Un sastre asesina a los seis miembros de su familia en Madrid
Viajar al Madrid de los años sesenta es hoy una tarea arduo complicada, ya que la capital de España ha transformado radicalmente su fisonomía de una manera asombrosa. Aquella ciudad, aunque ya muy grande, todavía conservaba ciertos tintes de la multiplicidad de las gentes que desde diversos puntos de la gegrafía española se habían trasladado a una urbe que estaba en proceso continuo de expansión, que se mantiene incluso en nuestros días. Madrid siempre fue una ciudad apacible y entrañable, muy acogedora con los muchos forasteros que a ella llegan en la que es muy fácil integrarse. Solo basta con tener un mínimo de voluntad para hacerlo, el resto lo facilitan los propios madrileños, gentes muy abiertas y de gran corazón.
A pesar de ser ya la ciudad más grande del país, Madrid no estaba acostumbrada a sucesos terribles y pantagruélicos como el que sucedería a primeras horas de aquel martes, primero de mayo de 1962, fiesta del trabajo, que en la España de la época había sido rebautizada como San José Obrero, siguiendo la doctrina social de la Iglesia Católica. A primeras horas de aquel ya lejano día de primavera, quienes estaban de guardia en el departamento de orden público de la Dirección General de Seguridad recibieron una extraña llamada de un individuo, al que posteriormente la prensa de la época calificaría de «demente» y «perturbado», siguiendo la terminología que regía en aquellos tiempos. El personaje en cuestión les informaba de que había dado muerte a todos los miembros de su familia, un total de seis personas, entre ellos cinco niños -la mayor tenía solo catorce años-, además de su propia esposa. El receptor de la llamada trató de entretener a su comunicante con el objetivo de que la policía adoptase los medios oportunos, pues se negaba a facilitar sus señas. Esta habilidad contribuiría a que se pudiese localizarse el domicilio desde el que estaba llamando, que se correspondía con el número 3 de la calle Antonio Grillo y el 16 de la Luna.
En el transcurso de la dramática conversación entre la policía y el exasperado hombre, que resultó ser el sastre José María Ruiz Martínez, este solamente había solicitado la presencia de un padre carmelita, con el objetivo de que le administrase sus últimos sacramentos. Para ello, el equipo de la policía que acudió al lugar de los hechos requirió al padre Celestino, un religioso que profesaba en el Templo Nacional de Santa Teresa, sito en la madrileña Plaza de España.
Diálogo infructuoso
Tanto los agentes como el propio religioso intentaron un diálogo que resultaría en vano con José María Ruiz, quien exigió que el sacerdote subiese solo hasta el piso en el que ya había perpetrado una cruel y despiadada masacre que consternaría a toda España, pero muy especialmente a su capital. El religioso intentó hablar con aquel hombre, cuyo pijama estaba visiblemente manchado de sangre, mientras este le apuntaba con la pistola hacia el balcón del número ocho de la calle Antonio Grilo. El clérigo le rogó insistentemente que depusiese su actitud, mientras un equipo de bomberos se había desplazado hasta el lugar con colchonetas y lonas por si al parricida se le ocurría lanzarse al vacío. Los intentos de negociación con aquel hombre, que parecía que había perdido el norte, resultaron en vano y no era posible entablar ningún diálogo, en tanto que agentes de la antigua Policía Armada apuntaban hacia el balcón.
Al ser día de fiesta, fueron muchos quienes desde sus balcones o saliendo a la calle se convertirían en testigos de un dantesco y macabro espectáculo, pues el sastre enseñaría varios cuerpos de los pequeños muertos, horriblemente mutilados y horrorosamente embadurnados de su propia sangre. Quienes lo presenciaban no daban crédito a que un hombre como aquel pudiese haber llevado a cabo tan siniestra masacre, principalmente sus vecinos que lo definían como una persona cordial y afable con quien jamás habían tenido ningún tipo de problema. Aparentemente, su vida discurría por un cauce de absoluta normalidad. Incluso se atrevían a jurar que gozaba de una cierta prosperidad personal, dado el negocio que regentaba. Cuando enseñó los cadáveres le soltó a su vecindario que había matado a su esposa e hijos «para no tener que matar a más canallas», sin saber nunca a que se refería cuando pronunció está terrible expresión. Antes de acometer tamaña fechoría, había enviado a hacer un recado a una farmacia a la sirvienta que los atendía en su domicilio.
Suicidio y asalto a la vivienda
Transcurrido un tiempo, en vista que la policía no permitió acceder al padre Celestino en solitario por temor a la furibunda reacción de José María Ruiz, este último decidió terminar con aquella sangría descerrajándose la cabeza de un tiro, si bien no falleció de manera instantánea, ya que sería trasladado a un centro sanitario en el que fallecería al poco tiempo de ingresar. Cuando era evacuado por los servicios sanitarios, el sacerdote tuvo tiempo aún para administrarle los últimos auxilios espirituales, entre ellos la extremaunción.
Los bomberos y los agentes de la policía derribaron la puerta con piquetas y allí pudieron observar el tremebundo y desolador panorama que había provocado un hombre que tal vez no estuviese en sus cabales. Había sangre por todas partes. En el dormitorio del matrimonio se encontraba su esposa, tirada en el suelo en medio de un gran charco de sangre. En la misma estancia en un moisés se hallaría el cuerpo de una niña de corta edad degollada. En el cuarto de baño se encontraba la mayor de sus hijos, una adolescente de catorce años que presentaba un disparo de arma corta, con la que él mismo se suicidaría posteriormente, en la garganta. En otra habitación interior se hallaría el cuerpo de una niña de diez años, también degollada. Finalmente se encontrarían los cuerpos de dos niños, uno de doce y otro de diez años, el primero de ellos muerto por arma de fuego, mientras que el segundo había sido degollado al igual que varios de sus hermanos.
Además del estupor y la consternación que causaría, el vecindario no salía de su terrible asombro a causa de la gran tragedia ocurrida, a la que no encontraban explicación posible. El día anterior al gran drama, la pareja había ido al cine y nada hacía presagiar que en las próximas horas se desencadenase el horripilante drama que iba a copar grandes titulares en la prensa al día siguiente, así como la portada del mítico semanario «El Caso», cuya tirada se agotaría en muy pocas horas.
¿Posibles problemas económicos?
Al analizar este sangriento suceso, que produce el lógico horror humano, los especialistas incidían en la personalidad del autor de la gran tragedia. Se sabía que José María Ruíz, que procedía de la localidad cordobesa de Pedro Martínez, estaba construyendo un chalet para disfrutar de sus días de asueto en una localidad de la Sierra madrileña, concretamente en el municipio de Villalba. Algunos de sus allegados decían que se encontraba muy obsesionado con esta obra en la que había realizado una gran inversión económica, dado que estaba constatemente proyectando distintos aspectos, derribando algunas cosas que ya estaban hechas. Incluso su mismo progenitor había dado a entender que su hijo no gozaba de buena salud psíquica a causa del mucho tiempo y esfuerzo que dedicaba a aquel proyecto. Se apuntó hacia el gran desembolso económico que había realizado como posible causa de su desmesurada y trágica reacción con el objetivo de que las deudas no salpicasen a sus hijos, aunque esta teoría nunca estuvo totalmente acreditada.
Por otra parte, también se dijo que el sastre se gastaba un auténtico dineral en las apuestas deportivas, concretamente en las quinielas, en las que invertía grandes cantidades todas las semanas, cifradas en varios miles de pesetas, lo que suponía una inversión un tanto exagerada. Había quien pensaba que sufría un serio problema de ludopatía, tal vez derivado del ansia de ganar dinero fácil para poder terminar las obras de su chalet, y que supuestamente pudiese haber tenido algún acreedor como consecuencia de este desmedido afán por apostar y que no era conocido por su familia. Esta última teoría tampoco pasaría de ser una mera conjetura que, al igual que la anterior, nunca se pudo demostrar.
Lo que sí se sabía a ciencia cierta es que José María Martínez había acudido recientemente a la consulta del conocido psiquiatra madrileño Aniceto Fernández Valmayor, quien le había diagnosticado lo que hoy en día se conoce como un cuadro de depresión severa. Por su parte, el doctor Juan José López Ibor (padre) dijo de él al diario «ABC» en los días subsiguientes al desgraciado suceso que podría verse afectado por una psicosis maníaco depresiva, hoy en día conocida como depresión bipolar en el que se alternan fases de gran alegría y expansión personal con otras de depresión y abatimiento absolutos. Este último especialista calificaría el macabro acto de exhibición de los cadáveres a través del balcón como una «exposición redentora».
Fueron muchas las teorías suscitadas a raíz de uno de los peores crímenes múltiples de la historia de España en un suceso que, sesenta años después, todavía nos sigue poniendo la piel de gallina con solo mencionarlo. Y no es para menos, máxime si se tiene en cuenta que el edificio en el que sucedieron estos hechos está considerada como la «casa maldita» de Madrid por la sucesión de acontecimientos sangrientos que tuvieron lugar en sus distintas dependencias en distintas etapas de su historia.
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