Ejecutados tres inocentes por el crimen de las estanqueras de Sevilla

Los acusados al llegar a la Audiencia Provincial de Sevilla

Hoy en día ya nadie pone en duda la inocencia de aquellos tres rateros de poca monta que tuvieron la desgraciada suerte de ser acusados y condenados por un crimen que no habían cometido. El suceso conmovería a la España de la época, un país subdesarrollado que arrastraba las penalidades de una prolonga Posguerra y el bloqueo internacional al que estaba sometido el régimen de Franco. Poco importaba entonces la ecuanimidad de la justicia. Lo verdaderamente importante era dar ejemplo entre los ciudadanos a cualquier precio. Costase lo que costase. Así entonces es como se entiende que aquellos tres individuos, cuya jerga se limitaba al conocimiento de vulgares expresiones empleadas en los bajos fondos en que se movían, pagasen un alto precio por un trágico acontecimiento que elevaría aún más las altas temperaturas que padecían los sevillanos en pleno mes de julio de 1952.


La historia arranca el día 11 de julio de aquel año en el que la aparición de los cadáveres de dos mujeres en el estanco que regentaba una de ellas, con evidentes señales de violencia y ensañamiento por parte del autor del crimen, demostraba a las claras que quien había perpetrado aquella matanza era alguien que guardaba en su interior mucho odio contra las dos mujeres, pues no había desaparecido ni siquiera la recaudación ni faltaba ningún objeto de valor del estanco, aspectos ambos muy raros para que el doble asesinato fuese cometido por unos vulgares rateros. Las víctimas eran dos hermanas que ya superaban la cincuentena, Matilde y Encarnación Silva Montero, quienes yacían en el suelo del establecimiento que regentaba una de ellas en un impresionante charco de sangre como consecuencia del brutal acuchillamiento del que habían sido objeto.


El gobernador civil de Sevilla, Alfonso Ortí Meléndez ordenó inmediatamente a las fuerzas del orden que iniciasen las pertinentes gestiones para proceder a la detención de los autores de aquel crimen que había desviado la atención de las tradicionales fiestas de San Fermín, en Pamplona, para fijarla en la capital hispalense. Se dice que el responsable de orden público llegó a afirmar que por culpa de ese suceso él no perdía su puesto. El delegado gubernamental en Sevilla era un militar que había participado en la Campaña del Rif, a las órdenes del mismísimo general Franco en una época cuya máxima divisa era la de «Ascenso o muerte».

Detenciones


Escasamente dos semanas más tarde, cuando el calor seguía arreciendo en la capital andaluza, eran detenidos tres individuos que no dejaban de ser tres rateros de poca monte, tras un soplo, no muy convincente a la pasma (la policía en el lenguaje delincuencial) de un colega suyo, conocido por el sobrenombre de «El Ojitos». En muy poco tiempo las fuerzas del orden detenían a Juan Vázquez Pérez y Antonio Pérez Gómez cuando se dirigían en tren a Madrid con la finalidad de alistarse en la Legión. El tercer detenido sería Francisco Castro Bueno, alias «El Tarta», al incendiar la policía el pajar en el que se ocultaba.


Los detenidos negaron de forma reiterada y taxativa en todo momento que ellos hubiesen perpetrado el doble crimen, a pesar del duro interrogatorio al que fueron sometidos. Dadas las circunstancias y al conocerse quienes eran los encausados, entre la opinión pública comienza a tomar fuerza la hipótesis de que los tres detenidos son inocentes. También desde distintos sectores, entre ellos el municipal y el religioso, con el Cardenal Segura al frente, también opinan lo mismo.


A pesar de que apenas existen indicios contra aquellos tres pobres diablos, debido a las fuertes presiones que ejercen en su contra terminan por confesar y a las a las técnicas supuestamente poco ortodoxas que se empleaban entonces para conocer la verdad por parte de las autoridades terminan confesando de una manera muy subrepticia. Sorprende que en la declaración empleasen unos términos profesionales, más propios de quienes se la tomaron, ya que ellos no conocían más allá que el vulgar argot de los quinquis y los bajos fondos. Sin embargo, se da como válida y son acusados de un atroz crimen que jamás habían cometido, a pesar de que habían incurrido en contradicciones y en que tampoco se hallaría nunca el arma homicida. Todo lo más, una insignificante gota de sangre en el jersey de uno de los acusados, en un tiempo en el que todavía se encontraba muy lejos el estudio del ADN. Al parecer, ese minúsculo indicio hizo que coincidiera con la sangre del agresor, aspecto este último que tampoco es muy raro.


Juicio y condena


Si había resultado un despropósito total y absoluto la toma de declaración de los detenidos, no lo será menos el juicio que se celebra en contra de estos tres pobres hombres, que se celebra en la ciudad hispalense durante tres jornadas, del 20 al 22 de octubre de 1954. Una vez más, los acusados incurren en múltiples contradicciones y apenas saben ofrecer detalles de un doble crimen en el que no han participado. El fiscal sostiene en todo momento que aquellos tres rateros son culpables de dos delitos de asesinato, ofreciendo una vaga y vulgar explicación en torno a como habría ocurrido el doble crimen. De hecho, la sentencia apenas ocupará ocho folios, cuando hoy en día es normal que ocupen, incluso, hasta más de un centenar, dependiendo del caso. Según la versión del ministerio fiscal, Antonio Pérez Gómez y «El Tarta» habrían apuñalado a Matilde Silva hasta en trece ocasiones tras pedirle dinero, mientras Juan Vázquez se encargaba de cerrar la puerta del establecimiento. Al escuchar los gritos de dolor y auxilio su hermana Encarnación habría acudido a socorrerla, siendo en este momento cuando la cosieron a ella a puñaladas. Su cadáver presentaría hasta un total de 16 cuchilladas. Sin embargo, el abogado defensor de los tres acusados le preguntó al fiscal porqué no se habían llevado el dinero que había en el establecimiento, pues se encontraron 600 pesetas en un estante, en tanto que en otro lugar otras 7.000. Una vez más, su respuesta fue muy vaga e imprecisa, limitándose a responder que algo se habían llevado y que si la recaudación quedó intacta fue debido a la precipitación de los autores de la matanza en el momento de la huida. Aún así, solicitaría dos penas de muerte para cada uno de los acusados.


Tan solo unos días más tarde se dictaba la sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla por la que los tres acusados eran condenados a muerte. Su abogado defensor, el prestigioso letrado Manuel Rojo Cabrera recurre al Tribunal Supremo y se mueve mucho por Sevilla y Madrid con el objetivo de evitar lo que a todas luces es una sentencia injusta por la que van a dar con sus huesos en el garrote vil tres inocentes, cuyo único delito es el de moverse por los ambientes más deprimentes y marginales de la capital hispalense. Sin embargo, sus súplicas no son atendidas, a pesar de que cuenta con el apoyo del todopoderoso Cardenal Segura y el alcalde de Sevilla, Jerónimo Domínguez y Pérez de Vargas, quienes también solicitan el indulto de aquellos tres vulgares rateros. En julio de 1955 el alto tribunal deniega el indulto y solamente le queda el último cartucho de la gracia del Jefe del Estado, quien por aquel entonces había hecho concesiones en este sentido a presos políticos, quizás para congraciarse con el nuevo amigo americano. No obstante, en esta ocasión se muestra incompasible e inclemente. Por ello, Juan Vázquez Pérez, Antonio Pérez Gómez y Francisco Castro Bueno, «El Tarta» serán condenados a la pena capital. Su sentencia sería cumplida en la cárcel sevillana de La Ranilla el 4 de octubre de 1956, actuando como verdugo el mítico Bernardo Sánchez Bascuñana, ante quienes vuelven a proclamar su inocencia como lo habían hecho en el transcurso del juicio. Aquí juega un papel clave el religioso Fray Hermenegildo de Antequera, quien se encargaría de dar los últimos auxilios a los reos de muerte y pasaría con ellos el tiempo que estuvieron en capilla.


La verdad, 20 años más tarde


Como si de un filme de suspense se tratara, el caso tendría el epílogo veinte años después, en el que se confirmaría que ninguno de aquellos tres pobres desgraciados tenían nada que ver con el crimen por el que habían pagado de manera injusta. Un buen día del año 1974 el religioso antes aludido recibió en su confesonario a un hombre de implacable aspecto y de muy buen porte. Le preguntaría si lo que allí tenía pensado contarle era secreto de confesión a lo que el franciscano respondió de manera afirmativa. Aquel penitente se confesó autor del crimen que en 1952 había costado la vida a dos hermanas y que había conmocionado profundamente a la sociedad española de la época. Para corroborar su autoría, ofrecería algunos detalles acerca del crimen de los que jamás se había hablado o se habían ignorado de manera deliberada para poder sentenciar a aquellos tres inocentes. Como sostenían muchos criminalistas, no se explicaba el ensañamiento en el caso del robo y es que este no había sido el móvil del crimen que le había costado la vida a las dos mujeres. Aquel hombre, cuya identidad no se reveló jamás, le manifestó a Fray Hermenegildo de Antequera que estaba muy arrepentido, pero de las muertes de los tres inocentes que habían pasado por el cadalso de una manera totalmente injusta, a lo que añadió que no sentía así la muerte de las estanqueras, pues, a su juicio, habían pagado por las denuncias que habían llevado a cabo al final de la Guerra Civil en su localidad de origen, el municipio sevillano de Estepa, saldándose con distintas ejecuciones de personas relacionados con grupos y partidos y republicanos.


Quedaba así clara la evidencia de que el crimen, como se había sospechado, no había obedecido a la argumentación que había cimentado el fiscal, convirtiéndose quizás en uno de los más clamorosos errores judiciales de la historia de España, pues no había ya posibilidad de resarcirlo ni mucho menos de enmendarlo. No obstante, el religioso, a pesar de que colgaría los hábitos unos años más tarde después de la confesión, jamás revelaría quien había sido el autor del crimen de las estanqueras de Sevilla, que alcanzaría la categoría de leyenda y del que todavía se continúa hablando. En él todavía perdura la gran incógnita de quien ha sido su verdadero autor, pues Fray Hermenegildo de Antequera se llevó consigo el secreto a la tumba. Quizás alguien en la localidad sevillana Estepa se encuentren esas claves que no se han revelado jamás.

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Acerca de

Soy Antonio Cendán Fraga, periodista profesional desde hace ya tres décadas. He trabajado en las distintas parcelas de los más diversos medios de comunicación, entre ellas el mundo de los sucesos, un área que con el tiempo me ha resultado muy atractiva. De un tiempo a esta parte me estoy dedicando examinar aquellos sucesos más impactantes y que han dejado una profunda huella en nuestra historia reciente.

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