Tres mineros asesinan a un compañero en A Pontenova (Lugo)

 

Hornos de A Pontenova en la actualidad

A comienzos del siglo XX la provincia de Lugo era un territorio pobre, que vivía básicamente de una mísera agricultura de subsistencia que apenas servía para satisfacer las necesidades más básicas de una numerosa población a la que forzosamente se condenaba a una emigración poco menos que forzada. El destino de la mayoría de sus habitantes pasaba por caminar detrás de una yunta de vacas o bueyes, en tanto que el canto de los viejos y ancestrales carros del país, con su eje escasa o nulamente engrasado por la ausencia de unto de cerdo, se convertía en la habitual sintonía de sus empedrados caminos y corredoiras por las que deambulaban aquel sempiterno medio de transporte que se prodigó hasta finales de la década de los años setenta del pasado siglo.

En el año 1900 surgió una oportunidad, en el norte de Lugo -a caballo de tierras asturianas y gallegas- de salir de aquel infernal modo de vida, ya muy arcaico. En la localidad de Vilamea, a lomos del Eo y en la actualidad el municipio de A Pontenova, que durante muchos años conservó el nombre de A Pontenova-Vilaoudriz, se inició una explotación de material de hierro, concretamente limonita a cargo de una sociedad vasca, procedente del genuino y aristocrático barrio de Neguri, mucho más doctos que los gallegos a la hora de iniciar negocios rentables. La localidad se convertiría en un constante ir y venir de trabajadores procedentes de todos los puntos de la provincia, aunque eran los de municipios más próximos quienes copaban la mayor parte de los puestos de trabajo.

A medida que avanzaba el último siglo del segundo milenio, la explotación minera iba creciendo también en beneficios, que se multiplicarían con el estallido de la Iª Guerra Mundial, con la masiva exportación del material a tierras británicas. La localidad en la que se enclavaban los hornos mineros se había convertido, de la noche a la mañana, en el principal centro industrial de la provincia, que la convertía a su vez en un importante centro de atracción de población y también financiero. Según algunas fuentes, se llegó a contabilizar un censo superior a los 20.000 residentes, similar al de la capital de la provincia. Actualmente este municipio no alcanza los 3.000 habitantes.

Entre esa nutrida población había algo de todo, como en todas partes. Era frecuente que los mineros comiesen en las riberas del Eo, a medida que salían de sus respectivos turnos o jornada laboral. En uno de esos grupos era frecuente ver a Juan Rodríguez, un minero de unos 40 años, vecino de un municipio próximo al que se realizaba la explotación con otro grupo de compañeros. Se decía de él que era un hombre trabajador y cumplidor, mientras que otros no lo eran tanto, lo que provocaría los primeros enfrentamientos, así como rencillas con otros mineros que, de alguna manera, se sentían celosos del trato que le dispensaban los encargados, incluso con mejores remuneraciones económicas.

En vista de que Juan Rodríguez no era del agrado de sus compañeros, cuatro de ellos, aunque solamente serían tres los condenados, se confabularon para darle muerte en los primeros días del mes de noviembre del año 1905. Después de cenar un grupo de tres hombres, capitaneados por Álvaro Pena -principal inculpado-, junto con Domingo Portela y Eduardo Veiga decidieron darle muerte asestándole varias puñaladas en el pecho. Para evitar dejar rastros no se les ocurrió mejor cosa que arrojar su cuerpo a uno de los hornos de fundir metales, creyendo que así jamás se encontraría a la víctima.

Desaparición

A los pocos días de acontecido el hecho criminal, que consternaría de sobremanera a la localidad, uno de los encargados de la explotación hizo notar la desaparición de Juan Rodríguez, dando incluso aviso a su familia por si por casualidad se hubiese trasladado a su domicilio por cualquier circunstancia o imprevisto. Sin embargo, algo le hizo sospechar a este hombre que quizás pudiese tener otras imbricaciones e inició sus propias indagaciones. Enseguida se supo que Juan Rodríguez contaba con la enemistad manifiesta de algunos sujetos que trabajaban en la explotación minera.

Se decía que el encargado era un hombre de mucho carácter y que amenazó a muchos mineros con expulsarlos de su trabajo en caso de que nadie facilitase noticias acerca del paradero del minero desaparecido. Sospechaba profundamente de Álvaro Pena y Domingo Portela. No iba descaminado. Les amenazó reiteradamente con demandarlos judicialmente en caso de que no le dijesen lo que realmente había sucedido con Juan Rodríguez.

Inmediatamente se enteró el encargado de la enemistad que tenían esos dos individuos con el minero al que habían dado muerte. Tras la pertinente denuncia, acabarían derrumbándose y contando los hechos tal y como habían sucedido al juez de Ribadeo, quien ordenaría parar la cadena de producción a fin de recuperar el cuerpo o lo que quedaba del minero muerto.

Huesos calcinados

Los asesinos no consiguieron esta vez salirse con la suya, pues los huesos del trabajador habían resistido las altas temperaturas de la fundición de los metales de los hornos y fueron encontrado calcinados. Un forense determinaría que si correspondían al minero desaparecido, pues los mismos correspondían con las características físicas de Juan Rodríguez.

El crimen no pasaría desapercibido ni en la localidad ni tampoco en otros puntos próximos, ya que enseguida se empezó a correr el rumor de que la sociedad vasca que se encargaba de la explotación del mineral solamente contrataba a delincuentes. En vista de estos desagradables y burdos comentarios que se extendieron por todo el norte de la provincia de Lugo, se decidió emprender un riguroso proceso de selección de trabajadores a fin de que no se repitiesen acontecimientos como el que había tenido lugar y que tan mala fama le estaba granjeando a una empresa que se definía a si misma como generadora de riqueza.

En los primeros días de febrero del año 1906 se inició el juicio contra los cuatro procesados, aunque uno resultaría absuelto, en el Juzgado de Mondoñedo, a donde correspondía jurídicamente. El fiscal efectuará un muy duro y cruel alegato contra los mineros, principalmente contra Álvaro Pena, a quien atribuían el asesinato material de su compañero. Llega a solicitar la pena capital para él, en tanto que para sus compañeros solicita que sean condenados a reclusión perpetua.

Finalmente, Álvaro Pena sería condenado a cadena perpetua, que tendría que cumplir en el penal de Ceuta, mientras que Eduardo Veiga y Domingo Portela serían condenados a 30 años de prisión. La cuarta persona a quien se relacionaba con este trágico suceso sería absuelto, pese a que el fiscal lo había acusado de encubrir tan deplorable crimen.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Si te ha gustado, estaremos muy agradecidos de que lo compartas en tus redes sociales.

Acerca de

Soy Antonio Cendán Fraga, periodista profesional desde hace ya tres décadas. He trabajado en las distintas parcelas de los más diversos medios de comunicación, entre ellas el mundo de los sucesos, un área que con el tiempo me ha resultado muy atractiva. De un tiempo a esta parte me estoy dedicando examinar aquellos sucesos más impactantes y que han dejado una profunda huella en nuestra historia reciente.

3 comentarios en «Tres mineros asesinan a un compañero en A Pontenova (Lugo)»

  1. con los años que tengo y me entero ahora,mi padre trabajo en en ellas, me conto una vez que enpujando una vagoneta que el compañero que llevaba no empujaba, y le decia que su rueda no quedaba a tras que iban parejas,siempre me quedo este recuerdo……

  2. Es normal que no se tenga conocimiento de este caso. Hay que tener en cuenta que sucedió hace 114 años. Yo lo encontré en un diario de la época y posteriormente estuve mirando la documentación en el Archivo Histórico Provincial de Lugo. Saludos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *