La Rioja: se suicida después de haber dado muerte a cinco personas en un quíntuple crimen por celos

El Valle de Ocón fue escenario de un quíntuple crimen en el año 1885

Sucedió hace muchos años. Tal vez demasiados. Era otra España, en la que existían otros valores y evidentemente otra forma de vida que se ha ido abandonando con el paso del tiempo. Ocurrió en la localidad de Ocón, lugar desde el que se divisa uno de los más bellos valles conocidos, muy cerca de Calahorra, al este de la comunidad de La Rioja. Nadie podía imaginar que un individuo descerebrado por unos enfermizos celos fuese a perpetrar una tropelía de semejante calibre hace ya 140 años, regando de terror y sangre el precioso paraje que de por sí constituye el valle.

La fecha elegida para el dramático crimen, 29 de junio de 1885, era significativa tanto para los pueblos del valle como para la propia sociedad de la época, ya que se conmemoraba la festividad de San Pedro, el guardián de las puertas del cielo, en una sociedad dominada por una ancestral Iglesia Católica, cuyo poder todavía no había declinado. Aquel día se celebraba una fiesta especial en el pequeño núcleo de Aldealobos en honor al santo que honraba el santoral. Un vecino de Ocón, Ciriaco Fernández Tejada, conocido como «El Gundilla» está enamorado hasta llegar a la obsesión de su novia, Blasa Burgos, hija de un vecino, que es una apuesta muchacha, que supuestamente se entiende con Babil Fernández, otro joven que trae de cabeza a Ciriaco, pues no soporta que ni siquiera le dirija una mirada.

Al atardecer de aquel día grande de San Pedro se celebra un concurrido baile en el pequeño pueblo de Aldealobos. A él asiste»El Guindilla» y también su agraciada novia, así como el muchacho que supuestamente intenta suplantarlo. Blasa le da calabazas a Ciriaco y prefiere la compañía de Babil, con quien baila y disfruta de la jornada festiva. Mientras tanto, el hombre de los enfermizos celos rumia sus resquemores y se prepara para acometer una gran tragedia que no dejará indiferente a nadie en todo el valle ni tampoco a lo que en la actualidad es la Comunidad de La Rioja.

A Navajazo limpio

Ciriaco había abandonado la fiesta sigilosamente armado hasta los dientes con una enorme faca de Albacete, de cuya pericia dará más que probadas muestras. Se esconde en un paraje y allí aguarda a que las gentes vayan abandonando el evento festivo. Está esperando a que pase Blasa en compañía de Babil, En un tramo del camino hacia Paipona, de donde era originaria la agraciada moza, «El Guindilla» la acomete agarrándola por un brazo, viéndose ella sorprendida por la hostil actitud de quien fuera su novio. Sin embargo, este está dispuesto a cualquier cosa. Con la navaja, ante la desesperación de la muchacha, le lanza una primera cuchillada a la altura de la espalda, en tanto la pobre criatura clama inútilmente por su vida. Le propina hasta docena y media de puñaladas, harto suficientes para terminar con su vida. Se produce un ensañamiento muy propio de aquellos sujetos que se sienten ofendidos y se ven desbordados por situaciones que a sus ojos les parecen «injustas».

Provisto de un viejo trabuco, Babil Fernández intenta acabar con la vida de Ciriaco, pero su falta de destreza con las armas le juega una mala pasada. Ninguno de los disparos abate a «El Guindilla», que se encorajina y vuelve a hacer gala de su desmedida fuerza e irrefrenables ganas de imponer su propia ley. Se abalanza sobre quien se ha convertido en su peor enemigo. Al igual que había hecho con Blasa, se ensaña con él a navajazos, falleciendo a consecuencia de más de media docena de certeras puñaladas que lo embarran en medio de un impresionante charco de sangre.

El padre de Babil, Matías Fernández, se enfrenta al asesino de su hijo, lo que se convierte en un seguro de muerte. Es recibido con un disparo del trabuco que le ha arrebatado a su vástago, lo que provoca que el hombre ruede por el suelo. Con la misma navaja que había dado muerte a los dos jóvenes, volverá a segar una tercera vida, haciendo lo que mejor sabía. Abalanzándose sobre el pobre hombre le asesta media docena de navajazos que lo dejan exangüe. La tragedia ya estaba servida en el Valle de Ocón, pero todavía no había terminado.

Dos muertos más

Manuel Burgos, en compañía de Agustín Garrido, juez municipal de Santa Eulalia se dirigen hacia el lugar en el que yacen los cuerpos de las tres víctimas mortales. Allí se encuentra todavía su verdugo, que sigue siendo presa de un exacerbado furor y está dispuesto a cualquier cosa. A ello se une su juventud y fortaleza física, que no parecen hacerle desfallecer nunca. Sin mediar palabra, le propina una certera puñalada al padre de Blasa Burgos, que es suficiente para terminar con su vida. Su amigo Agustín inicia una huida a la carrera del lugar, consciente de que le puede ocurrir cualquier cosa y no precisamente para bien.

Su improvisada carrera no es suficiente para que no sea alcanzado por un despiadado criminal, capaz de eliminar a quien se ponga por delante. Cuando lo alcanza, su suerte es la misma que las de las otras cuatro víctimas mortales. El ensañamiento con su último rival se vuelve a poner de manifiesto en las 15 puñaladas que termina por asestarle, completando así una tragedia de la que ya se habla en todo el valle, en el que las puertas han sido cerradas y los vecinos temen la reacción de aquel quíntuple criminal que había perdido no solo la razón, sino también su alma.

El alcalde se dirige a «El Guindilla», con la lógica indignación y estupor que le ha causado tan sensacional y aberrante fechoría y le dice si le parecen pocos aquellos cinco muertos. «Y van a ser seis», -se dice que le contestó el quíntuple criminal, quien emplea el trabuco que le había arrebatado a Babil para dispararle al rostro. Sin embargo, el disparo le roza únicamente el sombrero y evita que haya media docena de muertos a manos de un terrible asesino en aquel valle.

Perdido a consecuencia de las desbordantes circunstancias y tal vez no siendo consciente de la magnánima barbaridad que ha perpetrado, aquel mismo trabuco con el que Babil Fernández había intentado cortar su sanguinaria ruta, le servirá para terminar con su lúgubre existencia. Colocaría el arma a la altura de la boca y de un solo disparo se descerrajaría el cráneo, completándose así la gran tragedia que se convertiría en leyenda en el Valle de Ocón, cuyos cantares y coplas de ciego recogerían la trágica hazaña de un endemoniado sujeto que un ya lejano día de verano de 1885 regó de sangre y terror a uno de los más bellos parajes españoles.

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