Un crimen que nunca existió: la versión gallega del crimen de Cuenca
Aunque en estas páginas dimos como veraz alguna información aparecida en los medios de otro tiempo, lo cierto es que aunque no seamos sabios nos aplicamos la máxima y efectuamos las pertinentes rectificaciones. A quienes conozcan ligeramente la historia del municipio de A Pontenova -otrora denominado Viloudriz y Vilamea-, ya que nació de la fusión de los dos viejos concejos del área oriental de Galicia, saben que aquel territorio enclavado en el precioso paraje que conforman ambas márgenes del río Eo atesora una gran parte de la historia industrial de la provincia de Lugo, principalmente en su primer tercio del siglo XX, época en la que se dieron cita trabajadores de prácticamente toda la geografía de las tierras más al este de Galicia, así como otros de vecinas localidades asturinas. Su explotación de los minerales del hierro supuso en aquella época una extraordinaria oportunidad de ganarse algún jornal en un tiempo en que el dinero era un bien muy escaso. Una empresa vasca se dispuso a la explotación de un negocio que alcanzaría su punto culminante con el transcurso de la Iª Guerra Mundial, exportando limonita con destino a los puertos británicos.
En aquel momento varios centenares de obreros, principalmente mineros trabajaban en la fundición del hierro, generando un extraordinario auge en toda la comarca, pero muy especialmente en aquel pequeño municipio que se adosaba a las tranquilas aguas del río Eo. El floreciente negocio, que proporcionó mucho trabajo, hizo que hubiese empleados de todas partes y se generasen entre ellos filias y fobias. Lo cierto es que como consecuencia de la desaparición de uno de aquellos hombres provocaría un magnánimo error judicial, más propio de cualquier producción cinematográfica que de las autoridades propiamente dichas. De hecho, cuatro de ellos ingresarían en prisión a consecuencia del incidente que se creó en la fundición y que provocaría la desolación del vecindario al comprobar como se les acusaba de un crimen que jamás habían cometido.
El asunto, que terminaría trascendiendo a la prensa nacional haciéndose incluso eco de la noticia el rotativo madrileño «ABC», se conoció en los primeros días de noviembre de aquel año 1904, cuando aquellos enormes hornos estaban dando sus primeros pasos y se encontraban en plena ebullición. En aquel entonces se notificaría la desaparición del trabajador Juan Rodríguez, un hombre de cuarenta años que gozaba del aprecio de sus superiores, siendo considerado un hombre honrado y cumplidor. Sin embargo, este minero no gozaba así del aprecio de otros compañeros, con quienes había mantenido algunas diferencias y discrepancias. Su desaparición sería atribuida a cuatro de sus colegas, dadas las malas relaciones existentes entre ellos.
Huesos calcinados
Para colmo de males y de los cuatro encausados, en aquellos hornos en los que se fundía el material del hierro aparecerían unos huesos calcinados. Dadas las rudimentarias técnicas forenses de la época, de muy dudosa eficacia tal y como se demostraría posteriormente, un médico dictaminó que los huesos encontrados en los hornos, que alcanzaban temperaturas muy elevadas, pertenecían al obrero desaparecido. La difusión de esta noticia causaría la lógica consternación en todo el norte de la provincia de Lugo, así como la repulsa de quienes se encontraban allí trabajando, amén del desprestigio que recaía sobre la empresa vasca encargada de llevar a buen puerto los destinos de aquella pujante industria.
Tras ser sometidos a careos y al terrible y patético tercer grado, en el que sufrían brutales tormentos con el objetivo de que confesasen la verdad, los cuatro trabajados terminarían por ceder a las presiones a las que eran sometidos y como se dice en el lenguaje coloquial de los delincuentes de los bajos fondos «cantaron hasta la traviata». Se atisbaba un proceso duro, no exento de morbo, dada la gran consternación que se había generado.
En Asturias
Pasado ya algún tiempo, no más de un par de meses, alguien cercano al trabajador desaparecido confesó haberlo visto en una localidad minera asturiana hasta donde se había desplazado a trabajar en otra explotación. A las autoridades judiciales no les quedó otra alternativa que revisar tanto sus escritos de acusaciones, como el arresto provisional del que habían sido objeto los cuatro detendidos, quienes habían sufrido las penalidades propias de las cárceles de la época, así como el escarnio de sus amigos y conocidos. Visto el gravísimo error judicial que habían cometido, aquellos hombres fueron puestos en libertad, pero con su imagen pública visiblemente dañada a consecuencia de un crimen que jamás habían cometido.
Pero si fue grave el error de la Justicia, no lo fue menos el de la Medicina forense de la época, ya que no sería capaz de dictaminar que los huesos calcinados hallados en los hornos no pertenecían a un ser humano sino a algunos animales muertos. La concatenación de fallos pudo tener consecuencias irreparables en una época en la que estaba vigente la pena capital.
Este crimen, que jamás se cometió, fue seis años anterior al conocido como «Crimen de Cuenca» o «Caso Grimaldos» en el que dos hombres penaron por el supuesto asesinato de un tercero. Como se puede observar, los errores judiciales no son nuevos y sus víctimas sufren un estigma del que difícilmente pueden recuperarse, ya que han sido sometidos a un escarnio que jamás han merecido.
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