
El abuelo paterno de tres niños que residían en el barrio de Landatas en la localidad vizcaína de Orduña, Manuel Botana un pequeño enclave situado entre las provincias de Álava y Burgos, sospechó que algo raro había ocurrido en el domicilio en el que vivía su yerno con sus tres hijos, tras haber pasado aquel día en el centro de la tercera edad. Residía en el mismo inmueble en el que se produjo el trágico suceso que consternaría profundamente a la pequeña localidad vasca, además de ser conocedor de los problemas del estado de ánimo de su yerno, Juan Manuel Palmero, un desempleado de tan solo 30 años de edad, que sufría constantes depresiones desde que hacía poco más de un mes falleciese su esposa, María Jesús Botana, tras ser intervenida quirúrgicamente de un tumor cerebral que le terminaría costando la vida.
Alrededor de las nueve de la noche de aquel día, sábado, 21 de septiembre de 1991, se dirigió al domicilio en el que habitualmente vivía su familia más cercana, alertado ante la posibilidad de que les hubiese ocurrido algún inesperado percance. Intentó acceder, sin éxito, al interior del piso al estar la puerta completamente bloqueada, aunque pudo comprobar a través de una rendija que uno de sus nietos, un niño de corta edad, yacía tirado en el suelo, lo que le provocó la lógica preocupación. Desde su posición, en el exterior de la vivienda, podía escuchar el sonido de la televisión que estaba funcionando con un volumen muy elevado, lo que todavía hacía más extraña aquella situación. Inmediatamente daría aviso a la Policía autónoma vasca para saber que era lo que realmente había acontecido en aquella vivienda.
La Ertzainza se desplazó inmediatamente hasta el lugar de los hechos con la finalidad de socorrer a los residentes en aquel domicilio. Provistos de palancas consiguieron forzar la puerta hasta penetrar en el interior de la vivienda encontrándose el desolador panorama en el que sus moradores yacían todos exangües en el suelo. Había que atar cabos para saber lo que realmente había ocurrido en aquella casa y encontrarle alguna explicación racional. En principio no se notó nada raro y todo parecía estar realmente en orden dentro del trágico episodio allí ocurrido.
Espita de gas abierta
Efectivos de la Cruz Roja se desplazaron hasta el lugar de los hechos y no pudieron hacer otra cosa que confirmar la muerte de los tres pequeños Jessica, Inmanol y Aránzazu, todos ellos con edades comprendidas entre los cuatro y los once años. Aparentemente no presentaban signos de violencia, como tampoco los presentaba el padre Juan Manuel Palmero, de 30 años. De la misma manera, se comprobó que en un primer momento no había olor a gas, sustancia de la que ya se sospechó desde un primer momento, pero que hasta entonces no se achacó como principal causa del suceso.
Los investigadores encontrarían la espita del gas de un calentador de combustión abierta, pero no parecía que esto tuviese que ver con los cuatro decesos. Los cuerpos de los tres niños y el adulto fueron trasladados a un centro anatómico forense para ser sometidos a las correspondientes autopsias. Las mismas terminarían por corroborar el trágico presagio que se había tenido en un principio, que no era otro que el fallecimiento por inhalación de gas de los moradores de la vivienda. Se hablaría también de la hipotética posibilidad de un accidente o una negligencia, aunque esta hipótesis sería descartada a medida que avanzaban las investigaciones.
El deceso de los cuatro miembros de la familia había sido provocado por el padre, pues todos ellos se encontraban en una misma estancia en la que se encontraba el calentador con la espita abierta. El móvil de este crimen se encontraba en la complicada situación que atravesaba el cabeza de familia, que llevaba varios meses desempleado, a lo que había que añadir la reciente muerte por entonces de su esposa, un hecho que no habría hecho otra cosa que menoscabar completamente su estado de ánimo y sus depresiones era continuas y hacía tiempo que no levantaba la cabeza.
El dia anterior
Las cuatro muertes de los residentes en aquel domicilio se habrían producido ya el día anterior al hallazgo de sus cuerpos sin vida, el 20 de septiembre de 1991. Así se encargaron de testificarlo algunos vecinos y también las autopsias. Los primeros manifestarían que no les habían vuelto a ver desde el viernes. En esa jornada regresaban a casa los dos hermanos mayores Jessica e Inmanol, quienes desde el fallecimiento de su madre habían sido ingresados en un centro de acogida de menores regentado por la Diputación de Álava.
El azar quiso que también la suerte le fuese esquiva a la más pequeña de las criaturas Aránzazu, de tan solo dos años, quien, ante la delicada situación que atravesaba su familia, había sido acogida por unos familiares que regentaban un bar en la misma localidad de Orduña. Sin embargo, aquel día, aprovechando el fin de semana se fue a su casa junto a su progenitor ya que sus tutores habían asistido a una boda, convirtiéndose fatalmente en una inocente víctima de un suceso, que al igual que muchos otros de similares características tal vez hubiese podido evitarse con tan solo un poco de humanidad y el apoyo a un pobre hombre que se sintió desnortado cuando no completamente desesperado, hasta el extremo de provocar una tragedia que puso a Orduña en el mapa y no precisamente por su curiosa ubicación geográfica.
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