Asesina cruelmente a tres personas en un pueblo de Granada (El triple crimen de El Bejarín)

La localidad granadina de El Bejarín fue escenario de un brutal crimen en la primera mitad de los años cincuenta del siglo XX

Al igual que muchos pueblos y villas españolas, El Bejarín, una pedanía adscrita al municipio de Purullena, en la comarca de Guadix, en el centro de la provincia de Granada, era un lugar tranquilo y apacible en el que el cotidiano trabajo en el campo absorbía la práctica totalidad del tiempo de su vecindario. Sin embargo, al igual que casi siempre ocurre en estos casos, la tranquilidad que se respiraba en el apacible pueblo andaluz se vería bruscamente interrumpida el día 25 de enero de 1952 cuando un vecino suyo Antonio Hernández Jiménez alias «Cipriano» perpetraba una de las peores barbaridades de la crónica negra española que llevaría ineludiblemente unido a El Bejarín con uno de los episodios sangrientos de la posguerra más truculentos y jamás contado.

Antonio Hernández era un agricultor de 43 años que codiciaba una finca de unos vecinos suyos, un matrimonio ya mayor que no tenía descendencia. Al parecer había intentado en diferentes ocasiones que sus propietarios le cediesen de forma gratuita aquel terreno, pero sin conseguir su objetivo. Casado y padre de una prole de cinco hijos, sin que se observase ninguna mancha en su comportamiento, un buen día de invierno decidió, de muy malas maneras, que aquella finca recaería en sus manos, independientemente de los medios que hubiese que emplear para ello. Sin importarle los métodos ni mucho menos las formas.

Su acción, que costaría la vida a tres personas, la había planificado de una forma meticulosa, aunque el desarrollo dejaría muchos flecos que servirían para encausarle a los pocos días de perpetrado el triple asesinato. Le había dicho a una hermana de la criada que atendía al matrimonio mayor, que estos no eran gente de fiar, por lo que debería abandonar aquel trabajo, un comentario que serviría de prueba en el juicio que se siguió en su contra.

Un estoque

El «Cipriano» se había provisto de un estoque con el fin de dar muerte a los tres moradores de la vivienda en la que provocaría la tragedia. A últimas horas de la tarde del día de autos, aporreó la puerta de la casa. Le abrió la dueña Aurelia Lozano Torres, de 73 años, a quien le solicitó una pastilla para el dolor de cabeza que supuestamente le afectaba. Cuando esta se dirigía a la cocina en busca del medicamento, Antonio Hernández aprovechó el descuido de la mujer para abalanzarse sobre ella y atravesarla con su mortífera arma por la espalda en repetidas ocasiones, convirtiéndose así en su primera víctima.

A los gritos de su ama, y ante el lógico alboroto que se había formado, acudió la criada María Claret Martínez, una joven de 23 años, quien nada pudo hacer para socorrer a la dueña de la casa. Su presencia ante el asesino tan solo serviría para convertirse en la segunda víctima de la tragedia. Al igual que había hecho con Aurelia, a la muchacha la asesinó con el mismo estoque que portaba en el interior de un bastón.

El tercer y último asesinato sería el del dueño de la casa, Francisco Ponte Sedano, un anciano de 84 años que se encontraba ya durmiendo y que se encontraba en estado de decrepitud prácticamente absoluto. Aunque se incorporó de su lecho, nada pudo hacer ante el criminal, quien, desbocado en la sangrienta orgía, le dio muerte en aquel mismo lugar en el que estaba ya descansado.

Una vez perpetrados los tres asesinatos, el «Cipriano» comenzó a revolver en todas las estancias de aquel hogar en busca de las escrituras que ansiaba. Al encontrarlas falsificó algunos datos, entre ellos la firma de los dos ancianos. Con todo ello pretendía revestir de una falsa formalidad la supuesta compra de la firma, cuyo importe supuestamente ascendía a 60.000 pesetas de la época, que era todo un dineral.

Quema de los cuerpos

Concluida la matanza, intentó borrar las posibles pruebas incriminatorias. Para ello no escatimó en medios. Apiló toda la cantidad de madera posible en las inmediaciones de la cocina hasta que no le quedó absolutamente nada, rompiendo muebles y estanterías con las que hizo una pira. De la misma forma, troceó los cuerpos para que se consumiesen mejor en el fuego. Allí estuvo hasta bien entrada la madrugada fumando de manera compulsiva, lo que daría pie a una leyenda.

El albor del nuevo día fue el momento que aprovechó para escapar del lugar de autos. Cerraría la puerta con la misma llave de la vivienda, no reparando en que fue avistado por una vecina que le vio como arrojaba de nuevo la llave al interior del inmueble por una ventana que había dejado abierta a propósito.

A la mañana siguiente a la comisión del triple crimen, Antonio Hernández Jiménez se dirigió a un procurador a Guadix con las supuestas escrituras de la compra de la finca. Manifestó al abogado que había quedado con Aurelia Lozano Torres a fin de proceder a la formalización de la venta de la propiedad, siendo aquí cuando se «enteró» del triple crimen ocurrido en El Bejarín, que había provocado un gran espanto en la localidad.

Al parecer, fingió estar muy afligido y disgustado, pues le comunicó tanto al procurador como al notario que le había entregado al matrimonio asesinado la nada despreciable cantidad de 60.000 pesetas por una finca y que la muerte de los ancianos le iba a suponer su ruina, pues no se había formalizado públicamente, con lo cual sus herederos muy probablemente no diesen el visto bueno a la operación. Ambos, procurador y notario, trataron de tranquilizaron y le manifestaron que no tendría mayores problemas.

Detención, condena y ejecución

Antonio Hernández Jiménez distaba mucho de ser un profesional del crimen. Había muchas pruebas que le delataban y fue la persona a quien pusieron en el punto de mira los investigadores desde el primer momento. Evidentemente, las escrituras ya estaban en entredicho. Pero no era solo eso. Una vecina había visto como arrojaba las llaves al interior de la vivienda, una vez hubo dado muerte a sus moradores.

Tras ser detenido por la Guardia Civil, negó haber sido él quien había dado muerte a los dos ancianos y su criada. Después narraría dos esperpénticas versiones que no dejaban de ser unas vulgares excusas. En una de ellas, decía que había sido secuestrado por unos gitanos que fueron quienes le dieron muerte a las tres personas y lo habían obligado a él a presenciar el dantesco espectáculo. Si surrealista era esta versión, no lo era menos en la que manifestaría que se había visto obligado a asesinarlos él mismo en defensa propia, alegando que los tres moradores de la casa habían intentado asesinarlo. Finalmente, optó por decir que no se acordaba de nada.

El día 5 de diciembre de 1953 se iniciaba el juicio contra el «Cipriano», que levantaría una inusitada expectación -aunque lógica, por otra parte- en toda la comarca de Guadix. Hasta un total de once testigos fueron llamados a declarar. Igualmente fue necesaria la presencia de peritos grafológicos y psiquiátricos, llegando estos últimos a la conclusión que Antonio Hernández no sufría ninguna patología mental que alterase su percepción de la realidad, siendo consciente plenamente de sus actos en todo momento. Igualmente, quedaría demostrada la falsedad de las firmas en los documentos que pretendía que sirviesen de coartada para la falsa compra de una propiedad.

Una semana más tarde, el día 12 del mismo mes, la Audiencia Provincial de Granada hacía pública la sentencia. Su resultado no podía ser más contundente y duro. El único encausado por el triple crimen de El Bejarín era condenado a tres penas de muerte, una por cada asesinato, así como al pago en concepto de responsabilidad civil de 30.000 pesetas a los descendientes de la criada asesinada y 25.000 a los familiares del matrimonio de ancianos asesinado. Toda condena a la pena capital llevaba aparejado consigo el recurso al Tribunal Supremo, quien, en este caso, se mostraría inflexible, limitándose a confirmar la resolución emitida por la Audiencia granadina, haciendo público su fallo el 16 de diciembre de 1954.

Le quedaba únicamente la gracia del indulto por parte de la Jefatura del Estado, quien también se mostraría inflexible y Antonio Hernández Jiménez terminaría con sus huesos en el cadalso. La fecha de su ejecución fue el día 8 de julio de 1955 a las siete de la mañana. El encargado de ponerle fin a su existencia sería el célebre verdugo sevillano Bernardo Sánchez Bascuñana, quien falló en la primera vuelta del garrote vil. Para enmendar su error, el sayón no dudó en propinarle un golpe en la cabeza a el «Cipriano», quien así pasaba a mejor vida. Por esta circunstancia, le sería instruido un expediente por «brutalidad». No era para menos.

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Acerca de

Soy Antonio Cendán Fraga, periodista profesional desde hace ya tres décadas. He trabajado en las distintas parcelas de los más diversos medios de comunicación, entre ellas el mundo de los sucesos, un área que con el tiempo me ha resultado muy atractiva. De un tiempo a esta parte me estoy dedicando examinar aquellos sucesos más impactantes y que han dejado una profunda huella en nuestra historia reciente.