Soria: un seminarista degüella a dos de sus hermanas en Carrascosa de Abajo

Carrascosa de Abajo, en una foto de principios del siglo XX

Fue un suceso que ocurrió en la España de principios del siglo XX, en la que las sotanas gozaban de un gran poder. Su influencia era superior, en algunos casos, al propio poder civil y cualquier decisión que de ellos emanase se percibía con sagrado respeto por parte de las propias autoridades del país. A veces, en aquel país agrícola, pobre y atrasado, también pecaban quienes administraban aquellos inviolables sacramentos y principios religiosos, siendo un buen ejemplo de este último un seminarista soriano, Víctor Marcelino Crespo y Crespo, un joven de 26 años que estaba a punto de ser ordenado sacerdote, que degollaría a dos de sus hermanas en la noche del ya muy lejano 19 de agosto de 1908.

Este muchacho, que siempre -según sus propias palabras- había mostrado una gran vocación religiosa, aunque apuntaba a que no era capaz de seguir el ritmo de sus compañeros. Ya había recibido el tonsurado, que era uno de los grados previos para su ordenación sacerdotal, pero aquella supuesta proclividad religiosa había sufrido en los últimos tiempos un severo contratiempo. Y es que el joven era humano, al igual que todo el mundo, y se había enamorado profundamente de una joven de similar edad a la suya, sintiendo repentinamente otra llamada distinta a la de sus creencias.

Fue entonces, con ese enamoramiento que él mismo se encargaría de negar en reiteradas ocasiones ante las autoridades, cuando concibió un modo distintos de vida al que habían planeado sus padres, en un tiempo en el que disponer de un miembro del clero en la familia suponía todo un honor. Víctor Marcelino Crespo era el único varón de aquella numerosa prole de seis hijos que sus padres habían concebido en la pequeña localidad de Cascajosa de Abajo, situada al suroeste de la provincia de Soria y que contaba entonces con cerca de 400 habitantes, cifra muy superior a la de hoy en día que apenas tiene censadas a 20 personas.

Matar a toda la familia

Quienes lo trataban de cerca habían constatado que algo no marchaba bien en la vida de aquel muchacho. Algunas reacciones suyas no eran precisamente normales, aunque hay que tener en cuenta que en la época los estudios psicológicos estaban todavía en pañales y apenas se les hacían caso, cuando no estaban duramente estigmatizados por una sociedad costumbrista y reaccionaria. Se dice que el seminarista había concebido la posibilidad de dar muerte a toda su familia, compuesta por su madre, su padre había fallecido, sus cinco hermanas y dos tías que convivían en un mismo domicilio. Su objetivo era quedarse con todo el patrimonio del clan para desertar de su vocación religiosa y, supuestamente, casarse con la muchacha de la que se había enamorado.

Así, en la noche de aquel día de verano del año 1908, Víctor Marcelino Crespo, provisto con una navaja de afeitar dejaría una oscura huella en aquel pequeño pueblo que le había visto nacer. La utilizaría para degollar a dos de sus hermanas, Paulina, de 19 años y Benita, de 12. La primera de ellas fallecería prácticamente en el acto, ya que el arma asesina le seccionaría la tráquea, la yugular y el esófago. La pequeña de estas dos jóvenes resistiría algo más de 24 horas, pero las mortales heridas inferidas por su propio hermano eran demasiado graves para aventurar su recuperación, que, desgraciadamente, no llegaría a producirse.

Una vez cometido aquel macabro doble crimen, el seminarista, reconvertido en cruel asesino, trató de alterar el escenario del suceso como hacen casi todos los criminales, aunque sin ningún éxito. Simularía un posible asalto a su vivienda para lo que colocaría una escalera que comunicaba el tejado con el resto de la vivienda, haciendo un hueco en la parte superior con el objetivo de insinuar el lugar de entrada y salida de los asaltantes. Al mismo tiempo, efectuaría varios disparos con una escopeta de caza y se desharía del arma homicida.

Pero, como ocurre casi siempre, la coartada del asesino no tendría credibilidad alguna entre los agentes de la Guardia Civil, quienes le detendrían al día siguiente de haber perpetrado el doble crimen. Conseguiría fugarse y se tiraría a un pozo que no tenía suficiente agua para ahogarse. Detenido por segunda vez, sugirió a sus captores que le diesen muerte, al tiempo que les mostraría el arma homicida, siendo aquí cuando les manifestaría que había concebido el plan de asesinar a toda su familia.

Pena de muerte

En marzo del año 1909 se celebraría el juicio en la Audiencia Provincial de Soria contra el doble asesino de Cascajosa de Abajo, que levantaría una gran expectación, tanto por la crueldad como por las circunstancias en que se había producido aquel macabro suceso. Fueron llamados a declarar un total de 18 testigos, siendo de especial relieve el testimonio prestado por los peritos que se encargaron de examinar al joven, quienes descartaron que sufriese algún problema de salud mental grave.

No declararon lo mismo ni sus carceleros ni tampoco los religiosos que habían mantenido contacto con él en los seminarios de Sigüenza y Burgo de Osma. Todos ellos manifestaron que habían presenciado reacciones de sonambulismo por parte del encartado, aunque este es un extremo que nunca se pudo corroborar.

Su propio abogado defensor se encargaría de manifestar que se encontraban ante un caso muy difícil. La Audiencia le condenaría a la pena de muerte, que sería ratificada tiempo después por el propio Tribunal Supremo. A raíz de esta decisión, las fuerzas vivas de la provincia de Soria, así como las autoridades civiles y religiosas se movilizaron en un amplio despliegue con el objetivo de alcanzar el ansiado indulto, que llegaría un año después, en 1910, cuando un decreto del Consejo de Ministros y firmado por el propio rey Alfonso XIII le concedía el ansiado perdón, siendo substituida la pena capital por la accesoria de cadena perpetua.

En alguna cárcel española se le pierde definitivamente la pista al antiguo seminarista soriano Víctor Marcelino Crespo y Crespo, que hace ya muchos años, en un suceso que ni siquiera recuerdan ya los más viejos del lugar, tiñó de sangre una pequeña localidad que hoy se debate en otra sangría distinta a la llevada a cabo por este pobre crápula, que es la demográfica, que quizás tampoco tenga remedio.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Tarragona: Asesina a ocho niños y a dos mujeres en Pobla de Ferrán (El mayor crimen en masa de la historia de España)

La casa en la que vivió en el asesino múltiple en primer plano en una foto de la época

Nadie se lo explicaría jamás como pudo suceder semejante aberración, ni a qué causas obedeció uno de los peores episodios de la crónica negra española. Su principal protagonista José Miramón Carles, un joven de 26 años que sufría una patología en la espalda que le obligaba a caminar algo encorvado y a permanecer tumbado en un jergón la mayor parte del tiempo, se llevaría sus truculentos secretos a la tumba. El suceso ocurrió el 19 de mayo de 1928, en la etapa final de la Dictadura de Miguel Primo de Rivera, un tiempo en el que la miseria abatía a casi todo el país siendo la emigración a tierras americanas la salida más digna para muchos de sus ciudadanos.

José Mirámón Carles sufría las constantes burlas de sus vecinos de la pequeña localidad tarraconense de Pobla de Ferrán, perteneciente al municipio de Passanant, emplazado en la comarca de la Cuenca del Barberá, al noroeste de la provincia de Tarragona. Aquellas chanzas obedecían a que se pasaba la mayor parte del tiempo de su vida postrado sobre un viejo jergón debido a los terribles dolores que le ocasionaba en la columna la enfermedad crónica que lo abatía y que le impedían trabajar en el campo, la única ocupación de los hombres en aquel tiempo, en tanto que las mujeres se dedicaban al cuidado de las numerosas proles.

«Cuando yo abandone el jergón no lo volverá a ocupar nadie», fue la premonitoria frase que le espetó a una de sus vecinas aquel mismo día en el que iniciaría un sangriento ritual que no se olvidaría jamás en aquella pacífica comarca rural del interior de la ya industrial Cataluña. También se sorprendió una vecina a la que hirió de un disparo el verlo con un hacha cruzar la calle del pequeño pueblo, que contaba con apenas 40 habitantes, pues no era hombre que hiciese trabajo alguno a consecuencia de la dolencia que le afectaba.

Tres niños muertos

Aunque hay divergencias entre las fuentes consultadas, todo indica que inició su sanguinaria ruta en torno a las tres y media de la tarde de aquel ya lejano 19 de mayo de 1928. Provisto de una escopeta de caza y un hacha, invitó a los niños a que lo acompañasen hasta un pajar con la excusa de cazar pichones. Allí, en aquel mismo lugar, daría muerte a los tres hermanos Miguel, Salvador y José Torres. Para ello utilizó el hacha de la que se había provisto, así como la culata del arma que portaba. Una vez muertos, taparía sus cuerpos con paja. El mayor de los pequeños tenía nueve años en tanto que el menor solo contaba con tres, lo que viene a ofrecer una idea de la crueldad del asesino.

Tras haber dado muerte a sus tres primeras víctimas, Miramón Carles se dirigió a su casa para aprovisionarse de más munición, así como de una botella de vino, quizás para envalentonarse lo suficiente para seguir con su macabra hazaña. Su siguientes víctimas serían otros tres niños, a quienes engañó con la misma escucha que había hecho con los anteriores. En otro pajar de la localidad daría muerte mediante el mismo sistema a otros tres hermanos, en este caso los Rabadá Trilla. Allí masacraría a José, de doce años, el niño de mayor edad al que dio muerte, y a sus hermanas Carmen y Ramona, de cuatro y tres años de edad respectivamente.

Su siguiente víctima sería Francisca Canela, una mujer que se cruzó en su camino y que ya contaba 65 años de edad, a la que disparó sin mediar palabra a quemarropa, quedando tenida en plena calle en un gran charco de sangre. Posteriormente, completaría su fechoría al entrar en el domicilio de Rosa Eloy, una mujer de 45 años, que también sería víctima de su sangrienta locura después de dispararle también a quemarropa. Lo mismo haría con su hijo Ramón Eloy, un niño de tan solo cinco años de edad.

Todavía tuvo tiempo para herir de gravedad, desfigurándoles completamente el rostro a dos de sus vecinos con las postas de la escopeta que portaba. La mujer herida era Marina Roca, quien lo había requerido al encontrar los cuerpos sin vida de los tres primeros pequeños asesinados. Al parecer esta última había rechazado las pretensiones sentimentales del asesino hacía algún tiempo y sentía una indisimulada ojeriza hacia ella. El otro herido sería su convecino Antonio Marimón.

Huida y muerte

El múltiple asesino iniciaría una huida por los campos y los terrenos de la comarca aprovechando que en aquel momento no había hombres en el pueblo, debido a que estaban realizando labores agrícolas. Inmediatamente se puso en marcha un dispositivo para su posible captura, aunque lo que verdaderamente importaba era lincharlo. Las gentes del lugar estaban con la lógica indignación e irritación de lo que se convertiría en el mayor crimen en masa de la historia de España.

El criminal conseguiría sobrevivir a sus captores durante ocho días. Sería descubierto mientras se encontraba durmiendo en un campo de avena a primeras horas de la mañana en la que fue encontrado por miembros del Somatén y la Guardia Civil. Uno de ellos le dijo que si se movía era hombre muerto. Al parecer, José Miramón Carles hizo además de tomar la escopeta que tenía a su lado, instante que fue aprovechado para ser rematado de un par de tiros en el mismo acto, terminando así con la vida de un célebre criminal que se había llevado por delante la vida de diez personas, entre ellos ocho criaturas.

A lo largo de muchos se ha indagado y se han hecho infinidad de especulaciones sobre lo que podría haber pasado por la cabeza del múltiple criminal de Pobla de Ferrán. Incluso se habló de la posibilidad de que estuviese inducido por algún curandero de la época o la medicina alternativa, que tantas desgracias ocasionó a lo largo de la historia. Algunos medios de la época apuntaban a la posibilidad de que Miramón Carles estuviese deshaciendo algún conjuro que estaba detrás del supuesto mal de ojo, en el que se encontraba el origen de los muchos males que le aquejaban.

Sea de una forma u otra, lo cierto es que este hombre conseguiría pasar a la historia de la forma más abominable e indigna posible, inscribiendo, eso sí, de una manera totalmente repugnante y repudiable. su nombre en la historia de la crónica negra española. Ahora, en su pueblo es tan solo una rémora del pasado que ya tan solo recuerdan, y quizás de oídas, los más viejos del lugar, que a buen seguro maldecirían en muchas ocasiones la hora en que este sujeto vino al mundo en una comarca tan preciosa y entrañable, como es la Cuenca del Barberá, un lugar ideal para hacer una buena escapada del estrés que nos agobia en el mundo en que vivimos.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Huesca: asesina a tres personas de su familia en Orós Bajo

La pequeña localidad de Orós Bajo fue escenario de un triple crimen en el año 1920

Hace más de un siglo las cuestiones de intereses suscitaron más que un enfrentamiento entre miembros de distintas familias. Algunos de ellos se saldarían de la peor forma posible, dejando tras de sí un poso de dolor y una leyenda negra en el amplio rural español que realmente jamás se correspondió con su auténtica razón de ser. A todo ello se añadía la masiva posesión de armas de fuego por la ausencia de una reglamentación que persiguiese su tenencia ilícita. Era muy rara la casa de cualquier pueblo que no dispusiese de su propia escopeta de caza, incluso también armas cortas.

Uno de esos enfrentamientos que parecían no tener fin sería el germen de una tragedia ocurrida en el Alto Aragón, concretamente en la comarca del Alto Gállego, donde las discrepancias entre dos hermanos a causa de una supuesta deuda terminarían por llevar la sangre al río. En la pequeña localidad de Orós Bajo, perteneciente al término municipal de Biescas, la familia Orós Montes andaba a la greña desde hacía algún tiempo a consecuencia de la supuesta deuda que reclamaba Antonio a su hermano José, a quien había vendido algunas tierras que eran de su propiedad. El primero pretendía que el segundo reconociese esa deuda.

El ya lejano 8 de agosto de 1920 a primeras horas de la mañana Antonio Orós, que residía en la casa-molino de Oliván se dirigió hasta el pequeño pueblo en el que vivía su hermano, junto a su esposa y una hija de tan solo tres años de edad. Entablaron un diálogo que todo haría presagiar que no ofreció muy buenos resultados, pues Antonio regresó a su domicilio para pertrecharse con una escopeta de caza, una de las armas más clásicas de la criminalidad española.

A tiros

En su vuelta hasta Orós Bajo, debidamente armado y con ganas de dejar una trágica huella indeleble, Antonio se encontró con su hermano José, sobre quien disparó en dos ocasiones, sin que tuviese posibilidad de huir ya que defenderse era poco menos que imposible. Ambos proyectiles, mortales de necesidad, terminarían con la vida de esta primera víctima, quien fallecería al poco tiempo de resultar herido, quedando tendido sobre un gran charco de sangre.

Sin embargo, la tamaña tragedia que había planificado Antonio Orós Montes todavía no había concluido, aguardando un mayor dramatismo al ya de por sí terrible suceso. Una vez que había herido de muerte a su hermano, se dirigió a través de un camino en el que se encontraban la esposa de este, Presentación Orós y la única hija del matrimonio, Victoria, una niña de tan solo tres años de edad. Primero disparó sobre la mujer, quien falleció de un disparo en el pecho prácticamente en el acto. Posteriormente, asesinaría a la pequeña efectuándole un único disparo en la cabeza mientras jugaba en un ribazo.

Con la gran tragedia ya servida y alertados algunos vecinos de la contorna, que inmediatamente se consternarían por lo ocurrido, Antonio pretendió seguir con su sanguinaria trayectoria. Se dirigió hacia Oliván, en una de cuyas casas vivía un cuñado suyo, que presintió las intenciones de aquel hombre que le llamaba insistentemente para hablar. Tuvo suerte en negarse a salir de su domicilio, pues según relata la prensa de la época tenía la mala intención de dar muerte a toda su familia por la exigua deuda de unos cuantos reales.

Al no alcanzar su objetivo, el criminal se autolesionaría, infringiéndose una herida en un ojo, de la que tardaría casi 140 días en curar. Hay informaciones que apuntan a que Antonio Orós habría intentado suicidarse, aunque disponía de medios efectivos para hacerlo y se limitó a provocar unas pequeñas laceraciones de las que terminaría por recuperarse, pero dejaba tras de sí un reguero de sangre y muerte que marcarían a la pequeña localidad durante muchas décadas.

Tres penas de muerte

Algo más de año y medio de haber perpetrado el triple crimen que desoló y consternó a las comarcas del Alto Gállego y la Jacetania, así como a prácticamente todo el territorio aragonés, se celebraría el juicio en contra de Antonio Orós Montes, aquel individuo al que la prensa regional de su tiempo no dudó en calificar como una auténtica fiera. Con el salón de vistas a rebosar, la Audiencia Provincial de Huesca acogió entre el 22 y el 24 de marzo de 1922 las sesiones en las que se iba a condenar al triple criminal, a quien no le faltaron insultos y recriminaciones entre los asistentes.

El abogado de la acusación, así como el fiscal, calificaron los hechos como delitos dolosos, a los que se añadía que el criminal había actuado con alevosía y premeditación, por lo que no que cabía otra posibilidad que solicitar del presidente de la Sala la máxima pena que entonces contemplaba el ordenamiento jurídico vigente, que no era otra que la pena de muerte. A todo ello se añadía la muerte de una criatura menor de edad y completamente indefensa. Por contra, su defensor alegó que su patrocinado había actuado movido por unos impulsos irracionales, por lo que no cabía la aplicación de tamaña medida.

El día 24 de marzo de 1922 se haría pública la condena y Antonio Orós Montes fue sentenciado a morir en el cadalso. Las tres penas de muerte solicitadas por la fiscalía habían sido ahora corroboradas por la presidencia de la sala de lo Penal. Además, debería indemnizar a los herederos de sus víctimas con la cantidad de 15.500 pesetas en concepto de responsabilidad civil. Hay que señalar que esta cifra era toda una fortuna en aquel tiempo.

Indulto

Pendiente de los recursos de casación ante el Tribunal Supremo viviría aquel individuo que había llevado el terror hasta tierras del Alto Aragón a lo largo de todo el año 1922. Los resultados no fueron los deseados, puesto que la más alta magistratura de la nación desecharía la posibilidad de rebajar la condena a la que había sido sentenciado. Solamente le quedaba la gracia del indulto que estaba en manos del Consejo de Ministros y en última instancia del Rey, Alfonso XIII.

El monarca, de quien dependía aquella última gracia, terminaría por apiadarse de Antonio Orós y de otros cuatro crápulas más que habían corrido la misma suerte que él. Con motivo de su onomástica, o quizás como excusa, el 23 de enero de 1923 decidió conmutar la pena a la que había sentenciado por la Audiencia Provincial de Huesca, siendo substituida aquella condena por la de reclusión perpetua, aunque es más que posible que hubiese alcanzado un nuevo indulto con motivo de la proclamación de la Segunda República española, en el año 1931.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Jaén: Asesina a su esposa, a su suegro y a un guardia civil en la aldea de La Hortichuela (Alcalá la Real)

La Hortichuela fue escenario de un espantoso suceso en el año 1902

Remontarse a la España de 1902 es acercarse a un pasado remoto que carece de cualquier parangón con la actual. Un país eminentemente rural en el que sobrevivir era una aventura. Todavía predominaban viejos valores como un honor malentendido o una honradez que en nada se corresponden con los actuales. La criminalidad era bastante más alta que en la actualidad y, si nunca tiene justificación un acto sangriento, mucho menos lo tenían algunos episodios ocurridos aquel mismo año que marcarían a ciertas zonas y localidades del país, en las que terminarían por convertirse en auténticas leyendas.

Uno de esos lamentables acontecimientos que han llegado a través de la tradición oral ocurrió en la pequeña aldea de La Hortichuela, perteneciente al término municipal de Alcalá la Real situado en Sierra Sur de Jaén, el día 28 de abril de 1902, siendo protagonizado por un individuo llamado Julián Luque, al que la prensa de la época define como «sujeto de pésimos antecedentes», quien daría muerte a tres personas en el transcurso de una jornada que terminaría por soliviantar al vecindario de una pacífica y tranquila localidad.

Todo comenzó en la mañana de aquel día cuando la esposa del criminal María Palomino se encaminaba con su cuñado Juan Sánchez a realizar algunas tareas agrícolas propias de la zona. Armado con una escopeta disparó sobre el hermano político de su mujer, quien gracias a su pericia y a que consiguió huir del lugar, salvó su vida. No corrió la misma suerte quien era su mujer, a la que Julián dio muerte después de inferirle hasta cinco cuchilladas, algunas de las cuáles le atravesaron órganos vitales, terminando con su vida prácticamente en el acto.

Asesinato de Santiago Palomino

Presa de un furor exacerbado, desconociéndose el porqué de un comportamiento tan extremadamente violento, se dirigió en el mulo en el que venían montados su esposa y su cuñado a la casa de su suegro, un anciano llamado Ángel Palomino, quién debido a los problemas propios de su avanzada edad, se encontraba postrado sobre su cama. Allí, sobre su camastro, lo encañonó con la escopeta que portaba y que situó sobre su pecho, para con un solo tiro destrozarle el cráneo. Sin embargo, la gran tragedia todavía no había terminado.

Avisados los agentes de la Guardia Civil de Alcalá la Real montaron un dispositivo de con el fin de dar captura al hombre que ya había asesinado a dos personas. En un paraje conocido como Pilas de la Fuente Soto, Julián mantendría un gran enfrentamiento con los dos agentes que intentaron detenerle, conocidos como Lendinez y Perea. Allí se entablaría un tiroteo entre los miembros de la Benemérita y el asesino, que se saldaría con la muerte a tiros del agente Perea, cuyo cuerpo permanecería en el lugar de autos desde su deceso, acaecido en la tarde del 28 de abril de 1902, hasta el día siguiente.

Mientras esto sucedía y en vista de las dificultades que presentaba la detención y captura de Julián Luque, un hombre que se dedicaba a la venta de pólvora y armas, por lo que conocía perfectamente su manejo -además de estar extraordinariamente surtido-, se suman a su caza un grupo más numeroso de guardias civiles y también guardas de campo. Se enfrentaban a lo que la prensa de la época calificaba, no sin acierto, como «La fiera humana», por su terquedad y resistencia ante el grupo de perseguidores, a lo que se añadía su más que acreditada peligrosidad y sus no menos terribles antecedentes.

Atrincherado

Julián Luque se atrincheró en su propia casa, siendo cercado por la Guardia Civil y los guardas que se habían sumado a su captura. Actuaron con muchísima precaución ante la peligrosidad que revestía para sus vidas enfrentarse a aquel hombre que había perdido el norte y tal vez también su alma. Se intenta entablar un diálogo imposible con él a través de una hermana suya, quien trata de persuadirle para que deponga su actitud y se entregue a las fuerzas del orden, pero aquel hombre no quiere escuchar a nadie.

En un momento dado, Julián lanza a través de una ventana numerosos billetes que dice que «son para los enterradores». Después del estrecho cerco al que es sometido y a la vigilancia que le ha hecho el guardia Lendínez, quienes están fuera de la vivienda escuchan detonar un disparo. Ha sido el propio criminal que con la misma arma con la que había dado muerte a su suegro y a uno de los miembros de la Benemérita había decidido poner fin a su propia vida, descerrajándose el cráneo. Los agentes que custodiaban la vivienda encontrarían su cuerpo sin vida en una de las habitaciones del piso de la casa.

Concluía así una terrible odisea que se había prolongado a lo largo de más de 24 horas y que había mantenido en vilo a los vecinos de Alcalá la Real, para nada acostumbrados a hechos similares. Terminaba también la vida de un individuo que dejaba cuatro hijos huérfanos y que le había provocado esa misma orfandad a la hija del guardia civil Perea, fallecido a consecuencia de los disparos que se intercambiaron en Pilas de la Fuente Soto.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Cuenca: tres muertos en una reyerta por el arriendo de una finca en Ribatajada

Los hechos ocurrieron en el pùeblo conquense de Ribatajada

Sucedió en la España que se dirigía al desarrollismo, fruto de los planes de estabilización, en una pedanía y término municipal que se verían seriamente afectados por el Éxodo rural masivo a las principales ciudades y centros industriales del país, tal era el caso de Ribatajada, que todavía contaba con ayuntamiento propio. Una localidad situada entre la las comarcas de la Alcarria y la Serranía de Cuenca, al norte de la provincia, a 35 kilómetros de la capital provincial.

Como muchas otras de toda España, sus habitantes vivían de la agricultura y, en este caso, la viticultura, en una época y un tiempo en los que ambas actividades a duras penas daban para sobrevivir. De ahí que el abandono intensivo de esta pequeña localidad en las siguientes décadas la dejase en menos de un centenar de habitantes, con los que cuenta en la actualidad, frente a los más de 500 que tenía en la década de los sesenta.

A ello se añadía que las tierras y las parcelas eran un bien escaso en los tiempos conocidos como los de la «pertinaz sequía», siendo un conflicto de arriendos entre vecinos lo que suscitaría una reyerta que se saldaría con tres muertos. Demasiados para una localidad tan pequeña que vería como a medida que pasaban los años su demografía mermaba de forma muy brusca.

El día de autos, sábado, 2 de abril de 1960, se encontraba Casimiro Domínguez, un hombre de 59 años, casado y padre de tres hijos, en compañía de uno de sus vástagos, Heliodoro, de 29 años, cortando sarmientos en el paraje conocido como Valdenarros. La finca era propiedad de un tercero, Castor Morillas de Julián, de similar edad a Casimiro. El propietario acertó a pasar por allí en el momento en que padre e hijo estaban haciendo aquel trabajo y entabló conversación con el primero, manifestándole que había llegado el momento de arrendarle la finca a otra persona que probablemente le ofreciese una mayor renta.

Tiros

Supuestamente, aquel comentario en el que le dejaba a las claras sus intenciones, no fue del agrado de Casimiro Domínguez, lo que suscitó una acalorada discusión entre el propietario y el arrendatario. De las palabras se pasaron a los hechos. Además, de forma muy trágica. Castor Morillas de Julián, un antiguo represaliado republicano, sacó de uno de los bolsillos de su pantalón un arma corta con la que apuntó sobre Casimiro. Efectuaría dos disparos que resultaron insuficientes para terminar con su vida. Con un tercero conseguiría abatir a su hijo Heliodoro.

Pero a quien había iniciado aquel sucio juego se le escasquilló el arma y no pudo proseguir con su cacería. Sin embargo, iba prevenido y no dudó en emplear un cuchillo que portaba consigo para rematar con la vida de Casimiro Domínguez. Enfurecido y fuera de sí por lo que había hecho con su padre, Heliodoro Domínguez, desarmado, se lanzó a la desesperada a por el hombre que había dado muerte a su progenitor. Herido de bala y todo iniciaría una lucha cuerpo a cuerpo en la que recibió un total de siete cuchilladas, que a la postre resultarían fatales.

En el transcurso de aquella desigual lucha, el hijo de Casimiro consiguió arrebatarle el cuchillo al verdugo de su padre. Con el mismo, le daría muerte, convirtiéndose aquella tarde de sábado en la más aciaga de aquel pequeño pueblo que parece perderse en la Serranía de Cuenca. Trasladado de urgencia a un centro sanitario, aunque con heridas que revestían demasiada gravedad, Heliodoro Domínguez fallecería tan solo dos días más tarde de aquel trágico y sangriento acontecimiento que empañaría para siempre la primera primavera de los sesenta en aquel pequeño municipio.

Un trágico balance de tres muertos a consecuencia de una reyerta por tierras dejaba tras de sí un inútil enfrentamiento en una localidad que estaba condenada a convertirse en un núcleo más de la España vaciada, en la que sobran muchos terrenos cultivables por falta de mano de obra. Esa misma que otrora abandonaba estos preciosos parajes por que en ellos no se vivía dignamente.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Zaragoza: Una mujer estrangula a tres niños pequeños en Inogés

Inogés fue escenario de un aberrante triple crimen en el año 1918

Ausente de la Primera Guerra Mundial, como en casi todo, España parecía ausentarse también del mundo que la rodeaba. Era un país demasiado pobre y demasiado atrasado quedaba rezagado al albur de los acontecimientos. Aquí eran noticia otros sucesos ajenos a aquella confrontación que desangraba al viejo continente, entre ellos la famosa gripe que hacía estragos entre una población que sorteaba como podía su devenir cotidiano.

Entre los acontecimientos que despertaban la curiosidad de aquel mundo de hace ya más de un siglo se encontraban los sucesos y episodios aberrantes, que compungían a las muchas localidades tanto urbanas como rurales que se esparcían por la vieja Iberia. Uno de ellos ocurriría en un remoto paraje de la Sierra de Vicor, en la comarca de Calatayud, los primeros días de abril del año 1918. En la pequeña localidad de Inogés, que entonces contaba todavía con más de 400 habitantes -a diferencia de ahora que solamente lo pueblan apenas tres decenas de personas- tres niños muy pequeños aparecieron vilmente estrangulados, lo que despertaría la lógica conmoción y estupor vecinal de un pacífico pueblo que sufría el aislamiento de la montaña y los rigores de sus duros inviernos.

Aquel día, 3 de abril de 1918, Francisca Moreno Bravo, una joven que frisaba los veinte años, había quedado en casa sola al cargo de sus dos hermanos más pequeños y su hijo de tan solo cuatro meses. Muchos se echarían después las manos a la cabeza y lamentarían el hecho de que ella se encargase de las criaturas, ya que no la consideraban la persona adecuada por sus constantes cambios y alteraciones de humor. Aunque, claro está, los lamentos vinieron a posteriori.

Enfermedad mental

Desde hacía ya bastante tiempo, Francisca Moreno sufría una patología mental, bastante grave, mucho más de lo que en un principio se podrían imaginar quienes la trataban. Aún así, nadie esperaba que reaccionase de una manera tan macabra como lo hizo aquel lejano día de la primavera de hace ya más de un siglo. La prensa de la época calificaba su dolencia como «anemia cerebral», lo que supuestamente podría ser alguna derivación de una forma de esquizofrenia aguda.

Nadie se explicó nunca los motivos y la información de la que se dispone es más bien escasa que pudieron llevar a la mujer a estrangular a sus dos hermanas, que respondían a los nombres de Fe y Eloísa, de tan solo seis y ocho años de edad, respectivamente. Ni menos racional era la explicación de dar muerte incluso a su propio hijo, Pedro Castillo Moreno, un bebé de cuatro meses. Sin embargo, las duras condenas de una sociedad anclada todavía en viejas creencias no tardarían en llegar de forma muy contundente y radical, hasta el punto que llegó a peligrar su integridad física.

Los vecinos se arremolinarían a la puerta de la casa conocida como «La Viguilla», en la que se había producido el triple crimen, con el lógico estupor y consternación por un hecho no solo inexplicable sino también poco menos que increíble. Mientras, la Guardia Civil hubo de contener a una turba vecinal que intentó el linchamiento de Francisca, en un tiempo en que las enfermedades mentales no solo estaban estigmatizadas sino también malditas, condenadas incluso por los propios credos religiosos de su tiempo.

Informe

El alcalde de Inogés, que todavía era un municipio independiente mucho antes de fusionarse con El Frasno en 1971, enviaría un informe de lo acontecido al Gobierno Civil de Zaragoza dando cuenta del trágico acontecimiento ocurrido en su demarcación municipal. No faltaban alusiones a la indignación y consternación que allí se habían suscitado, al tiempo que informaba del estado psíquico de la triple criminal, una mujer que sufría problemas mentales desde hacía bastantes años, aunque escasamente tratados. Si se hacía, se recurría en la mayor parte de las ocasiones a ancestrales rituales que no dejaban de ser intervenciones presuntamente mágicas cargadas de eternos prejuicios, que jamás solucionaban nada.

Salvada por las fuerzas del orden de la indignación popular, Francisca Moreno Bravo ingresaría, después de haber pasado por la cárcel de Calatayud, en el viejo manicomio del Parque de las Delicias de la capital maña. Aquí, en esta institución, se le pierde definitivamente la pista a una pobre mujer que un buen día de primavera soliviantó a lo que en la actualidad es una preciosa población enclavada entre las montañas de la Sierra de Vicor. Mientras, su aberrante crimen ha sucumbido al olvido del paso de los años, al igual que las víctimas y la propia autora.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Lugo: asesina a dos jóvenes hermanos en el municipio de O Corgo

El sangriento suceso ocurrió en la parroquia de San Cristovo de Chamoso

Las viejas rencillas y enfrentamientos ancestrales han estado muchas veces en el origen de sangrientos episodios que marcaron a muchos lugares del extenso rural gallego. Diferencias y discordias mal gestionadas, unidas a un cierto orgullo innato para demostrar quien era el verdadero amo de esos pequeños micronúcleos de población fueron el semillero perfecto para que esas desavenencias se canalizasen de forma muy trágica y terminasen de la peor forma posible. Afortunadamente, con el paso de los años, esa mentalidad ha ido cediendo el paso a nuevos enfoques vitales que en nada se parecen a los de antaño, a lo que se suma que el mundo rural gallego ha perdido más del 70 por ciento de la población que tenía en otros tiempos.

A esas épocas un tanto remotas hay que dirigirse para narrar el siguiente capítulo de la crónica negra y también a uno de esos pequeños núcleos que conformaron los principales centros de actividad de la Galicia de otrora. Las relaciones entre dos familias de la pequeña aldea de San Cristovo de Chamonoso, perteneciente al municipio de O Corgo, en pleno de centro de la provincia de Lugo y distante poco más de diez kilómetros de su capital, eran tirantes desde hacía tiempo, a lo que se añadían algunos problemas de celos ocasionados por un sujeto, Pedro Quintela Castedo, conocido como Verdeal, que pretendía imponer su ley por dónde quiera que él pasase. De las palabras pasaría a los hechos en la noche del día 11 de enero de 1923.

Desde hacía bastante tiempo el individuo en cuestión tenía cierta ojeriza hacía dos jóvenes de edad similar a la suya, frisando todos ellos los veinte años, a lo que se había unido la presunta disputa por una mujer que había generado algunos celos en Pedro Quintela. Tanto era así, que este último controlaba todos los pasos que daban los hermanos José y Evaristo Rodríguez Díaz, que iban a convertirse en sus tristes víctimas en una fría y gélida noche del mes de enero de hace ya más de un siglo. Incluso los había amenazado en diferentes ocasiones, principalmente al primero de ellos.

Disparos

Aquella dramática noche, Verdeal se proveyó de valor y, según declararía un tabernero en cuyo establecimiento había estado, también de alcohol, para acometer a ambos hermanos, aunque aquel doble crimen, según se demostraría en el juicio, había sido premeditado y hacía algún tiempo que su autor venía planificándolo. Solamente estaba esperando el día y el momento más oportuno para llevarlo a cabo, sin importale las consecuencias que del mismo se derivasen. Su levantisco carácter era propicio para pretender demostrar que quien verdaderamente era el amo y señor de su aldea era él mismo.

Los dos hermanos Rodríguez Diaz habían estado aquella misma noche en la casa de un familiar, Ricardo Rodríguez. Se supone que festajando algún acontecimiento propio de las fechas, tales como una matanza o similar. Alrededor de las once se dirigieron a su domicilio para lo que debían atravesar por el agro de Fornal, circunstancia conocida por Pedro Quintela, su ínclito adversario y persona que gozaba de muy pocas simpatías, nacido en la vecina parroquia de Argemil.

Nada más encaminarse por aquel lugar y pillando completamente desprevenidos a los dos jóvenes, Verdeal efectuó dos disparos, prácticamente a bocajarro, sobre José Rodríguez Díaz a quien destrozaría la artería ilíaca izquierda, a la altura del abdomen, que le dejarían exangüe prácticamente en el acto, cuando se encontraba a muy pocos metros de su domicilio. Se cuenta en el sumario que uno de los testigos pudo escuchar los gemidos de una de las víctimas, que literalmente decía: «¡Ay, que me ha matado Verdeal!

Evaristo Rodríguez, al ver la desgraciada suerte que había corrido su hermano José, inició una inútil carrera hacia ninguna parte, pues un disparo asesino de Pedro Quintela terminaría con su vida prácticamente en el acto, después de que el único tiro que efectuó el criminal le perforase la arteria subclavia, a la altura del cuello. En una oscura noche de invierno quedaban dos cadáveres ensangrentados ante la pérfida luna de enero, siendo descubiertos poco tiempo después por su madre y algunos de sus familiares, quienes inmediatamente pusieron nombre y apellidos al homicida, quien sería detenido poco después en compañía de un cuñado suyo que fue puesto en libertad cuando se aclaró el sangriento suceso.

Dos penas de muerte

En mayo del año 1924 se celebró en la Audiencia Provincial de Lugo el juicio por un doble crimen que había consternado a una provincia que no era precisamente pródiga en sucesos sangrientos. El fiscal encargado del caso solicitó desde el primer momento la máxima pena que contemplaba el ordenamiento jurídico vigente en la época, que no era otra que la pena de muerte, dos en este caso al haber dos víctimas mortales. Se le acusaba de un doble asesinato con todas las agravantes que concurrían. Premeditación, alevosía y nocturnidad.

Desfilaron distintos testigos que ratificaron el carácter arisco y pendenciero de Pedro Quintela Castedo, a quien definían como un personaje engreído y con pocos amigos, que además era hijo de un rico hacendado de la zona. Fue entonces, en el transcurso de la vista oral, cuando salió a colación los supuestos celos que habría despertado en el asesino la amistad que José mantenía con una joven que era prima de este, Manuela Rodríguez, cuyo matrimonio con su primo había estado en las conversaciones familiares, a pesar de que esta última mantenía un discreto noviazgo con Verdeal.

Se pusieron también de manifiesto las turbias relaciones que mantenía el doble criminal con los hermanos asesinados, quienes sí gozaban del aprecio y simpatía del resto del vecindario, hasta el punto de sentir todos ellos una gran estima. Llama la atención que una de las pocas personas que escuchó los disparos los atribuyese a alguna fiesta que hiciesen los propios jóvenes, pues era muy común que efectuasen tiros al aire cada vez que salían de juerga.

Finalmente, Pedro Castedo Rodríguez sería condenado a las dos penas de muerte que solicitaba el Ministerio fiscal, las cuales serían ratificadas en recurso de casación por el Tribunal Supremo. La última esperanza del doble asesino de O Corgo era la benevolencia del Consejo de Ministros y el propio Rey, que en esta ocasión se apiadaron de la adversa fortuna de Verdeal, quien vio conmutada la pena capital por la accesoria de cadena perpetua, al tiempo que debía indemnizar con 20.000 pesetas de la época, que era toda una fortuna, a los padres de sus dos víctimas.

Concluía así un trágico y sangriento episodio que despertó la indignación y la consternación de toda la provincia de Lugo, al tiempo que algunas de sus fuerzas vivas se movilizaron en contra de la pena de muerte, una medida demasiado drástica e ineficaz, como lo demuestran los hechos. Su conmutación permitiría al autor de un doble crimen, que ya parece perderse en la noche de los tiempos, disfrutar de su existencia hasta 1956, año en que aparece una esquela dando cuenta de su deceso en el diario lucense El Progreso.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

La Rioja: una mujer y una niña muertas a palos en Sojuela

El autor del doble crimen fue detenido en la calle Norte de Logroño

Otro triste episodio más de la posguerra, que en aquel entonces ya era doble, pues a la española había que sumar la europea tras el cese definitivo de las hostilidades en los distintos frentes continentales, a pesar de que todavía quedaban los últimos rescoldos en la lucha contra el irreductible imperio de Japón. En aquella España, de pan de centeno y cartillas de racionamiento se malvivía y se iba trampeando en el día a día como se podía y los sucesos también eran el pan nuestro de cada día, a pesar de su escaso reflejo en los medios de comunicación.

En esas difíciles circunstancias un señalado día de la época, el 25 de julio de 1945, festividad del Apóstol a quien se le atribuía el patronazgo de España, en una pequeña localidad de La Rioja, Sojuela, situada a tan solo 15 kilómetros de su capital, Logroño, iban a aparecer los cuerpos sin vida de una mujer viuda de 60 años de edad, Jacinta Lacalle Ramírez y su nieta Rufina Bravo Santamaría, de tan solo seis años de edad, en medio de impresionantes charcos de sangre, después de que los vecinos las echasen en falta en aquella festiva jornada en todo el territorio español. A nadie le cabía ninguna duda que se trataba de un crimen, pues tanto la mujer como la pequeña presentaban evidentes signos de violencia.

Puestos los hechos en conocimiento de la Guardia Civil de Nalda, encargada del orden en aquellas pequeñas localidades riojanas, se pusieron manos a la obra para esclarecer aquel doble crimen que había sobresaltado y conmocionado al pueblo de Sojuela, más famoso por su buenos vinos y bodegas que por los hechos luctuosos, aunque se tuviesen que enfrentar a un acontecimiento que para nada usual por aquella zona.

Detención en Logroño

Después de atar cabos y hacer las investigaciones oportunas, se comenzó a sospechar de la participación en aquel doble crimen de un hombre de mediana edad, Julio Peña Blanco, natural de la también localidad riojana de Nájera, que residía en el casco histórico de la capital riojana y que hasta aquel momento había permanecido ingresado en su antiguo Manicomio Provincial, después de que sus propios familiares denotasen un comportamiento anormal en el que no faltaban algunos brotes de violencia, llegando incluso a poner en peligro la vida de su propia esposa.

El autor del doble crimen sería detenido en torno a las once de la mañana del día siguiente a su comisión en la calle Norte de la capital riojana. Sin oponer resistencia, explicaría con pelos y señales lo que había hecho en el transcurso de la jornada de autos, así como cuáles eran sus proyectos de futuro, que para nada eran pacíficos e incluían venganzas contra el resto de los miembros de su familia, a quienes acusaba de haberlo arruinado personal y económicamente.

Julio Peña Blanco comentaría en el transcurso del interrogatorio que el mismo día en el que perpetró el doble asesinato se había fugado del centro de salud mental. Posteriormente se dirigió a casa de Jacinta Lacalle, que era una tía suya. Allí se la encontró en la cocina en la mañana del día de la festividad del Apóstol Santiago. Sin mediar palabra, con un palo de roble la emprendió a golpes hasta que le provocó la muerte, dejándola en el suelo en medio de un gran charco de sangre.

El mismo ritual que había hecho con su tía, lo repetiría con la nieta Rufina Bravo, una criatura de muy corta edad, que apenas pudo hacer resistencia al duro embate de su verdugo. La pequeña se hallaba en su cama y no tuvo tiempo de reaccionar cuando el criminal la emprendió a golpes con el mismo palo que había sacudido a su tía, hasta terminar con su vida. Permanecería en Sojuela hasta las dos de la tarde de ese mismo día, trasladándose posteriormente hasta el que había sido su domicilio, sito en la mencionada calle del Norte, donde fue detenido por agentes de la Guardia Civil.

Venganzas

En el transcurso del interrogatorio ante la Guardia Civil manifestaría su intención de emprender una sanguinaría ruta que tenía como objetivo el resto de los miembros de su familia, principalmente sus cuñados, a quienes responsabilizaba de haberlo recluido en el manicomio del que se había fugado, así como también de su supuesta ruina, tanto económica como personal.

El detonante de su ingreso en el centro de salud mental había coincidido con el día de la festividad de San Bernabé, de gran tradición en la capital riojana. En la mañana del día 11 de junio de 1944, provisto de una escopeta de cañones recortados, había efectuado un disparo contra su propia esposa en la Plaza de Abastos de Logroño, provocándole lesiones de consideración en la región torácica y ocasionando también la lógica alarma por su actitud, que no se correspondía con los parámetros de una persona normal.

Debido a su grave estado psíquico, no se celebraría juicio en su contra y reingresaría en el mismo centro del que se había fugado el 25 de julio de 1945. Quizás debido a su grave enfermedad, su vida se apagaría tan solo tres años después de haber cometido aquel doble crimen que soliviantaría a una pacífica y preciosa localidad en la que las grandes noticias proceden única y excluisvamente de los extraordinarios caldos que allí se cosechan y por los que merece la pena visitarla.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

Asturias: asesina a dos de sus hermanos y a un cuñado en San Martín de Podes

San Martín de Podes fue escenario de un triple crimen en el año 1950

Los difíciles y complicados años de la posguerra española dejaron más que un disgusto. Se sucedían los episodios sangrientos, pese a que apenas salían reflejados en la prensa. En el mejor de los casos, y este es un claro ejemplo, se limitaban a ofrecer unas pequeñas notas breves, no saliendo nunca muy resaltadas a fin de evitar que cualquier lector no muy avezado pudiese enterarse de esas cosas que, según la propaganda oficial, «en España no pasaban».

Pero vaya sí ocurrían, siendo quizás la etapa más sangrienta del franquismo en cuanto a número de sucesos y también por la cifra de víctimas. Ningún territorio del país era ajeno a los brotes de violencia, algunos de los cuáles dejarían una gran impronta en aquella localidad en la que ocurrían, máxime si tras de sí había un reguero de sangre y muerte que causaba el asombro y la estupefacción de propios y extraños.

Uno de esos dramáticos y truculentos acontecimientos ocurriría en uno de los puntos más bellos de la costa asturiana, San Martín de Podes, pequeña parroquia peretenenciente al concejo de Avilés. Un lugar paradisíaco ideal para hacer una escapada o disfrutar de unas espléndidas vacaciones. Sin mucho ruido, sin mucha gente y, ante todo con mucha calma, a pesar de que un ya lejano día del otoño de mediados de siglo pasado se vería bruscamente interrumpida por la furibunda e incomprensible reacción de uno de sus vecinos, quien no tuvo reparo a la hora de disparar contra los miembros de su familia, quizás debido a cuestiones patrimoniales.

Discapacitado

En el atardecer de aquel 9 noviembre de 1950 se encontraba reunido con su familia, pero armado, Francisco Fernández García, de 45 años de edad, quien había sufrido una parálisis que le afectaba a sus extremidades inferiores, probablemente a causa de algún accidente, lo que quizás no hacía presagiar ninguna peligrosidad. O eso al menos pensaban quienes lo trataban directamente, entre ellos su propia familia.

El individuo en cuestión había vivido en la emigración americana, como tantos de su tiempo, regresando definitivamente a España en el año 1939. Al parecer, gracias a su esfuerzo como emigrante que le había costado incluso su propia salud, había ganado una cierta cantidad de dinero con la que había contribuido a reparar y adecuar la vivienda de su familia, sita en el caserío de la Olvorosa, un clásico entorno rural muy propio de Asturias y Galicia. Quizás, ahí comenzaron las desavenencias con el resto de los miembros de su familia. Lo cierto es que Francisco provocaría una tragedia de la que todavía se habla hoy en día en esta parroquia del litoral astur.

Como quien no quiere la cosa, en el transcurso de aquella reunión y sin venir a cuento, no tuvo reparo alguno en iniciar un tiroteo en el interior de la casa en la que se encontraban, a pesar de sus dificultades de movilidad, pues la incapacidad le afectaba a las dos piernas y prácticamente no podía moverse. Gracias a esto último, quizás consiguió salvar su vida su hermana Amanda, la única superviviente del dramático trance, además del susodicho homicida.

No corrieron esa misma suerte sus hermanos Alejando y María de la Concepción, algo más jóvenes que quien iba a convertirse en su verdugo. Ambos fallecieron prácticamente en el acto, nada más disparar Francisco en contra de ambos. Tres tiros de arma corta fueron suficientes para terminar con sus vidas. En el transcurso de la refriega también heriría de extrema gravedad a su cuñado Silvestre Montero, quien no conseguiría superar las lesiones y fallecería unos días más tarde en el Hospital de Avilés.

Después de haber perpetrado lo que en un principio era un doble crimen, que se vería acrecentado días más tarde, el triple homicida intentó terminar con su propia vida, o tal vez eso simuló, pues no empleo fuego de arma corta como había hecho contra sus víctimas sino que empleó una cuchilla de las utilizadas para rasurar la barba, con la que se haría varios cortes en un brazo. De us lesiones, muy superficiales, se recuperaría en un plazo breve de tiempo. Sin embargo, la memoria y los efectos de la tragedia perdurarían durante mucho tiempo.

30 años de cárcel

En la última semana de enero del año 1953, algo más de dos años después del triple crimen de San Martín de Podes, tendría lugar el juicio contra Francisco Fernández García, en la Audiencia Provincial de Oviedo, en medio de una gran expectación. A todo ello se añadía el hecho de que el fiscal solicitaba para el acusado tres penas de muerte, una por cada uno de los asesinatos, si bien es cierto que ya antes de celebrarse el juicio había modificado sus conclusiones provisionales.

Aquel hombre, que en el momento de ser juzgado frisaba ya la cincuentena y que en sus años mozos había cruzado el Océano Atlántico con destino a Cuba, la bella perla del Caribe que otrora había sido el dorado que perseguían muchos emigrantes gallegos y también astures, sería condenado a un total de 30 años de prisión, así como a satisfacer una cuantiosa indemnización a los herederos de los familiares a los que había dado muerte. De hecho, en 1957, saldrían a pública subasta algunos de sus bienes para hacer frente a la responsabilidad civil derivada del triple crimen de San Martín de Podes.

Su estancia entre los muros de la cárcel, quizás debido a la grave discapacidad que sufría, se vería excepcionalmente acortada, reduciéndose la misma a poco más de cinco años, merced a un indulto del que se vería beneficiado, firmado por el entonces ministro de Justicia Antonio Iturmendi. Una orden del 16 de febrero de 1956, publicada en el Boletín Oficial del Estado el 5 de mayo del mismo, le concedía la libertad condicional a Francisco Fernández García, el mismo hombre que unos años antes había dado muerte a tres personas de su propia familia, y que en ese momento se encontraba cumpliendo condena en la Colonia Penitenciaria de El Dueso, en Cantabria.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias

León: asesina a cuatro personas de su familia en Sotillo de Sabero

El cuerpo sin vida del cuádruple asesino aparecería junto a la iglesia parroquial de San Pedro

Caben pocas dudas de que los «Locos años veinte» del siglo pasado lo fueron en diversos sentidos. Uno de ellos bien se puede decir que hacía una alusión prácticamente literal a la locura que supuestamente se vivía en lo concerniente a la crónica negra, pues en España se produjeron algunos episodios sangrientos que dejarían su impronta a generaciones venideras, que difícilmente podrían olvidar aquellas matanzas múltiples que se registraron en distintos puntos del territorio.

Uno de esos sanguinarios y crueles sucesos tuvo como escenario la entonces próspera cuenca minera leonesa, concretamente en su área nordeste, en la comarca de la Montaña de Riaño. Allí en la pequeña localidad de Sotillos de Sabero un individuo, de rebuscado y extraño nombre y calificado de «vago» por la prensa de su tiempo, Clodulfo Ruiz Sordo, de 32 años, dejaría una huella indeleble de la que todavía se habla en nuestros días tras dar muerte a cuatro personas de su familia, entre ellas un bebé de nueve meses, y posteriormente acabar con la suya propia en las inmediaciones de la iglesia parroquial.

Clodulfo Ruiz, el triste protagonista de este luctuoso acontecimiento, había estado trabajando en Francia en tiempos de la Primera Guerra Mundial, aprovechando la necesidad de mano de obra que se precisaba en el país vecino con motivo de aquella contienda. Sin embargo, al poco tiempo de su conclusión retornó a su tierra natal con la intención de hacerse con la herencia de su familia política, quien temía sus reacciones debido a su carácter arisco y violento, además de no sentir un mínimo de empatía hacia nadie. De hecho, se había separado de su esposa hacía algún tiempo, en una época en la que las separaciones matrimoniales estaban duramente condenadas por el resto de la sociedad.

De madrugada

Clodulfo Ruiz, insatisfecho de cómo marchaban las cosas en el plano familiar, preparó la horrorosa matanza en plena madrugada del día 21 de noviembre de 1923, aprovechando el silencio de la noche y los descuidos de sus víctimas que se encontraban plácidamente durmiendo. Se armó hasta los dientes para asegurarse plenamente su macabra faena. Llevaba consigo una escopeta de dos cañones y una pistola con 2 cargadores en los que cabían un total de 16 proyectiles. El sanguinario desenfreno estaba más que asegurado.

En torno a las dos de la madrugada de aquella fatídica jornada, el cuádruple asesino abrió un boquete en la pared para internarse en la casa de su suegra, en la que también residía su esposa,, quien dormía con su madre por el temor que le despertaba su marido. Sin pensárselo dos veces, como sucede casi siempre en estos casos, penetró en la habitación que ocupaba el hermano de su mujer,, Elías Álvarez González, a quien descerrajó el corazón de un solo disparo, suficiente para terminar con su vida. Sin embargo, su borrachera de sangre y terror en aquella otoñal noche de hace más de un siglo no había hecho más que comenzar.

Tampoco quiso perdonar la vida ni a la mujer de su cuñado ni siquiera al hijo de ambos, una criatura de tan solo nueve meses de edad. A la primera, Natalia González Gómez, de 31 años de edad, le dio muerte de dos disparos de pistola, rematándola con un tercer último tiro realizado con la escopeta que llevaba. También se aseguró de la muerte del recién nacido, José Álvarez González, a quien disparó en dos ocasiones en el corazón, terminando así de una forma vil y canallesca con la breve vida de un inocente, tal cuál fuese el más criminal de los Herodes.

Última víctima mortal y suicidio

Tras dejar ya tras de sí un total de tres muertos, que no eran pocos, se dirigió a la habitación de su suegra Genoveva González Sánchez, una mujer de 63 años de edad. Allí se encontraba su esposa y les contó a ambas lo que había hecho, quienes ya estaban alarmadas por el ruido de los disparos. A la madre de su esposa le disparó hasta tres tiros, dejándola exangüe prácticamente en el acto. Sin embargo, decidió perdonar la vida a quien era su mujer, a pesar de estar separados.

El motivo de la supuesta «clemencia» con su esposa no fue otro que su deseo de que sufriese y padeciese todo el tiempo que le pudiese quedar de vida, en la que tendría que hace frente a su existencia en soledad y con el truculento recuerdo de sobrevivir a una terrible tragedia que la marcaría de por vida. Además, había escrito una pequeña nota en la que ofrecía todos los detalles del porqué iba a llevar a cabo aquella espeluznante y horrorosa matanza, que se iba a convertir poco menos que en una leyenda en toda aquella pacífica comarca dedicada a la explotación del carbón.

Para concluir con su horrenda orgía, él mismo Clodulfo Ruiz Sordo, aquel hombre de malvivir y «vida licenciosa», que le atribuía la prensa de la época, decidió poner fin a su vida. Su cuerpo, con un único disparo que le había descerrajado los sesos tras dispararse en una sien, sería encontrado alrededor de las nueve de la mañana de aquel día del último tercio del mes de noviembre en el pórtico de la preciosa iglesia parroquial de San Pedro, que se convertía así en testigo mudo de un tremendo capítulo sangriento que pasaría a formar parte de los anales de la crónica negra española.

Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias