La envenenadora de Valencia: La última mujer ejecutada en el garrote vil en España
La España de los cincuenta era un país en blanco y negro por muchas cosas, pero tendiendo más a lo oscuro que a lo claro, principalmente por los escasos atractivos que ofrecía a una sociedad que se levantaba tímidamente de los efectos de una dura posguerra. Si la vida estaba mal para los hombres, mucho peor estaba para las mujeres, quienes solamente tenían una salida, que era la de contraer matrimonio y ser madres de una extensa prole. La única oportunidad de empleo para muchas de ellas, mayoritariamente analfabetas y con escasísima formación, era la de colocarse de sirvientas en viviendas de familias pudientes para escapar de un mundo rural con prácticamente nulas posibilidades de prosperar y muy estigmatizado por falsos estereotipos y decadentes prejuicios.
Entre ese medio millón largo de muchachas que buscaban el porvenir en la ciudad, según datos del Consejo Superior de Mujeres de Acción Católica, se encontraba una joven castellonense, Pilar Prades Santamaría, que había nacido el municipio de Bejis a finales de la década de los años veinte del siglo pasado. Su vida en aquel pequeño núcleo, que apenas contaba con poco mas de un millar de habitantes en aquel entonces, había estado dominada por múltiples privaciones y una muy dura y cruel existencia desde niña, en cuya infancia hubo ya de trabajar muy duramente transportando sacos de estiércol y cubos de agua para ganarse un nimio sustento.
Dados los estrictos cánones que imperaban en la época, Pilar Prades, al igual que aquellas 500.000 mujeres que como ella trabajaban de «chachas», solamente aspiraba a casarse. No obstante, no era una mujer agraciada físicamente y había recibido muchas calabazas de los jóvenes de su tiempo, quienes ni siquiera la sacaban a bailar las canciones que interpetraba una orquesta en la sala valenciana «El Farol», en la que se reunía con otras mujeres de su misma condición. Sentía como si la vida le diese la espalda en cualquier proyecto que emprendía y que irremisiblemente podría quedar condenada para «vestir santos», como rezaba el viejo adagio popular en una rígida y moralista sociedad que apenas ofrecía otras posibilidades a las mujeres de la época.
Un envenenamiento mortal
Al llegar a Valencia, Pilar Prades entró a trabajar en casa de un conocido charcutero valenciano, Enrique Vilanova, quien regentaba un negocio junto con su esposa Adela Pascual. El matrimonio no tenía hijos y al poco tiempo de ser contratada para llevar el servicio doméstico de aquella casa, la señora se comenzó a sentir mal. Sufría vómitos y mareos. Los médicos no acertaban con el diagnóstico de la enfermedad que podría aquejar a aquella pobre mujer. Mientras, la criada le suministraba caldos y tisanas aderezados con un veneno que contenía arsénico, que entonces se usaba para matar hormigas y otros insectos, cuyo nombre comercial era el de Diluvión. La dolencia de la ama iba empeorando un día tras otro, aunque Adela Pascual no dudaba ni un solo instante en agradecer el desinteresado trabajo de su empleada doméstica, quien hasta le llevaba las hostias para que pudiese comulgar, además de hacer constantes rogativas para que se respusiese su señora, o eso le decía. Lo que menos podía sospechar es que detrás de aquella mujer, que hasta le cantaba canciones de Celia Gámez y Conchita Piquer, se escondiese un verdadero lobo que se revestía hábilmente de manso corderillo.
A mediados de mayo de 1955, Pilar Prades escuchó decir a Enrique Vilanova, su señor, -en conversación con un médico- que sería necesario ingresar a Adela en un centro sanitario con el fin de encontrar una solución definitiva a los problemas de salud que arrastraba su esposa. Fue entonces cuando la criada decidió incrementar las dosis del letal insecticida en las tisanas y caldos que a diario le proporcionaba a su señora ama. A consecuencia de ello, Adela Pascual fallecería el día 28 de mayo de 1955, convirtiéndose en la única víctima mortal en el camino de la envenenadora, pese a que después proseguiría con su cruel trayectoria, aunque sin los resultados que buscaba.
El punto culminante de su trayectoria con la familia Vilanova-Pascual lo constituyó el día del entierro de la señora de la casa, a quien ella perseguía sustituir, pero sin ningún atisbo de alcanzar su propósito. Le dijo al dueño de la chacineria que ella se encargaría del negocio y atender a los clientes, que no había necesidad de cerrarlo mientras él le daba sepultura a su esposa. Al regresar de la despedida definitiva de Adela Pascual, su marido se encontró a Pilar Prades luciendo uno de los delatales almidonados que ella había vestido en vida, lo que disgustaría de sobremanera a Enrique Vilanova, quien, sin dudarlo un solo instante, decidió despedir a aquella mujer por la grave falta de respeto que había cometido. No era para menos.
Durante un pequeño lapso de tiempo estuvo en la vivienda de la familia Alpere-Greus. Al igual que había hecho con el primer matrimonio, intentó envenenar a la dueña de la casa, a quien le comenzaron a salir por el cuerpo algunas manchas. Los médicos que la atendieron le diagnosticaron que sufría alguna alergia. Sin saber muy bien como, lo cierto es que Pilar Prades decidió abandonar a aquella familia antes de que fuese demasiado tarde o porque vio las cosas muy mal paradas.
Dos intentos frustrados más
Tras pasar un breve período de tiempo sin trabajo, en el año 1957 una amiga que había hecho en la sala «El Farol» le propuso que se fuese a trabajar con ella a la casa de un médico militar, Manuel Berenguer Terraza, quien estaba casado con Carmen Cid y eran padres de una numerosa prole. Muy pronto, al igual que había hecho en los otros domicilios en los que había prestado su servicio, las mujeres de aquella casa comenzaron a sentirse mal. La primera fue su amiga, la cocinera Aurelia Sanz, con quien mantenía una agria disputa a causa de un joven del que se había enamorado perdidamente. Inmediatamente hubo de ser ingresada en un centro sanitario a causa de una rara dolencia que le afectaba a las extremidades y que le había provocado una parálisis generalizada.
Mientras estaba ingresada su compañera, la señora de la casa, Carmen Cid, comenzó a sufrir unos síntomas muy similares, desconociéndose a que podía obedecer aquella extraña enfermedad. El doctor Berenguer decidió ingresar a su esposa, quien había experimentado una notable mejoría a los pocos días de haber ingresado en el hospital, circunstancia esta que levantó sus lógicas sospechas. Lo primero que hizo fue despedir a la nueva criada, alegando que el trabajo de aquella casa lo podía hacer tranquilamente la cocinera y no se precisaban más empleadas domésticas.
Posteriormente, junto con un colega de profesión, realizarían a su esposa la prueba del propatiol, con el objetivo de detectar algún tóxico sin necesidad de efectuar otros análisis. Los resultados no pudieron ser más concluyentes ni contundentes. En el cuerpo de Carmen Cid detectaron la presencia de arsénico. Fue entonces cuando Manuel Berenguer presentó una denuncia en comisaría contra quien había estado trabajando en su casa, además de investigar en que otros lugares habían estado prestando sus servicios. Se daba la circunstancia de que apenas un par de años antes había fallecido una mujer en uno de los domicilios en los que había estado trabajando Pilar Prades, sin que nunca estuviesen claras las causas de su muerte. Lo que también ignoraba esta criada era que el veneno que ella usaba contribuía a la conservación de los cadáveres, por lo que fue muy fácil deducir la causa por la que había muerto Adela Pascual.
Detención y setencia de muerte
Ante las evidencias que se encontraron y que involucraban Pilar Prades, la Policía de la capital valenciana procedió a su detención en la pensión en la que se hospedaba. Entre sus pertenencias se hallaría su veneno homicida, comercializado bajo el nombre de Diluvión, un potente tóxico compuesto de arsénico y melaza, sustancia esta última que le confería un sabor dulzón, de ahí que sus víctimas notasen el sabor dulce en los distintos caldos y tisanas que les suministraba con el objetivo de eliminarlas y así ocupar su puesto.
Durante el «hábil interrogatorio» al que fue sometida, Pilar Prades negaría, en un principio, los cargos de los que la acusaban, un asesinato y dos en grado de tentativa. Su abogado le aconsejaría de forma reiterada que reconociese los hechos, para así obtener una condena que oscilase entre los doce y los veinte años de prisión, pero decidió seguir una estrategia totalmente equivocada, aunque terminaría por reconocer que uitlizó el arsénico para eliminar a la carnicera. Tampoco le fue muy favorable la declaración de quien había sido último señor, el doctor Berenguer, quien manifestaría que vio un extraño gesto en Pilar Prades, cuando dejó muy clara su intención de no rehacer su vida en el supuesto de que su esposa falleciese a causa de la enfermedad que la aquejaba.
En el juicio que se siguió en su contra en el año 1959 volvería a proclamar su inocencia, tal y como había sostenido de manera reiterada ante la Policía. Sin embargo, eran demasiadas las pruebas que se habían reunido en su contra y su estrategia equivocada. Adujo en su defensa que se había quedado sin azúcar y probó de los distintos productos que estaban a su alcance y utilizó uno que le ofrecía un sabor dulzón y lo empleó para dárselo a su señora, con el objetivo de que esta no se enterase de que se había olvidado de comprar azúcar. Sin embargo, los jueces no se creyeron esta versión. Pilar Prades sería condenada a una pena de muerte y otras dos de cuarenta años de cárcel, que difícilmente podría cumplir si se ejecutaba la primera.
Sus últimos días en prisión fueron dolorosos, penosos y patéticos, pues no llegaba el ansiado indulto que su abogado había solicitado del Tribunal Supremo. Aquella psicópata en toda regla, clamaba ahora por su existencia y se lamentaba que fuese a morir con tan solo 31 años, en una vida plagada de sufrimientos y estrecheces que ahora veía como la condenaba a la peor de las sentencias. Sus llantos y suplicas no serían escuchados por nadie y se convertiría en una víctima de un cruel sistema en todos sus órdenes.
El 19 de mayo de 1959 fue la fecha marcada para su triste cita con el dramático garrote vil. La ejecución correría a cargo del verdugo, Antonio López Sierra, «El Corujo» quien expresó su disgusto por tener que dar muerte a una mujer y su ajusticimiento se demoró varias horas en la espera de un indulto que jamás llegaría, levantando la compasión de quienes asistieron a tan deleznable y dramático espectáculo. De hecho, al verdugo le darían de beber en abundancia para que se armase de valor y así proceder a la ejecución de aquella mujer, la última fémina que se ajustició en España. Con ello, muy joven, tal y como ella proclamaba, se despidió de un mundo cruel que, definitivamente, le había dado la espalda y se había burlado de su exisencia de una forma muy miserable.
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