Dos personas asesinadas en el crimen más famoso de la historia de Segovia (La casa del crimen)
Hay sucesos que marcan a perpetuidad a los lugares o los escenarios donde ocurren. Uno de esos trágicos episodios ocurriría en Segovia el día 31 de mayo de 1892 cuando, entre las dos y las tres de la tarde aproximadamente eran brutalmente asesinadas dos personas en el palacete de Ayala-Berganza, situado en el barrio de San Millán en plena calle calle Carretas. Es esta una edificación noble, de la que era dueño en aquel entonces Alejandro Bahín Masón, apodado «el francés», un viudo de 73 años, cuyo sobrenomebre hacía referencia a su ascendencia gala, y la criada que lo atendía, Isabel García Benito, de 67 años, y que trabajaba en aquella casa desde hacía 54, perecían asesinados durante el asalto que se produjo en aquella jornada de primavera de hace ya 130 años. El cuerpo del dueño sería encontrado en unas escaleras interiores en posición de cúbito supino, mientras que el de la asistente se encontraba en otra dependencia, con evidentes signos de haber sufrido un ataque de desmedida violencia.
A nadie se le escapaba en la ciudad del Acueducto que el crimen obedecía a un móvil económico, pues Alejandro Bahín, que, según se decía, contaba con pocas amistades, tenía la falsa fama de ser un hombre muy rico en cuyo domicilio se guardaban importantes tesoros. Eso al menos proclamaban muchas voces del pueblo, a veces un tanto exageradas, que fueron creídas al pie de la letra por los asesinos, quienes se llevaron un botín de diez mil reales, así como algunas joyas y oro que intentarían vender en vano en Madrid. El dinero lo repartirían entre los tres criminales a partes iguales. Dada la magnitud del crimen, en Segovia se vivieron jornadas de gran consternación. Los escasos medios de comunicación de la época trabajaron codo con codo con los agentes de la Guardia Civil para tratar de resolver el triple crimen, siendo un personaje de excepción en su resolución el inspector de vigilancia, Tomás Martínez.
Detenciones
Aunque pasaban los días y no eran encontrados los responsables de aquel execrable doble crimen que había atemorizado a la histórica capital castellana, en el mes de julio de 1892 se practicarían las detenciones de los autores del doble asesinato. A primera hora de la mañana de un día de aquel caluroso mes estival la Guardia Civil le daba caza al auténtico alma mater de aquel trío de delincuentes, Aquilino Velázquez, que sería detenido en el número siete de la calle del Alcázar, un hombre de 34 años, casado y con dos hijos, que no tenía oficio conocido, oriundo de la localidad segoviana de Moraleja de Coca, domiciliado en una calle próxima al lugar de autos desde hacía tan solo ocho meses. En días sucesivos, tras las delaciones hechas por el teórico líder de la banda, serían detenidos sus dos compiches, Emeterio Salinas, un joven de 31 años, casado y cuya profesión, medidor de granos, se encuentra hoy en día exinta. El tercero en discordia del grupo era un dependiente de la fábrica de cerámica, Enrique Callejo, apodado «El Lobo», quien ya contaba con una cierta edad en el momento de producirse los hechos, 47 años, quien además estaba casado y era padre de de dos hijos.
Al conocerse las detenciones de los autores del doble crimen, una calma tensa, no exenta de cierta sorpresa, se apoderaría de muchos segovianos. Les había causado cierta sorpresa la detención de Callejo, aunque no tanto sus otros dos compinches, especialmente el jefe del trío, quien estaba considerado un crápula que se dejó llevar por los comentarios un tanto infundados que reinaban en la ciudad acerca de las supuestas riquezas que atesoraba quien había sido concejal del Ayuntamiento segoviano, Alejandro Bahín Masón, aquel hombre un tanto raro, aunque buena persona, del que se decía que guardaba grandes tesoros en su residencia. Otros hechos sangrientos desarrollados en la misma época también estuvieron originados en comentarios similares de muy dudosa procedencia, a lo que se sumaba la ignorancia y la miseria, muy presentes en una sociedad que, en muchos casos, tan solo aspiraba a sobrevivir.
Tres sentencias de muerte
Era aquel un tiempo en el que los magistrados encargados de juzgar los delitos de sangre no solían andarse con medias tintas ni muchos menos con bromas. Apenas siete meses después de haberse procedido a la detención de los tres autores de la muerte de aquellas dos personas, en febrero de 1893, arrancaba el juicio que se celebraría en su contra en la Audiencia Provincial de Segovia, presidida por el ilustre jurista, Alejandro Rodríguez del Valle. Como fiscal encargado de solicitar la máxima pena que contemplaba el código penal español de la época actuaba el gallego, Augusto Álvarez de la Braña, hermano del conocido arqueólogo Ramón Álvarez de la Braña, ambos nacidos en la localidad de Noia, en la costa occidental de Galicia.
Á pesar de que aquellos tres rateros de medio pelo, reconvertidos de la noche a la mañana en temibles asesinos, eran defendidos por prestigiosos letrados, quienes aludieron a la condición humilde de sus patrocinados, además de hacer hincapié en sus penosas condiciones de vida, Álvarez de la Braña tuvo claro desde el primer momento que aquel trío merecía ser ejecutado en el siempre temido y adusto garrote vil. Así lo consideraría también el juzgado encargado de emitir el veredicto de culpabilidad que recaería sobre aquellos tres energúmenos. La decisión caería como una auténtica bomba en Segovia, movilizándose las fuerzas vivas de la ciudad, entre ellas su obispo, José Proceso Herrero y Pozuelo, quien además era en ese momento senador en representación del Arzobispado de Sevilla. La petición de clemencia contaría incluso con el aval de la Infanta Isabel. Sin embargo, la gracia del el indulto en esta ocasión no recaería sobre los tres sentenciados a muerte, cuya potestad recaía en aquel momento en la reina regente María Cristina de Habsburgo-Lorena, quien años antes ya había concedido otras gracias similares a última hora.
En un gélido día del mes de enero, concretamente el día 9, cuando una espesa capa de nieve cubría la ciudad de Segovia, la comitiva con los tres condenados se dirigía por las calles de su casco histórico hasta el tétrico lugar en el que se había levantado el tablado para su última función, emplazado en un despoblado triángulo de la época formado por la Plaza de Toros, Casa de Mixtos y Valdevilla. Previamente, hubieron de retirar la nieve un grupo de operarios municipales para que aquel macabro acto se desarrollase con la normalidad que exigían los cánones de la época. Al mismo tiempo, millares de personas que algunas fuentes cifraban en torno a cinco mil procedentes de toda la provincia y localidades limítrofes, se trasladaron hasta la ciudad del Acueducto para presenciar tan macabro espectáculo, fijado para las ocho de la mañana. Entre los asistentes se encontraban también niños, que siempre eran invitados a asistir a estos controvertidos eventos. Para mantener el orden y evitar desmanes de última hora, se trastaladaron tres compañías del regimiento del Rey, una sección de la Guardia Civil de Caballería, que serían reforzados por otro grupo de agentes. Los encargados de dar muerte a aquellos tres infelices serían dos verdugos que habían llegado procedentes de las Audiencias de Albacete y Cáceres, quienes harían su trabajo con gran maestría y verdadera eficacia. Con esta lamentable función, presenciada por una gran muchedumbre, se daba por concluida la última ejecución pública que tendría lugar en Segovia.
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