85 muertos en el accidente aéreo de A Coruña
Acercarse a la Galicia de hace algo más de 45 años es viajar a un tiempo en el que todavía convivía el viejo arado romano y el tradicional carro del país, que tanto cantaba su eixo por los caminos y corredoiras con nuevos e innovadores inventos, tales como la lavadora o la televisión que le hacían vislumbrar un futuro más prometedor a las nuevas generaciones de gallegos que el que habían tenido sus ancestros. Sin embargo, había unas infraestructuras viarias todavía muy pobres y deficientes que también convivían con tres modernos aeropuertos que proyectaban una imagen vanguardista del país gallego, aunque no dejaba de ser un escaparate que reflejaba un rancio y manido desarrollismo que para nada traslucía la auténtica vida de cientos de miles de paisanos del interior que aspiraban a «ir tirando» tras un par de vacas marelas que no le auguraban ningún porvenir prometedor. Solo le servían para ese sustento diario, además de cotizar para lo que comúnmente se llamaba «a agraria» o «el censo», con la finalidad de alcanzar una mísera pensión el día de mañana que les daría para sobrevivir con bastantes privaciones.
De América llegaban todavía algunas rezagadas cartas de aquellos que no habían podido regresar de La Habana, Buenos Aires o Montevideo. Ahora se prodigaban las procedentes de Munich, Lausana, Londres, Burdeos, Amsterdam o Bruselas, cuyos autores se dejaban ver en los meses estivales a bordo de unos magníficos coches de aspecto deportivo y colores chillones, al tiempo que vestían unos desfondados pantalones de campana y unas coloridas camisas de flores, a los que se añadían unas enormes y llamativas gafas de sol que cubrían prácticamente su rostro, que despertaban la clamorosa y furtiva atención de muchos de sus convecinos, principalmente los que ya tenían una cierta edad, espectacularmente impresionados de observar a aquellos mocetones que representaban la ancestral reencarnación del antiguo emigrante indiano, aunque ahora cambiase radicalmente su apariencia y compostura.
En ese dicotómico ambiente del ser o no ser, del aparentar, de cambiar, en el que todavía se alternaban los grupos de gaiteiros en las fiestas con las modernas orquestas, en las que destacaban ya sus potentes equipos de sonido y la hueca y cáustica voz de su animador se desarrolla la Galicia de la primera mitad de los años setenta, que no solo luchaba por sobrevivir sino también por escapar del finisecular atraso al que había sido relegada desde tiempos inmemoriales. Eran todavía pocos o muy pocos los gallegos que viajaban en avión, aunque ya había tres aeropuertos. El transporte más habitual del habitante medio de la Galicia de la época solía ser el autobús, al que por influencia de la emigración americana se le seguía llamando haiga. Los vehículos utilitarios eran más bien escasos y solo las familias de un cierto poder adquisitivo se lo podían permitir.
A pesar de la escasa popularidad entre los gallegos de entonces de los medios aéreos, Galicia se vería sorprendida a media mañana de aquel ya lejano lunes 13 de agosto de de 1973 por una espectacular tragedia aérea que le costaría la vida nada y nada menos que a 85 personas, siendo el accidente de transporte más trágico en la historia de Galicia. Quienes se llevarían el peor trago serían los vecinos de la parroquia de Montrove, en el municipio de Oleiros, que verían como una aeronave se desplomaba a lado de sus casas dejando tras de sí un rastro de destrucción difícilmente descriptible y que todavía permanece en la memoria de muchos de ellos.
Niebla
El factor atmosférico fue fundamental a la hora de producirse este siniestro. El avión del vuelo 118, perteneciente a la compañía AVIACO, había despegado del aeropuerto Madrid-Barajas a las nueve y cuarto de la mañana. Su piloto, Rafael López Pascual, era un experimentado aviador de tan solo 34 años de edad con 8.600 horas de vuelo. En el momento de hacer su primera aproximación al aeródromo coruñés de Alvedro, alrededor de las diez y cuarto de la mañana, fue informado desde la torre de control que había muy escasa visibilidad a consecuencia de la densa capa de niebla que ese día cubría todo el área litoral gallega.
El piloto persistiría en su actitud en torno a 50 minutos más tarde, siendo informado de nuevo desde el centro de control de las dificultades que conllevaba el aterrizaje en las instalaciones aeroportuarias coruñesas. Se barajaba la posibilidad de conducir la aeronave hasta Santiago de Compostela, cuyo aeropuerto se encuentra a tan solo 45 kilómetros del coruñés, además de contar con una excelente visibilidad por encontrarse el día despejado. Sin embargo, tal opción fue desechada por el comandante de vuelo debido a los trastornos de carácter económico y logístico que representaba para la compañía en la que trabajaba, quien entregaba a sus pilotos una acreditación de su valía si lograban aterrizar en condiciones adversas. Esta práctica sería desechada y prohibida a raíz de este trágico accidente. Además, el piloto contaba con la suficiente cantidad de combustible para reintentarlo de nuevo.
Pese a carecer de las condiciones climáticas favorables, el aviador, a quien posteriormente se responsabilizaría del siniestro, persistió en su actitud de intentar aterrizar. Al intentar tomar tierra, a las 11 horas y 42 minutos de la mañana, la aeronave descendió demasiado y rozó con unos eucaliptos próximos al pazo de Montrove, lo que provocaría su choque frontal contra la vieja edificación y la posterior explosión e incendio del avión.
Al igual que sucedería 40 años más tarde con la tragedia ferroviaria de Angrois, los vecinos, asustados y espantados por las tres explosiones que se escucharon tras el accidente, fueron quienes primero se personaron en el lugar de los hechos con el desinteresado afán de ayudar a las posibles víctimas del siniestro. Sin embargo, su generosa actitud de poco o nada serviría, ya que, entre entre el dantesco espectáculo formado por hierros y la chamusquina provocada por el incendio, solamente sobreviría un hombre, quien todavía estaba sujetado por el cinturón que sería cortado por algún vecino con un hacha, que fallecería pocas horas después en la Residencia Sanitaria Juan Canalejo de la capital herculina.
Olor nauseabundo
Contaba el vecindario muchos años después al rotativo La Voz de Galicia que cuando acudieron a auxiliar a las posibles víctimas percibieron un olor nauseabundo procedente del fuselaje del avión que había sido reducido a una calcinada chatarra. En ella se podían observar decenas de cuerpos inertes que habían quedado completamente calcinados, fruto del accidente que había sufrido la aeronave.
Se movilizaron los escasos servicios de emergencias con los que contaba la Galicia de la época, pero de nada sirvieron, ya que en aquel siniestro habían perecido un total de 85 personas, 79 viajeros y seis tripulantes. Entre las anécdotas que todavía recordaban los vecinos de Montrove se encuentra la tétrica imagen de haber contemplado a una azafata, a cuyo cuerpo se agarraban dos niños pequeños con el fin de encontrar un refugio que los liberase de un trágico destino como tuvo el vuelo 118.
Es cierto que a raíz de este accidente que conmovió a la España de aquel entonces se cambiaron algunas normativas de la navegación aérea, tales como la de ofrecer primas y acreditaciones a pilotos que aterrizasen en condiciones adversas para evitar trastornos a las compañías. Sin embargo, para los que perecieron en Montrove llegaron demasiado tarde. Y es que en España las medidas destinadas a evitar riesgos innecesarios siempre se toman cuando ocurre alguna tragedia. Montrove no fue la primera, pero tal vez Angrois tampoco sea la última. Vaya por delante que quien esto escribe estaría muy orgulloso de equivocarse.
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