La extraña muerte de los tres miembros de una familia alemana en Las Palmas de Gran Canaria

En la imagen de antaño se observa el otrora conocido como «Dique del Generalísimo», donde fue vista por última vez la familia alemana

En la España de los sesenta predominaba el conocido como desarrollismo, una etapa de la historia en la que se observaba un tímido pero constante avance económico que donde dejaba sentir más sus efectos era en las zonas eminentemente turísticas. A ellas llegaban millares de turistas procedentes de la pujante Europa que dejaban sus buenas divisas en un país que comenzaba a despertar de un largo letargo ocasionado por una guerra que para la juventud comenzaba a quedar ya muy lejos. Una de las zonas que más visitantes recibía eran las afortunadas Islas Canarias, una tierra que, además de la hospitalidad y la gentileza de sus gentes, gozaban también de un paradisíaco clima que ofrecía sol y calor a lo largo de todo el año, algo que no había ni por asomo en la brumosa Europa.

Los protagonistas de esta historia serían unos turistas alemanes que, aprovechando los precios de la temporada baja, se acercaron a Las Palmas en pleno invierno. Se trataba de un joven matrimonio compuesto por Manfred Fitzka, de 25 años, su esposa Ottillie, de 23 y el hijo de ambas, un niño de tan solo cuatro años, que respondía al nombre de Klaus Dieter. Su estancia en el territorio insular estaba prevista que se prolongase durante catorce días, pues habían salido del aeropuerto germano de Stuttgart el día 18 de enero de 1965, teniendo previsto su regreso para el día primero de febrero de ese mismo año. Sin embargo, jamás volverían al país centroeuropeo. Algo se interpuso en el camino de aquella familia que sufrió una misteriosa muerte que nunca se aclararía.

Las primeras interrogantes de aquel dramático suceso las plantearía la aparición flotando fuera del dique «Generalísimo Franco» del cuerpo de un pequeño de muy corta edad el día 1 de febrero de 1965. Inmediatamente sería identificaría como el hijo de un matrimonio alemán que se hospedaba en el hotel «Océano». En el mismo aparecerían todas sus pertenencias días más tarde, completamente intactas. Con aquel trágico y misterioso hallazgo comenzaban a abrirse muchas interrogantes. La principal era cual había sido el destino de sus padres, de quienes no se tendría noticia durante casi una semana.

Dos cadáveres más

El día 7 de febrero de 1965 aparecía el cadáver, ya fuera del dique, de la madre de la criatura Otillie. Su cadáver, según la autopsia, no presentaba ninguna señal de violencia que pudiese relacionarse con haber sufrido una muerte violenta y de la necropsia se dedujo que había fallecido por ahogamiento. Solamente podían observase algunos rasguños en el labio inferior y algunos restos de sangre en la comisura de los labios, probablemente a consecuencia del impacto de haber caído al agua.

Tres días más tarde comenzaba a tomar cuerpo de que la familia pudiese haber fallecido a raíz de algún incidente provocado. Era entonces cuando aparecía el cuerpo sin vida por la misma zona que los anteriores de Manfred Fitzka, quien si presentaba una evidencia violenta, pues tenía un tiro que le había atravesado la nuca. Es entonces cuando se intensifica la colaboración de las policías española y alemana con la Interpol, pues aquel truculento episodio adquiere los matices de una novelesca trama de suspense.

De Manfred y su familia se sabía que eran ciudadanos de la desaparecida Alemania Oriental, de la que habían huido hacía algún tiempo hacia el próspero oeste germano que ofrecía unas mejores posibilidades que el anquilosado régimen comunista. El cabeza de familia era tornero de profesión y residían todos ellos en la pequeña localidad Heidenheim an der Brenz, en el land de BadenWürttemberg, cuya capital es Stuttgart. Su ciudad distaba apenas 20 kilómetros de esta última.

Una de las hipótesis que en un principio barajó la Policía fue la posibilidad de que la familia fuese víctima de un crimen planeado por la policía política germano oriental, la temerosa Stasi, por el hecho de haber abandonado el país rumbo al oeste, posibilidad que nunca fue del todo descartada por las extrañas circunstancias en las que se produjo el suceso. Otra de las posibilidades abundaba en que la familia fuese víctima de alguna mafia en la que estuviese involucrado su patriarca. De él se decía que llevaba un alto nivel de vida, a pesar de pertenecer -en teoría- a un estrato social humilde. Al parecer, Manfred había dejado de trabajar el 17 de octubre de 1963 y desde entonces había recorrido gran parte de Europa en compañía de su mujer e hijo.

La policía seguía entonces la pista de un par de ciudadanos germano occidentales, que respondían a los nombres de Warne Schouring y Hans Retch, a quienes se les relacionaba con el robo de lingotes de oro que iban a bordo del crucero británico «Capetown Castle» y que había arribado por aquellas fechas en el puerto grancanario. Es más, poco después de haber levado anclas el buque inglés, algunos testigos observaron como dos embarcaciones salían del muelle a una extraordinaria velocidad, causando el asombro de los allí presentes.

Aparición de una pistola

Un equipo de buceo examinaría la zona durante varios días en busca de el arma que podría haber dado muerte a Manfred. A los pocos días, el 16 de febrero de 1965, apareció una pistola marca «Unión» , de calibre 6.35, con la que presuntamente se suicidaría el cabeza de familia alemán, tras haber dado muerte a su esposa e hijo, definido en la prensa de entonces como «doble parricidio» y que en la actualidad conocemos como violencia machista.

Un taxista declaró haber llevado al matrimonio alemán y su hijo hasta el dique en el que se les pierde la pista, la tarde del 31 de enero de 1965. Se sabe también que habrían alquilado una embarcación de recreo para adentrarse en aguas canarias durante dos horas y media, aunque, debido a la tempestad que afectaba a la zona, regresarían antes del tiempo estipulado, solicitando Manfred que se le reembolsase la cantidad pagada en exceso. El conductor declararía también que notó una cierta preocupación en el hombre, en tanto que la mujer y el niño aparentaban encontrarse tranquilos, siendo esta la última vez que se les vio con vida.

A pesar de que el rompecabezas puede quedar definido, quedan aún muchas hipótesis por resolver. ¿ Pudo haber arrojado Manfred al mar a su esposa e hijo sin dejar alguna señal de violencia? ¿Es posible suicidarse pegándose un disparo en un lugar tan a desmano como es la nuca? Esta última circunstancia fue una de las que más extrañeza les causó a los investigadores. Asimismo, también les resultó muy raro que no se echasen en falta ni nadie denunciase la desaparición de botes u otra embarcación para adentrase al interior de las aguas del mar.

En días sucesivos se supo que Manfred Fitzka había solicitado a su madre que le enviase 3.000 marcos, una elevada cantidad de dinero para la época. Asimismo, resultaba también sospechoso que el ciudadano alemán le hubiera mentido al resto de su familia, entre ellos a su propio suegro, que se iba a África durante quince días para procurarse una buena cantidad de dinero.

El caso nunca terminaría por resolverse de forma definitiva, dejando muchas interrogantes en el aire, entre ellas la ausencia de violencia en la muerte de la mujer y el pequeño, así como el hecho de que nadie denunciase la desaparición de balandros y otras embarcaciones, en tanto que cuerpos fueron hallados más allá de las aguas del propio dique. Difícilmente se puede resolver ahora cuando ha transcurrido ya más de medio siglo.

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Asesina a una mujer y a dos niños para perpetrar un robo en Jerez de la Frontera

El autor del doble crimen con su esposa en la foto inferior de ABC en el año 1904

La España de comienzos del siglo XX era un país, además de eminentemente rural, bastante pobre. Cada uno vivía de lo que podía o como podía. Aún así, era un país tranquilo, a pesar de que existían algunos conatos de violencia en las zonas más deprimidas en los que, por regla general, intervenían grupos anarquistas que buscaban mejoras y una dignidad de la que se carecía. Era una sociedad que todavía vivía anclada en un ancestral sistema de subsistencia, con un carácter muy conservador en sus formas y muy aclimatada a su devenir cotidiano, que no era precisamente nada halagüeño.

En uno de esos núcleos, de la España más rural, es ahora a donde nos dirigimos para recordar un acontecimiento muy trágico, tanto por la crueldad exhibida por su autor como por el hecho de que las víctimas fuese una mujer y dos niños pequeños, que eran sus hijos. Todo comienza en la mañana de un ya lejano 11 de julio de 1903 cuando el vecindario de Dehesa de los Caños, un núcleo perteneciente al municipio gaditano de Jerez de la Frontera se ve sorprendido por el fuego en la choza de uno de sus convecinos, concretamente José Castillo Moreno, quien en ese momento no se encuentra en su domicilio, pues se ha ausentado del mismo en compañía de su hijo mayor.

La gran sorpresa para la mayoría de quienes han acudido a socorrer a sus vecinos es que se encuentran con un tétrico panorama. En el interior de la choza, que quedaría prácticamente reducida a cenizas, se encuentran con los cadáveres de la esposa del propietario, María Pastora Domínguez y sus dos hijos pequeños, Manuel y Juan, de cuatro y dos años respectivamente. A pesar de los efectos del fuego, los agentes de la Guardia Civil sospechan desde un primer momento que se ha producido un triple crimen, pues todos ellos presentan heridas y manchas de sangre que delatan una actividad delictiva.

Detención de Antonio Vega Romero

Las sospechas sobre la autoría del triple asesinato recaen sobre un hombre de mediana edad, que no se ha presentado a sofocar el fuego, cuya casa es la más cercana a la que han sido hallados los tres cuerpos sin vida. Se trata de Antonio Vega Romero, lo que constituye una gran sorpresa para los habitantes de Los Caños, pues aquel hombre carecía de cualquier antecedente penal y su conducta había sido hasta aquel momento prácticamente intachable.

A pesar de su resistencia inicial, el detenido terminaría confesando el triple crimen, además de relatar a la Guardia Civil como se habían producido los hechos. Al parecer, Antonio Vega se dirigió aquella mañana a la choza propiedad de Castillo Moreno con el propósito de hacerse con algún dinero, pues sus situación económico era bastante deprimida. Entró en aquel domicilio sin permiso de ninguno de sus moradores y posteriormente se dirigió hacia la cocina en la que había una pequeña arquita en la que la familia guardaba la cantidad de 183 pesetas en efectivo, una buena cantidad para la época.

Sin embargo, su hurto no pasaría desapercibido y se encontraría de bruces con la mujer de la casa, María Pastora Domínguez, quien iniciaría un forcejeo con el ladrón, hasta el punto que una buena cantidad del dinero, en monedas de cinco pesetas, fue a caer en el fuego de la casa. Pero, Antonio Vega se negaba a marcharse de vacío. Para lograr su objetivo tomó un hocino -una pequeña herramienta similar a una hoz pero de menor tamaño- con la que propinó un fuerte golpe en la cabeza a el ama de aquella casa que le provocaría la muerte prácticamente en el acto.

Con lo que tampoco contaba aquel hombre, ya reconvertido en un criminal, era con la reacción de los dos pequeños de la casa, Manuel y Juan Castillo Domínguez, quienes profirieron gritos al ver como su madre era asesinada por un desalmado. Sin pensárselo dos veces, les propinaría sendos golpes con la misma arma con la que había dado muerte a su progenitora. Después de haber dado muerte a los tres moradores que se hallaban en la vivienda, esparciría las brasas del fuego por toda la choza, que estaba recubierta de paja con el propósito de provocar un incendio y así tratar de borrar las huellas de su horrible delito.

En tanto las llamas devoraban la vivienda, el triple crimen se había escondido detrás de una enorme piedra en un pequeño promontorio desde el que observaba el socorro que prestaba el resto del vecindario a la familia que el había dado muerte. Posteriormente, se dirigiría a su casa en la que confesaría el abominable crimen a su esposa, además de darle 16 pesetas del dinero que había robado por si le hiciesen falta durante el tiempo que tenía pensado ausentarse.

Pena de muerte e indulto

Casi todo el mundo daba por hecho que Antonio Vega Romero sería sentenciado a la pena capital en una época en la que por delitos bastante menores que este, sus autores habían terminado con sus huesos en el garrote vil. De entrada, el fiscal solicitaba tres penas de muerte por cada uno de los asesinatos que había cometido, a los que se sumaban las agravantes de despoblado, allanamiento de morada, robo e incendio.

El jurado no dudó un instante de la posible culpabilidad del triple asesino de Los Caños, por lo que el tribunal dictó la sentencia de muerte, además de una responsabilidad civil de 6.000 pesetas, al tiempo que quedaba inhabilitado de forma absoluta en el hipotético caso de que fuese indultado. Es más, desde la Audiencia Provincial se instaba al Tribunal Supremo un indulto para el autor de la muerte de la madre y sus dos hijos, habida cuenta de que su conducta había sido intachable hasta el instante del triple crimen, pues carecía de cualquier antecedente penal.

En el recurso de casación interpuesto ante el Tribunal Supremo, este órgano judicial rechazaría indultar a Vega Romero, desestimando la petición hecha desde el tribunal gaditano. La gracia del indulto se demoraría hasta el primero de mayo de 1905, cuando el Ministerio de Gracia y Justicia, cuyo titular era Javier Ugarte Pages y previa deliberación del Consejo de Ministros, daba luz verde al indulto del triple criminal de Jerez de la Frontera, haciéndose efectiva tras su publicación en el BOE del día siguiente. La pena accesoria a la que era condenado era la de cadena perpetua, aunque es posible que se viese beneficiado por alguna nueva conmutación penal en sucesivas etapas del reinado de Alfonso XIII.

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Impunidad para el asesinato de cuatro personas en El Carreu (Lleida) en plena Posguerra

Cruz en el cementerio que recuerda a las cuatro víctimas del cuádruple crimen de El Carreu

Un único vestigio. Una cruz ya oxidada y deteriorada recuerda que en aquel lugar en una época ya lejana allí fueron asesinadas cuatro personas. Todas ellas miembros de una misma familia que recibieron una muerte cruel y despiadada, sin que jamás nadie hubiese pagado por ello. Sucedió a mediados de marzo del año 1943, en la localidad leridana de El Carreu, en la primera Posguerra, en la que el hambre y las calamidades se habían convertido en los compañeros inseparables de una sociedad española que sufría como pocas los duros rigores de aquel nefando tiempo.

El caso no se investigaría jamás. Tampoco apareció reflejado en los medios de comunicación de la época, duramente afligidos por una férrea censura militar que no permitía publicar ningún asunto que pudiese dañar la imagen de las autoridades. El suceso se fue olvidando hasta que un escritor catalán, Pep Coll, decidió ocuparse de ello hace ya una década, a través de una novela que recrea tan triste acontecimiento, Dos taüts negres i dos de blancs(Proa). «Dos ataúdes negros y dos blancos».

Según palabras del propio autor del libro, fecundamente galardonado con distintos premios, que nos sumerge en un paraje de las montañas del Pirineo ilerdense, que hoy se encuentra completamente abandonado, en aquel entonces «la censura hizo callar a la prensa, en tanto que la justicia franquista no quiso actuar», convirtiéndose el suceso en un hecho tabú, únicamente conocido por la tradición oral, que se fue transmitiendo de padres a hijos, quienes muchas veces mandaban callar a los más pequeños debido a la magnitud del suceso y al miedo a posibles represalias.

Un cuento de terror

Pep Coll describe la tragedia acaecida en El Carreu como «un cuento de terror». Los mayores no les explicaban nada a los más pequeños y a estos los corroía la curiosidad acerca de lo que aconteció en aquella localidad catalana hace ya ocho décadas. Y así fue como el escritor catalán, nacido algunos años después del cuádruple crimen, se fue adentrando en el macabro relato muy extendido por toda la comarca hasta plasmarlo en una de las novelas más vendidas en lengua catalana en los últimos tiempos, siendo incluso comparada con «A sangre fría» , de Truman Capote.

En la actualidad el escenario en el que aconteció el cuádruple crimen está completamente abandonado desde hace ya más de 30 años. Solamente queda en pie la Masía de Laorto, que curiosamente fue en la que ocurrió el trágico episodio. Viejas rencillas familiares enfrentaban a los propietarios de esta con unos vecinos, a quienes se les atribuyó semejante salvajada, aunque jamás serían detenidos ni siquiera investigados. Todo el mundo les atribuía los cuatro asesinatos, pero la vida proseguía para ellos al igual que si nada hubiese sucedido.

Según la narración del investigador de este suceso, los hechos ocurrieron en una mañana de una jornada previa a la entrada de la primavera. Los ancestrales enfrentamientos llevaron a la familia rival a terminar con quienes ocupaban la Masía de Laorto. Su objetivo era el padre, quien respondía al nombre de Bep. Debía de morir de un golpe seco y silencioso, pero los asesinos se encontraron con un testigo inesperado, una de las hijas del matrimonio que habitaba el tradicional lugar. El hombre recibiría un golpe y un único tiro que terminaron con su vida.

La hija del cabeza de familia se dirigió corriendo a casa en busca de ayuda al contemplar la aterradora escena. Sin embargo, aquello no fue más que el comienzo de una brutal masacre que haría que el asesino diese muerte sin piedad a las otras tres personas que habitaban la masía. Los gritos de las niñas y la mujer de nada servirían, siendo terriblemente asesinadas la mujer de mediana edad, Margarida y sus dos hijas María y Carme, de 10 y 14 años respectivamente.

Animales que berreaban

Los más viejos del lugar, según cuenta Pep Coll, recordaban que en los días posteriores al brutal cuádruple crimen escuchaban berrear con el hambre a los animales que eran propiedad de los Laorto, siendo entonces cuando se descubrió el tétrico escenario, habiendo pasado tres días desde que se hubiera perpetrado la brutal matanza.

Los miembros de la familia asesinada recibirían sepultura un domingo del mes de marzo de 1943. Serían desenterrados de nuevo para practicarles una segunda autopsia, que nada nuevo revelaría. En el camposanto en el que descansan sus restos mortales hay una enorme cruz que recuerda que allí está sepultada una familia que fue brutalmente asesinada en plena Posguerra en un, hoy deshabitado, pueblo del Pirineo ilerdense. En su día no se hizo justicia, quizás porque no se quiso. Más de siete décadas más tarde un escritor catalán se ha encargado, cuando menos, de devolverle la dignidad a una familia que en su época le negaron las autoridades, más preocupadas de ofrecer una falsa imagen de España que en solucionar sus verdaderos problemas.

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