había ido en la búsqueda fortuna.

Un santero negro

En su desesperación, el emigrante asturiano acudió a un santero negro antes de regresar a su Asturias natal con la intención de que este le aconsejase algún remedio con la finalidad de evitar una muerte más que seguro en un espacio breve de tiempo. Este tipo de profesionales, que carecían de cualquier conocimiento científico al igual que la totalidad de curanderos y sanadores que pululan por toda nuestra geografía, le propuso una macabra solución, muy similar a la que facilitaban otros en la España de entonces, y que tendría unos resultados fatales, no solo para los enfermos sino para terceras personas, siendo esto lo verdaderamente grave.

La solución ofrecida por el «profesional» de la santería consistía en beber sangre caliente de un niño en el preciso instante en que esta saliese de su cuerpo. Con el billete en la mano, Ramón regresaba en el año 1917 a su Avilés natal con la clara intención de llevar a efecto la milagrosa receta que le habían ofrecido allende los mares. Al parecer, el conocido como «el vampiro de Avilés» habría intentado previamente engañar a algún que otro niño antes de asesinar a su víctima, pero sin los resultados deseados, pues todos ellos «por miedosos» declinaron la invitación y las propinas que les ofrecía el tísico emigrante.

Sin embargo, el 18 de abril de 1917 un crío de unos ocho años, Manolín Torres Rodríguez, aceptó ir con él a cambio de un real. Se encontraba jugando junto a otros tres niños en la plaza de la iglesia de la Magdalena. El astuto criminal le preguntó por la mantequería que regentaban sus padres. El pobre muchacho asintió con la cabeza y aceptó la exigua y envenenada propina que le había ofrecido aquel hombre. Se dirigió caminando con la cabeza bajada a cumplir con la tarea, aunque nunca llegaría al destino, pues el «vampiro» en un momento dado le dio a oler su pañuelo, mojado con cloroformo, para neutralizar cualquier acción a la pobre criatura. Aprovechando la inconsciencia provocada por la sustancia química, Ramón Cuervo le daría un navajazo en el pescuezo al pequeño, al tiempo que bebía su sangre que, como quedaría demostrado, no sería ninguna pócima milagrosa.

Azarosa búsqueda

A las ocho de la tarde del día de autos, cuando el sol ya había declinado, el padre de Manolín, que ya había regresado de su trabajo, llama insistentemente por su hijo. Lo mismo hace una vecina que se pierde en gritos llamando por la criatura. Todo les resulta muy extraño, pues el crío es un muchacho cumplidor y acataba siempre sin rechistar las órdenes de su padre. Pero, ese día algo grave habría ocurrido para no aparecer la criatura.

La búsqueda es infructuosa y el pobre niño no aparece por ninguna parte. A consecuencia de su desaparición, sus padres deciden poner el hecho en conocimiento de las autoridades para dar con el paradero del pequeño. Sin embargo, será su propio padre quien encuentre el cuerpo sin vida del chaval en un paraje conocido como La Trabuya, horas después del amanecer de la jornada siguiente a su desaparición. El niño ya había perdido el color en sus mejillas. A todo ello se unía el hecho que -según el dictamen de los forenses-, había perdido varios litros de sangre, tal y como declararía al juez el incriminado cuando le hizo la pertinente confesión.

Todas las hipótesis de la autoría del crimen señalan a Ramón Cuervo como autor del mismo, pues han sido varios los vecinos los que le habían visto en la tarde anterior con él. Pese a todo, se mantuvo firme en su posición en el interrogatorio, negando de forma reiterada que tuviese algo que ver con la muerte del crío. Fue necesaria la declaración de cuatro testigos para inculparle, además de los otros dos niños que jugaban con Manolín Torres. Por otra parte, los investigadores autorizaron la realización de la prueba de heces, todavía en estado experimental, pero que arrojaría un resultado abrumadoramente positivo, solamente explicable por la ingestión masiva de sangre.

Finalmente, con todas las pruebas en su contra, Ramón Cuervo se vendría abajo y terminaría declarando su culpabilidad ante el juez. Manifestaría que una vez que había asesinado al muchacho, se fue a pasar la noche en una pensión de Llano Ponte «tranquilo. Lleno de vida» o eso al menos le parecía a él. A partir de su inculpación y posterior traslado a la prisión de Oviedo, el 12 de mayo de 1918, se le pierde definitivamente la pista a un energúmeno que provocó una monstruosa tragedia, aconsejado por quien carecía de cualquier conocimiento sobre la salud humana. La cura definitiva de la tuberculosis todavía tardaría casi tres décadas en llegar. Mientras tanto, se siguieron produciendo algunos hechos similares al acontecido en Avilés por toda la geografía peninsular.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

213 muertos en el naufragio del Santa Isabel (El Titanic gallego)

El trasatlántico «Santa Isabel», cuyo naufragió dejó más de 200 víctimas mortales

Hay tragedias que quedan grabadas en el imaginario colectivo de las gentes de los lugares en que ocurrieron a lo largo de su historia como si hubiesen sucedido ayer mismo. Pasan años, décadas e incluso siglos y los lugareños siguen recordando ese suceso que no han vivido, pero que les ha sido narrado por sus ancestros con todo lujo de detalles, porque ese hecho trágico les ha marcado de sobremanera, principalmente cuando la cifra de víctimas es muy elevada. La costa occidental gallega ha sido el escenario de varias catástrofes marinas a lo largo de su historia, siendo muchos los náufragos que perecieron en sus aguas a lo largo de varios siglos. Ahí, dónde sus lugareños miran con escrupuloso respeto al mar, las tragedias suelen convertirse en mitos, generalmente siniestros, pero al fin y al cabo mitos que marcarán a varias generaciones más de cien años después, tal como fue el caso del «Serpent», que encalló en la mítica Costa da Morte y el «Santa Isabel», que vararía tan solo 33 años después que lo hiciera el barco británico, provocando la mayor tragedia marina que se recuerda en Galicia a lo largo de su historia.

Debido al trágico destino que sufriría el trasatlántico «Santa Isabel» se ganaría el apodo de «El Titanic gallego» al naufragar frente a la isla de Sálvora el 2 de enero de 1921, recién estrenado el nuevo año. En el siniestro perecerían 213 personas de las 259 personas que iban a bordo, siendo, una vez más, muy encomiable las tareas humanitarias y de rescate que llevaron a cabo los colonos que vivían en el pequeño territorio insular gallego. El «Santa Isabel» había sido concebido para cubrir la ruta de viajeros entre Bilbao y Cádiz y la isla de Fernando Poo, en la antigua Guinea española. Sin embargo el auge migratorio de los españoles de la época, y muy especialmente de los gallegos, unos 2,5 millones de personas se trasladaron a tierras americanas entre 1857 y 1935, hizo que la embarcación cambiase radicalmente de objetivo de la Compañía Trasatlántica española, empresa armadora a la que pertenecía el barco, que cubriría a partir de ese momento la ruta de los principales puertos del Cantábrico, Vilagarcía de Arousa y finalmente Cádiz, dónde los pasajeros harían transbordo a otros dos trasatlánticos que los conducirían a Argentina.

La estructura y equipamiento del «Santa Isabel» se había construido pensando en la tragedia que había sufrido el «Titanic» por la misma época, a fin de evitar consecuencias similares a la suya. Podía transportar hasta 390 pasajeros, que contaban todos con sus respectivos chalecos salvavidas en caso de ser necesario hacer uso del mismo, además de ocho botes salvavidas para cubrir cualquier emergencia que se presentase, aunque el temporal que afectaba a las costas gallegas en aquel aciago invierno de 1921 demostraría que ni siquiera con esas condiciones se podía hacer frente al mal estado de la mar.

El barco había partido del puerto de Cádiz el 20 de diciembre de 1920 con destino a Pasajes. Once días más tarde llegaría al puerto de A Coruña, coincidiendo con la festividad del nuevo año. Allí embarcarían más pasajeros y carga, siendo su destino ahora el puerto de la localidad pontevedresa de Vilagarcía de Arousa. Durante el trayecto por aguas gallegas, se dejaban sentir ya los efectos del temporal, pues su capitán, Esteban García Muñiz, decidió reducir la velocidad del trasatlántico ante la imposibilidad de poder orientarse por los faros de Corrubedo y la Isla de Ons, que delimitan la entrada a la ría de Arousa.

Choque contra acantilados

El «Santa Isabel» estaba ya dotado de radioteléfono, aunque solo emitiría un único mensaje que llegaría algo entrecortado a los receptores de su petición de auxilio. «Estamos encima de las rocas de Sál…» fue el recado desesperado que se recibió tanto desde la estación radiográfica de Fisterra como en el buque francés Flandre, que no pudieron socorrer al trasatlántico accidentado, pues no fueron capaces de localizar su posición. Era ya la una y media de la tarde cuando el enorme barco investía contra los bajos de Meixides, a escasos 200 metros al suroeste de la isla de Sálvora. Los acantilados abrirían varias brechas en el casco del buque, introduciéndose una abundante cantidad de agua en su interior. Los pasajeros que lograron introducirse en los botes se encontraron con la enorme mala suerte de que las diminutas embarcaciones serían sacudidas por el temporal contra las rocas, pereciendo muchos de ellos en el intento de salvarse.

La primera persona que acudió en ayuda de los náufragos fue el farero, quien se sintió alertado por los ladridos de su perro, un animal que se asustó ante los gritos que proferían las personas que iban a bordo del «Santa Isabel». De inmediato, bajó a la aldea a dar aviso a los 54 colonos que explotaban sus tierras para que fuesen ayudar a socorrer a los náufragos. De Sálvora partirían tres dornas, embarcaciones de pesca muy pequeñas, una hacia Ribeira y otras dos para auxiliar a las personas que se debatían entre la vida y la muerte en aquel siniestro lugar.

En todas las historias hay siempre algunos héroes, mayoritariamente anónimos. En este caso la proeza correspondió a tres jóvenes mujeres, con edades comprendidas entre los 14 y los 24 años. Se trataba de María Fernández Oujo, Josefa Parada, quienes en varios viajes realizados en su embarcación lograron salvar la vida a una cifra de personas que se sitúa entre las 15 y las 20 personas. Recibirían por ello el correspondiente galardón por parte del Consejo de Ministros, pero lo más importante es que serían recordadas para siempre como «las heroínas de Sálvora».

Segundo oficial a nado

Ante la mala suerte que habían corrido algunos de los pasajeros que se habían subido a los botes salvavidas, el segundo oficial del buque, Luis Cebreiro retuvo a varias microembarcaciones con el fin de evitar las rocas a la luz del día, negándose a subir a ninguno de los botes. Por ello, prefirió nadar agarrado a uno de ellos hasta alcanzar la costa.

A las ocho y media de la mañana del día 3 de enero de 1921 el «Santa Isabel» se partiría en dos, arrojando al mar a muchos de los que todavía se encontraban a bordo. El «Cabo Menor» fue el primer buque que llegó a la zona del naufragio, pero lo hizo ya demasiado tarde, varias horas después del suceso. Lo único que encontraron fueron cadáveres, maletas y bultos, alrededor del palo y la proa del trasatlántico siniestrado, que era lo único que quedaba a la vista del buque.

En total 213 personas perecieron en este naufragio, el peor de cuantos ocurrieron a lo largo de la historia frente a las costas gallegas. Solamente se salvarían 56 personas, entre las que se encontraban el capitán Esteban García Muñiz y el maquinista Juan Antonio Pérez Cano. La cifra de víctimas mortales fue tan alta, que el Ayuntamiento de Ribeira se vio en la obligación de reabrir un viejo cementerio, que ya no estaba en uso, para poder dar sepultura a tan elevado número de cadáveres.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Para saber más:

Sálvora. A memoria dun naufraxio. A traxedia do Santa Isabel. Fernández Pazos, Xosé María. Santiago de Compostela. 2012. Grupo Código Cero Comunicación.

Los crímenes de «El Jalisco»

María Docampo junto a Castelao

Ni que decir tiene que hay criminales que dejan una profunda huella allí donde cometen sus barbaridades. Pasan los años y todavía se continúan recordando sus funestos hechos y las trágicas consecuencias que ocasionaron. Los escenarios de los crímenes se vuelven lugares malditos, siendo muchas las personas que rechazan una vivienda o piso al tener conocimiento que en ella se ha perpetrado un suceso sangriento. Parece como si un haz de luz oscura se apoderase sobre ese maldito sitio que sirvió de marco para una escena en la que corrió la sangre.

Este es el caso del ciudadano mexicano José García Peña, conocido como «El Jalisco», por ser oriundo de aquel estado charro. A nadie se le escapa que era un verdadero psicópata por no decir que era un auténtico «Apóstol del mal», que jamás consiguió reinsertarse en la sociedad y que mató en reiteradas ocasiones sin que le quedase remordimiento alguno, pese a que en 1950, tres años después de su primer crimen múltiple, declarase que se sentía «arrepentido y avergonzado».

«El Jalisco» llegó a la diezmada Galicia de la década de los años cuarenta del siglo pasado después de haber contraído matrimonio con la ciudadana norteamericana de origen gallego María Docampo Ramos, que a la postre se acabaría convirtiendo en una de las tres primeras víctimas de aquel sádico asesino. La tierra gallega de la época era un territorio muy pobre, que seguía sufriendo las terribles consecuencias de una posguerra que se alargaba en exceso. Los gallegos, como era habitual, seguían emigrando, aunque ahora las cosas se ponían muy difíciles para salir de su tierra. Europa había sido literalmente aniquilada en la Segunda Guerra Mundial. Mientras, los países americanos comenzaban un lento pero progresivo declive que les acabaría sucumbiendo en una pobreza generalizada de la que jamás se recuperarían. Pocas eran las esperanzas que tenían los gallegos de entonces. Solamente podían presumir de tener un Jefe del Estado que había nacido en su tierra, pero que jamás se preocupó lo más mínimo de sus depauperados paisanos.

El crimen de Arillo

No tardaría mucho desde su llegada a tierras gallegas en demostrar su saña criminal José García Peña. El 23 de septiembre de 1948 cometería uno de los más horribles crímenes que se recuerdan en Galicia, más propio de otras latitudes del planeta que en la patria de Castelao. Precisamente, su esposa, María Docampo Ramos, era una joven mujer que había sido secretaria del polifacético intelectual rianxeiro. En la fecha antes citada, ella junto a su madre, María Ramos Díaz, y su hermana Encarnación serían las tres primeras víctimas del mexicano.

Dos de las principales características de su proceder criminal, son la saña y la violencia empleadas contra sus víctimas, propias de alguien que carece del mínimo de empatía y compasión hacia sus semejantes. En la finca conocida como «La Brava», en la parroquia de Arillo, en el municipio metropolitano de Oleiros, perpetraría su primera y desaforada matanza. Su orgía de sangre la inició con el brutal apuñalamiento de su suegra, María Ramos, quien nada pudo hacer para defenderse de su cruel asesino. Prosiguió con su cuñada, Encarnación Docampo, a quien le quitaría la vida de varias puñaladas. Lo mismo hizo con su esposa, que pereció víctima de los impulsos sádicos de una bestia que jamás debía haber existido.

Su macabro ritual proseguiría prendiendo fuego a la estancia en la que habían quedado sus víctimas, el cual sería sofocado por los vecinos. Como consecuencia del incendio, sus cuerpos presentarían algunas quemaduras.El asesino se autolesionaría, siendo atendido en un puesto de socorro de la ciudad herculina. De la misma forma, ardieron también algunos documentos de los que María Docampo era portadora y que habían pertenecido al ilustre dibujante y político gallego, Alfonso Daniel Rodríguez Castelao. Algunas fuentes apuntan también que la CIA le había encargado a la esposa de García Peña el espionaje del antiguo líder galleguista, quien había visitado la URSS en su etapa como exiliado.

Conocedores de la relación de María Docampo con el que fuera dirigente del Partido Galeguista, esas mismas fuentes apuntan a que ello provocaría que la pena a la que fue condenado «El Jalisco» fuese relativamente leve para la época, máxime en un tiempo en el que estaba vigente la pena de muerte. Muchos otros, con posterioridad, serían condenados a la pena capital habiendo cometido delitos mucho menores, tal es el caso del ourensán José Cadaviz Pazos, quien, por las mismas fechas, fue condenado a morir en el garrote vil por haber dado muerte a su hermana. José García Peña sería condenado a tan solo 36 años de cárcel por los tres asesinatos, de los que solamente cumpliría 15, la mayor parte de los cuales estuvo en la antigua prisión provincial coruñesa.

«El Jalisco» vuelve a matar

El célebre psicópata, cuyos crímenes no habían tenido mucha trascendencia en la Galicia de la época a causa de la censura, volvería a matar más de 30 años más tarde cuando se encaminaba a su ancianidad. José García Peña abandonaría las tierras gallegas al obtener la libertad definitiva para rehacer su vida muy lejos, donde no lo conociese nadie. Se afincaría en las Islas Canarias, concretamente en Las Palmas, donde se desconocía por completo su anterior periplo vital. Allí contraería matrimonio con una mujer de la que se desconoce su identidad, aunque fruto de su relación nacería su hija Yolanda Peña Domínguez, que a la postre se convertiría en una de sus víctimas.

El 6 de junio de 1976, cuando ya contaba 58 años, el célebre psicópata mexicano asesinaría a su hija Yolanda, de tan solo diez años de edad, y a la mujer con la que convivía Irene Quevedo. Al igual que había hecho con sus crímenes en Oleiros, se ensañaría de nuevo con sus víctimas a las que les propinaría grandes golpes en la cabeza con algún objeto contundente, dejándolas inconscientes. No contento con eso, García Peña se cercioraría de la muerte de sus víctimas introduciéndoles un estilete en el corazón. La noche posterior al crimen pernoctaría en la misma vivienda en la que había perpetrado su segunda matanza. Al día siguiente tomaría un vuelo con destino a Barcelona, que haría escala técnica en Madrid.

Una vez más, y como había hecho en el área metropolitana coruñesa, «El Jalisco» trataría de provocar un incendio para entorpecer la labor de los investigadores. Sus cálculos le salieron mal, ya que había dispuesto que el fuego comenzase en el momento en que estuviese ya en la Ciudad Condal, pero sus errores de cálculo provocaron que el incendio se iniciase previamente cuando se encontraba volando hacia Madrid. Conocedor de esta circunstancia y sabedor que en la escala técnica, como así fue, la policía le pudiese echar el guante, provocaría un incidente en pleno vuelo, originando un pequeño fuego a bordo del avión en el que viajaba, que a punto estuvo de causar una gran tragedia. Sin embargo, de poco le serviría, ya que a pesar del susto y las molestias ocasionadas al pasaje sería detenido cuando la aeronave tomó tierra en el aeropuerto de la capital de España.

Detención y suicidio

Con su detención en Barajas, se ponía fin a la carrera criminal de José García Peña. Es ahora, casi 30 años después de su primera matanza, cuando los principales medios de comunicación españoles de la época se empiezan a hacer eco de sus anterior crímenes en Galicia. Algunos periodistas de la Transición no salen de su asombro al conocer la exigua pena a la que había sido condenado en un tiempo en el que estaba vigente la pena de muerte y muchos delincuentes habían pagado con sus respectivas vidas por delitos mucho menores.

Los psiquiatras que atendieron a José García Peña detectaron la grave dolencia psíquica que afectaba al célebre psicópata mexicano, incapaz de sentir remordimientos ni tampoco un mínimo de compasión por sus víctimas, tal y como había demostrado en las dos ocasiones en las que había salido su múltiple saña criminal. Sea como fuere, lo cierto es que el mismo, no se sabe si presa de su pasado o su dificultad para adaptarse al centro de internamiento psiquiátrico en el que estaba recluido, pondría fin a su vida en el año 1979.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Dos muertos y más de 100 heridos en los sucesos de Ferrol

Única imagen de los trágicos acontecimientos de Ferrol.

En los primeros años setenta Ferrol, además de Vigo, eran los principales centros industriales de Galicia. Hasta la ciudad departamental se habían trasladado trabajadores de todo el área noroeste gallega que veían en una ciudad que se encontraba prácticamente tomada por los militares una oportunidad de escapar de la miseria que les hubiese representado el hecho de quedarse en sus aldeas de origen. En la principal ciudad del norte de Galicia se habían asentado las dos principales empresas de astilleros de la época, dando empleo a miles de trabajadores que procedían de la comarca de Ferrolterra y también de la provincia de Lugo, principalmente.

Como consecuencia de la ingente cantidad de obreros que trabajaban en Ferrol surgirían también importantes grupos de oposición al régimen franquista, que veía como en el principal bastión de su líder tomaban una gran fuerza distintos grupos políticos y sindicales afines al Partido Comunista de España (PCE), considerado en aquel entonces el principal aglutinador de la oposición al régimen que lideraba todavía con mano de hierro el viejo general.

Uno de los principales sindicatos que se había ido insertando de forma clandestina en las estructuras del aparato sindical del Estado franquista era Comisiones Obreras, quien había conseguido infiltrarse en el caduco Sindicato Vertical. La clandestina organización de la época en aquel entonces ejercía ya un gran control en las redes obreras de Ferrol, lo que equivalía a que se negasen a acatar muchas de las directrices emanadas del organigrama estatal. Así ocurrió en marzo de 1972. En aquella época los dirigentes de la estructura gremial del franquismo firmaron un acuerdo que no reconocía las revindicaciones de los trabajadores de Ferrol, quienes, en asamblea, rechazarían el convenio firmado en Madrid. A partir de ese momento se iniciaron una serie de movilizaciones que arrojarían la trágica consecuencia de dos trabajadores muertos y más de un centenar de heridos el 10 de marzo de 1972, fecha que acabaría convirtiéndose en el Día da Clase Obreira Galega.

Despidos

Al no acatar el acuerdo que se había firmado en Madrid, en el que se negaba que los trabajadores de ASTANO y Bazán tuviesen su propio convenio, los dirigentes de estas empresas despidieron a sus representantes sindicales, uno de los cuales sería agredido por los guardias de seguridad de las factorías. Al tener conocimiento el resto de las plantillas y de la agresión a un representante sindical, se declara una situación de huelga general en ambas empresas que terminará degenerando en graves enfrentamientos entre trabajadores y la policía.

El responsable de Bazán habló con los representantes de los obreros pero no alcanzaron ningún acuerdo, lo que provocó las protestas de los operarios quienes se mantuvieron firmes en sus peticiones, además de protagonizar una concentración delante de la sede de la empresa de la que intentó dispersarlos la policía. La actuación de los cuerpos de seguridad del Estado no haría sino empeorar la situación.

Al día siguiente de estos primeros acontecimientos, el 10 de marzo de 1972, a las siete y media de la maña 4.000 trabajadores de Bazán, que se encuentran las puertas de la empresa cerrada, deciden ir en manifestación hasta el Polígono de Caranza, entonces un barrio nuevo y en construcción para reunirse con los de ASTANO. Al paso de los obreros por la Avenida de Castilla y el puente de As Pías, la policía cargaría contra ellos, quienes respondieron a la carga con piedras.

Posteriormente, los miembros policiales dispararían contra los manifestantes provocando la muerte de dos ellos y más de medio centenar resultarían heridos. Los muertos fueron los trabajadores Daniel Niebla y Amador Rey. La cifra de lesionados nunca se pudo contabilizar con exactitud, pues muchos de los lesionados no acudieron a centros sanitarios, a fin de evitar ser reconocidos y represaliados por parte de las autoridades franquistas. Los agentes de la policía se verían en la obligación de refugiarse en el cuartel, dónde tuvieron que resistir dos intentos de asalto.

Del sangriento suceso se harían eco los principales medios de comunicación extranjeros, entre ellos The Guardian, Le Monde o The New York Times, lo que contribuiría a dañar gravemente la imagen exterior de una decrépita dictadura.

Intervención militar

Debido a que los sucesos se estaban escapando fuera del alcance de las autoridades del régimen imperante, estuvo en su mente la intención de intervenir militarmente en la ciudad, ya que la huelga de los astilleros había tenido un efecto contagio con el resto de las empresas de la ciudad, que quedaría aislada por tierra al cortarse su entrada, así como también por vía telefónica.

Un buque de guerra de la Armada se instalaría frente al puente de As Pías. Además, la policía contaría con la ayuda de efectivos de refuerzo procedentes de otras localidades españolas, entre ellas de León y Lugo. Un grupo de representantes de los trabajadores se entrevistó con el capitán general de la zona Marítima del Cantábrico a fin de evitar que hubiese una intervención militar en la ciudad. Los astilleros permanecerían cerrados durante dos semanas.

Las protestas de los trabajadores se saldarían con un total de más de 100 despidos y 60 encarcelados y otros 54 multados con cantidades que oscilaban entre las 50.000 y las 250.000 pesetas, cifras muy elevadas para la época que, en algunos casos, suponían varios meses de salarios.

Por los trágicos acontecimientos en Ferrol, en los que perdieron la vida dos trabajadores, nunca se detendría a nadie ni tampoco se efectuarían denuncias contra los causantes de las muertes. En el año 1997 el Parlamento de Galicia aprobaría por unanimidad una declaración institucional en la que se reconocía la fecha del 10 de marzo de 1972 como Día da clase traballadora galega y en el que se hacía constar su especial significado como un destacado símbolo de la lucha por las libertades públicas.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Un crimen en la emigración gallega juzgado en A Coruña

Centro Gallego de Montevideo

De todos es sabido que la emigración gallega realizó una muy fecunda labor en tierras americanas en la primera mitad del siglo XX. La huella de la diáspora gallega no dejó indiferente a nadie. «Gallego» es un apelativo, y también un calificativo, muy común en nuestros días para referirse principalmente a los españoles, así como a la forma de expresarse de quienes proceden de la Península Ibérica, independientemente de cual sea su origen.

Hoy en día la estancia gallega en las tierras que se sitúan allende el Océano Atlántico sigue estando muy viva entre sus gentes, conservando los ancestrales centros culturales que fundaran hace ya más de un siglo la ingente cifra de emigrantes galaicos que se trasladaron a diferentes países del nuevo mundo en busca de una prosperidad que se les negaba en la tierra de sus padres. Sin embargo, también en esa gran colonia surgieron algunos problemas con consecuencias demasiado trágicas que para nada empañarían la extraordinaria labor llevada a cabo por quien huía de una miseria que, en su tierra, estaba más que asegurada.

Un dramático suceso de las características antes aludidas tendría lugar el 30 de julio de 1955 protagonizado por dos personas que se habían trasladado a Uruguay, otrora denominada la Suiza americana que, sin embargo, en la década de los cincuenta ya se encontraba en una muy franca decadencia. El caso acontecido en pleno centro de la capital uruguaya, Montevideo, estaría hoy en día encuadrado dentro de lo que se denomina violencia de género o machista.

Un botellazo

Dos gallegos que habían salido hacía ya años rumbo a América, Roberto Díaz Vilar y María del Pilar Cancelo Pérez se conocieron en el país del Plata en torno a la segunda mitad de los años cuarenta del pasado siglo. Ambos se habían separado de sus antiguas parejas y habían iniciado una convivencia, calificada de «ilegal» por la prensa española de la época, haciendo referencia con toda seguridad a que en aquel entonces se consideraba un delito el amancebamiento estaba tipificado como delito en el código penal española y así seguiría hasta mayo del año 1978.

Desde hacía ya algo más de un año las relaciones entre Roberto y Pilar se habían ido deteriorando, desconociéndose las causas, aunque quizás la difícil situación que comenzaba a atravesar el país sudamericano tuviese mucho que ver. Sea como fuere, se cuenta que las peleas y enfrentamientos en la pareja estaban a la orden del día. El estado de su relación llegaría a un punto extremo en el verano de 1955, llegando hasta tal punto que el hombre sacudiría un botellazo a su compañera que la dejaría inconsciente. Roberto Díaz aprovecharía la situación para asfixiar a Pilar Cancelo con un cinturón de los que empleaba para ajustarse los pantalones. Posteriormente, recogería el cuerpo de la víctima y lo depositaría en una cantera, dónde sería hallado por la policía uruguaya.

Consciente de que la justicia se le echaba encima, el emigrante gallego trató de poner tierra de por medio, o mejor dicho agua en este caso, para huir del país americano, trasladándose en los primeros meses del año siguiente, 1956, a su tierra de origen. Además, aprovecharía para cobrar los salarios devengados a su compañera. Su destino sería la localidad coruñesa de Valdoviño, muy cerca de Ferrol.

Interpol

En vista de que Roberto Díaz había desaparecido sin dejar rastro alguno, la policía uruguaya alertaría a la Interpol para que se procediese a la detención del ciudadano hispano-uruguayo, pues el criminal poseía ambas nacionalidades. Una vez localizado, las autoridades sudamericanos solicitaron de las españolas su extradición, ya que estaba acusado de un delito de asesinato. Debido a un convenio de reciprocidad en la justicia que afectaba a los emigrantes vigente entre España y Uruguay, este último estado aceptó que a Roberto Díaz Vilar fuese juzgado por tribunales españoles con la condición de que no le fuese aplicada la pena de muerte, vigente en el Estado español para determinado tipo de delitos, pero que no la contemplaba la legislación del país charrúa, lugar en el que se había cometido la infracción penal.

El acusado de la muerte de María del Pilar Cancelo Pérez, una emigrante gallega de 49 años, sería condenado en noviembre de 1958 a una pena de 16 años de cárcel por un delito de homicidio, además de verse obligado a reintegrar el importe de algo más de 3.000 pesetas que había defraudado a la Hacienda uruguaya, en concepto de los salarios devengados obtenidos ilegalmente de su compañera. De la misma forma, también se le condenaba a pagar las costas judiciales y a indemnizar con 102.000 pesetas a los familiares de la víctima.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Tortura y asesinato del maestro Arximiro Rico Trabada

Arximiro Rico, el maestro brutalmente torturado y asesinado

En Galicia no hubo combates bélicos en el transcurso de la Guerra Civil española, lo cual no quiere decir que no se dejasen sentir los efectos de una cruel contienda que estaba arrasando los cimientos de un ya de por si resquebrajado país. Una denuncia, una delación con el ánimo de perpetrar una venganza eran razón más que suficiente para liquidar materialmente a cualquier ser humano, aunque no tuviese ninguna relación con la política o, en el hipotético caso de que la hubiese, esta fuese mínima. La actuación de escuadrones de la muerte pertrechados con rudimentarias armas, enfundados en casacas azules, fueron feroces e indiscriminadas, hasta tal punto que sus mismos correligionarios se vieron en la obligación de tomar cartas en el asunto cuando la situación ya se les había escapado de las manos y eran muchos los inocentes que habían pagado injustamente. Vaya por delante que -pensamos- que no hay ninguna manera justa para pagar con ese bien tan preciado que es la vida de cualquier digno ser humano.

Las únicas zonas donde se notó de forma muy tibia los efectos belicosos de la contienda fueron las áreas de montaña en las que se habían internado algunos fuxidos que huían de las represalias que les podían esperar en sus respectivos municipios por parte de las nuevas autoridades por el mero hecho de haber sido miembros o simples simpatizantes de cualquiera de los partidos que formaban el Frente Popular. En las refriegas mantenidas con ellos murieron algunos falangistas o incluso miembros de la Guardia Civil. Cada vez que esto sucedía, era de esperar una escalada de represión y venganzas sobre personas que nada habían tenido que ver en los enfrentamientos armados, pero que estaban en las listas negras que habían elaborado los pistoleros azules.

Así sucedería en octubre de 1937 en la zona de montaña este de la provincia de Lugo, concretamente en el municipio de Baleira. En esa época morirían dos guardias civiles en un enfrentamiento con grupos de forajidos que pululaban por zonas escarpadas, tratando de sobrevivir a muy duras penas en un tiempo en el que anidaba el hambre por doquier, a lo que se sumaban las infinitas calamidades que había deparado la guerra a lo largo y ancho de un país que se estaba desangrando en un interminable y cruento conflicto bélico.

65 personas

Para tratar de dar un escarmiento a la población, así como a los que en el lenguaje oficial de la época se les denominaba «bandidos», los falangistas elaboraron una lista con 65 nombres de personas que deberían ser represaliadas en el más breve plazo de tiempo posible. En esa macabra lista figuraba el nombre del maestro gallego Arximiro Rico Trabada, un joven docente de tan solo 32 años de edad que no había militado en partido u organización afín a partidos de ideología izquierdista. Se le supone -tan solo- ser simpatizante del grupo político que liderara quien fuera presidente del Gobierno español antes del triunfo de la coalición que formara el Frente Popular, Manuel Portela Valladares, un hombre de tendencias republicano-conservadoras. Además, de todos era conocido que Arximiro Rico era un hombre de profundas convicciones religiosas.

Pese a todo, la suerte del docente, que dejó una profunda huella de humanidad allí donde impartió clases, parecía estar definitivamente echada. Sus bárbaros captores no tuvieron ni un mínimo ápice de piedad de una persona que se había caracterizado por divulgar su extraordinario interés por la cultura y la educación en unas tierras caracterizadas por unas elevadas tasas de analfabetismo y un atraso poco menos que finisecular.

Al anochecer de aquel trágico 16 de octubre de 1937 un grupo de falangistas se dirigían a su casa de San Bernabel, en Baleira, en plena comarca de A Fonsagrada. Comenzaba a anochecer cuando llamaron a la puerta de su vivienda. Su madre le imploró que no abriese la puerta, aunque él, confiado, lo hizo. Esta circunstancia fue aprovechada por sus secuestradores para apresarlo, detenerlo y llevarlo con ellos a un punto indefinido y en nombre de una autoridad que para nada había requerido la captura de aquel bondadoso maestro. A partir de ese instante comenzaría un cruel y tortuoso martirio que todavía hoy, más de ocho décadas después, parece producir escalofríos y poner la piel de gallina por el mero hecho de contarlo.

Tras haber apresado a su indefensa víctima, los falangistas no escatimaron esfuerzos en humillarlo de la forma más espantosa que se podría imaginar cualquier ser humano. Fue trasladado, mientras le daban golpes y empujones hasta la Serra da Ferradura. En un tramo del camino, los pistoleros azules pararon a abrevar en una taberna, mientras Arximiro Rico estaba preso a una argolla. Posteriormente, continuaría el rosario de vejaciones al que fue sometido en el que hasta tuvo que soportar la humillación de que sus verdugos se pusiesen sobre su lomo como si de un caballo se tratase, al tiempo que lo obligaban a transportarlos.

Testículos cortados

Ya en la cima del monte, en el trágico punto de Montecubeiro, donde tuvieron lugar muchas ejecuciones sin ningún tipo de juicio, cuando todavía estaba vivo, comenzaría un macabro y sanguinario ritual que da pruebas de la contumaz bajeza en la que puede caer cualquier ser humano, si es que puede considerarse que esto sea asunto propio de personas y no de bestias inmundas que carecen de una mínima sensibilidad y estima hacia sus semejantes. En ese lugar, al que fue conducido, sería torturado hasta la extenuación, ya que sus secuestradores le cortaron los testículos antes de darle muerte, introduciéndoselos posteriormente en la boca. Asimismo, le arrancarían los ojos, lo cual da una idea del terrible sufrimiento que tuvo que soportar la pobre víctima. Finalmente, le pegarían unos tiros con una escopeta de caza, hecho este corroborado por tener la cabeza completamente destrozada en el momento en que fue encontrado.

La tortura y muerte de Arximiro Rico consternaría de sobremanera a muchos vecinos de los municipios lucenses de Baleira, A Fonsagrada y Castroverde, gran parte de los cuales habían sido alumnos de un maestro que siempre había destacado por su profunda humanidad y anhelo hacia el ser humano en si mismo. En el momento de su apresamiento y posterior ejecución, el maestro estaba cursando estudios de Medicina. Además, como si el destino le quisiese gastar una broma de lo más macabro, la víctima recibiría una notificación, días después de su asesinato, en la que se le informaba que podía reintegrarse a su plaza como maestro nacional de la que había sido suspendido temporalmente como tantos otros, acusados de ser afectos al régimen republicano por acatar las leyes educativas implantadas en la IIª República española.

Algunos estudiosos de la represión franquista abundan en el aspecto que, con motivo del quinto aniversario de la República, Arximiro Rico pronunció un discurso en defensa de la educación y la cultura como principales factores para superar el tradicional atraso al que había quedado relegado una arcaica Galicia, en la que todavía seguirían manteniendo un infranqueable y tenebroso poder, que se perpetúa hasta nuestros, días las sotanas y las casullas. Aunque Rico Taboada era un católico ferviente y practicante, tenía ciertas enemistades con un clérigo de su tiempo que le acusó de haberles enseñado a muchos niños a leer y a escribir hasta el punto de que «cualquier mocoso -en palabras textuales del cura- puede hacer un escrito y denunciar a su padre. Mejor sería que supiese rezar el padrenuestro».

Sin ánimo de inmiscuirse en ninguna cuestión de carácter filosófico-religiosa, estamos en condiciones de asegurar, con el corazón en la mano, que en Galicia se precisaban muchas más personas de la índole de Arximiro Rico Trabada, pero ninguna como el viejo religioso medieval de capa y escapa. Para nuestra desgracia han predominado mucho más estas últimas que las que imitasen el ejemplo del célebre mártir de Baleira, a quien jamás la Iglesia llevará a sus altares, pese a no ser ateo y haber sufrido un calvario similar al de Jesucristo.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Fratricidio por una herencia en Lalín (Pontevedra)

Parroquia de Bendollo, en Lalín, donde ocurrió el trágico suceso

De todos es sabido que las herencias en Galicia han provocado de siempre más de un disgusto y, en muchos casos, se han resuelto de forma trágica puesto que en ellas se dilucidaba algo más que el simple valor de la propiedad de unas tierras o unos inmuebles. También en ellas estaba en juego un falso honor, así como también el hecho de demostrar a amigos y conocidos quien verdaderamente lideraba el clan familiar. Hasta ha corrido sangre en más de una ocasión por razones de algún patrimonio o por la simple circunstancia del cambio de marcos de algunas fincas con las que se pretendían apoderar de apenas unos metros cuadrados cuyo valor es muchas veces exiguo, por no decir que no valen absolutamente nada, máxime en los tiempos actuales en los que el rural gallego corre el serio riesgo de una absoluta despoblación, tanto por el envejecimiento masivo de sus moradores como por la baja tasa de fecundidad, a lo que se suma la forzada marcha del mismo de las últimas generaciones.

El siguiente suceso ocurrió en la primera mitad de los años sesenta, en un tiempo en el que los gallegos ya habían dejado de emigrar a América. Ahora su destino era la próspera Europa que había emergido como un ciclón tras la Posguerra mundial. Sin embargo, Galicia continuaba siendo una tierra atrasada que, como decía Valentín Paz Andrade, perdía una importante mano de obra por la constante marcha de sus hombres en la plenitud de sus vidas. Todavía quedaban amplias capas del mundo rural sin electrificar. Ni que decir tiene que sus infraestructuras eran propias de otros tiempos.

Los gallegos seguían transitando por los mismos caminos que los habían hecho generaciones de hacía un siglo o incluso más, comúnmente conocidos como corredoiras, que eran viales empedrados, estrechos, sin pavimentar y muy abruptos que en los largos y lluviosos inviernos solían enfangarse a rebosar, quedando algunos de ellos completamente intransitables. A diferencia de lo que sucede en la actualidad, más de la mitad de la población gallega vivía en un basto territorio rústico de una agricultura de subsistencia en la que predominaba el minifundio, uno de los principales responsables de algunos hechos sangrientos que tuvieron lugar en el país gallego a lo largo de su historia. En el siguiente suceso se aúnan en si los problemas de carácter patrimonial propiamente dichos y las eternas dificultades que planteaban unas minúsculas y reducidas parcelas a las que apenas se les podía sacar el rendimiento deseado a lo que se unía una total ausencia de mecanización.

El 10 de agosto de 1962 en la parroquia de Bendoiro, en el municipio pontevedrés de Lalín, Manuel Núñez Villar, de 43 años, daría muerte a su hermano José, de 40 años, a consecuencia de las constantes disputas que mantenían por la herencia familiar. El autor del crimen disparó varios veces contra su familiar, tras haber discutido por la propiedad de unas fincas que, según afirmaba el criminal, le pertenecían a él, aunque, según algunos indicios, sus progenitores no habían realizado el oportuno testamento. De la crueldad del crimen, da cuenta el hecho en si mismo, ya que después de haberle alcanzado con varios disparos en distintas partes del cuerpo, Manuel se ensañó con su víctima propinándole varios cortes con una hoz que terminarían con la vida de José Núñez Villar.

Detención

Tras haberse perpetrado el hecho sangriento, los vecinos informaron a la Guardia Civil de lo sucedido que inmediatamente procedió a la detención del presunto asesino. El suceso provocaría una gran consternación en aquel entorno rural, muy pacífico y hasta un tanto monótono como la práctica totalidad del campo gallego, pero que cuando se desata una tragedia parece que se derrumba ese tranquilo mundo que se ha ido levantando a lo largo de décadas.

Después del suceso, llegaban las múltiples lamentaciones, aunque había vecinos que aseguraban que se podría vislumbrar un trágico final a la difícil y tensa relación que mantenían ambos hermanos. Como resultado del mismo, se produjo una gran brecha familiar, ya que unos apoyaban a uno y otros a otro, aunque es difícilmente imaginable que se pudiese justificar un hecho sangriento como el que había ocurrido. Pero no sería la primera vez que se culpa a la víctima de haber provocado su triste final, tal y como ha ocurrido incluso cuando han tenido lugar algunos crímenes múltiples.

Para el vecindario de Bendoiro, el suceso marcaría a varias generaciones, que todavía hoy en día se muestran remisas a hablar de este hecho, tanto por tratarse de un vecino como del supuesto estigma que -piensan- ha recaído sobre un entorno rústico poco propicio a que sucedan hechos sangrientos, pero en los que, a veces, la convivencia se puede volver harto complicada.

Condena

Manuel Núñez Villar sería juzgado en febrero de 1963 acusado de asesinato con alevosía, aunque su abogado defensor argumentó en favor de su cliente que este había sufrido una enajenación mental transitoria, a lo que se añadía la supuesta provocación de la que habría sido objeto por parte de su víctima. Además, expuso también como atenuante el arrepentimiento espontáneo de su defendido.

El ministerio fiscal mantuvo sus tesis iniciales y solicitó una pena de 30 años de reclusión mayor, así como una indemnización de 300.000 pesetas para los herederos del finado, además de solicitar una orden de destierro de diez años, una vez cumplida la pena carcelaria.

Finalmente, la sentencia condenaría a Manuel Núñez Villar a 20 años de arresto mayor y a indemnizar con 150.000 pesetas a los familiares de su hermano José. Asimismo, se le imponía una pena de destierro que en este caso se reducía a tan solo tres años, una vez cumplido el tiempo que debería permanecer en prisión.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

20 muertos en un accidente de tren a 23 días de la Guerra Civil

Estado en que quedó el tren siniestrado. Archivo del diario ABC

Quizás fuesen muchos los que pensaban que la suerte en aquellos momentos ya estaba echada en el porvenir de los españoles y que ya se notaba el ruido de de sables en toda España. Tal vez se hacía cada vez más patente el andar silencioso de las pisadas de esparto de los legionarios en el norte de África. De igual modo, en Galicia corría una leyenda alrededor de un fenómeno astronómico, que sucede cada 70 años, en el que se interpretaba que el cruzamiento de estrellas habido en septiembre de 1935 era una señal inequívoca de una gran desgracia. El fenómeno fue contemplado por muchas personas que en aquellos días estaban separando las patatas grandes de las pequeñas a la luz de un candil, pues era un tiempo en el que no había contaminación lumínica de ningún tipo. Ese mismo cruce de astros se produjo en 2005 y, por fortuna, no hubo desgracia alguna, a menos que lo pretendiésemos ver como el negro augurio de la prolongada crisis económica que nos sacudiría a partir del año 2008.

Sin embargo, ahora nos remitimos a unos tiempos en el que viajar en ferrocarril todavía no estaba al alcance de todo el mundo. De hecho, muchos segadores gallegos, que trabajaban en aquellas fechas en tierras castellanas entre los meses de junio y julio, utilizaban medios alternativos al tren para hacer el viaje entre Galicia y lo que ellos comúnmente llamaban Castilla. A veces viajaban, arriesgando sus vidas, a bordo de los camiones que transportaban cebada en los remolques sobre el producto que se transportaba, en tanto escuchaban de fondo la voz del conductor advirtiéndoles que se agarrasen cuanto pudiesen pues iban iniciar una bajada o una sucesión de curvas. Era la mejor forma de hacer rentable el salario obtenido en tierras castellanas, trabajando bajo un sol de justicia y nunca mejor dicho.

Pese a todo, y aunque parecía que en España se olía el aroma de la pólvora, la vida continuaba su devenir cotidiano y aún existían algunas esperanzas en que la situación se normalizase antes de que se generase el baño de sangre en que acabaría convertido un país que tenía tendencias autodestructivas. Casi, como si fuera un preámbulo cierto de lo que se avecinaría, el 24 de junio de 1936 se produciría un gravísimo accidente ferroviario que costaría la vida a 20 personas, la mayor parte de las cuales eran gallegas o trabajaban en Galicia. Además, en este siniestro resultarían heridas más de 40 personas. El tren siniestrado cubría la ruta entre la capital de España y A Coruña, habiendo salido de Madrid a las siete de la tarde del 23 de junio.

En un túnel

El siniestro tuvo lugar en el túnel de Las Fraguas, en la localidad berciana de San Miguel de las Dueñas. El mismo se produjo a consecuencia de una colisión entre el expreso Madrid-Coruña y un tren de mercancías que coincidieron en el mismo punto en la madrugada del 24 de junio, exactamente a las cinco y media de la mañana. Al parecer, pudo haber algún error en la recepción de señales por parte de los empleados de ferrocarril para que ambos convoyes coincidiesen al mismo momento en el punto exacto, ya que no se encuentra otra explicación. Algunos aluden a las prisas con las que supuestamente viajaría el expreso con destino a la ciudad gallega, pues llevaba ya un par de horas de retraso, por lo que eludió hacer la perceptiva parada obligatoria de un minuto en la estación de Las Dueñas.

Fuese de una u otra forma, lo cierto es que cuando ambos trenes colisionaron frontalmente se produjo un espantoso y extraordinario estruendo que despertó de sus sueños a los vecinos de la zona inmediata al siniestro, irrumpiendo en la pacífica y tranquila noche berciana. Como en cualquier suceso de estas características, reinó una enorme confusión, y mucho más en aquellos tiempos en los que se carecía de equipos de socorro adecuados para excarcelar a los heridos en medio del amasijo de hierros en el que se habían reconvertido aquellas dos funestas locomotoras con sus respectivos convoyes que habían quedado atrapadas en la ratonera de la muerte en la que se convirtió aquel trágico túnel.

La entrada del túnel quedaría taponada durante casi dos días, el tiempo en que se tardó en restablecer el tráfico ferroviario, siendo necesaria la ayuda de equipos pesados para mover ambos convoyes. El expreso estaba compuesto de ocho de vagones, dos de ellos transportaban el correo. En el exterior del túnel quedó un coche en el que iban los viajeros de primera clase, así como también los coches cama. En uno de estos vagones fueron hallados hasta siete cadáveres y 30 personas resultaron heridas de diversa consideración. Al menos cinco viajeros de los que perecieron en este percance eran de la localidad lucense de Monforte de Lemos.

Leopoldo Calvo-Sotelo

En este tren viajaban conocidas personalidades de la época, algunas de las cuales fallecerían como era el caso del médico pontevedrés Jesús Quinteiro Casas. De la misma forma también perecerían en este siniestro un muchacho que viajaba de polizón, pues carecía de billete y que trabajaba como limpiabotas en A Coruña. Su suerte no pudo ser más siniestra, ya que perecería en este percance.

Otras personalidades que también iban a bordo del tren siniestrado era el alcalde de Vilagarcía de Arousa, Elpidio Villaverde, quien por suerte resultó ileso. Este hombre, que había formado parte de la coalición de partidos que integraban el Frente Popular, volvería a tener la suerte de su lado el 18 de julio de 1936 al huir a Portugal desde dónde partiría a Argentina rumbo al exilio del que no regresaría jamás, falleciendo en tierras andinas en el año 1962.

Entre quienes pudieron contar el suceso se encontraba un niño de diez años llamado Leopoldo Calvo-Sotelo, que llegaría a ser presidente del Gobierno español entre los años 1981 y 1982. Para él, o para su familia, no cabe duda que el accidente ferroviario fue un claro preludio de lo que iba a acontecer tan solo tres semanas más tarde, en una época en la que nadie se extrañaría de ninguna tragedia, porque el país se acabaría convirtiendo en un terrible y desolador drama, al tiempo que un lúgubre campo de batalla del que un tío del antiguo líder de la UCD, José Calvo Sotelo, se convertiría en el muerto cero de la Guerra Civil española, siendo la perfecta excusa para un alzamiento militar en contra de la República en el que ya no importaba ni la cifra de muertos ni las tragedias familiares. Solamente importaba el poder de unos pocos, a quienes les trajo sin cuidado la suerte que corriesen los algo más de 26 millones de españoles que había en aquel entonces.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

28 muertos en un accidente de un autobús procedente de Ferrol

Estado en que quedó el autobús siniestrado en la comarca de El Bierzo

La España de 1977 comenzaba a ser un país diferente a lo que lo había sido antaño. La democracia estaba recién estrenada y los llamados «padres de la patria» se encontraban redactando una constitución que aventuraba un nuevo porvenir en paz, lejos de las miradas espartanas de los militares, sus firmes y lustrosas botas altas y el casi siempre eterno ruido de sables que se había producido en un país acostumbrado a solucionar sus problemas gracias a la intervención de los viejos salvapatrias, que empezaban a quedar cada vez más denostados. A partir de ese año todo dejaría de ser así. Los españoles de la época comenzaban a familiarizarse con frases y expresiones que les sonaban raros, pero con las que pronto harían buenas migas. Sufragio universal, consenso o Pactos de la Moncloa habían ido sustituyendo a otras de corte marcial a las que se iría relegando paulatinamente en cuestión de décadas al oscuro baúl de los recuerdos, tal vez para pronunciarlas jamás.

Como era normal en aquel entonces, todavía quedaban infinidad de rescoldos de la vieja dictadura que había desaparecido en paralelo a su única tardía razón de ser, el viejo dictador. En esa pesada herencia que perduraría durante algún tiempo se encontraban las infraestructuras y las carreteras, que apenas habían variado en décadas, salvo que ahora se encontraban asfaltadas, pero no había ninguna otra mejora digna de mención. Sin embargo, su trazado dejaba mucho que desear. No era una materia que le hubiese importado mucho al huraño dictador que se aposentaba detrás de los inmensos pinares de El Pardo. En tanto se había prodigado por todo el país inaugurando pantanos, lo que le había valido el mote de «Paco, el rana» porque andaba de charco en charco, no había hecho lo mismo con las viejas vías de transporte. Nunca se ganó el mote de «Paco, el conductor». Tal vez porque el viajaba en avión o barco, el famoso «Azor» o cuando no en su flamante Rolls Royce que siempre conducía un tercero bajo la atenta mirada del tirano que se situaba detrás suya.

Precisamente de la cuna natal del viejo general procedía un autocar, con matrícula de Lugo, que en la madrugada del 30 de diciembre de 1977, alrededor de las cuatro y media de la mañana, tuvo la mala suerte de colisionar frontalmente contra un camión de 22 toneladas de peso y que transportaba cebada, pereciendo un total de 28 personas, 26 de las cuales eran infantes de marina, además de los dos conductores de cada uno de los vehículos implicados en un trágico accidente que amargaría las navidades a los españoles de la nueva democracia.

Invasión del carril contrario

En el autocar viajaban un total de 60 personas, casi todos ellos mozos en edad militar ya que eran infantes de marina que estaban cumpliendo el servicio militar en Ferrol, siendo una gran parte de los mismos originarios de Cataluña, Extremadura, Andalucía y Madrid, aunque también viajaba algún gallego cuyas familias estaban afincadas en otras partes del territorio peninsular. Los jóvenes militares se dirigían a sus lugares de origen para así poder disfrutar de un permiso con motivo de las fiestas navideñas.

El accidente tuvo lugar en el municipio berciano de San Miguel de las Dueñas en el punto kilométrico 383 de la vieja carretera Nacional sexta, N-VI, en lo que comúnmente se llama la Galicia irredenta, tanto por el origen de sus gentes como por sus ancestrales costumbres. La principal causa, según datos extraídos de la prensa de la época, estuvo motivada por la invasión del carril contrario por parte del camión impactando de manera frontolateral contra el autobús en el que viajaban los infantes de marina. A ello se añadía la alta velocidad a la que viajaban ambos vehículos, tal como relata el diario EL PAIS en su edición de 31 de diciembre de 1977.

No le faltaban palabras a la prensa de entonces para describir el espantoso espectáculo que se vivió tras el impresionante accidente que amargaría aquella primera nochevieja que los españoles se disponían a disfrutar en libertad. De dantesco, calificaba ABC, la imagen ofrecida por el autocar siniestrado que había quedado seccionado en dos mitades, pero no a lo ancho sino a lo largo. Sobre el asfalto, tal como indica este rotativo madrileño, quedaron esparcidos los cuerpos de quince soldados a la espera de poder ser identificados con la llegada del nuevo día.

Los cadáveres que se podían contemplar a la luz de los faros, según el diario de Prensa Española, habían quedado completamente desfigurados en medio del apabullante y desolador amasijo de hierros que se había convertido el automóvil siniestrado, al tiempo que impresionantes charcos de sangre manchaban siniestramente el asfalto de la carretera. La práctica totalidad de quienes perecieron en este terrible accidente lo hicieron casi de forma instantánea, entre ellos los dos conductores de ambos vehículos. La cifra de heridos se elevaba a casi la mitad de quienes viajaban en el autocar siniestrado, siendo muy pocos los soldados que no habían sufrido lesión alguna.

Confusión

Después de aquel trágico siniestro se vivieron grandes momentos de confusión y angustia entre quienes habían logrado a tan desgraciado accidente. Una gran parte de los soldados que viajaban a bordo del autocar siniestrado se encontraban dormidos en el momento en que se produjo el dramático suceso. Otros daban cuenta a la prensa que en un principio no se enteraron de lo que había sucedido, pese a que oyeron un ruido brutal como si hubiesen arrancado de cuajo una plancha metálica, haciéndose un sepulcral silencio que sería interrumpido por los quejidos de aquellos que habían resultado heridos.

Quienes habían logrado sobrevivir a esta catástrofe calificaban el hecho como de «milagroso», debido al temor que en ellos había suscitado el estruendo de la colisión y al estado en que quedaron los cuerpos de casi todos los compañeros que habían fallecido en el siniestro. Al encontrarse todos ellos cumpliendo el servicio militar, los féretros de los fallecidos serían trasladados a Ferrol, dónde se les tributaría un homenaje póstumo, además de celebrarse las honras fúnebres a las que asistirían las primeras autoridades civiles y militares de la época.

Otra hipótesis que se barajaba en torno al accidente era la posibilidad de que el sueño pudiese haber hecho mella en alguno de los conductores, así como la espesa capa de niebla que en ese momento cubría la zona, un factor muy a tener en cuenta a la hora de cualquier siniestro. Sin embargo, ningún medio mencionaba para nada el estado de la carretera y el estrechamiento de la calzada en algunos de sus tramos. Se sumaba además la circunstancia de que en la década de los setenta fallecerían más de 200 personas en distintos accidentes en los que se habían visto envuelto autocares. Nunca se podrá saber si fue como consecuencia del azar, caprichos del destino u otra causa, aunque nunca llevaban la culpa el estado y conservación de unas viejas y caducas infraestructuras que todavía estaban señalizadas con no menos viejos y ancestrales mojones, muchos de los cuales fueron la causa directa de la muerte de muchos conductores.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias