Un cura mata a un niño de nueve años en Valencia

Semanario EL CASO dando cuenta del trágico suceso

En la década de los setenta del pasado siglo la Iglesia Católica seguía gozando de un extraordinario poder en aquella decrépita y alicaída España franquista. Eran, sin lugar a dudas, el tercer poder, a quien nada se le resistía y era el único tentáculo que despertaba cierto temor en los gobernantes de entonces por el arraigo del que gozaba, capaz de manipular millones de conciencias. Se podría decir que disfrutaban de patente de corso hasta el extremo de que la Justicia no actuaba con ellos de la misma manera que con el resto de los mortales. Un buen ejemplo lo sería el trágico suceso acontecido en la capital del Turia el día 2 de marzo de 1971 cuando el sacerdote José Prat asesinó de 47 puñaladas al niño de nueve años, Paquito Calero Navalón, un crío que ejercía de monaguillo en la parroquia de la que el asesino era titular.

Las crónicas de la época retratan al criminal como un hombre inquieto y neurasténico, que probablemente hubiese sufrido algún episodio de tipo psiquiátrico el día que cometió un suceso que traumatizaría a aquella España en blanco y negro que transitaba por un incierto sendero hacia el final del régimen político que se había instaurado a la conclusión de la Guerra Civil española.


Aquel ya lejano día de la primavera el sacerdote José Prat se dirigió al colegio Ramón Gamón, preguntando por Paquito alegando que necesitaba a la criatura para tareas de la parroquia pues habitualmente celebraba una función religiosa a las siete de la tarde en la parroquia de Nuestra Señora de la Begoña, que aquel día no llegaría a celebrarse. El religioso, de 54 años de edad, ejercía en ella como párroco de manera provisional por el fallecimiento del titular de la misma.


Un abrecartas


Nunca se sabrá con absoluta certeza que pudo habérsele pasado por la cabeza al asesino del pequeño para cometer semejante salvajada para la que utilizaría un abrecartas en forma de espada. Con el mismo acuchillaría hasta un total de 47 veces al niño, quien quedaría tendido en medio de un gran charco de sangre en la sacristía de la parroquia. Las puñaladas habían sido mortales de necesidad, pues le habían seccionado la artería carótida, lo que provocaría su desangramiento de forma muy rápida. Previamente, habría intentado estrangular al niño, al que también propinó un fuerte golpe en la cabeza. La dantesca escena provocaría el lógico horror de otro religioso, Jaime Pons, a quien José Prat comunicó que se marchaba a la comandancia de la Guardia Civil, pues había sufrido un episodio de enajenación mental y había dado muerte al joven monaguillo, Paquito Calero Navalón.


El suceso provocaría una gran consternación y una tremebunda ola de indignación en todos los estamentos de la capital valenciana, máxime cuando había sido cometido por un miembro de una institución, como la Iglesia Católica, quien debería velar por la pureza de las almas y encargarse de predicar con el ejemplo. Sin embargo, aquel suceso contravenía el ministerio del propio ente religioso y haría todo lo posible por tratar de pasar página, cuando no de borrarlo de su historial, además de posicionarse claramente a favor del sacerdote asesino.


Como era el poder de la Iglesia en la época viene avalado que hasta los sacerdotes encausados gozaban de un estatus especial cuando eran detenidos. Tras prestar declaración, antes de pasar a disposición judicial, José Prat, fue ingresado en las dependencias del Palacio arzobispal valenciano, tal como estipulaba el concordato de 1953 firmado entre el Estado español y las autoridades eclesiásticas de Roma.


Una condena que no se cumplió


La acusación particular solicitaba para José Prat la máxima condena que contemplaba el ordenamiento jurídico de la época, la pena de muerte, al entender que el sacerdote había obrado en la plenitud de sus facultades y con alevosía, aunque desde la sacra institución a la que pertenecía se sostenía que había sufrido un episodio que a grandes rasgos se calificaba de «locura». En casos muy similares, durante la etapa franquista, diversos delincuentes habían ido a dar con sus huesos al garrote vil por haber dado muerte a niños, entre ellos el joven Carlos Soto Gutiérrez, en el año 1953 y el antiguo miembro de la legión Santiago Viñuelas Mañero, en 1959, ambos acusados de haber dado muerte a dos jóvenes en Soria y Palencia respectivamente.


La sentencia a la que sería condenado José Prat fue de 17 años de prisión, aunque jamás llegaría a residir entre los muros de ninguna penitenciaría española. Amparado por el célebre concordato, sería la propia Iglesia Católica quien se haría cargo de su futuro. La familia de Paquito Calero no vería satisfechas jamás sus ansias de justicia, pues el religioso sería destinado a la pequeña pedanía de Tangel, en la provincia de Alicante. Incluso no le dolerían prendas a la máxima institución religiosa en mentir y manipular los hechos de los que se acusaba al sacerdote asesino, pues le manifestaría a la familia de la víctima que había sido excomulgado y expulsado de la Orden de los Paules, a la que pertenecía el criminal. Sin embargo, todo ello era una burda mentira. Además de no pasar un solo día entre rejas, José Prat volvería a ejercer su ministerio años más tarde, siendo destinado como vicario en el barrio de La Bordeta, en Lleida, gozando de nuevo del apoyo de la propia Iglesia Católica, quien de esta manera mostraba su cínico doble rasero.


Este hecho provocaría la indignación de la familia de Paquito Calero Navalón, pues se sentía indudablemente engañada por la desvergonzada actitud de las autoridades eclesiásticas que, desde luego, violaron en reiteradas ocasiones en Octavo Mandamiento de la Ley de Dios, sin ruborizarse lo más mínimo por ello. José Prat fallecería en el año 2002 a la edad de 85 años, arropado por la institución a la que pertenecía, quien trató en todo momento de ocultar su execrable crimen, cuando no de protegerlo y darle amparo cuando lo precisaba. No es de extrañar la lógica irritación de la familia del pequeño, un clan de extracción humilde, pues el patriarca del mismo, minero de profesión, había fallecido seis años antes de este trágico suceso. La madre de la criatura prefería que el niño fuese a la parroquia de monaguillo, pues estaba convencida de que en la calle aprendía cosas muy malas. No se imaginaba la tragedia que iba a sufrir amparada por la Iglesia Católica, que se define como santa e inmaculada, aunque en su haber se acumulan ya demasiados pecados. Y este no cabe duda alguna que fue muy grave. Demasiado.

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Acerca de

Soy Antonio Cendán Fraga, periodista profesional desde hace ya tres décadas. He trabajado en las distintas parcelas de los más diversos medios de comunicación, entre ellas el mundo de los sucesos, un área que con el tiempo me ha resultado muy atractiva. De un tiempo a esta parte me estoy dedicando examinar aquellos sucesos más impactantes y que han dejado una profunda huella en nuestra historia reciente.