Abatido por la Guardia Civil tras asesinar a cinco personas en Bergondo (A Coruña)
Ocurrió en plena Posguerra española. En los tiempos del aceite de ricino y el oscuro pan de centeno. En una época en que cada día presentaba una nueva aventura para la supervivencia para unos ciudadanos que se las veían y deseaban para poder subsistir. No pasaba nada. O eso decía la doctrina oficial del Régimen, que procuraba eludir en la medida de los posibles que hechos similares a este no apareciesen en la prensa. De hecho, sería relegado a páginas interiores e, incluso, a la última página.
En la ya lejana mañana del 16 de diciembre de 1942 el lugar de Cortes, en el municipio coruñés de Bergondo sería escenario de uno de los crímenes más horrendos de todos los tiempos. Por lo menos en cuanto a la cifra de víctimas se refiere. Cinco personas, entre ellas tres mujeres y dos niños morirían en el sangriento ritual iniciado por un joven de 31 años de edad, Manuel Méndez Sánchez, quien tenía antecedentes de una grave enfermedad mental que le aquejaba y no dejaba de producirle, de cuando en vez, algún temeroso brote como el que tendría lugar en aquella jornada en la que se asomaba un nuevo y crudo invierno.
Sin saber a causa de qué, Manuel empuñó un cuchillo de grandes dimensiones y se dirigió a la cocina de la casa en la que se hallaba su suegra, Dolores Aguiar Cubeiro, de 70 años. Sin mediar palabra, la acuchilló varias veces hasta dejarla exangüe sobre el suelo en medio de un gran charco de sangre. El hijo del criminal y nieto de la víctima, Manuel Méndez Fraga, un niño de ocho años, acudió ante los gritos de socorro de su abuela. Sin embargo, su presencia en el lugar le convertiría en víctima de su propio padre, quien en su sangriento ritual no parecía reconocer prácticamente a nadie.
Persecución de su esposa
Su cuarta víctima sería su propia esposa, Esperanza Aguiar Fraga, de la misma edad que el asesino. Para ello, no dudó en subir hasta una de las habitaciones del domicilio en el que residían y herirla mortalmente en diversas partes del cuerpo. Herida y todo tuvo aún el suficiente valor para saltar por una ventana para solicitar auxilio en la casa de unos vecinos. Su marido y verdugo la perseguiría saltando por la misma ventana.
Al llegar a la casa lindera con la suya Esperanza se desplomó a consecuencia de las puñaladas que le había inferido su cónyuge. Hasta allí llegó también este detrás de la que consideraba su presa. Al verla tirada en el suelo y sangrando abundantamente se dirigió hasta el piso superior en una de cuyas habitaciones se encontraban descansando Josefa Carabel Fraga, de 64 años de edad, en compañía de su nieta, María del Carmen Naveira Jaspe, una niña de tan solo siete años.
Al igual que había hecho con sus anteriores víctimas, sin pensárselo dos veces, la emprendió a cuchilladas con ambas mujeres, que nada pudieron hacer ante el furor que atenazaba a Manuel, dispuesto a provocar el mayor número de víctimas posibles, desconociéndose la verdadera causa de su forma de actuar, que más bien parecía que respondía a alguna patología mental de carácter muy grave. De lo contrario no se explica que fuese dejando tantas víctimas por el camino.
La suerte o el azar hizo que no se incrementase la cifra de personas asesinadas merced a que no pudo darle muerte a una de sus vecinas, Purificación Jaspe López, de 33 años, hija de la mujer asesinada y madre de la pequeña también asesinada. Resultó herida de gravedad con el mismo arma con la que había dado muerte a las otras cinco personas. Trasladada a un centro sanitario, sería de nuevo derivada a su domicilio una vez que fue atendida de las graves heridas. El estado de shock en que se encontraba le impediría durante varios días prestar testimonio ante las autoridades. También logró escapar del cerco del homicida un hijo suyo, que se refugió en la casa de unos vecinos.
Intervención de la Guardia Civil
Ante los graves hechos acontecidos y el consiguiente temor que se había apoderado de todo el vecindario, inmediatamente se dio cuenta de lo ocurrido al puesto de la Guardia Civil de Guísamo, así como al Juzgado. Dadas las graves circunstancias que se estaban viviendo en Bergondo, el juez firmó una orden por escrito en la que autorizaba a hacer uso de sus armas reglamentarias a los agentes de la Benemérita en caso de que se viesen obligados o por fuerza mayor.
Cuando intentaban detenerlo, después de haberse atrincherado en su caso, Manuel Méndez hizo frente a los agentes con el mismo arma homicida con la que había acometido a sus otras cinco víctimas. De hecho, llegaría a sujetar por el correaje que antaño portaban los miembros del instituto armado al número de la Guardia Civil que iba a capturarlo. Este, presa del pánico y al comprobar que no le quedaba otra solución, consiguió desasirse y posteriormente le efectuó un disparo a quemarropa, que terminaría con la vida del quíntuple homicida.
El suceso crearía el lógico clima de alarma y consternación en lo que antaño era un núcleo rural próximo a la Ría de Betanzos, reconvertido en los últimos años en una de la zonas más prósperas y atractivas del área metropolitana de A Coruña. El fantasma del criminal perseguiría a su vecindario durante muchos años, aunque más de 80 años no deja de ser más que una triste reminiscencia de la historia de la crónica negra.
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