Cinco mil pesetas por matar a una sexagenaria viuda en Trabadelo (León)
Los primeros años de la década de los sesenta en el confín donde se unen las tierras galaicoleonesas comenzaba a ganar protagonismo la histórica Carretera Nacional N-VI, que une la capital de España con Galicia y que termina su trayecto en A Coruña, tras más de 600 kilómetros de recorrido. Son muchas las pequeñas localidades y aldeas que se encuentran en las inmediaciones del mítico puerto de Pedrafita do Cebreiro, a uno y otro lado de ambas demarcaciones provinciales de Lugo y León respectivamente. Sus vecinos se conocen casi todos, antaño esa relación era a aún mayor, y se de la paradoja de que hasta una vivienda se encuentra en el mismo límite. Por la parte delantera son vecinos de la provincia leonesa y por la trasera de la lucense. Forman todos ellos un curioso territorio que tan solo se encuentra separado por los límites geográficos impuestros caprichosamente por las distintas administraciones que jamás tuvieron en cuenta sus peculiaridades, lo que no ha dado -en más de una ocasión- a distintos malentendidos e historias que no dejan de ser rocambolescas, independientemente del carcomido irredentismo que ha llegado a provocar algún enfrentamiento político, que no obedece a las circunstancias de este caso.
Tanto los leoneses como los gallegos de esa contorna tienen una peculiar indiosincrasia y casi una misma percepción del mundo que los rodea, con sus pros y sus contras. Así, era frecuente que sus costumbres se asemejasen mucho a las gallegas, con los clásicos carros del país, ya desaparecidos y un paisaje ciertamente similar, en el que predominan las frondosidades y un terreno escarpado que le proporcionan un singular atractivo. Una de las últimas aldeas antes de adentrarse en tierras gallegas es Perexe, perteneciente al término municipal de Trabadelo, donde la práctica totalidad de sus vecinos se expresan ya en la lengua rosaliana. Allí el 19 de septiembre de 1962 iba a ocurrir un macabro suceso que consternaría tanto a gallegos como a leoneses, tanto por la forma en como se produjo como en sus circunstancias, impropias de una comarca en la que primaba la buena vecindad y la confraternidad. Sus graves repercusiones llegarían hasta nuestros días.
En los pequeños núcleos poboacionales es habitual que afloren viejas rencillas familiares por cuestiones particulares que, incluso, suelen heredarse de padres a hijos y que ciertamente son complicadas de resolver por un cierto particularismo y una falsa honorabilidad social malentendida. Este es el caso que ahora nos ocupa. Desde hacía ya varias décadas dos vecinos de esta entrañable aldeíta, que ganaba gran visibilidad al paso de los viajeros por la vieja carretera, Hilario Jurjo Larzábal y Purificación Fontevedra mantenían unas relaciones tormentosas, que nunca fueron capaces de reconducir y que el primero de ellos llevaría hasta límites extremos. Desde hacía más de tres años, Hilario, un hombre ya de sesenta años, tenía intención de liquidar esta situación por la vía más rápida, es decir, terminando con la vida de su casi eterna enemiga. Para ello contrataría los servicios de lo que hoy conocemos como un sicario, que se encargaría de acometer un macabro cometido. Se trataba de Venancio Iglesias Prieto, un hombre de 54 años, que se dedicaba a ganar su sustento de cada día trabajando como jornalero a quien requería sus servicios.
Hombre de confianza de la víctima
Para llevar a cabo esta tarea con la mayor precisión posible y con el objetivo de no levantar sospechas, no se le ocurrió mejor idea que contar para ello con un hombre de confianza de Purificación Fontevedra, una mujer viuda de 67 años que vivía sola en su domicilio. El día elegido tampoco había sido casual, pues en el pueblo había muy poca gente. La mayoría se había desplazado a la vecina localidad de Villafranca del Bierzo a gozar de sus fiestas patronales y eran muy pocos los lugareños que se encontraban en sus domicilios. El criminal, por su parte, también se tomó la molestia de elegir una hora idónea para cometer el bárbaro encargo, aprovechando el anochecer en el que ya declinaba el día y así procurar no ser visto husmeando por el lugar de autos. Además, para ello se pertrechó convenientemente con una hoz que introdujo bajo una larga gabardina que le había prestado Hilario Jurjo, a la que añadía un sombrero pintado de negro con el objetivo de no ser reconocido, pero las cosas casi nunca salen tan bien como se planean y este dramático suceso es un claro ejemplo.
La confianza que tenía el verdugo con su víctima era tal que esta última jamás pudo sospechar que el jornalero fuese a hacerle ningún daño, pues Venancio Iglesias era un trabajador habitual en su hacienda, siendo habituales los cometidos que le encargaba Purificación Fontevedra. En esa jornada había estado trabajando en su casa y la pobre mujer pensaba que quien se había reconvertido en sicario de la noche a la mañana iba a cobrar el jornal y así se lo preguntó cuando se dirigió a ella. Sin embargo, aquel hombre, que se había ganado la camaradería de aquella viuda ya sexagenaria, iba con otro tétrico fin que el de cobrar su jornal. Aquel atardecer iba con el propóstito de asesinarla de la forma más espantosa y que haría estremecer a todo su vecindario.
-¿Vienes a cobrar el jornal, Venancio? -Fueron al parecer las palabras que le dirigió Purificación al criminal, quien a continuación esgrimió una hoz de las grandes con la que le propinó una secuencia de golpes en la cabeza, dejándola inconsciente, además de provocarle graves traumatismos, tal y como se demostraría en la autopsia. Para cerciorarse de que había cumplido con su trabajo, le efectuó varios cortes en el cuello, alguno de los cuales le seccionó la yugular e irremisiblemente terminaron con la vida de la pobre mujer, cuyo cuerpo sería arrojado a la presa del río Barjas a su paso por la pequeña aldea de Perexe.
La viuda profirió gritos de auxilio y de dolor que alertaron a una vecina, quien pudo contemplar a un hombre que pasaba por el oscuro callejón que comunicaba la casa de la mujer asesinada con la Carretera Nacional N-VI. Al terminar con su macabro cometido y ser visto por aquella pequeña callejuela, la vecina le preguntó al desconocido a qué se debían aquellos gritos, sin que el hombre le respondiese en ningún momento y siguiese su camino hasta alejarse hacia la vía que comunica Madrid con las tierras gallegas. Debido a la precipitación del momento, Venancio estuvo a punto de ser atropellado por un coche, según declararía uno de los testigos.
El asesino y el inductor del crimen concertarían una cita en un lugar próximo para cobrar por el siniestro cometido y devolverle las ropas que le había prestado con el ánimo de pasar desapercibido. Hilario Jurjo pagó las cinco mil pesetas convenidas a Venancio Iglesias, marchando posteriormente a sus respectivos domicilios.
Sangre fría
La sangre fría con que actuó el criminal sería uno de los puntos que más sorprendería a los investigadores del brutal asesinato. Aquella misma noche, cuando aún no había sido detenido y no se sospechaba de él, tuvo el valor de acompañar a la familia de Purificación Fontevedra en el velatorio. Además, solicitaría a sus familiares que pudiese ver el cadáver para así contemplar las mortales heridas que él mismo le había inferido. La situación no podía ser más lúgubre y dantesca.
A pesar de toda la escefinicación perpetrada por el criminal y su cómplice, esta no fue suficiente para que la Guardia Civil no los pusiese en su punto de mira, conocedores de las malas relaciones entre Hilario y Purificación, con el añadido de que una mujer había visto en el callejón a un hombre que se correspondía con el aspecto físico de Venancio Iglesias. Aunque en un principio negó tener nada que ver con aquella trágica muerte, finalmente se derrumbarría y terminaría por delatar al hombre que le contrató para acometer su macabra hazaña, siendo ambos detenidos por las fuerzas del orden. Al conocerse los hechos, los vecinos se lanzarían a la calle a vilipendiar al inductor del asesinato, pues el primero ya se hallaba bajo la acción de la justicia.
El juicio, que se celebró en el mes de febrero de 1963, levantaría una gran expectación por las condiciones en que se produjo tan espeluznante asesinato. El fiscal solicitaría la pena capital para ambos, tanto para el inductor como para el sicario. El vecindario de Perexe se volcó en contra de ambos exigiendo justicia. Aunque en un principio fueron condenados a pena de muerte, finalmente el Consejo de Ministros accedió al indulto de ambos energúmenos, que deberían cumplir, cada uno de ellos, una pena accesoria de veinte años de cárcel, así como otra de destierro por un período de diez años, además de indemnizar solidariamente a los herederos de Purificación Fontevedra con cien mil pesetas de la época, que no era poca cantidad. No cabe duda de que el crimen les salió mucho más caro de lo que en un principio habían pactado y planeado por la recompensa a cambio de un vil asesinato. Y es que como se suele decir en estos casos, la policía no es tonta y el susto de haber podido ser personajes de excepción en el cadalso no les vino mal, aunque al final se librasen de la siempre horrible e injustificada pena de muerte. Aunque en este caso, ambos individuos se habían confabulado para aplicársela a una pobre e indefensa viuda ya entrada en años que vivía sola y que no hacía daño a nadie.
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Muy interesante relato , muy informativop y completo . Felicidades y gracias .