Fernando Perea Salado, un militar retirado de 77 años de edad llevaba muchos años enfrentado a sus vecinos, conocidos como Los Kikis, un clan familiar que se dedicaba al transporte de mercancías peligrosas por toda la geografía española y que disponían de varios vehículos pesados que casi siempre aparcaban en la calle Huertas. Al parecer, allí se había colocado unas placas de tráfico que prohibían expresamente el estacionamiento de vehículos pesados en la zona. Sin embargo, en algunas localidades es muy común que no se cumplan estas medidas, muchas veces permitidas debido a la buena fe del vecindario.
El antiguo capitán del Ejército, que había regresado hacía exactamente una década a su villa natal, se quejaba constantemente que a consecuencia del estacionamiento de los camiones su blanqueada fachada estaba constantemente ensuciada de aceite, lo que le provocaba grandes trastornos, además de continuos enfados con sus vecinos, quienes presuntamente hacían caso omiso de sus quejas. Las denuncias del militar jubilado ante el Ayuntamiento de Sanlúcar La Mayor también eran frecuentes, presentando hasta un total de cuatro contra quienes consideraba que estaban realizando una actividad que no estaba permitida en un casco urbano, pues en sus vehículos transportaban ácido sulfúrico. Ambas partes habían mantenido distintos pleitos en todo este tiempo que había ganado Fernando Perea. A pesar de esas victorias, la actividad industrial en un solar al aire libre se mantenía al igual que si nada hubiese sucedido.
Con el paso del tiempo, la situación se volvió insoportable para el antiguo capitán, quien ya era incapaz de seguir tolerando unas circunstancias que el mismo consideraba casi como una burla. Un día tras otro se quejaba de lo que ocurría, pero la empresa de transportes persistía en su actitud. Nadie esperaba que aquel hombre, que iba camino de la ancianidad, se tomase las cosas a la tremenda y llevase la sangre al río, provocando una tragedia que conmovería profundamente a la comarca del Aljarafe y de la que se sigue hablando hoy en día. No es para menos.
Arma reglamentaria
Como todo militar, Fernando Perea conservaba aún su antigua arma reglamentaria, de la cual no había hecho uso prácticamente nunca en su dilatada trayectoria profesional. Se decía que era un hombre pacífico y de buenas maneras, al igual que quienes se convertirían en sus víctimas, a quienes únicamente se achacaba el hecho de que mantuviesen los camiones en un recinto urbano. Aquella pistola del Ejército, que no debió de emplearse nunca, se terminaría convirtiendo en la más letal que jamás se hubiesen imaginado en la ciudad andaluza.
Un buen día de otoño, caminando ya hacia el invierno, el militar jubilado la empuñó con un fin que sería fatal y trágico que terminaría por consternar profundamente a toda la localidad y las escenas de dolor se repetían en todas sus esquinas, al tiempo que eran muchos los vecinos que se preguntaban porque habría tenido que ocurrir una cosa así. El día de autos, 20 de noviembre de 1993, Fernando Perea se indignó de sobremanera al contemplar una mancha de aceite industrial sobre la fachada de su pulcro chalé, que él supuso que alguien se la había arrojado aquella misma noche. Sin pensárselo dos veces tomó aquella misma pistola que era su compañera desde hacía varias décadas y la cargó con cinco balas, que finalmente terminarían siendo disparadas todas, aunque no todas con certero objetivo.
Alrededor de las once y media de la mañana de lo que se iba a convertir en una fatídica jornada, el militar retirado disparó al cuello de un joven de 30 años, Trinidad López Descalzo, conocido el apelativo de El niño Kiki, a quien la bala le penetra por un hombro, en tanto que un cuñado suyo retira del lugar a un niño pequeño de tan solo seis años, que presencia como un hombre, presa tal vez de una descontrolada ira, termina con la vida de su padre. En ayuda del muchacho malherido acude su progenitor, Francisco López Moreno, conocido como El Kiki, quien tampoco se salvará de la puntería de Perea Salado, quien le apunta directamente al cráneo. La bala le entra por el occipital y queda tendido en plena calle en medio de un gran charco de sangre. La tragedia, no se sabrá nunca si anunciada o no, ya estaba servida, en tanto que el dolor inundará en cuestión de segundos a la localidad principal de la comarca del Aljarafe.
Fernando Perea efectuará dos disparos más que, por suerte, errará en su objetivo. Solamente le quedó una última bala, que empleó para volarse la tapa de los sesos y agrandar aún más una tragedia que sacudió terriblemente a este municipio andaluz en el otoño de 1993. Aquel mismo día. tanto el autor de los mortales disparos, como su víctimas, terminarían coincidiendo a la misma hora en un mismo lugar, el Instituto Anatómico Forense de la capital hispalense. Triste destino por una simple mancha de aceite.
Nadie pone en duda que la mancha de una de fachada, por muchos trastornos que ocasionase, no valía ni mucho menos la vida de tres personas, al tiempo que un bello pueblo andaluz se veía tristemente abatido por una tragedia que pudo haberse evitado. Sin embargo, a veces los hombres olvidan que solo tienen una vida y que hay muchas formas de resolver cualquier problema, por muchos intríngulis que presenten, sin recurrir a la siempre odiosa violencia, que solamente genera infundados y absurdos odios.
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