
La España de mediados de los sesenta se seguía resistiendo a los cambios, a pesar de que la juventud mostraba ya un ápice de rebeldía al que habían sido remisos sus padres. Por toda la Costa Mediterránea se exhibían sin pudor aquellos extranjeros que habían acudido a la llamada del eslogan de Fraga Iribarne de «Spain is different», que dejaban unas suculentas divisas en unas depauperadas arcas. Pero, poco más. El país asistía a un nuevo fenómeno que se intensificaba cada vez más, que era el progresivo abandono del mundo rural por parte de unas nuevas generaciones que se negaban a ser agricultores, al igual que sus padres y abuelos.
A pesar de vivirse en un ambiente muy costumbrista y en el que se guardaban las formas, de vez en cuando surgían algunos episodios que alteraban el país. Uno de esos capítulos se escribiría en la ciudad de Albacete a finales del gélido mes de enero del año 1966 y tendría como protagonistas a una pareja de novios, muy conocida y apreciada en la ciudad, y a un sujeto de una rara forma de vida, aunque nunca había dado problemas, ni tampoco contaba con antecedentes penales.
En la tarde del 30 de enero de 1966 la joven pareja de novios compuesta por Ángel López Pérez, de 23 años y Angelita Paños Corredor, de 19, salieron como muchas otras tardes de domingo a disfrutar de la la jornada dominical en compañía de un hermano del primero y la novia de este. Estuvieron departiendo en una cafetería y en torno a las siete de la tarde fueron a tomar el aperitivo como de costumbre. Posteriormente, y es aquí donde se les pierde la pista, se dirigieron a un gran parque conocido como «Fiesta del Árbol», en el que horas más tarde aparecerían sus cuerpos en sendos charcos de sangre.
Dos disparos a bocajarro
Las familias de ambos jóvenes, considerados muy formales y de excelente reputación, comenzaron a impacientarse al percatarse que sus hijos no regresaban a casa, en un tiempo en el que era muy común estar antes de las diez de la noche en el domicilio familiar. Buscaron por la ciudad y llamaron a amigos y conocidos sin que obtuviesen respuesta alguna. No sería hasta las tres de la madrugada de aquel último día del primer mes de 1966 cuando fueron descubiertos los cuerpos sin vida en las inmediaciones del mencionado parque.
Los cadáveres de ambos muchachos estaban separados por unos 20 metros de distancia y presentaba cada uno un único disparo a la altura del rostro, que fulminantemente acabó con sus respectivas vidas. El asesino había disparado sobre Angelita debajo del ojo derecho, en tanto que a su prometido lo había tiroteado a la altura de la mandíbula inferior. Los certeros disparos habían sido realizados a muy corta distancia. Después de haber perpetrado el doble crimen, el asesino se marchó a su casa a cenar. Posteriormente, regresaría hasta el lugar de autos para saber si se había descubierto ya el doble asesinato, pudiendo comprobar que los cuerpos de sus víctimas permanecían en el mismo sitio.
Según el relato de los hechos que hizo ante el juez, Antonio vio llegar a la pareja hasta los jardines de la «Fiesta del Árbol». Los siguió. Sin pronunciar palabra, primero disparó sobre Ángel, quien cayó fulminado en el suelo. La bala que le mató también alcanzaría a su novia a la altura del cuello, quien tras haber visto caer a su pareja trató de huir, pero no podía gritar porque tenía la bala alojada a la altura de la garganta. Después de correr chorreando sangre a lo largo de siete metros, la joven cayó al suelo, donde su asesino la remató de un único disparo.
El arma con la que dio muerte a la joven pareja la había sustraído de un chalet de una zona residencial de Albacete. En el momento en el que la robó solamente tenían seis proyectiles en el cargador. Lamentaría ante el juez que le tomó declaración no haber dispuesto de más balas para matar a más personas.
En un principio llegó a pensarse que se podría haber tratado de un crimen seguido de un suicidio, pero esta teoría se descartó enseguida al no hallarse en las inmediaciones el arma homicida. Los cuerpos sin vida de ambos jóvenes se encontraban en dos impresionantes charcos de sangre, siendo trasladados de madrugada hasta el antiguo hospital de Albacete, donde se les practicó la autopsia.
En las inmediaciones del escenario del crimen, la Policía encontró a un joven de 22 años, Antonio Ruiz Alonso, albañil de profesión, natural de la localidad conquense de Banchín del Hoyo, a quien conminaron a subir al vehículo policial, ya que sobre él se centraban las investigaciones, al mediodía del día siguiente a la comisión del crimen. Era la segunda vez que regresaba al lugar donde había dando muerte a la joven pareja. Los agentes se vieron sorprendidos por los disparos que efectuó con el mismo arma que había dado muerte a la pareja de novios. Se fugó y se escondió entre la espesura del parque, realizando tiros de forma periódica durante dos horas, siendo atrapado por una dotación de la antigua Policía Armada.
72 años de cárcel
En sus conclusiones provisionales, el fiscal solicitaba para el asesino confesó de los novios dos penas de muerte, acusado de dos asesinatos, con los agravantes de nocturnidad y alevosía, además de una responsabilidad civil que se cifraba en un millón de pesetas de la época, que era una cantidad muy considerable. El juicio se celebraría a finales de aquel año 1966, en el que los españoles tenían una cita con las urnas para ratificar la Ley Orgánica del Estado, por lo que el juicio contra el asesino ocuparía una segunda plana.
En el transcurso de la vista oral, Antonio Ruiz Alonso, de quien se decía que no era muy aficionado al trabajo y que le gustaba leer novelas de aventuras, además de espiar a las parejas jóvenes en los parques, declararía que el único móvil de su crimen «era su obsesión por matar y experimentar así un placer». No le había movido otra razón. Las pruebas forenses apuntaban a que era una persona con una débil estructura mental y con tendencia a las obsesiones.
El día 10 de diciembre de 1966 se conoció el veredicto de la Audiencia Provincial de Albacete, que condenaba a Antonio Ruiz Alonso a dos penas 30 años de cárcel, por cada uno de los asesinatos que había cometido, así como a otros seis años de prisión por tenencia ilícita de armas. Aunque fue declarado insolvente, fue condenado al pago de un millón de pesetas de indemnización a los herederos de sus víctimas.
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