Asesina a dos mujeres en Taboada (Lugo) y después se suicida

Taboada en la década de los años sesenta del siglo XX

El suroeste de Lugo, en plena comarca de Chantada, se vio afectado por un tétrico caso sangriento a finales de los años sesenta que llevó a la localidad de Taboada a la primera plana de la crónica negra gallega y española de la época. Nadie en este pequeño y apacible municipio se podía imaginar que su monótona vida rústica se viese sacudida de una forma tan abrupta en aquellos tiempos en los que tan solo rompían ese tedio diario las cartas que todavía llegaban de Ultramar y las cada vez más numerosas que procedían de las principales ciudades europeas. Mientras, el sencillo pueblo de la Ribeira Sacra proseguía con su deambular diario alcanzando las más altas cotas demográficas de su historia, superando la cifra de siete mil habitantes censados en su municipio que se irían reduciendo progresivamente a partir de la década de los setenta, hasta quedar en la mitad de los que tenía entonces en la segunda década del actual milenio. Los vehículos a motor eran todavía muy escasos.

Por las prolongadas avenidas surgidas en el margen de las carreteras a las que se había ido adosando la villa y que todavía no habían sido asfaltadas, solamente discurrían con cierta frecuencia los camiones destinados al transporte de bidones de leche, teniendo todavía preferencia los artesanales y tradicionales carros del país, quienes con el no menos tradicional y ancestral canto de su eje lo convertían en la más habitual y melódica de sus sinfonías que podía escuchar cualquier viajero.

Ese casi celestial ambiente de cotidianeidad y familiaridad en el que se desenvolvía la vida de un municipio gallego de interior eminentemente rural se quebró de forma muy brusca el 2 de junio de 1969. En esa fecha María Fontao Porte y Clementina Rodríguez encontraron en el camino que comunica la villa de Taboada con el lugar de A Puricela los cuerpos de tres personas que, a tenor de lo que podían contemplar, habían muerto de forma violenta. Dos de los cadáveres correspondían a dos mujeres, una joven y otra septuagenaria, mientras que el tercero pertenecía a un mozo veinteañero. Al lado del cuerpo de este último se halló una escopeta de caza por lo que todo hacía suponer, como así fue, que el joven había acabado con la vida de las dos mujeres y posteriormente se había suicidado. Las fallecidas eran Carmen Prado Paredes, de 71 años, y su nieta Pilar Fontao Rodríguez, de 18. Mientras que el joven muerto era Ramon Portomeñe Montenegro, de 23 años.

Hermana e hija

Nadie se imagina el tremendo schock y el subsiguiente impacto emocional que pudieron sufrir las mujeres al encontrarse aquellos tres cuerpos sin vida. María Fontao, que era la mayor mayor de las dos, era hija de la septuagenaria, en tanto que la joven fallecida era, a su vez, una hija suya. Por su parte, Clementina era hermana y nieta de las mujeres asesinadas.

Después de sobreponerse al terrible impacto emocional se fueron atando algunos de los muchos cabos que dejaba suelto este aterrador y dantesco suceso para explicarse las circunstancias y el móvil de tan brutal y horroroso crimen que conmovió a la tranquila comarca de la Ribeira Sacra y por ende a la rural y pacífica Galicia de los sesenta.

El asesino -según todos los indicios hallados a posteriori- pretendía cortejar a Pilar Fontao, con la que supuestamente había mantenido una relación que nunca había llegado a fructificar. Ramón Portomeñe, que en el momento de producirse el trágico suceso era estudiante de quinto de bachillerato en el Instituto Masculino de Lugo, había escrito continuas cartas a la joven en las que le imploraba el establecimiento de una relación formal. Sin embargo, ella había rechazado de forma firme y tajante las proposiciones que le hacía quien, a la postre, se terminaría convirtiendo en su dramático verdugo. Además del incesante y abrumador acoso al que sometía a Pilar Fontao, esta pobre infortunada era objeto también de un constante chantaje emocional. El autor del crimen que acabaría con su vida le amenazaba reiteradamente a través de las frecuentes misivas que le enviaba con suicidarse en caso de que ella continuase obviando sus más que obsesivas peticiones.

Rechazo

La gota que colmó el vaso se produjo el domingo anterior al sangriento suceso. En el transcurso de una verbena celebrada en una parroquia próxima a la villa de Taboada, a la que asistieron ambos jóvenes, la chica se negó a bailar con Ramón Portomeñe, lo cual debió haberle herido y hasta traumatizado de sobremanera en su honor y orgullo personal, o tal vez sentirse rechazado en una magnitud que consideraba extrema para que se decidiera a dar tan cruel y despiadado paso. Tal vez interpretó el gesto de la muchacha como un imperdonable despecho que no estaba dispuesto a reconsiderar.

Aunque se desconoce a ciencia cierta como sucedieron los hechos, se supone que el mozo se dirigió a casa de la joven y continuó acechándola y amenazándola. Lo peor de todo es que en esta ocasión iba armado con una escopeta de caza. En su enfermiza y perenne obsesión, Ramón no estaba dispuesto por nada del mundo a perder a la joven que constantemente embargaba sus lúgubres pensamientos. Ante el acoso patológico al que era sometida por parte de Portomeñe, su abuela materna Carmen Prado tomó cartas en el asunto, defendiendo a su nieta, circunstancia esta que le acabaría costando la vida de manera trágica. Tal vez sintiéndose acorralado y desangelado tras haber perpetrado un más que horroroso y escabroso crimen, como el que ya no tiene nada que perder o por las funestas consecuencias de su arrogante y sanguinario despecho, el obcecado mozo decidió poner fin a su vida con el mismo arma con la que había ejecutado a su pretendida y a la abuela de esta.

El hecho causaría una profunda conmoción en toda la comarca. Prueba de ello, fue la ingente cantidad de personas que se desplazaron al sepelio de las dos mujeres muertas. El hombre fue enterrado previamente para evitar darle un mayor dramatismo al suceso y de paso ahorrarse también algún doloroso y desagradable incidente. La consternación por este dramático hecho adquirió una dimensión mucho mayor que en otros acontecimientos de tipo sangriento al conocerse que las familias de los fallecidos mantenían unas relaciones muy estrechas y se profesaban mutuamente una más que notable amistad. Además, ambos clanes familiares, que eran muy conocidos en toda la comarca, gozaban de una extraordinaria reputación en toda la Ribeira Sacra.

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Mata a su hijo y se suicida en Oia (Pontevedra)

 

Santa María de Oia, en Pontevedra

En el mes de octubre de 1979 un extraño suceso conmovió a los vecinos de Santa María de Oia, un pequeño municipio del Baixo Miño y las Rías Baixas, muy próximo a Vigo. Una brutal estupefacción se apoderó de su vecindario al hallarse los cadáveres de un padre y su hijo muertos de forma violenta en la casa en la que residían en la parroquia de Mougás. Presentaban disparos de arma de fuego, realizados, aparentemente, a muy corta distancia. Nadie se imaginaba que les había podido haber ocurrido. Ambos fueron encontrados por una hija de Juan Rodríguez Esteiro que se había trasladado desde Madrid a su localidad natal. Al encontrarse con tan tétrico panorama, la joven salió implorando gritos de auxilio, dirigiéndose posteriormente al cuartel de la Guardia Civil de la localidad.

Juan Rodríguez Esteiro era un conocido decorador de la localidad y tenía 52 años en el momento de producirse su óbito. Mientras, su hijo, que llevaba el mismo nombre que su progenitor, era un joven adolescente de 17 años de edad y estudiaba COU en un instituto de la comarca del Baixo Miño. El decorador poseía una acreditada tienda en Vigo, mientras que el hijo, cuando no estudiaba, se dedicaba a hacer las labores de comercial por el resto de Galicia.

En un principio comenzaron a rondar hipótesis de todo tipo. Una de ellas decía que al parecer ambos estaban amenazados de muerte. Parece ser que el mismo alcalde de la localidad había oído algunas de estas amenazas, aunque este extremo nunca pudo verificarse. De la misma forma, se especuló con la posibilidad de que padre e hijo fuesen objeto de un robo con violencia, siendo esta la teoría que alcanzaba mayor fuerza.

Cartas mecanografiadas

Sin embargo, se hallaron unas cartas escritas a máquina que despejaron todas las dudas que planteaba aquel rocambolesco y sanguinario suceso. A pesar de ello, los investigadores non acababan de dar crédito a las misivas, pues al parecer Rodríguez Esteiro no tenía por costumbre escribir a máquina. Se aseguraba que siempre o casi siempre escribía a mano.

En las misivas, después de que los investigadores realizasen las pertinentes comprobaciones, se especificaba que el decorador se encontraba en una difícil situación económica, por lo que había decidido acabar con la vida de su hijo, que presentaba un disparo en el hemitórax derecho. Por su parte, el padre tenía la cara y la cabeza destrozadas como consecuencia del impacto ocasionado por la metralla que le acabaría con la vida. La certidumbre de la autoría de las cartas se verificaría posteriormente al saberse que el parricida y suicida había dirigido también sendas misivas a dos directores de otras tantas sucursales bancarias de la localidad en las que les manifestaba el deseo de acabar con su vida en caso de no solucionarse la difícil situación financiera que atravesaba.

Al parecer, la hija -que era fruto del primer matrimonio del decorador- se había trasladado desde Madrid hasta su localidad natal después de haber mantenido una conversación telefónica con su padre. Nunca se supo de que hablaron, pero todo parece indicar que el progenitor le expuso de algún modo el estado de ánimo tan desesperado en que se encontraba. Sin embargo, la hija nada pudo hacer para evitar tan cruel tragedia que provocó una profunda consternación y dolor en una de las más preciosas localidades de las Rías Baixas galegas.

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Tres personas asesinadas a hachazos en Mañufe (Pontevedra)

 

Publicación de la época dando cuenta del sangriento suceso

El 5 febrero de ese año, 1927, asaltaron la propiedad de un rico propietario, al que asesinaron de un hachazo en la cabeza. En septiembre, cuando todavía no se había repuesto la población del salvaje asesinato de su convecino, dos ladrones de nacionalidad portuguesa volvieron a actuar con una saña que supera cualquier límite contra un médico y su familia, asesinando a hachazos al galeno y a una cuñada suya, además de dejar malherida a la criada de la casa y a la esposa del doctor Gestal.

Nada le podía hacer suponer al médico municipal de Gondomar, Andrés Gestal, que acabaría sus días tan tristemente. El prestigioso galeno llevaba una vida acomodada y vivía plácidamente en esta parroquia gondomarina con su esposa y sus dos hijos pequeños, además de una cuñada suya en su vivienda, una magnífica edificación de principios del siglo XX, que disponía de un amplio jardín, así como también de pequeños cobertizos en los que guardaban algunos animales, entre los que había cerdos y otros animales de corral, que les servían para proveerse de sus necesidades más básicas.

Sin embargo, la tradicional paz y tranquilidad de la que gozaba aquella familia se vio bruscamente alterada al anochecer del sábado, 3 de septiembre de 1927. Cuando todavía no habían cerrado las principales puertas de su propiedad, en ella se colaron dos individuos de nacionalidad portuguesa en torno a las diez de la noche para introducirse en la cuadra de los animales. Además, el perro guardián de la finca no arremetió contra los intrusos al conocer a uno de ellos, que solía trabajar haciendo distintas tareas a quien se lo demandase.

Asesinato de Josefa Alonso

Desde la cuadra en la que se escondieron, Antonio Manuel González y Antonio Amadeo divisaron todos y cada uno de los movimientos que hacía la familia del doctor Gestal. Cuando ya se había acostado el matrimonio compuesto por Andrés Gestal y Felisa Alonso quedaron en la cocina su cuñada Josefa y su criada María Ferreiro, de nacionalidad portuguesa. Fue entonces cuando se inició la sanguinaria orgía que terminaría con la trágica muerte de dos personas.

Josefa Alonso, hermana de Felisa, fue a dar de comer a los animales. Ese momento, en el que salió al exterior, fue aprovechado por Antonio Amadeo para propinarle un brutal hachazo en la cabeza, falleciendo prácticamente en el acto. Posteriormente, se enseñaría con la criada, a la que le propinó otro brutal corte con el arma homicida en un hombro, si bien esta última pudo recuperarse.

Posteriormente, siendo conocedor de los pormenores de aquella vivienda, se dirigió a la habitación en la que descansaba el galeno en compañía de su esposa. Allí, siguió con su tétrico ritual, dándole sucesivos hachazos a Andrés Gestal, un hombre de 60 años, al que dejó inconsciente y en grave estado. Del mismo modo, quedó malherida su esposa Felisa Alonso. A partir de ahí se sucede un rosario de acontecimientos que no dejan de ser paradójicos. El asesino Antonio Amadeo ayudó a la esposa del doctor Gestal a colocar a este sobre la cama después de haberle propinado los hachazos mortales. Asimismo, llevó a los hijos pequeños del matrimonio a casa de un familiar. Fuera del domicilio, le esperaba su cómplice, Antonio Manuel González quien amenazó de nuevo a la esposa del médico, cuando esta gritaba, solicitando el auxilio de sus vecinos. Del mismo modo, se escucharon unos disparos, que, al parecer, no guardaban relación con el sangriento suceso de Mañufe.

Ante los gritos de auxilio proferidos por los familiares del médico, se acercaron a ella un gran número de vecinos que encontraron a Felisa, terriblemente excitada, oculta bajo una sábana, en tanto que el doctor Gestal estaba agonizando en un gran charco de sangre. Su cuñada fue hallada muerta de un profundo corte en la cabeza, propinado por el hacha que portaba Antonio Amadeo. La conmoción y consternación se apropió del pueblo en muy poco tiempo, creándose un terrible clima de pánico y terror, que conmovía cada vez más a su vecindario al ser este el segundo crimen que se cometía en tan breve lapso de tiempo. Además, por sus características, todo inducía a pensar que los autores podían ser los mismos que habían matado en febrero a otro de sus habitantes.

Las fuerzas del orden se pusieron a practicar diligencias que no tardarían tiempo en dar sus primeros frutos en pocos días. Se detiene a un total de cuatro personas. Además de los dos autores de la masacre, la guardia civil detiene a Modesto González, un ciudadano español y a su amante Carmen Bas.

En un principio, los autores del hecho se inculpan unos a otros, pero finalmente el portugués Antonio Manuel González «canta» y confiesa la verdad. Así, gracias a su testimonio, se exculpa a la pareja detenida, que sería puesta en libertad. Al parecer, esta había sido acusada por este debido a viejos rencores. También confiesa que su compañero se había apoderado del arma homicida en una finca de Jesús Alonso, propietario para el que trabajaba. En su relato, da cuenta de la supuesta blasfemia que echó su compañero, Antonio Amadeo, en el momento en que vio herido al médico. Asimismo, relata también que este último se dirigió desde el escenario del crimen al domicilio en el que pernoctaba para cambiarse de ropa. Allí, se proveyó de un nuevo calzado, sustituyendo las alpargatas que portaba en el momento de cometer los asesinatos por otras, ya que aquellas estaban completamente inundadas de sangre. Además, los investigadores pudieron comprobar que la sangre hallada en la camisa de Antonio Amadeo reunía las mismas características que las de sus víctimas. También hallaron restos de sangre en sus uñas, lo que fue casi una prueba definitiva para acusarle del brutal crimen.

El juicio se celebra en la Audiencia Provincial de Pontevedra en la segunda quincena del mes de abril de 1928, levantando, como era de prever, una gran expectación. El principal acusado Antonio Amadeo González sería condenado a prisión perpetua, mientras que su cómplice, Antonio Manuel González cumpliría diez años de cárcel.

Labrador asesinado

Justo siete meses antes de la masacre perpetrada en el domicilio del doctor Gestal, a escasos metros de su vivienda se había producido otro crimen que tardó algún tiempo en esclarecerse, aunque sus autores también serían conducidos ante los tribunales de justicia. El 5 de febrero de 1927 fue asesinado, también a hachazos, el labrador Sebastián Vázquez Alonso, un hombre de avanzada edad que vivía en compañía de su hijo Francisco, quien meses después saldría a auxiliar a la familia del médico al sufrir un percance similar al de su padre. La víctima había aparecido tirado en el corralón de su vivienda en medio de un impresionante charco de sangre, con varios hachazos en el cráneo que le produjeron la muerte instantánea.

Al igual que en el caso de los asesinatos de Andrés Gestal y su cuñada, el móvil de su asesinato fue el robo, pues Sebastián Vázquez estaba considerado como un rico propietario de la comarca. Por este brutal hecho, que después se supo que no guardaba relación alguna con el anterior, fueron detenidos los ciudadanos portugueses Juan Díaz Pereira, Juan Arango Pereira y su esposa, Matilde Villamina. De la misma forma, también pasarían a disposición judicial los ciudadanos españoles Eleuterio Romero Bouzas y Benito Quintre Amorín.

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La matanza de Chantada

Funeral por las víctimas de la masacre. Foto: Delmi Álvarez

Durante mucho tiempo, el nombre del municipio lucense de Chantada se asoció inexorablemente, de una forma totalmente injusta, a la crónica negra y el crimen. En una de sus aldeas tuvo lugar la mayor tragedia criminal que se recuerda en Galicia. Aquel 8 de marzo de 1989 pasaría a la historia de Galicia como su fecha más terrible. Nadie encontró jamás una explicación a la distorsionada y brutal actitud de Paulino Fernández Vázquez, un agricultor de 64 años que en la tarde de aquel miércoles de marzo se dedicó durante una hora a asesinar de forma indiscriminada a todos cuantos se encontró a su paso.

El autor de la mayor masacre de la historia de Galicia, Paulino Fernández, estaba considerado como un hombre normal, quizás un poco reservado y huraño, con fama de ser muy tacaño, pero que nadie podía imaginar que pudiese perpetrar una barbaridad de semejantes características. Nadie conocía en Chantada ni siquiera su familia que el homicida había estado ingresado durante unos días, hacía ya bastantes años, en el sanatorio psiquiátrico de Toén, en Ourense, dónde se le había diagnosticado una esquizofrenia paranoide aguda. Solamente su hermano Marcelino lo consideraba como un individuo ciertamente raro. Años después de la matanza, un sobrino de Paulino, al que le había regalado una escopeta de perdigones, declaró al diario La Voz de Galicia que le había advertido de que no disparase contra las golondrinas, «pues ellas habían sido las que le habían retirado los clavos de la cruz a nuestro señor Jesucristo». Paulino estaba considerado como un hombre muy religioso y de profundas convicciones cristianas, incapaz de hacerle daño a nadie.

Desde hacía algún tiempo Paulino Fernández se encontraba muy mal. Su vida transcurría por un tedio insoportable, a lo que se añadía una excesiva preocupación por la propiedad de su hacienda. Al parecer, hacía poco tiempo había adquirido unas tierras a unos vecinos que se encontraban en la emigración americana. Las mismas seguían figurando, pasado el tiempo, a nombre de sus anteriores propietarios en el catastro. Esa misma mañana había manifestado su inquietud al entonces alcalde de Chantada, Sergio Vázquez Yebra, abogado de profesión. Este último intentó tranquilizarle, sin éxito, aseverándole en reiteradas ocasiones que las parcelas adquiridas eran legalmente suyas y que nadie podía arrebatárselas. A todo ello, se unían las dificultades personales que, en soledad, sufría Paulino. Su mujer, Sofía Ríos, once años mayor que él, se encontraba paralítica y ciega, postrada en una silla de ruedas. Los deseos de su esposa eran los de morirse cuanto antes para terminar con su dramática situación. Según algunas crónicas, a consecuencia de todas estas dificultades que le torturaban, el criminal chantadino se dedicaba a frecuentar prostíbulos de la comarca. En uno de ellos había conocido a una prostituta brasileña de la que, según se dice, se había enamorado profundamente. Sin embargo, la súbdita sudamericana desapareció para siempre de la contorna, tomando un incierto camino.

Tal vez todas estas causas influyeran en el carácter de Paulino Fernández, a lo que se añadía un rosario interminable de desgracias familiares. Cinco de sus hermanos habían fallecido en trágicas circunstancias. La primera tragedia de la familia Fernández Vázquez se remonta al año 1925, en la que un hermano suyo, todavía niño, fallecería a consecuencia de la picadura de una víbora. Años más tarde, Serafín, otro de sus hermanos, perecería combatiendo en el frente de Zaragoza en el transcurso de la Guerra Civil española en el año 1938. La sombra del drama no cesaría de brotar en el ambiente familiar de Paulino. En años de Posguerra en Astorga fallecería otro de sus hermanos mientras cumplía el servicio militar a consecuencia de un accidente con arma de fuego. Finalmente, otros dos miembros de la familia Fernández Vázquez perderían la vida a consecuencia de sendos accidentes de tractores. El primero en 1965, mientras que otro lo haría en 1984, unos años antes de la dramática matanza. Quizás eran demasiados factores para que pasasen desapercibidos en la psique de Paulino Fernández, que, muy probablemente, en opinión de destacados especialistas en la materia, influyesen en su irracional y aviesa conducta, de la que tan solo parecía haberse percatado su hermano Marcelino.

La matanza

A mediodía de aquel trágico 8 de marzo, después de visitar en la villa de Chantada a su abogado, Paulino Fernández almorzó en su domicilio junto a su esposa y su hermano Marcelino, quien, al parecer, aseguraría posteriormente que lo encontró más raro que de costumbre, aunque no se podía imaginar que fuese a perpetrar una tragedia que marcaría para siempre a las aldeas de Ada y Surribas, en el suroeste de la provincia de Lugo.

En torno a las tres y media de la tarde, Paulino Fernández salió de su casa provisto de un cuchillo de grandes dimensiones, de los empleados para degollar cerdos, además de un machete. Sin mediar palabra alguna, agredió con el arma blanca a uno de sus vecinos más inmediatos, Jesús Gamallo, quien sobreviviría a la brutal agresión, después de ser trasladado al centro hospitalario de Monforte de Lemos, que había sido recientemente inaugurado en aquel entonces. Una expresión suya «O Paulino matoume» se haría tristemente célebre. Unos vecinos suyos que estaban esperando un autobús para dirigirse a un entierro tuvieron cuenta de este primer incidente sangriento, aunque no le dieron demasiada importancia, considerándolo tan solo como una reyerta. Sin embargo, tan solo era el principio de una sangrienta orgía que marcaría hasta nuestros días a la espléndida comarca de Chantada.

Tras perpetrar el primer acuchillamiento, Paulino se dirigió de nuevo a su vivienda. Echó al ganado a pastar en el amplio terreno que tenía en las zonas aledañas a su casa, que en Galicia es conocido popularmente con el apelativo de «cortiña». Después el homicida empuñaría de nuevo el cuchillo dirigiéndose a una finca del lugar conocido como A Lamela, donde cometería un cuádruple crimen, sin que nadie pudiese explicarse como ninguna de sus víctimas pudo haber desarmado al asesino, a pesar de que estaban empleando unas hoces en una tarea agrícola. La destreza de Paulino empleando el arma fue impresionante ya que en un breve lapso de tiempo asesinó al matrimonio formado por José Lago García, de 59 años y su esposa Celsa Sanmartín Ledo, de 63. Tampoco se salvó de sus fauces asesinas una hermana de esta última, Aurora, de 67 años, quien ocasionalmente se encontraba en la aldea pasando unos días, pues habitualmente residía en Vilagarcía de Arousa. En ese mismo lugar también le arrebató la vida de la misma forma a Maximino Amador Saá, de 72 años, cuñado de las anteriores víctimas. Al parecer, Celsa caminaría unos metros con intención de avisar de lo sucedido, pero caería al suelo poco tiempo después a consecuencia de las graves heridas que le había inferido el asesino, falleciendo en el mismo lugar donde había caído.

Después de haber asesinado ya a cuatro personas, Paulino prosiguió su sanguinario deambular, dirigiéndose ahora a Surribas, al lugar de Queizán donde acabaría con la vida de otras dos personas, concretamente con las de Avelina Montes Soengas, de 67 años y Emilio Ramos Blanco, de 76. Ambos intentaron alertar al resto del vecindario de las sádicas intenciones de su vecino, pero los intentos resultaron vanos. Aunque los vecinos ya estaban alertados del reguero de sangre que había dejado tras de si Paulino, este -exaltado como se encontraba- no era capaz de detener su furia. Un grupo de cinco vecinos intentó desarmarlo para evitar que prosiguiese ampliándose el grotesco espectáculo que había ensangrentado aquellas tierras. Aún así, el criminal se saldría con la suya y aún provocaría seis heridos más; uno de ellos, una mujer Amadora Vázquez Pereira, de 43 años, quien días más tarde fallecería en el Hospital Xeral de Lugo a consecuencia de las gravísimas heridas que le había provocado su agresor. Otro de los heridos, Raúl López, de 50 años, le provocaría un grave traumatismo craneal, al propinarle un hachazo en la cabeza. También resultaría herido de gravedad un joven de unos 20 años que intentó desarmar al criminal. Nadie se libraba de sus terribles y sangrientas garras.

Paulino sería desarmado en casa de su vecina Milagros Sáa, quien conseguiría arrebatarle el arma homicida. Fue entonces, cuando ya completamente desangelado y en plena embriaguez sanguinaria se dirigió a su domicilio, donde no había nadie, pues su mujer había sido trasladada a la villa de Chantada por su hermano Marcelino. Allí, en un garaje contiguo a la vivienda donde guardaba el tractor y otros aperos de labranza, roció con gasóleo, que empleaba para el vehículo agrícola, toda la casa, además de abrir la espita del gas butano, provocando un incendio que el esperó pacientemente entre las sábanas de su cama que acabaría ocasionándole la muerte, aunque se supone que a consecuencia del fuego su cuerpo terminaría precipitándose en las cuadras posteriores de su casa, donde aparecería horas más tarde completamente abrasado. Al iniciarse el fuego, así como el potente sonido de una explosión, tal vez de la cocina de gas bustano o procedente del tractor que había adquirido recientemente, fue cuando muchos vecinos se enteraron del grave drama que acababa de ocurrir en Chantada y que, al día siguiente, serviría para ilustrar las portadas de los principales diarios de difusión nacional. De la misma forma, también las principales cadenas de radio y televisión abrirían sus respectivos informativos con la desoladora tragedia que en aquella tarde previa a la llegada de la primavera había asolado a las siempre tranquilas, pacíficas, plácidas y verdes tierras gallegas que, momentáneamente, se habían teñido de rojo para luego, en señal de luto, cambiarse a un rancio color negro.

Alarma y desolación

En muy pocas horas, no solo Chantada, sino en el resto de la provincia de Lugo se había generado un terrible clima de alarma y desolación que llegaba a todos los lugares. Ni que decir tiene que en las zonas limítrofes se generó una inusual alerta, haciendo que muchos vecinos se encerrasen en sus casas, cerrando estas a cal y canto. Unas horas más tarde de haberse suicidado Paulino Fernández, todavía se decía que había sido avistado por unos vecinos armado hasta los dientes, como si se hubiese reconvertido en un espectro que amenazaba a los pacíficos vecinos de la siempre hermosa y vistosa Ribeira Sacra, que veía como uno de sus habitantes generaba una sinfonía de terror, tal vez cegado por unos vanos motivos que encenagaban aún más su oscura mente. Pero, por fortuna, sus vidas ya no corrían peligro, ya que su cadáver fue rescatado entre los restos calcinados de su vivienda, siendo reconocido por su hermano Marcelino, quien nunca se repondría anímicamente de la tragedia que había provocado Paulino.

El día 10 de marzo se celebraron las honras fúnebres por cinco de las víctimas provocadas por el irracional furor de Paulino. Presidía los actos religiosos el entonces obispo de Lugo, Fray José Gómez, quien en compañía de otros cinco sacerdotes, ofició el acto religioso en una explanada contigua a la iglesia de Adán, para que así un mayor numeroso de personas pudiese participar en los actos litúrgicos en memoria de los fallecidos. En el transcurso de los mismos se vivieron dramáticas escenas de dolor, consternación y rabia contenida, ya que nadie era capaz de explicarse los motivos porque Paulino Fernández había perpetrado un acontecimiento tan trágico y luctuoso que enmarcaría para siempre a aquellas tierras dentro de la crónica negra del siempre pacífico y acogedor mundo rural gallego. El homicida fue sepultado dos horas antes que sus víctimas. Se hizo así con la intención de evitar ahondar en la grave herida abierta en la parroquia. A su sepelio solo asistieron dos de sus cuñados y un nutrido grupo de periodistas.

Repercusiones

No cabe ninguna duda que la matanza de Paulino Fernández tuvo unas impresionantes repercusiones no solo en Galicia sino en el resto de España. El dramático suceso fue aprovechado por algunos de los medios más sensacionalistas para transmitir una imagen oscura y difusa del interior gallego y de su mundo rural en particular. Aquellos días se vertieron centenares de auténticas barbaridades, calificando a las áreas rurales gallegas como lugares poco menos que prehistóricos y peligrosos, cuando ninguna de las dos cosas es cierta. De hecho, los indicadores de criminalidad del Ministerio del Interior situaban a la provincia de Lugo como la segunda más segura de España, teniendo en cuenta que en aquel entonces las dos terceras partes de sus habitantes residían en núcleos rurales. En este sentido aún recuerdo el duro enfrentamiento que protagonicé en el programa de la tarde de RNE, que por aquel entonces dirigía Javier Sardá, con la periodista de sucesos Margarita Landy. Esta señora aprovechó el espacio para despotricar -literalmente hablando- contra el interior gallego, criticando muchos usos y costumbres, al tiempo que demostraba un perfecto desconocimiento de Galicia, o al menos la que conocíamos los dos no tenía nada que ver la una con la otra.

La célebre periodista de sucesos había visitado la tierra gallega de forma muy esporádica, solamente muy de vez en cuando y siempre que tenía lugar algún desgraciado suceso sangriento. La imagen que ella tenía de Galicia se había quedado anclada unos cincuenta años atrás. Hay que tener en cuenta que ya estábamos a final de la década de los ochenta. A la mítica informadora de crónica negra le dolió en el alma cuando yo intervine por teléfono en el programa para recordarle que sucesos sangrientos se producían en todas partes de España y, mucho más, en Madrid, que era la ciudad en la que residíamos ambos por aquel entonces. Le mencioné varios casos recientes, entre ellos el célebre crimen de la calle Sáinz de Baranda, acontecido en enero de 1988, donde una pareja de toxicómanos asesinó a un matrimonio de nacionalidad estadounidense y a su criada. Asimismo, también le recordé los constantes crímenes que por cuestiones de estupefacientes se producían en la madrileña calle Orense, en la que en poco menos de un mes, concretamente en noviembre de 1987, habían muerto cinco personas de forma violenta.

Sin embargo, no fue la mítica periodista de aspecto un tanto chulesco y macabro al mismo tiempo que se edulcoraba con una pipa en sus labios, la única que quiso sacar tajada de un sanguinario suceso que enlutó a Galicia. En el verano de 1989 la revista Tiempo publicaba un reportaje sobre los sucesos que se producían en la que ellos denominaban España profunda. El despropósito y amarillismo del reportaje fue tal que, personalmente, creo que me produjo náuseas. Se decía tal cantidad de sandeces y chorradas que me llevaron a censurar al mencionado medio de comunicación. Desde entonces y hasta la fecha de su desaparición, jamás volví a adquirir la mencionada publicación. En el reportaje antes aludido se hacía un supuesto estudio antroponímico de la criminalidad, dando cuenta de que «no era casualidad», en opinión del reportero, que los autores de esas barbaridades llevasen nombres de origen germánico, como es el caso de Paulino. Jamás he podido comprender tan burda y ridícula afirmación, ya que nadie aportaba el menor dato de rigor científico en el que pudiese ampararse semejante estupidez.

Posteriormente se siguieron sucediendo los supuestos intelectuales de la crónica negra en distintos programas de radio y televisión, así como en las páginas de la prensa, aportando cada cual su ridícula versión. Solo daban muestras del más absoluto desconocimiento de la realidad gallega. Incluso, hemos llegado a escuchar auténticas desfachateces, tales como que el autor del crimen de Chantada no era un enfermo mental ni actuaba bajo un brote psicótico, cuando los informes que se conocieron a posteriori revelaban que efectivamente Paulino padecía una esquizofrenia paranoide que le había sido diagnosticada en Ourense por el doctor Montes, aunque ni siquiera su familia estaba informaba de su diagnóstico.

Hoy en día, las pacíficas tierras de la Ribeira Sacra son un especial atractivo para muchos turistas que quieren aprovechar para darse un viaje en catamarán por el siempre delicioso y esplendoroso cañón del Sil que parece perderse en el horizonte de una singular y atractiva tierra que es firme candidata a convertirse en patrimonio de la humanidad. Sin duda se lo merece, pese a que en la memoria colectiva de muchos de sus habitantes aún este presente el espectro de aquel criminal que en un ya lejano día del mes de marzo de hace 30 años empañó la noble y pacífica convivencia de una comarca que nada tiene que ver con las grotescas y dantescas tierras gallegas que describía la periodista que fumaba en pipa en sus imaginarios relatos, más propios de alguien que había perdido el norte -a semejanza de Paulino Fernández- que no de un honrado y objetivo informador de sucesos.

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Cuatro personas asesinadas en Santa Cruz do Valadouro (Lugo)

Los seis encausados por el brutal crimen de Santa Cruz de Valadouro

No hay lugar a dudas que algunos hechos violentos pasan a la historia de los pueblos como una inmensa y lúgubre mancha que marca, incluso, a generaciones venideras. Estas ven en el hecho sangriento una infame causa que continuarán retransmitiendo a sus descendientes, creándose mitos y leyendas, muy frecuentes en Galicia a la luz de un candil de gas, amparados por el calor del fuego procedente de una lareira.

La Galicia de finales del siglo XIX era un territorio pobre, eminentemente rural, con elevadas tasas de analfabetismo que vivía básicamente de una agricultura de subsistencia. Habían comenzado ya las grandes oleadas de emigrantes hacia Sudamérica y el Caribe en busca de una prosperidad que se les negaba en la tierra que los había visto nacer. Si el tiempo no acompañaba, se producían todavía grandes hambrunas, a las que solían añadirse epidemias y enfermedades, entre ellas la tuberculosis y el tifus. Era, sin lugar a dudas, un país pobre y depauperado que parecía estar condenándose a si mismo a lo largo de sus últimos mil años. A las desgracias naturales se les unía también el carácter pesimista y difuso de los gallegos de interior.

A pesar de ser un pueblo eminentemente pacífico y trabajador, también acontecían hechos funestos que marcarían su devenir. Decíamos antes que la Galicia rural era abrumadora en relación a los escasos núcleos urbanos, el mayor de los cuales no superaba los 70.000 habitantes. En esa Galicia eterna, que ahora parece tener los días contados, es a la que nos dirigimos para inmiscuirnos en un brutal y terrible episodio del que aún se habla en nuestros días en lugares que sirvieron como triste escenario para uno de los peores crímenes del siglo XIX gallego.

Al anochecer del 22 de noviembre de 1888 un grupo de hombres, armados con palos y otros utensilios de labranza, se dirigen montados en caballos hacía la casa rectoral del párroco de Santa Cruz do Valadouro. Encabeza la macabra cuadrilla Manuel Loxilde Castrillón, concejal del Ayuntamiento de A Pastoriza, municipio de la Terra Chá lucense. Cometen el error de no reparar en ser avistados por vecinos y conocidos, quienes posteriormente testificarían en el juicio que se siguió en su contra. Incluso, se dice que un hombre, de apellido Braña, les advirtió de las consecuencias que podrían acarrearles su funesto plan. Sin embargo, el proyecto se había iniciado tres meses antes y no era cuestión ahora de detenerlo. El inductor Manuel Loxilde, que era padre de siete hijos muy jóvenes, se encontraba en una muy delicada situación económica y no quería -o no podía- dar marcha atrás. En breve se iniciaría un proceso de embargo de sus bienes a causa de las deudas fiduciarias contraídas con distintos prestamistas. También era conocedor de la buena situación económica de la que gozaba el párroco de Santa Cruz, don Manuel Neira, quien -además de rogar a Dios por sus feligreses- se supone que se dedicaba a negocios de préstamo a quién recurría a sus servicios. Al parecer, Loxilde podía tener alguna deuda contraída con el párroco, que era oriundo del mismo municipio que el autor intelectual de la matanza que tendría lugar en su casa.

En torno a las ocho de la noche llegan al lugar elegido para perpetrar la masacre. Debido a la desconfianza y al temor que causaban las personas desconocidas en aquel entonces, es Manuel Loxilde quien llama a la puerta de la casa rectoral. Al parecer, abre la puerta el religioso, quien la franquea sin ningún problema al conocer personalmente al visitante. Los criminales aprovechan esta circunstancia para abalanzarse sobre el cura y entrar de lleno en la vivienda en la que se encuentran otras personas, dos mujeres y un hombre, todos ellos al servicio del párroco. Suponen una inmensa mayoría en relación a los moradores de la casa, quienes además cuentan con la desventaja de ser bastante mayores que sus atacantes. Ante todo, se preocupan de que sus víctimas no griten. Para ello, les introducen trapos en la boca con el objetivo de que su muerte se produzca por asfixia.

Se sabe, según el sumario, que uno de los participantes de este crimen se encargó de asfixiar con sus manos al sacerdote, pues declararía en el transcurso del juicio que pataleaba mucho. Además del párroco, son asesinados también sus tres criados: Luisa García, de 66 años; su hermano, Jesús García y una sobrina de ambos, Josefa Gasalla García, una joven de tan solo 22 años. Convertida la rectoral en panteón, buscan por todos los rincones la supuesta fortuna que le atribuían al religioso. En cuanto a este último aspecto, hay divergencias entre las distintas fuentes sobre el botín que alcanzaron en el brutal atraco. Hay quienes lo elevan hasta las 70.000 pesetas de la época, en tanto que otros lo reducen hasta tan solo 970 pesetas, que era una cantidad muy considerable en aquel entonces. Al marcharse del macabro escenario, los autores de la matanza cometen muchos errores que luego servirán a los investigadores como prueba de cargo. Así, se apoderaron de algunos candelabros y objetos religiosos que posteriormente abandonarían, así como de una escopeta de caza con la que harían lo mismo.

A la mañana siguiente del crimen, el 23 de noviembre de 1888, un mozalbete que ayudaba al sacerdote a oficiar misa descubre el tétrico escenario en el momento en que se dirige a la casa rectoral. Se encontró con las puertas abiertas, con la casa completamente revuelta. Al tiempo que se van divulgando los hechos, el vecindario de las comarcas de A Mariña y Terra Chá, las más próximas al escenario del horrendo crimen, se alarman, produciéndose una sensación generalizada de temor y consternación.

Mientras el pavor generalizado se apodera de las gentes de bien del inmenso rural lucense, en el atrio de la iglesia el médico forense de Mondoñedo, el prestigioso y célebre escritor gallego Manuel Leiras Pulpeiro -que era masón y anticlerical- se encarga de hacer las autopsias a los cuatro cadáveres de las personas asesinadas. En sus indagaciones, el galeno llega a la conclusión de que la matanza se produjo antes de que las víctimas hubiesen cenado, pues no encuentra rastro alguno de comida en sus bolsas estomacales. Mientras esto ocurre, los criminales hacen una vida completamente normal, abusando incluso de su propia arrogancia que finalmente terminará redundando en contra suya. Loxilde Castrillón paga las deudas antes de que llegue la ejecución de las mismas. Otro tanto hace un sujeto conocido como «O Roxo», que ayudó a Loxilde a efectuar su macabro plan. Incluso se cuenta que el concejal de A Pastoriza esperó en una cuadra de uno de sus acreedores hasta el día siguiente, porque en el momento en el que le iba a pagar no se encontraba en casa.

Detenciones

Las pesquisas de la Guardia Civil avanzan de forma lenta, pero enseguida comienzan a encajar las piezas de aquel enrevesado rompecabezas ante el que se hallaban. Se practican hasta diez detenciones, aunque varios de los detenidos son puestos en libertad al comprobarse su inocencia. En este contexto resulta clave la declaración de un detenido apellidado Braña, a quien en un principio se relacionó con el suceso. Este individuo declara que la noche de autos se encontró con los criminales y que les advirtió acerca de las consecuencias que podría acarrearles sus pretensiones. La actitud de aquellos hombres le resultó muy sospechosa. Finalmente, son detenidos seis individuos, todos cómplices o convictos de asesinato. Se da la circunstancia de que el promotor de la matanza no perpetró materialmente ninguno de los crímenes.

En el transcurso del juicio, que se inició el 1 de abril de 1889 y que se celebró en la Audiencia de Mondoñedo, los acusados incurren en múltiples contradicciones. Como estrategia de defensa no se les ocurre peor cosa que acusarse mutuamente entre ellos, lo que les ocasiona un resultado catastrófico. El fiscal que lleva el caso, en sus conclusiones definitivas, eleva la petición de seis penas de muerte para los acusados. En su alegato hace una rogativa pidiendo que sea esta la primera y última vez que se vea obligado a pedir semejante medida judicial.

El día 25 del mismo mes de abril se conocen las sentencias definitivas. Los procesados son inculpados de delito completo de robo con homicidio por lo que son sentenciados a la máxima pena. Además de Manuel Loxilde Castrillón, resultan condenados también, Ramón Seivane García, a quien se atribuía el asesinato del sacerdote; José García Seco, Ramón García, que era primo de una de las víctimas a la que el asesinó personalmente; Antonio Fernández y José Lindín. Este último, adujo -en su defensa- que había participado en el crimen porque carecía de cualquier sustento que llevarse a la boca la mayor parte de sus días. Ahora solo les quedaba la apelación al Tribunal Supremo, quien se encargaría de ratificar las sentencias impuestas por la Audiencia de Mondoñedo.

Ejecución e indulto

La ejecución de los criminales despertó una gran expectación, dado que las ejecuciones en aquel entonces solían ser públicas. Las mismas se desarrollaban en la parte posterior del Santuario de Os Remedios, enfrente de donde se celebran las concentraciones de ganado con motivo de las fiestas patronales de San Lucas o las Quendas. Se calcula que hasta el lugar se desplazaron en torno a unas 12.000 personas, procedentes de los municipios de Ferreira do Valadouro, Alfoz do Valadouro, A Pastoriza y Abadín.

A lo largo del día 25 de abril de 1890, fecha designada para la ejecución, los operarios que trabajaban en la elaboración de los seis cadalsos, preparados para otras tantas ejecuciones a garrote vil, fueron duramente increpados por parte de los familiares de los condenados, a quienes solamente les quedaba la esperanza del indulto por parte de la reina regente María Cristina de Habsburgo. Interceden por el perdón de los condenados el general José Sánchez Bregua y el entonces obispo de Mondoñedo, Manuel Fernández de Castro y Menéndez Hevia.

Finalmente, la reina concede la gracia del indulto a cinco de los sentenciados a muerte. El único que morirá en el patíbulo será Manuel Loxilde Castrillón, autor de la planificación del asalto y muerte del sacerdote y sus criados. Asimismo, había previsto asaltar también la casa del párroco de Santa María de Riotorto. Los cinco indultados serían condenados a prisión perpetua, siendo destinados al penal de Ceuta. Cuentan algunas crónicas que estos dejaron impresos sus nombres en las paredes de la prisión. Unos treinta años más tarde serían puestos en libertad.

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Asesina a los seis miembros de su familia en Ourense

La ciudad de Ourense, donde sucedió el terrible crimen

No cabe duda que dentro del panorama criminal todo nos produce una enorme repulsión, pero mucho más si entre las víctimas se encuentran niños. Se cuentan por decenas los casos en los que muchos de los muertos son seres inocentes, bien sea como víctimas colaterales o por tratar, con ello, de ajustar cuentas con un tercero. Independientemente de la hipótesis ante la que nos encontremos, lo cierto es que en todos estos casos nos invade una profunda sensación de asco y somos incapaces de entender como puede haber individuos de tan poca catadura moral para cometer hechos tan magnánimemente execrables que jamás podrán ser comprendidos.

El siguiente relato nos lleva al Ourense de principios de los años setenta, una ciudad que se hallaba en trance de un esplendoroso crecimiento urbano y demográfico a consecuencia de una constante llegada de forasteros procedentes de otros rincones de la provincia. En pleno casco histórico ourensán, a la altura del número 87 de la Avenida de la Habana, el 30 de enero de 1971, en torno a las seis y media de la mañana, el abogado ourensán Nicanor Rodríguez Taboadelo ordenó poner a sus cuatro hijos de rodillas, así como a su esposa Gloria Bobillo de la Peña y a la criada que tenían en casa, Filomena Gómez, una ciudadana portuguesa de la vecina localidad de Chaves. Los niños tenían edades comprendidas entre los dos y los ocho años de edad, en tanto que la empleada doméstica era una adolescente de 17 años.

Provisto de una escopeta de caza, Nicanor Rodríguez, un prestigioso letrado de la ciudad de las Burgas, comenzó su siniestro ritual al albor del nuevo día. No le dolieron prendas en ejecutar a todos los miembros de su familia en un macabro amanecer de una gélida y fría mañana del primer mes de 1971. Un vecino suyo, de una vivienda aledaña, escuchó un enorme griterío, oyendo los gemidos que proferían los niños mientras eran asesinados. Este buen hombre declararía posteriormente que nunca pudo imaginar que el prestigioso letrado, que formaba parte de distintas entidades y organizaciones -algunas de ellas dedicadas al mundo de la infancia- pudiese cometer semejante atrocidad. Al mismo tiempo, muy compungido, lamentaba no haber hecho más para evitar aquella tragedia. Además de no imaginarse ni por asomo lo que estaba aconteciendo, no le parecía elegante interferir en vidas ajenas y mucho menos a aquella hora de la mañana.

Una vez ejecutado el macabro plan, Nicanor Rodríguez salió a la calle completamente desnudo en pleno mes de enero. Además, en esa misma jornada había caído una copiosa nevada que cubría de blanco la ciudad de Ourense. El mismo vecino al que antes se aludía, al percatarse de la situación, avisó inmediatamente a la comisaría de policía de la ciudad, que se encuentra a solamente 200 metros del lugar donde se cometieron los asesinatos. Hubieron de reunirse hasta once agentes para reducir al abogado que se encontraba en un impresionante estado de excitación, definido como de postración por la prensa de la época. Antes de ser detenido, el homicida se cortó en un brazo con la cristalera de un bar, por lo que hubo de ser ingresado en el Hospital Provincial de Ourense.

Entierro

El 1 de febrero, cinco de las víctimas recibían sepultura en el cementerio de Esgos, localidad situada a 20 kilómetros de la capital ourensana. La joven lusa sería trasladada al depósito municipal de cadáveres de Ourense a la espera de ser repatriados sus restos a la vecina localidad de Chaves, que dista tan solo 25 kilómetros de la frontera gallega con el vecino país de Portugal. De la vivienda que Nicanor poseía, bajaron tres féretros. Dos de los niños ocupaban el mismo arcón que su madre, en tanto que otros dos fueron introducidos en una misma caja de color blanco. Tanto durante el transcurso del funeral como en el cementerio de Esgos se produjeron impresionantes escenas de dolor y consternación. Nadie se podía explicar como una persona de una impecable reputación en la capital ourensana podía haber cometido semejante barbaridad, qué se le pasaría por la cabeza para terminar con la vida de seis personas inocentes.

Nicanor Rodríguez Taboadelo había vivido durante algún tiempo en Venezuela y estaba escribiendo un libro sobre filosofía, además de ser un estrecho cooperador del colegio al que acudían sus hijos. De la misma forma, era también colaborador habitual en la prensa diaria de la ciudad de las Burgas. En definitiva, que era toda una distinguida personalidad de la vieja Auria, que tantas veces había reflejado en sus magníficas novelas el célebre escritor gallego Eduardo Blanco Amor. Días antes de producirse el trágico y brutal crimen que conmovió a la Galicia de la época, Filomena Gómez Robles, la joven empleada doméstica, había dirigido una carta a sus padres en la que les manifestaba su deseo de adquirir la nacionalidad española, debido a lo satisfecha que se encontraba en casa de los Rodríguez-Bobillo

Pasaron varios días desde el impresionante crimen y el letrado todavía no había podido declarar, debido al no menos impresionante estado de excitación en que se encontraba. Nicanor Rodríguez Taboadelo cumpliría su condena en un centro de internamiento psiquiátrico.

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El cuádruple crimen de «O Garabelo»

Reconstrucción del cuádruple crimen

A lo largo de la historia los lindes de tierras en Galicia siempre fueron una cuestión problemática que ocasionaron más de un muerto. El minifundismo que provoca la existencia de infinidad de marcos y lindes para delimitar microparcelas de terreno, a lo que se añade cierto carácter desconfiado de algunos moradores del interior gallego, viejos rencores y rencillas que jamás llegaron a ser superados, tuvieron no poca culpa de estos terribles y dramáticos sucesos que desolaron pueblos y aldeas, quedando tópica y falsamente marcadas a lo largo de décadas, con apelaciones y adjetivaciones que jamás se correspondieron con la realidad. El pueblo gallego, y concretamente sus extensas áreas rurales, son lugares extraordinariamente seguros y pacíficos. Sus habitantes gozan de una magnífica calidad de vida, además de un no menos magnífico y colorido paisaje que parece invitar a un franco y sincero optimismo. Sin embargo, estas circunstancias pueden verse alteradas por la enajenación mental de alguno de sus residentes cuando menos se lo espera, tal y como es el caso del que les hablaré a continuación.

La aldea lucense de Gomesende, perteneciente al municipio de Pol, muy cerca de donde ven la luz las primeras aguas del caudal del río Miño, vio alterada su ancestral tranquilidad un ya lejano 19 de noviembre de 1983. Aquel sábado de un lluvioso otoño cinco hombres se encontraban tranquilamente talando cuatro robles que, supuestamente, eran suyos, una vez aprobada la concentración parcelaria de la comarca por parte del Instituto Nacional de Reforma y Desarrollo Agrario (IRYDA). En el momento en que talaban los árboles fueron sorprendidos por otro hombre que aseguraba que era a él a quien le pertenecía la propiedad de los trágicos matorrales de la discordia, tras ser alertado por un criado que trabajaba en la hacienda de su casa. Se trataba de Marcelino Ares Rielo, quien, al parecer -según relataría en el transcurso del juicio que se celebró en su contra- mantuvo una agria y ácida discusión con quienes consideraba usurpadores de aquellos árboles. Según su versión, los robles que estaban talando habían sido permutados por otros árboles en otra finca.

Según Ares Rielo, conocido como O Garabelo, aquellos hombres, además de increparlo, lo agredieron con una azada, en un intento de justificar su injustificable y brutal actitud. Posteriormente, se dirigió a su casa para proveerse de un rifle de repetición, al que le había instalado munición suficiente para deshacerse de los presuntos usurpadores de su propiedad. Comenzaba así una terrible orgía de sangre en una lluviosa, pero aparentemente apacible mañana del mes de noviembre. Sin pensárselo dos veces, Marcelino, un consumado y experto cazador, no dudó en imponer su razón por la fuerza disparando cinco tiros de forma indiscriminada, y a muy corta distancia, contra quienes estaban talando los árboles que consideraba suyos. En apenas unos minutos, caían al suelo Cándido Llanes, de 53 años; industrial maderero, que era quien había adquirido los robles a sus legítimos dueños. Igual suerte corría José Díaz Folgueira, de 67 años, conocido como «O Mexistro», quien aseguraba ser el legítimo propietario de la madera talada. Asimismo, moría también víctima de los disparos un hijo de este, José Luis Díaz Vila, de 28 años, que era padre de dos niños de corta edad. La cuarta víctima de este dramático suceso fue Manuel Vila Feijóo, de 55 años, cuñado de «O Mexistro» y tío de su hijo.

Solamente se salvó de perecer masacrado en aquella matanza Javier Llanes Doval, de 24 años y que era hijo del empresario que supuestamente había adquirido los árboles. La suerte milagrosa que corrió este último obedeció al parecer al encasquillamiento que sufrió el rifle que portaban las manos asesinas de O Garabelo. Algunas fuentes aseguran que el joven, padre de dos niños de corta edad, se refugió en la cabina del camión en el que se transportaría la madera y que, una vez dentro, suplicó por su vida al criminal que había asesinado a su padre y a otras tres personas, miembros de una misma familia. Al parecer, cuando iba a completar la última ejecución, este joven le imploró clemencia, a lo que el autor de la masacre supuestamente accedió, no sin antes advertirlo -y no con muy buenos modales- que abandonase inmediatamente el lugar.

Poco tiempo después de la brutal matanza, se sucedieron las escenas de pánico. Nadie en toda la comarca encontraba una explicación racional -si es que tiene alguna- a lo acontecido. Todo el mundo se lamentaba y preguntaba como había podido acaecer semejante tragedia, pero nadie encontraba una respuesta mínimamente razonable. La ancestral y sepulcral paz de una remota aldea gallega se veía bruscamente interrumpida en una aciaga mañana de otoño, al tiempo que una menuda lluvia, conocida como calabobos, parecía querer oscurecer el ya de por sí aciago día, que se tornaría como trágicamente inolvidable para las comarcas de Meira y Terra Chá. Del autor material del crimen, comenzaron a rondar posteriormente algunos comentarios en los que se le calificaba de hombre reservado y de pocas palabras, incluso algo huraño y hasta se atrevían a calificarlo de vago, pero que tampoco daban crédito a su actitud. Marcelino Ares Rielo se entregaría posteriormente en la comisaría de la Policía Nacional de Lugo, inculpándose como autor de la masacre.

Luto y consternación

En Meira, su Ayuntamiento decretaría tres días de duelo oficial tras conocer la matanza. El día posterior a la misma, el tercer domingo de noviembre, se celebró el tradicional mercado mensual, popularmente conocido como feira o feria en Galicia. A pesar de lo concurrido que se encontraba como suele ser habitual en este tipo de eventos, entre los asistentes al mismo reinaba un ambiente de consternación e incredulidad, al tiempo que nadie hallaba una explicación racional a una tragedia sin precedentes en la siempre pacífica y verde comarca de Meira que vio como perdía su inocencia por unos aterradores y atroces crímenes que remitían a épocas pretéritas y que todo el mundo daba ya por superadas.

Días más tarde, tuvo lugar la reconstrucción de los hechos, en los que el autor material de la matanza en compañía de su abogado, peritos y autoridades policiales y judiciales regresaron al escenario del crimen. Cuentan quienes acudieron al lugar que sorprendió la frialdad del asesino en el momento en que se reconstruía la patética y dramática escena. Incluso, llegó saludando a los presentes de forma cordial y amistosa. Eso sí, sin expresar emoción alguna, lo que resultó asombroso tanto para las autoridades como los medios de comunicación que allí se congregaban. Marcelino portaba una muleta en su brazo derecho, aduciendo que la empleaba a consecuencia de los golpes que le habían propinado sus víctimas antes de iniciar su indiscriminada matanza.

En el juicio, que se celebró en la Audiencia Provincial de Lugo, Marcelino Ares Rielo sería condenado a 53 años de prisión, así como al pago de unas cuantiosísimas indemnizaciones a los familiares de las víctimas. Sin embargo, y para asombro de todo el mundo, O Garabelo apenas llegaría a cumplir poco más de quince años de cárcel. En 1998 ya gozaba del tercer grado penitenciario. En 2003 su libertad era ya definitiva.

Polémicas memorias

En su estancia por los distintos penales en los que estuvo ingresado, Marcelino Ares descubrió su vena literaria. Fruto de la misma publicaría en el año 2003 un libro de memorias que se convertiría en trending topic de ventas en la provincia de Lugo, a pesar de ser duramente recriminado cuando inició su distribución en Meira, localidad en la que había perpetrado la brutal matanza. En el mencionado libro, que curiosamente firma como Marcelino Arés, con acento en la e de su primer apellido, explica con todo lujo de detalles los motivos que le llevaron a provocar aquella barbarie.

Al contrario de lo que había mantenido en el transcurso del juicio, no expresa en ningún momento arrepentimiento alguno por tamaña masacre. Se limita a decir que «se vio obligado a matar para defenderse». Añade en uno de los párrafos de un capítulo en los que explica el trágico suceso que él «tan solo se limitó a apretar un hierro». No contento con ello, solamente lamenta la pérdida de su encomiable patrimonio que el cifraba en 50 millones de pesetas (300.000 euros actuales). Asimismo, responsabilizaba también a las víctimas de la desgraciada suerte que corrieron, al tiempo que las acusaba de haberle destrozado la vida¿?. No faltan otras graves acusaciones y revelaciones contra terceras personas, entre ellas su ex-esposa, de quien se había separado durante su estancia entre rejas.

También son objeto de su ira alguno de sus hermanos, así como también vecinos y viejos amigos o conocidos, entre ellos un afortunado quinielista de la comarca, de quien destaca las visitas que le hacía a la prisión en un automóvil de lujo, aunque le recrimina el hecho de que se hubiese aprovechado de él. Respondiendo a su carácter de psicópata, O Garabelo, responsabiliza a la sociedad de haberle arruinado la vida, de haberlo vilipendiado, sin reconocer en un solo momento el más nimio error. Como curiosidad, cabe decir que su libro de memorias está dedicado a la reina emérita doña Sofía, a quien también dedica una curiosa poesía.

Ya en libertad, Marcelino Ares reharía su vida con una mujer 30 años más joven que él, instalándose en el municipio madrileño de Buitrago de Lozoya, aunque realizaría visitas periódicas a su localidad natal, principalmente con motivo de la publicación de sus más que controvertidas memorias. En su edición del 14 de septiembre de 2008, el diario La Voz de Galicia, daba cuenta de su óbito. Se suponía que este había acontecido dos años antes. En Meira, el lugar más próximo a dónde cometió sus atrocidades, la mayor parte de su vecindario ya tenía constancia de su deceso, pero nadie sabía cuando había ocurrido ni tampoco cómo. De la misma forma, se desconocía el lugar exacto donde había recibido sepultura. Todo hacía indicar que su óbito se produjo de una forma fulminante y rápida, ya que en 2005 aún se le había visto por el pueblo donde manan las primeras aguas del caudaloso y pacífico río Miño.

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