45 niños y cuatro adultos muertos en el río Órbigo
La España de hace 40 años estrenaba consistorios democráticos, tras pasar más de 40 años sin procederse a la renovación de unas viejas instituciones descuidadas y caducas a las que por fin llegaba un más que necesario soplo de aire fresco. También en Galicia había nuevos alcaldes y concejales elegidos a través de las urnas, aunque seguía planeando todavía la sombra de aquellos viejos caciques que ahora se disfrazaban de demócratas de última hora para poder seguir detentando un poder que pretendían patrimonializar. Sin embargo, la irrupción de los vientos de libertad estaba siendo más que imparable y parecía aventurarse un prometedor tiempo de ilusión y esperanza en el que los gallegos iban a finiquitar la sempiterna imagen de andar detrás de un arado romano o tras una yunta de bueyes o vacas. Aún así, quien podía seguía buscando fortuna allende los límites que marcaban las cordilleras gallegas, ya que en el noroeste peninsular seguía siendo muy complicado prosperar.
Cuando se había cumplido justo una semana de la elección de las corporaciones democráticas, el 10 de abril de 1979, martes de Semana Santa para más señas en una época en la que las sotanas iniciaban su vertiginosa decadencia, los gallegos y también el resto de los españoles se sobresaltaron a media tarde con una desgraciada y trágica noticia. Unos muchachos y sus maestros, todos ellos pertenecientes al colegio Vista Alegre de Vigo, perecían en las aguas del río Órbigo a consecuencia de un trágico accidente de tráfico que sufría el autobús en el que viajaban de regreso a la ciudad olívica. Habían aprovechado el paréntesis vacacional para efectuar una excursión a Madrid. Sin embargo, y por desgracia, jamás regresarían junto a los suyos debido a una de las muchas fatalidades que ocurren en las carreteras.
Demasiadas adversidades
Cuando en cualquier siniestro se producen muchas víctimas, ya sea de carretera, ferrocarril o aéreo, suelen juntarse un cúmulo de circunstancias que contribuyen de forma decisiva a magnificar la tragedia. Este desgraciado suceso no fue ajeno a esa suma de infortunios. Cuarenta años dan para hablar largo y tendido sobre que pasó o dejó de pasar, dando lugar a un sinfín de teorías y conspiraciones que jamás podrán poner de acuerdo al común de los mortales. Lógico, por otra parte. Este caso no iba a ser menos.
En un principio se apuntó al exceso de velocidad como el causante del siniestro. Se habló de que el conductor había enfilado con demasiada rapidez la curva en la que se alza el puente que se sostiene sobre el río Órbigo, en el término municipal de Santa Cristina de la Polvorosa, en la provincia de Zamora. El autocar solo había recorrido cuatro kilómetros sobre una carretera ancha y en buen estado, la Comarcal-650, que une las localidades de Ourense y Benavente, cuando derrapó sobre la sinuosidad que tomaba. Su parte trasera tocaría con el pretil del puente a consecuencia de lo cual el vehículo patinaría hasta el otro lado de la carretera precipitándose al río Órbigo.
Además de producirse el siniestro en el sitio menos indicado, hay que añadir que el caudal del efluvio era muy superior, hasta seis veces más, al que acostumbraba a llevar normalmente, debido a las lluvias caídas en aquella pluviosa primavera. El lugar al que fue a caer el autobús era uno de los puntos más profundos del cauce fluvial, con una hondura que podía llegar a los ocho metros, lo que contribuiría de forma decisiva a agrandar la de por si ya enorme magnitud de una tragedia que teñiría de luto la Semana Santa de los españoles.
Otra de las causas a las que se atribuyó el accidente fue al hecho de que el conductor del autocar llevase los ojos llorosos e irritados como consecuencia de que alguno de los jóvenes viajeros le hubiese echado polvos de pica-pica, circunstancia esta que le habría dificultado la visión o la atención al volante, provocando una aterradora catástrofe en la que perderían la vida hasta un total de 45 niños y 4 adultos, tres maestros y el conductor del autocar.
Solamente once personas se salvarían de perecer en aguas del río Órbigo, entre ellos un soldado que cumplía en ese momento el servicio militar, quien había sido recogido en una localidad en la que el autobús hizo una parada técnica. Al parecer, el mozo era amigo de uno de los profesores que viajaban al frente de la expedición y le conminó a que viajase con ellos.
Los vecinos y la desorganización
Una vez más, como ha sido muy habitual en todas las catástrofes y tragedias que han tenido lugar a lo largo de toda la geografía española, es de reseñar la función que desempeñaron los vecinos de la localidad para socorrer a las víctimas de este siniestro. Incluso algunos jóvenes de Santa Cristina de la Polvorosa se arrojaron a las frías y turbulentas aguas del Órbigo, que en ese momento llevaba un enorme crecida, contribuyendo a salvar algunas vidas, además de rescatar a algunos cuerpos inertes que flotaban sobre el cauce del efluvio zamorano. En este sentido es muy de destacar el arrojo demostrado por José Castro Fernández, un padre de siete hijos, que mostraría un extraordinario valor auxiliando a los damnificados. Además, sería gracias a dos piragüistas voluntarios como se rescataron los cuerpos de dos de las víctimas, los primeros en ser recuperados del agua, que fueron encontrados a casi tres kilómetros del lugar de donde se había producido el suceso.
Pese a que desde el primer instante se movilizaron a cuerpos y fuerzas de seguridad del Ejército, así como buzos y equipos de hombres-rana, al día siguiente al suceso se vivirían dramáticas escenas de tensión entre los padres de las víctimas y las autoridades allí congregadas. Los familiares de quienes habían perecido en las aguas del Órbigo se quejaban amargamente de que en lugar del siniestro se estaban congregando muchos uniformes y coches oficiales, pero no se hacía absolutamente nada para rescatar a sus vástagos que todavía permanecían hundidos en aquel lúgubre charco de tragedia y desolación. Incluso, elevarían sus protestas ante la Reina de España, Doña Sofía, hoy en día Reina emérita, quejándose de la actitud de las autoridades a la hora de rescatar a sus hijos. De la misma forma, un coronel del Ejército sería el blanco de las críticas y la ira de alguno de aquellos progenitores en un tiempo en el que la institución militar seguía manteniendo un carácter poco menos que sagrado.
Los primeros féretros con los cuerpos de los fallecidos en tan fatal accidente llegarían a Vigo en un tren especial, siendo recibidos en la estación de la ciudad olívica por más de 3.000 personas que de esta forma pretendían mostrar su apoyo a las familias de las víctimas. Transcurrida una semana del desgraciado suceso, todavía quedaban por recuperar cinco cadáveres. Esa inusual tardanza, unida a la resquebrajada organización, era aducida en base a que muchos de los equipos de rescate se encontraban disfrutando de las vacaciones de Semana Santa. Increíble, pero cierto.
En la localidad en la que se produjo el accidente, Santa Cristina de la Polvorosa, se erigiría un monolito en honor de las personas allí fallecidas. Aunque este monumento fue prometido por el alcalde a las escasas semanas de haberse producido el siniestro, no sería hasta el vigésimoquinto aniversario del mismo cuando se inauguró oficialmente. El recuerdo a las víctimas se perpetuaría con la dedicatoria de una plaza a la ciudad de Vigo en el mismo municipio.
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