Jaén: Asesinados una mujer y tres de sus hijos en Canena
Sucedió en la pequeña localidad de Canena ubicada en pleno centro de la provincia de Jaén, en un espléndido paraje de la comarca de La Loma, siendo el clásico pueblo en la que su vida discurre con una apacible monotonía y rutina, en el que se conocen la totalidad de sus convecinos. Contaba, al igual que en nuestros días, con poco más de 2.000 habitantes y nada hacía suponer que en aquel tiempo, de muchas privaciones y miseria, fuese a suceder algo tan terrible que terminaría por romper la tradicional tranquilidad de la que gozaban la totalidad de sus vecinos.
Pero esa cotidianidad se vería repentinamente reventada en la madrugada del 13 de abril de 1920, cuando aparecerían brutalmente asesinados una mujer, madre de una numerosa prole y sus tres hijos más pequeños, después de que alguien diese aviso a uno de sus familiares de que en la casa no se observaba ningún tipo de actividad cuando ya era mañana. Al adentrarse en el interior de la vivienda, situada en la calle Altozano, contemplarían con estupor un horripilante y macabro espectáculo al ver que la mujer y sus tres hijos yacían sobre grandes charcos de sangre después de que les hubiesen dado muerte de una forma violenta, macabra y espeluznate.
El inmueble en el que había acontecido el trágico suceso se encontraba revuelto, por lo que se suponía que el móvil del crimen había sido el robo. Sin embargo, nadie se explicaba como había podido suceder algo así en una comunidad en la que se conocían todos. Se decía en los distintos mentideros que el asesino de Manuela Godoy -así se llamaba la mujer asesinada- y sus tres hijos, no era de Canena, pues allí no había personas tan salvajes como para acometer un acto tan aberrante.
Sospechas
Tras realizar la autopsia a los cadáveres de las cuatro víctimas, el forense sacó conclusiones muy importantes que iban a resultar claves a la hora de la resolución del caso. Los interfectos, en el lenguaje de la época, presentaban todos ellos heridas mortales de necesidad en el lado derecho del cuello, con un corte limpio y certero. Todo ello indicaba que el autor o autores de las muertes era zurdo, además de emplear un arma blanca muy afilada y demostrar una acreditada experiencia en el manejo de la misma.
Días más tarde era detenido el carnicero de la localidad Juan de Dios Jurado Ortega, un joven de 23 años de edad, quien era conocedor de la situación económica que disfrutaba la familia. Días antes alguien había visto pagar a Manuela con un billete en un negocio del pueblo. Aquel año la cosecha de trigo había sido espléndida y abundante, siendo su marido y sus hijos mayores los que se encargaban de hacer las tareas agrícolas en el cortijo de «Los Corralillos», que llevaban en arriendo desde hacía algún tiempo.
Cuando el carnicero fue sometido a un severo interrogatorio por parte de la Guardia Civil se derrumbaría enseguida y relataría con pelos y señales como se produjo el cuádruple crimen. Juan de Dios Jurado había contado con la complicidad de Mariano Guillén, apodado «El Tonto», al estar considerado como una persona con un coeficiente intelectual por debajo de lo habitual. El autor intelectual y material del cuádruple crimen contaría a sus interrogadores que era conocedor que la familia tenía en casa cerca de 400 pesetas, todo un capital para la época, por lo que prometió a su cómplice una cantidad si colaboraba con él.
Sabedores que en aquella jornada el amo de la casa Alonso Lorite y sus dos hijos mayores, Francisco y Andrés, se han ausentado ese día de su domicilio se dirigen en plena madrugada, con la complicidad de un siniestro silencio en el que todos duermen, hacia el inmueble en el que van a perpetrar una masacre que se recordará casi de forma perpetua en el tranquilo pueblo de Canena. Van provistos de una palanca y también de una pistola y un afilado cuchillo de carnicero.
Para acceder al domicilio, con la palanca derriban la reja que protege una ventana y se cuelan en el interior. La ama de la casa, Manuel despierta al escuchar el ruido y se encuentra con dos hombres con el rostro tapado que llevan un candil y las armas antes mencionadas. Es una mujer fuerte y hace frente a los asaltantes. Es entonces cuando el carnicero le asesta una primera cuchillada, pero la mujer grita, lo que podría sobresaltar a los vecinos. Repite la operación hasta en cuatro ocasiones y deja a Manuela muerta en el suelo.
Dos niños muy pequeños, María y Alfonso, de diez y tres años de edad respectivamente, lloran desolados muy cerca de su madre. Para acallarlos, Juan de Dios no duda en emplear de nuevo su cuchillo mostrando su destreza y les secciona el cuello. Sin embargo, escuchan los gemidos de la más pequeña de la casa, una niña prácticamente recién nacida, Lucía, de tan solo dos meses. No le tiembla el pulso a la hora de darle otro tajo en el cuello que termina con su breve existencia en el acto.
Los asaltantes consiguen un botín de 370 pesetas, pero lo peor es que han convertido aquella vivienda de la calle Altozano en un panteón, provocando escenas de terror que difícilmente podrían olvidar sus vecinos. De esa cantidad, la Guardia Civil consigue recuperar 75 pesetas. Habrá otro detalle que delate al carnicero. Un buen día su negocio amanece cerrado cuando en teoría no había motivos para ello. En su declaración también delatará a su compañero de correrías, Mariano Guillén.
Cuatro penas de muerte
Los dos detenidos son enviados a la antigua cárcel y cabildo de Martos, hoy en día declarado monumento artístico-histórico. En sus conclusiones provisionales el fiscal encargado del caso muestra una dureza aterradora. Solicita un total de cuatro penas de muerte para cada uno de los encartados. Pesa mucho el hecho de que entre los muertos haya tres criaturas indefensas, una de ellas un bebé prácticamente recién nacido.
En el transcurso de su estancia en las instalaciones penitenciarias, Juan de Dios Jurado Ortega, el carnicero de Canena, junto con otros presos consigue fugarse el día 10 de diciembre de 1921, consciente de las muchas dificultades que tendrá de escapar de una ejecución que da casi por segura. No obstante, su fuga dura poco tiempo y es detenido el penúltimo día de aquel año cuando se encontraba en un paraje debajo de un olivar.
El 18 de julio de 1922, en medio de una gran tensión y expectación, comienza en la capital jiennense el juicio por el que será conocido como «El crimen del carnicero de Canena» o «El crimen de los Corralillos«. La sala de vistas de la Audiencia Provincial está siempre atestada de público. Durante el transcurso del proceso, Alonso Lorite, presa de los nervios y la tensión, no será capaz de dominar sus impulsos y agredirá contundentemente al Juan de Dios Jurado, a quien provocaría una pequeña lesión.
El fiscal sostiene en todo momento su petición de cuatro penas de muerte para los dos acusados, máxime después del informe del forense que avala la teoría de la experiencia en el uso de armas blancas. Tan solo cuatro días después de iniciado el juicio, el 22 de julio, se dicta sentencia. El carnicero de Canena será condenado a morir en el patíbulo, en tanto que a Mariano Guillén le salvan sus cortas entendederas y es enviado de por vida a la cárcel, aunque saldrá algún tiempo después.
Ejecución
A pesar del cuádruple crimen y la profunda consternación que ha producido en la sociedad de aquel tiempo, las fuerzas vivas de la provincia de Jaén se movilizan con el ánimo de evitar que Jurado Ortega se convierta en la quinta víctima de la matanza que el mismo había provocado. Se dirigen peticiones al Directorio Militar encabezado por Miguel Primo de Rivera y también al rey Alonso XIII, que resultan todos en vano, a pesar de que ya existe una cierta conciencia popular en torno a la severidad e inhumanidad que suponía la pena de muerte.
A las seis de la madrugada del día 12 de febrero de 1924 el verdugo Casimiro Municio Aldea, aquel pobre hombre que detestaba su profesión y que solo pretendía huir de la miseria, apretará el torniquete que ponía fin a la vida del carnicero de Canena, no sin antes decirle este último una frase que pasaría a la historia: «Tienes tú menos huevos a matarme, que yo de morirme». Tal vez no le faltase la razón. Con su muerte se ponía fin a un trágico episodio que se había iniciado en una madrugada de primavera.
El cuerpo del cuádruple asesino iría a parar a una fosa común del cementerio jiennense de San Eufrasio, conocida como los corralillos, área exclusivamente reservada a aquellos que no fallecían en gracia de Dios, tales como suicidas y asesinos, tal era su caso.
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