Ajusticiado en el garrote vil por asesinar a dos personas en El Masnou (Barcelona)
A pesar de la severidad del régimen en plena Posguerra, en la que sobrevivir era una auténtica aventura para la mayoría de los españoles de la época, a veces ocurrían sucesos que dejarían una huella indeleble en la sociedad de sus tiempo. Abundaban los vividores de medio pelo, porque aquel mundo no daba para mucho más. Se pretendía ofrecer una imagen de un país serio y en completo orden, pero lo cierto es que la cifra de crímenes era bastante superior a la actual y a las cifras y los hechos nos remitimos.
Uno de esos individuos a los que calificaban de mal vivir en su tiempo era José Antonio Vilato, un hombre que en aquel entonces rondaba ya la treintena, sin oficio ni beneficio, que andaba a ver si conseguía hacerse con un pequeño botín de lo que fuese para llegar a final del día, aunque las cosas seguían muy complicadas. Era el comienzo de la década de los cincuenta, en una España renqueante y maltrecha que no encontraba su lugar en el mundo y sus ciudadanos eran verdaderos malabaristas de la subsistencia.
El 6 de marzo de 1951 era un día de tantos para Vilato, aquel joven que carecía de un porvenir y malvivía de lo que podía en la comarca del Maresme catalán, muy alejada todavía del esplendor turístico que goza en la actualidad y de la prosperidad económica de la que es fedataria en nuestros días. El Masnou, el lugar que sería escenario del doble crimen, era todavía un pequeño municipio que apenas superaba los 5.0000 habitantes.
Martillazos
En la jornada antes aludida, en torno a media tarde, José Antonio Vilato se dirigió como muchas otras veces a la bodega que regentaba su convencina Leocadia Sauquillo, una mujer que superaba la mediana edad, y que gozaba de un gran aprecio entre sus vecinos. Sin embargo, en esta ocasión, José Antonio iba armado con un martillo, ya que sospechaba que la mujer disponía de un importante cantidad de dinero en el local que regentaba.
Para colmo de males en los nefastos propósitos de quien se iba a convertir en un doble criminal, se encontraría que cuando pretendía robar a Leocadia, en su establecimiento se encontraba tranquilamente uno de los obreros que trabajaba para la mujer, Guillermo Villanueva, quien no hacía gran esfuerzo en terminar su vaso de vino. Es más, como había terminado su jornada, aquel buen hombre continuó tomándose algún que otro trago más, desconociendo que aquellos serían los últimos que tomaría en su vida.
Harto de esperar y presa tal vez de un furibundo e infundado odio, José Antonio Vilato sacaría su martillo para emprenderla a golpes con el trabajador, a quien dejaría malherido e inconsciente, falleciendo en un hospital de Barcelona al día siguiente como consecuencia de las lesiones que le había provocado su agresor.
Una vez hubo terminado con Guillermo Villanueva se dirigió a la trastienda del local, en la que se hallaba su dueña, Leocadia Sauquillo. Con el mismo arma con el que había atacado a su primera víctima, haría lo propio con la mujer, a quien se encargaría de rematar, ya en el suelo. Posteriormente, revolvería en la distintas estancias del establecimiento. Conseguiría un exiguo botín de algo más de 300 pesetas de la época en dinero contante y sonante. Además, se apropiaría de otros objetos de valor que fueron tasados en algo más de cien pesetas.
Para mayor desventura del criminal, había dejado demasiadas huellas que le incriminaban, así como había sido divisado por algunos vecinos que lo delataron, siendo detenido al día siguiente en su casa de El Masnou. Además, le fueron intervenidos también los artículos de los que se había apropiado en la bodega, convirtiéndose en un testigo de cargo en su contra cuando se celebró el juicio.
Juicio y condena
En la posguerra muchas veces se conocía poco menos que de oficio cual podría ser la suerte de algunos delincuentes, tal era el caso de José Antonio Vilato. Desde un principio el fiscal tuvo clara su postura, solicitando la pena de muerte para el encausado, a quien se acusaba de un doble asesinato con el agravante de robo y superioridad física y de sexo con relación a su víctimas.
El juicio tuvo dos fases, ya que en un primer momento, en febrero de 1952, fue suspendido a petición del abogado de la defensa, no reanudándose hasta casi 15 meses después, en junio de 1953. El abogado defensor solicitó que su patrocinado fuese examinado por distintos psiquiatras forenses, alguno de los cuales llegó a la conclusión de que Vilato sufría algún tipo de trastorno de la personalidad que le afectaba en su percepción de la realidad, en tanto que el acusado manifestó no recordar lo sucedido el día de autos y contestaría con muchas vaguedades.
Las apreciaciones de los forenses no servirían de mucho, pues en mayo de 1953 José Antonio Vilato se convertiría en reo de muerte. Además de a la pena capital, la justicia lo condenó asimismo a indemnizar con 50.000 pesetas de la época a cada una de las familias de sus dos víctimas, aunque es de suponer que nunca llegaría a satisfacer dicha cantidad, pues su insolvencia era palpable.
A partir de aquel momento se iniciaba un rosario de recursos y súplicas que tenían como objetivo salvar la vida de aquel desdichado. Sin embargo, el Tribunal Supremo rechazó la revisión de la condena y no hizo otra cosa que confirmar la sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Barcelona. Tampoco mostraría conmiseración alguna el Consejo de Ministros ni la Jefatura del Estado, que en esta ocasión pasaron por alto la gracia del indulto.
José Antonio Vilato fue citado con el garrote vil a primeras horas de la mañana del día 10 de febrero de 1955. El verdugo Vicente López Copete, con fama de juerguista y vividor -que sería expulsado de la administración de justicia en 1975 acusado de un delito de estupro-, se encargó de poner fin a su vida en una fría mañana de invierno en el patio de la Cárcel Modelo de Barcelona, izándose una vez más la tétrica bandera negra de uno de sus balcones, ya que el ansiado indulto de última hora no llegaría jamás.
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