
La España del Tardofranquismo era un país que vivía con la incertidumbre de su futuro, aunque todavía no gozaba de las libertades. aunque algo se podía atisbar. La férrea censura seguía impidiendo informar en condiciones de ciertos sucesos que se producían en el país, aunque no era ya como en la posguerra ni en otros tiempos que comenzaban a quedar lejanos. Aún así, se evitaba que cualquier acontecimiento que pudiese afectar a la imagen del país se reflejase en las primeras páginas de los distintos diarios, pues se pretendía seguir ofreciendo una apariencia inmaculada, a pesar de que en las Navidades de 1973 había sido asesinado el mismísimo presidente del Gobierno, el almirante Carrero Blanco.
Uno de esos truculentos sucesos, más propios de otras latitudes y que hasta producen una cierta desazón con el mero hecho de mencionarlos, ocurriría en Zamora el día 13 de mayo de 1974. En él mismo concurren y contrastan muchas circunstancias que para nada hacían creíble que un sangriento episodio pudiese ocurrir en una familia bien, de clase media y en la que sus cabezas de familia eran personas muy queridas y respetadas por sus vecinos, hasta el extremo que no daban crédito al hecho en sí.
Nunca nadie podrá saber lo que se le pasó por la cabeza a Gabriel Martínez Cuesta, un hombre de 36 años de edad, perito mercantil de profesional, que trabajaba como jefe de ventas de la empresa de servicios agropecuarios «Miratsa», para que en la oscuridad de la apacible madrugada zamorana la emprendiese a machetazos contra los miembros de su familia, dando muerte a tres criaturas que estaban en los años más ingenuos de su más tierna infancia.
Armas blancas
Eran alrededor de las dos menos diez de la madrugada de un lunes de mayo cuando Gabriel Martínez se aprovisionó de una espada, un machete e incluso un formón para acometer su atroz hazaña. Su primer objetivo fueron sus tres hijos, quienes dormían plácidamente esperando al día siguiente para acudir como de costumbre al colegio. Ellos, que compartían una misma habitación, perderían la vida casi de forma instantánea cuando completamente de sorpresa les atacó su progenitor.
La Policía, que acudiría al domicilio, situado en la Avenida de las Tres Cruces, ante la alerta vecinal, comprobaría que los tres niños, Manuel, de siete años, María Teresa, de cinco y Marí Luz, de tres, tenían sus cuerpos literalmente destrozados de los golpes y cuchilladas que les había inferido su propio padre. La escena era realmente dantesca y terrible, hasta el punto que heriría la sensibilidad de quienes acudieron a rescatarlos, aunque ya nada se pudiese hacer por su vida.
Aquel hombre, probablemente presa de alguna alteración de tipo psicótico, proseguiría su marcha sanguinaria atacando a su propia esposa, María Teresa Samprimo Rivas, de 31 años de edad, quien al contemplar la irracional conducta de su marido, se refugió en el cuarto de baño. Igualmente, también quería huir de sus atroces garras su cuñada, Mari Luz, una adolescente de tan solo 15 años de edad. Esta última escapó por las escaleras de la vivienda. Aún así, ambas mujeres recibirían sendas heridas. Su esposa fue alcanzada en una mano, y al igual que su hermana, hubo de ser ingresada en la residencia sanitaria de Zamora, ambas con heridas de pronóstico grave.
Después de aquella sangrienta madrugada, el propio Gabriel Martínez Cuesta se autolesionaría en un intento de acabar con su propia vida. Con las mismas armas que había dado muerte a sus tres hijos y había herido a su esposa y cuñada, se provocaría graves heridas a la altura del tórax y también el abdomen. De hecho, una de las cuchilladas le alcanzó ligeramente un pulmón, en tanto que otra de las heridas le afectaría a los riñones.
Causas y repercusiones
Este suceso conmovería profundamente a la sociedad zamorana de la década de los setenta del pasado siglo. Entre otras razones, porque nadie se explicaba que una persona que gozaba del aprecio vecinal, que incluso estaba muy bien considerado laboralmente, a lo que se unía que gozaba de una cierta posición social en un tiempo en el que los distintos estratos sociales todavía gozaban de una cierta admiración.
Al parecer, Gabriel Martínez había regresado de un viaje con su familia a Salamanca y en su comportamiento no se observó ninguna alteración que hiciese presagiar una reacción como la que finalmente le llevaría a acabar con la vida de sus tres hijos. Algunas fuentes apuntaban a que podría haber padecido alguna distimia, una forma de depresión leve pero de larga duración, así como otras alteraciones psicosomáticas que no habrían trascendido más allá de su propio círculo familiar.
Tampoco los vecinos observaron nada raro en aquel hombre que era un ejemplar padre de familia, que se desvivía por sus hijos, a los que luego daría muerte. Incluso se comentaba que gozaba de un gran aprecio y estima entre quienes lo trataban, tanto por su don de gentes y familiaridad como por su propia forma de ser. Sin embargo, no era el primer caso de estas características protagonizado por un noble y respetable padre de familia que un buen día pierde el norte y, sin saber cómo ni imaginárselo jamás nadie de su entorno, provoca una tragedia de las que hacen época y terminan por convertirse en cuasi leyendas. Desgraciadamente, tampoco fue el último caso.
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