Crimen en un cuartel de la Armada en Ferrol

Marinos jurando bandera

A finales de la década de los setenta, el Ejército todavía continuaba siendo un poderoso estamento social, gozando de ciertos privilegios de antaño obtenidos durante el régimen dictatorial de Franco. Todavía era un elemento a tener en cuenta en la gobernabilidad del país y era frecuente que militares de la más alta graduación formasen parte de distintos ejecutivos estatales. Por si fuera poco, la clase política era mirada de reojo desde los cuarteles, quedando todavía muchos miembros de las fuerzas armadas dispuestos a intervenir si lo consideraban necesario en asuntos estrictamente políticos.

En Galicia donde siempre más se ha notado la presencia militar ha sido en la ciudad de Ferrol, localidad en la que la Marina siempre ha contado con un importante número de efectivos. Buena prueba de su significación en el área ártabra lo sería el equipo de fútbol, el Rácing de Ferrol, que durante muchos años sería uno de los más punteros de Galicia, militando durante casi dos décadas de forma ininterrumpida en la segunda categoría, gracias a los refuerzos de futbolistas que iban destinados a la ciudad departamental a cumplir el servicio militar obligatorio.

Con la supresión de la «mili» se terminaría con largas décadas subyugados al poder de los uniformes y los cuarteles, olvidándonos para siempre de la importancia que desempeñaban aquellos hombres de rostros tensos y adustos que parecían carecer de cualquier estima por quienes los rodeaban. Todo ello incidiría negativamente en una ciudad que dejaba de pertenecer al albur militar después de más de un siglo en el que se hicieron patentes las botas altas de firme pisada y los engalanados uniformes que vestían aquellos hombres de mirada lejana y severa.

En las instalaciones del Ejército y de la Armada ocurrían muchas cosas, aunque siempre reinaba un mutismo y hermetismo prácticamente absoluto en torno a lo que pudiese acontecer en su interior. Muchas veces esa introversión y reserva era aducida en base a unos supuestos secretos oficiales a los que jamás pudo acceder la población civil, manteniéndose el estamento militar como un submundo aparte del resto en el que reinaba su propia ley. Esta circunspección lo abarcaba todo o prácticamente todo. Tal fue el caso de un dramático suceso ocurrido el domingo, 23 de septiembre de 1979.

En esa fecha un joven cabo, Antonio Cabanillas Cabrera, que estaba cumpliendo el servicio militar obligatorio, disparó dos veces con su fusil cetme sobre el capitán de Infantería Carlos Seijas Fernández, en el momento en que se encontraba cenando en el comedor del acuartalemiento en compañía del también oficial, el teniente Manuel Álvarez Fernández, quien tendría más suerte que su compañero de armas al escasquillársele el pertrecho al asesino. El suceso ocurrió en torno a las once menos cuarto de la noche.

El oficial asesinado había llegado recientemente al destacamento de Ferrol, hacía escasamente diez días que se había incorporado a su nuevo destino procedente de la base naval de Cartagena, siendo esta la primera vez que hacía guardia. El fallecido era oriundo de la parroquia de Sillobre, en la que sería enterrado un par de días después, en el municipio de Fene, muy próximo a Ferrol.

Consejo de Guerra Sumarísimo

Una de las peculiaridades que tenía el Ejército y el mundo militar en particular era que se regía prácticamente de una forma autónoma, disponiendo incluso de su propia jurisdicción encargada de dictar sentencias sobre los delitos cometidos en acto de servicio, siendo este uno de los últimos caso acontecidos en Galicia. A diferencia de la justicia ordinaria, la militar funcionaba con muchísimo más rapidez. De hecho, el cabo que había dado muerte a su compañero sería juzgado apenas unos días más tarde en un consejo de guerra sumarísimo, una expresión que parece retrotraernos a otros tiempos y que suena ya un tanto arcaica debido a que era mucho más común emplearla para tiempos en los que España o cualquier otro país se hallaba en conflicto.

En el transcurso del proceso, el soldado, que había sido detenido y recluido en la prisión militar de Caranza, reconoció los hechos que le imputaban, siendo condenado a una pena de 30 años de cárcel. Además, se le expulsaba de forma definitiva de las fuerzas armadas, a lo que se añadía que debía satisfacer una indemnización de tres millones de pesetas(18.000 euros) a la esposa e hijo del capitán Seijas Fernández. El proceso había contado con la novedad de ser el primero de sus características en la historia en la que el acusado no debía de temer a ser sentenciado a muerte, pues la pena capital había sido abolida con la promulgación de la Constitución de 1978.

Otra de las peculiaridades de este caso fue el extraordinario hermetismo con que fue llevado por parte de las autoridades militares, un excepcional mutismo próximo al secretismo, característica, por otra parte, muy propia del Ejército que se desenvolvía muchas veces como un auténtico reino de taifas. Además, sería también uno de los últimos casos que se desarrollaría por la jurisdicción militar, ya que, años más tarde con la reforma judicial, todos los acontecimientos que tuviesen lugar dentro del propio Ejército serían potestad de la justicia ordinaria.

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Acerca de

Soy Antonio Cendán Fraga, periodista profesional desde hace ya tres décadas. He trabajado en las distintas parcelas de los más diversos medios de comunicación, entre ellas el mundo de los sucesos, un área que con el tiempo me ha resultado muy atractiva. De un tiempo a esta parte me estoy dedicando examinar aquellos sucesos más impactantes y que han dejado una profunda huella en nuestra historia reciente.