Un sanguinario y aterrador crimen en Vilalba (Lugo) en plena Posguerra
Acercarse a los duros años de la Posguerra en Galicia, y concretamente en la más interior, representa viajar a un inframundo en el que la miseria, las necesidades y el hambre eran el principal imperativo ordinario. Nadie se preguntaba a la hora del almuerzo que menú iba a degustar ese día. Se sentía agraciado con el solo hecho de tener un trozo de pan de centeno renegrido y oscuro, el más popular de la época, que llevarse a la boca. Era un territorio que superaba cualquier pobreza imaginable, que -sin ser ninguna exageración- solamente tendría parangón con las espectaculares y crudas imágenes que nos llegan del África más profunda. Cualquier cosa era válida para subsistir. Desde el engaño y el hurto, pasando por el contrabando, hasta en ocasiones, el crimen. Es cierto que hasta este extremo rara vez se llegaba, pero cualquier cosa era válida para el duro trasiego que representaba el ansioso y turbio devenir que se asomaba cada día.
Los jóvenes para engañar el hambre llegaban a fumar cigarrillos elaborados con hojas de las plantas de las patatas o, incluso, con flor de toxo, que se machacaba sobre una tabla. Los niños era frecuente que se sustrajesen trozos de pan unos a otros, mientras se perdían descalzos y vestidos de forma harapienta, muertos de frío y llenos de piojos, en un horizonte que no se presentaba para nada prometedor ni mucho menos halagüeño. La miseria de una prolongada posguerra se alargaría durante más de tres lustros en los que nadie fue capaz de levantar cabeza.
Fruto de aquella infame miseria tendrían lugar algunos hechos delictivos, pese a la desmesurada represión existente que en nada reflejaba un clima de seguridad ciudadana y personal sino más bien de pánico y terror, propios de una sanguinaria y férrea dictadura que ejercía un control que superaba lo exánime sobre sus maltrechos y cada vez más exhaustos ciudadanos. Uno de esos trágicos episodios ocurriría en la localidad lucense de Vilalba el 16 junio de 1944, en jornadas previas a las que los más jóvenes juntaban unos cuantos troncos de la escasa leña que había, ya que era necesario guardarla para el invierno, con la finalidad de llevar a cabo unas concurridas hogueras de San Juan. Pese al clima de necesidad extrema, nadie quería obviar ese día al fuego de la lumbre que de alguna manera iba a purificar, aunque solamente fuese durante unas cortas horas, el hambre y la miseria que padecían los gallegos de la época. En fechas previas al gran día que daba paso al verano, en la Rúa Nova de Vilalba, en pleno corazón de la villa en aquel entonces, aparecería en el número 11 de la referida vía el cadáver de un hombre de mediana edad, que era conocido como el señor Cordeiro con varias heridas de arma blanca en el costado, propinadas con un cuchillo de los que antaño se usaban para degollar los escasos pitos y conejos que en la época se podían matar para darse todo un festín y al que muy pocos, por no decir casi nadie, estaban acostumbrados.
Cinco cuchilladas
Desde hacía unos días, los residentes de aquella concurrida calle vilalbesa en aquel entonces echaron en falta a su vecino. Nada les hacía sospechar su fatal destino, pues era una persona que carecía de cualquier enemistad en el barrio. Una vecina suya, procedente de tierras de Castilla, comentaría en reiteradas ocasiones el inusual tiempo que el señor Cordeiro llevaba sin aparecer en público. Este hecho la convertiría en una de la sospechosas, siendo detenida durante unos días hasta que en el interrogatorio clave se pudo esclarecer que se trataba de una persona inocente. El cuerpo ensangrentado, tirado sobre la lareira de la casa, fue hallado por una joven adolescente que escaparía corriendo en un gran estado estupefacción y excitación por el lamentable espectáculo que acababa de presenciar.
Nadie en toda aquella pequeña villa del interior norte de Galicia daba crédito a que pudiese haber acontecido un hecho de similares características, ya que en la localidad jamás había habido conflictos, pese a que la memoria colectiva continuaba impregnada por el trágico episodio del cartero de Vilapedre, quien había muerto asesinado en Vilarraso tras ser denunciado por falangistas vilalbeses, tras haberse enterado que el buen hombre se había negado a disponer de una cruz en la cabecera de su cama en la histórica pensión de Juan Francisco. De la misma forma, aquella misma banda que le había denunciado no dudaría en disparar de forma cruel y espantosa contra un hombre en O Alto da Forca, así como de dar muerte a varios vecinos de la contorna en la vecina localidad de Baamonde.
Según las investigaciones efectuadas por los miembros de la guardia civil y la posterior autopsia al cadáver del señor Cordeiro, un hombre de mediana edad, este había fallecido a consecuencia de cinco cuchilladas que le había propinado su agresor. La muerte le habría sobrevenido en un plazo de unas 30 horas antes de ser hallado su cuerpo sin vida, ya que todavía no presentaba ningún rastro de putrefacción. De la vivienda que ocupaba desaparecieron algunos objetos personales. Sin embargo, lo que atrajo verdaderamente la atención de los investigadores fue el hecho de haber desaparecido una fornada de pan que el hombre había cocido en horas previas a su óbito en un horno de unas conocidas panaderas de la villa. A todo ello se añadía que de su despensa se echaron en falta algunas docenas de huevos, las cuales solía vender a las familias pudientes de la época. Presentaba cinco puñaladas que en el costado que le habían interesado el pulmón y el corazón. Tenía además la lengua presionada entre los dientes, dando señales de que había intentado defenderse de su cruel agresor, pero que nada pudo hacer ante el mayor vigor y juventud de este último.
Detenciones
Al estupor, la alarma y la consternación le proseguirían las detenciones e interrogatorios. Los vecinos de la calle, que era una de las más populosas de la Vilalba de los años cuarenta del pasado siglo, pasarían prácticamente todos ellos por las dependencias judiciales y penales con la excepción del matrimonio formado por Manuel Cendán Lagüela y Elia Villares González, una pareja originaria de la parroquia de Sancobade que se encontraba viviendo de forma circunstancial en aquel barrio vilalbés. Ellos mismos se harían cargo de los hijos de algún vecino que sería detenido por sospecharse de su implicación en los hechos, aunque tanto Manuel como Elia jamás llegaron pensar que ninguno de sus vecinos pudiese tener relación alguna con el trágico episodio que acaba de vivir una villa que tan solo aspiraba a sufrir en el duro e incontenido rigor de una posguerra que casi terminaría por eternizarse.
Delante del antiguo consistorio vilalbés, hoy reconvertido en Casa de Cultura, se vivieron durante días escenas tristes y dantescas, muchas de ellas de pavor y estupor, ya que en sus dependencias estaba instalada la antigua cárcel comarcal. Una mujer clamaba al matrimonio antes aludido que cuidasen de sus hijos, pues la injusticia la había llevado al interior de los muros de la cárcel. Aquella pareja de Sancobade se convertiría en los héroes del barrio al socorrer a varios hijos de vecinos suyos que se encontraban en prisión. Pasaban los días y el suceso no se aclaraba. Al contrario, parecía que las cosas se torcían mucho más que en un principio. Uno de los detenidos sería un hombre ya mayor, padre de una numerosa prole, conocido como Rogelio Fernández, caminero de profesión y que trabajaba en el área próxima la Ponte Trimaz. De él se sospechaba a consecuencia de las ilícitas actividades en las que supuestamente se encontraba involucrado, entre ellas el contrabando. Sin embargo, ningún vecino de la zona sospechaba que este hombre pudiese hacer una cosa así. Su detención causaría estupor.
El testimonio de una persona, cuyo nombre resulta difícil de descifrar en los corroídos archivos de la Audiencia Provincial de Lugo, resultará clave para ir atando cabos, aunque no será definitivo. Este hombre declarará ante el juez que había estado con un joven, horas después de haberse cometido el crimen, cuyo aspecto le resultó extraño. Para ganarse su confianza, el joven lo invito a comer huevos cocidos. La ausencia de este producto avícola de la despensa de la víctima iba a convertirse en crucial a la hora de resolver el caso. Muchos de los detenidos serían puestos en libertad y la investigación tomaba un nuevo rumbo.
Autobús de línea
Al ir atando los pertinentes cabos se dirigieron los investigadores a la principal clave que contribuiría a resolver el suceso. Esta se hallaba en un conductor de coche de línea, que cubría el trayecto entre Lugo y Ferrol. Al mismo, a primeras horas de la mañana del día de autos, se había subido un joven, algo desgarbado y que parecía encontrarse muy precipitado y sudoroso, quien portaba un saco blanco en el que contenía varios bolos de pan, recién horneados y llevaba el clásico olor que tiene el pan recién cocido en los antiguos hornos de leña. Lo haría, incluso, a tres kilómetros de distancia de dónde debía tomar el autocar habitualmente, lo que sorprendería tanto al conductor de línea como a algunos viajeros que lo conocían. Sin embargo, no solamente le delataba este último aspecto, también el conductor se percató que el muchacho, que se encontraba en edad de cumplir el servicio militar y se dirigía a la ciudad departamental para reincorporarse al cuartel, presentaba unas pronunciadas manchas de sangre en alguna de las prendas que portaba, así como también en el saco en el que transportaba el pan sustraído de la casa del señor Cordeiro. En su breve conversación con el chófer del autocar le comentó que ello obedecía a que le había estado ayudando a matar unos conejos a un vecino suyo. No daría más importancia al hecho, dando por buenos sus argumentos.
Por si todas las pistas que conducían a él no fuesen suficientes, un agente de la guardia municipal testificaría también que había visto también al referido mozo de edad militar a primeras horas de la mañana de aquel trágico día con un saco al hombro, pero al que no le dio mayor importancia y tan solo supuso que se tratase del clásico macuto que utilizaban los jóvenes militares para transportar sus pertenencias.
En los primeros días del mes de julio de aquel caluroso y miserable Ano da fame, agentes de la guardia civil de Ferrol procedían a la detención del muchacho para, posteriormente trasladarlo a Vilalba. En el cuartel en el que estaba destinado había compartido el manjar sustraído con algunos de sus compañeros de armas, aspecto este que serviría también como pista que le delataba ante las autoridades. Respondía a las iniciales de A.C.V. y había nacido en la capital chairega en el seno de una conocida y acreditada familia de Vilalba. El «hábil interrogatorio», como se denominaba entonces a las declaraciones que se hacía ante miembros de la benemérita en casos excepcionales y en las que se empleaban todo tipo de artimañas entre las que no faltaban unas brutales y desmedidas torturas, no tardarían en dar sus frutos. El chaval acabaría confesando su autoría en el crimen, señalando que lo había hecho a consecuencia de la miseria que se veía obligado a soportar en el cuartel en el que cumplía el servicio militar en el que tan solo les daban un mísero y recalentado caldo en el que tan solo se veían unos contados y escuálidos garbanzos que los condenaban a una sempiterna desnutrición.
Declararía que en el día de autos había estado haciendo unas labores en la casa del señor Cordeiro, quien se había comprometido a pagar sus servicios con una determinada cantidad de dinero que previamente habían convenido. Según su relato -llegado el momento- la víctima tan solo le facilitó comida, pero no le pagó lo que habían estipulado. A consecuencia de esta desavenencia comenzaría un tira y afloja entre ambos que terminaría en tragedia.
A.C.V. sería condenado a 20 años de cárcel en un tiempo en el que todas las causas eran llevadas por tribunales militares, incluso las civiles. En este hecho se añadía la circunstancia de que el joven en cuestión estaba cumpliendo el servicio militar. El fiscal castrense llegaría en un momento dado a solicitar la pena capital para el condenado, no considerando en ningún instante como atenuante el hecho del arrepentimiento espontáneo ni tampoco otros hechos adyacentes, tales como las condiciones de extrema necesidad en la que se encontraba.
Al autor del crimen de la Rúa Nova de Vilalba se le perdería la pista en una prisión militar ferrolana en la que estaría recluido durante bastantes años. Lo cierto es que jamás ha vuelto a pisar, al menos que se sepa, el pueblo que lo había visto nacer hace ya casi cerca de un siglo. Probablemente no regresase jamás.
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