25 muertos por un rayo en una iglesia de Allariz (Ourense)
Acercarse a la Galicia de comienzos del siglo XX es como viajar a un mundo completamente distinto al actual. No se trata de la Edad Media ni mucho menos, pero si era una época bastante turbia en la que imperaban de plano las sotanas y los viejos caciques de medio pelo que imponían su ancestral e inexorable autoridad por donde quiera que asomasen. No había nada que se les resistiera. Y si lo hacía enseguida se derrumbaba. Ni que decir tiene que Galicia era un territorio mucho más que pobre. Quizás, con lo de paupérrimo nos quedásemos cortos, pese a que era una tierra fértil y que atesoraba ciertas riquezas pero que, con el sempiterno dominio del viejo y anquilosado clero unido al no menos eterno de los caciques, obligaban a muchos gallegos a huir de la tierra que los había visto nacer con destino a América, que era el lugar al que emigraban centenares de miles de gallegos a la vista que aquella tierra, a la que le negaban el progreso que ya dejaba sus primeras huellas en Cataluña y el País Vasco, no les prometía un futuro halagüeño ni nada que se le pareciese.
Una prueba del poder eclesial en aquel entonces lo pone de relieve el overbooking de sacerdotes existentes, cada uno de los cuales administraba con mano de hierro su parroquia a la que los feligreses debían de sostener obligatoriamente con grandes aportaciones, principalmente de productos agrícolas, sin protestar ni un ápice ante el temor que el correspondiente reverendo emitiese una pena de excomunión. Que la gente de pueblos y aldeas no tuviese que comer no importaba. Lo verdaderamente importante era mantener al clero y al cacicato de turno.
Los funerales, popularmente conocidos como cabodanos, eran una ocasión muy especial por la solemnidad que revestían, para demostrar el poder eclesiástico. En ellos, además de numerosos fieles, se daban cita también un importante número de sacerdotes de distintas parroquias que concelebraban las muchas funciones religiosas que en aquella época tenían lugar. Fue precisamente en una celebración de estas características en las que se produjo una de las mayores tragedias de la historia de Galicia, quizás la más grande en cuanto a la cifra de muertos se refiere en la etapa anterior a la Guerra Civil.
En la mañana del 24 de junio de 1902, en el transcurso de un entierro por un joven vecino de Allariz, una descarga eléctrica procedente de un rayo a consecuencia de una tormenta acabaría súbitamente con la vida de 25 personas y dejaría malheridas a otras tantas en la iglesia de San Salvador de Piñeiro, en el municipio orensano de Allariz, un hecho que coparía las primeras páginas de los escasos medios de comunicación de la época, todos ellos impresos, haciéndose eco del suceso incluso algunos medios extranjeros dada la gran magnitud y expectación que terminaría provocando.
Por el tejado
Al parecer, y aunque hay algunos investigadores que aún discrepan en torno a como se produjo la descarga, todo hace indicar que el rayo penetró en el interior del templo por el tejado, introduciéndose por la sacristía, afectando indistintamente a varios sectores de los fieles que en esos momentos se encontraban dentro, aunque fue precisamente la parte de atrás la más perjudicada. El sacristán encargado del recinto religioso había cerrado la puerta de acceso al mismo con la finalidad de evitar posibles remolinos de aire.
La prensa de la época comenta que cuando se encontraban ya en el segundo salmo los seis sacerdotes concelebrantes y los feligreses congregados escucharon una potente y atronadora deflagración que los dejaría estupefactos por el estruendo del impacto del rayo contra la techumbre del sacro lugar en que se hallaban congregados. En un primer instante parece ser que nadie se movió. Se quedaron prácticamente inertes, aunque en ese estado habían quedado muchos de los fieles que se congregaban para rendir el último adiós a un joven de 34 años.
Una vez sufrido el terrible golpe, o en este caso el calambre, la angustia y la desolación, unidas a la lógica confusión, se apoderarían de quienes habían sobrevivido a tan fatal desgracia. Comenta también la prensa que los gritos de los presentes se oyeron a mucha distancia. Sin saber que hacer, al encontrarse en unas instalaciones religiosas, los sacerdotes administrarían los últimos auxilios espirituales a quienes se encontraban en grave estado físico. Se dice también que uno de los presentes perdió la cordura al contemplar el dantesco espectáculo de presenciar tantos cadáveres arremolinados en distintos puntos de la iglesia. Es de suponer que la persona en cuestión fuese presa de un ataque de ansiedad o de nervios.
Cuerpos inexpresivos
La muerte les sobrevino a la mayoría de las víctimas como consecuencia de la descarga, aunque muchos de ellos presentaban gravísimas quemaduras tanto en el vientre como en el estómago, donde, al parecer, se les podían apreciar la destrucción de algunos tejidos humanos por carbonización. De la misma forma también llama poderosamente la atención la descripción que de los cadáveres hace la prensa de la época, de los que dice que muchos de ellos presentaban rostros inexpresivos, que había quedado yacentes como petrificados sobre la iglesia. Entre ellos menciona al peón caminero Fortunato de la Iglesia, quien se quedó a medio camino hasta alcanzar la puerta del templo sin conseguirlo. Lo mismo dice de una joven que se hallaba en el altar mayor, de la que resalta su melena rubia, que parecía que se encontrase durmiendo.
Momentos después de la tragedia los fallecidos fueron trasladados al exterior del santuario, concretamente al atrio parroquial en el que fueron tendidos en lo que provisionalmente se había convertido en una impresionante morgue. Esta foto, en la que se ve a los fallecidos con sus ropas quemadas a consecuencia de la descarga eléctrica, se haría muy célebre en aquel entonces, dando la vuelta al mundo.
La consternación y el dolor se apoderarían de Allariz y de toda la provincia orensana en aquel año 1902. Una información de la época apuntaba a que el barrio de Outeiro se había quedado sin habitantes, pues los trece vecinos residentes en el mismo habían perecido en aquel aterrador suceso. No faltarían, además, las pruebas de solidaridad, siendo muchos los emigrantes gallegos que harían aportaciones a las muchas familias damnificadas, algunas de las cuales había perdido a su progenitor dejando huérfanos a proles que en muchos casos se acercaban a las diez personas y que tan comunes eran en aquellos primeros años del siglo XX.
Una personalidad que se desplazaría hasta el lugar del luctuoso acontecimiento fue el entonces obispo de Ourense Pascual Carrascosa y Gabaldón, quien había abandonado su residencia veraniega para intentar dar un mínimo de consuelo y ánimo a las muchas familias que se habían visto privadas de muchos de sus seres más entrañables. En este sentido cabe destacar que la Iglesia Católica aportaría nada más y nada menos que 3.000 pesetas de la época, lo que viene a dar una idea no solo de su poder terrenal sino también de su inmenso poderío económico, máxime en una época en la que el dinero era un bien muy escaso. Algunos salarios mensuales, los que mejor retribuían a los trabajadores, se situaban entre las 25 y las 40 pesetas mensuales. Las mujeres no superaban las 15 pesetas al mes.
Debido a la magnitud del suceso y al mal recuerdo que dejaría entre el vecindario del municipio, la iglesia de San Salvador se iría desmontando piedra a piedra, hasta integrarla en el nuevo tempo. De hecho, del anterior edificio religioso solamente se conserva una de las antiguas puertas que se fue integrando en el nuevo templo de San Pedro. Una cruz, erigida en memoria de los fallecidos, se levanta desde hace más de un siglo en el lugar donde se encontraba la antigua edificación religiosa.
El grave y trágico suceso de Allariz, uno de los más espeluznantes y terribles del siglo XX en Galicia, pronto caería en el baúl de los recuerdos, como suele suceder con casi todas las tragedias. Solamente les quedaba el consuelo de haber fallecido en territorio sagrado, que en aquel entonces era una ventura para los más desfavorecidos, pero que no daba de comer. Y era solo eso, un desconocido y tétrico consuelo en una situación mucho más que desoladora.
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