Asesinados un matrimonio y sus tres hijas en Tortosa (Tarragona)

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Tortosa fue escenario de un quíntuple crimen en febrero de 1946

Sin lugar a dudas, junto al crimen de El Carreu, ocurrido en el año 1943 en la vecina provincia de Lleida, fue el suceso más truculento de la Posguerra española y, al igual que el anterior, de los más desconocidos. Incluso, junto al sextuple crimen de Ourense de 1971 y la matanza del cortijo de Los Galindos, tal vez sea el episodio sangriento con mayor número de muertos en la época franquista en España.

Como de casi todo el mundo es conocido, aquel periodo de la historia española era bastante turbio por muchos aspectos. A la brutal represión de la época, que no dejaba indiferente a nadie, se sumaba la circunstancia de las grandes dificultades que sufrían la mayoría de los ciudadanos en su día a día. Eran los tiempos del racionamiento, el estraperlo, el oscuro pan de centeno y otras vicisitudes que se padecían por igual en prácticamente todas las tierras de España, que se veía superada por una doble posguerra, la española y la mundial, que convertían cada nuevo día en toda una aventura que no tenía nada que ver con el anterior.

Había algunas personas que efectivamente conseguían esquivar los muchos escollos de aquel tiempo, tal era el caso de la pareja formada por Pedro Andrés Riesgo, un madrileño de 48 años de edad y su esposa, María de la Encarnación Fernández Suárez, asturiana, de 33, quienes vivían en una vivienda del Maines, en la localidad tarraconense de Tortosa, otrora muy duramente castigada por la Guerra Civil. Ambos, junto a sus tres hijas, al parecer no se privaban de nada, haciendo incluso ostentación y alarde de su desahogada situación económica. Incluso trabajaban en su hacienda algunos temporeros y jornaleros que andaban a la consecución de unas pocas pesetas para sobrevivir.

Hallazgo de un cadáver

El hallazgo del cuerpo de la dueña de aquella vivienda por parte de un labrador un lunes del mes de febrero de 1946 con evidentes señales de violencia, pues presentaba moratones y magulladuras, no sería nada más que el preámbulo de lo que los investigadores se iban a encontrar en aquella pudiente casa habitada por una familia que hacía unos años que había llegado a tierra catalanas para realizar compraventa de artículos de dudosa procedencia, tal y como se encargaría de señalar la Guardia Civil en sus preceptivos informes.

El cadáver de Encarnación Fernández estaba a unos 150 metros de su morada, lo que, según se dedujo de investigaciones posteriores, daba a entender que la mujer había intentado escapar de sus asesinos. Posteriormente, se dirigieron a la casa, cuya puerta hubo de ser forzada al hallarse trancada por su interior. Allí descubrieron el terrorífico panorama que habían dejado tras de sí los asesinos. En una reducida estancia fueron hallados los cuerpos del cabeza de familia y sus tres hijas María, de ocho años, Victoria, de seis y María Soledad, de tres.

Todos ellos presentaban heridas profundas, principalmente en la cabeza, que seguramente hubiesen sido ejecutadas con un arma blanca de grandes dimensiones. De sus rostros, prácticamente irreconocibles, se deducía el terror que les había infringido el sufrimiento ocasionado por la brutalidad y la saña con la que se emplearon sus terribles verdugos, de quienes no tuvieron ocasión de defenderse y mucho más en el caso de las pequeñas, cuya indefensión era más que evidente debido a que se hallaban todavía en su primera infancia.

En la primera impresión óptica practicada por la Benemérita se sospechó, tal y como había acontecido, que los asesinatos habían sido cometidos con un hacha. Al mismo tiempo, la vivienda se encontraba completamente revuelta, lo que daba a entender que el crimen había sido consecuencia de un robo. Los autores habrían penetrado por una ventana y al sentirse descubiertos comenzaron una terrible orgía sangrienta que tuvo como resultado un quíntuple asesinato, encontrándose entre las víctimas tres niñas de muy corta edad. El suceso sobrecogería a Tortosa y al resto de Cataluña en una época en la que se había extendido el tópico entre la población que «quién la hacía, la pagaba», tal y como terminaría aconteciendo en este caso. Según las indagaciones llevadas a cabo, el crimen habría ocurrido entre las ocho y las nueve de la noche del último domingo, 3 de febrero de 1946.

Detenciones

Tras unos días en los que la zozobra y la confusión se apoderaron de toda la comarca del Bajo Ebro por un hecho que no tenía precedentes, a pesar de la dureza con la que fue castigada la contorna en los todavía recientes tiempos de la Guerra Civil por aquel entonces, la Guardia Civil comenzó a atar cabos. Se sospechaba que los autores de las masacre eran conocedores del entorno y también de la vivienda, así como de muchos pormenores de la casa. Además, el matrimonio había contratado a algunos obreros de forma temporal hacía muy poco tiempo.

Tan solo unos pocos días después, concretamente al anochecer del 7 de febrero de 1946 serían detenidos en Barcelona, en el número 26 de la calle Viladonat los hermanos Esteban y Juan Guardiola Castellnou,de 23 y 30 años de edad respectivamente. El lugar en el que habían sido capturados era un piso propiedad del matrimonio asesinado en el que supuestamente llevaba a cabo algunas de sus dudosas transacciones comerciales. Se les incautaron diversos objetos, entre ellos un aparato de radio, pero no habían conseguido el ansiado botín económico que esperaban, a pesar de que el primero de los detenidos le había asegurado a su hermano que conocía el lugar en el que las víctimas tenían guardado el dinero.

Ambos relataron como habían sucedido los hechos ante la Benemérita, así como las circunstancias que, según ellos, les llevaron a perpetrar una de las peores barbaridades de la historia de Cataluña. Alegaron como causa principal la difícil y tortuosa situación económica en la que se encontraban sumidos, ya que ambos trabajaban como jornaleros y obreros en las distintas fincas de la zona.

Juicio y ejecuciones

Algo más de un año después de haber ocurrido el quíntuple crimen, tendría lugar el juicio contra los hermanos Guardiola, en un tiempo en el que la aplicación de la pena de muerte por delitos de sangre era bastante laxa. La prensa apenas informó del mismo, debido a la férrea censura con el ánimo de no dañar la imagen del régimen. Ocupaba bastante espacio en los diarios catalanes el aniversario de la toma de Cataluña, en tanto que este suceso aparecía reflejado en apenas media columna.

El fiscal solicitó de entrada cinco penas de muerte para cada uno de los encausados, una por cada víctima que habían dejado en el camino, además de una indemnización de más de medio millón de pesetas para los familiares de las cinco personas asesinadas. La defensa intentó en vano que no se les aplicase la pena capital, aunque en aquel entonces, cinco muertes y tres de menores, pesaban mucho en contra de los dos acusados. Ambos serían condenados por la Audiencia Provincial de Tarragona a la mayor pena que contemplaba el ordenamiento jurídico español de la época, que serían ratificada tan solo seis meses más tarde por el Tribunal Supremo.

Tampoco se apiadaría de ellos el Consejo de Ministros, quien hizo caso omiso de la solicitud de indulto para aquellos dos pobres desgraciados, que serían ejecutados al amanecer del día 4 de marzo de 1948 por el verdugo de la Audiencia Territorial de Barcelona, Florencio Fuentes Estébanez, quien tan solo unos años más tarde, en 1953, terminaría por abandonar el cuerpo de los denominados «ejecutores de sentencias». En 1970, el viejo verdugo, a consecuencia de muchos remordimientos y antiguos resquemores, se encargaría de poner fin a su propia vida.

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