Un hombre descuartiza al amante de su esposa en Madrid
Eran aquellos años tiempos muy duros en los que la represión de una población hambrienta estaba a la orden del día. El estraperlo y el mercado negro se habían convertido en algunas de las fuentes de abastecimiento de un país que sufría como pocos en el mundo las desventuras de una dura y cruel Posguerra, a lo que se añadía un conflicto mundial a sus puertas y que parecía eternizarse, pues ya se habían cumplido tres años de dura lucha en la que ni unos ni otros daban su brazo a torcer, aunque el viento dejaba de soplar a favor de los alemanes. Aún así no se podía decir «esta boca es mía».
Fue precisamente la represión y el ansia de capturar a presuntos contrabandistas o estraperlistas lo que serviría para descubrir un suceso que causaría una gran impresión entre quienes tuvieron noticia del mismo, que en aquel tiempo no eran muchos pues la prensa escrita no estaba al alcance de todo el mundo. Los escasos veinticinco céntimos de peseta que costaba un periódico eran necesarios para comprar pan, si es que se disponía de ellos. Por aquel entonces era muy habitual que las fuerzas de seguridad del Estado, tanto la Policía como la Guardia Civil e incluso también el Ejército, viajasen a bordo de los vagones de las líneas ferroviarias que atravesaban la península, sabedoras que el tren era un medio perfecto para camuflar y trasladar víveres de unas localidades a otras con el afán de escaparse de la todopoderosa Fiscalía de Tasas, un organismo dedicado a imponer fuertes gravámenes e impuestos a productos que se vendían en mercados y mercadillos.
Un individuo joven de 25 años, Jaime Castillo Salas, se había subido en la Estación de Atocha al Expreso que cubría la línea entre Madrid y Barcelona, adquiriendo un billete de primera clase, muy probablemente para no despertar las sospechas de terceros, principalmente los agentes del orden que se dedicaban más a investigar los vagones de tercera clase, que era donde se desplazaban un mayor número de viajeros. Nada le hacía temer a aquel hombre joven y corpulento, que había intervenido en la Guerra Civil, que la Policía le obligase a abrir las maletas que transportaba, pues apenas hacían vigilancia en los vacíos coches de primera clase en la que supuestamente viajaba gente decente y honrada.
Llega la Policía
Alrededor de las cinco y media de la madrugada del día 20 de noviembre de 1942, Jaime Castillo se vería sorprendido por la llegada de la Policía, quien le solicitó su documentación, al tiempo que le preguntó que era lo que transportaba en aquellos dos pesados bultos a los que no quitaba ojo. El hombre, algo desconcertado y soñoliento, les respondió de buen grado que solamente llevaba unos huevos y algo de carne. Uno de los agentes que le interrogaba con cara de pocos amigos le dijo en un momento dado «¿Contrabando?», a lo que él respondió enérgicamente que no era un contrabandista ni un estraperlista, que era una persona de bien. No obstante, algo debían sospechar los agentes sobre el contenido que se alojaba en el interior de aquellas dos enormes maletas. El individuo en cuestión les comentó que allí solamente iban unas cantidades de carne que había adquirido en Madrid y también huevos, que llevaba para un familiar que residía en Barcelona.
Insatisfechos con las vagas explicaciones del antiguo combatiente, que además había prestado sus servicios en el bando nacional al ser natural de Palma de Mallorca, le indicaron que su equipaje debía ser inspeccionado a fin de comprobar la veracidad de sus explicaciones, a lo que aquel hombre se mostró muy reacio y les dijo, ya algo desconcertado, que no había motivo para obligarle a que abriese los bultos, pues el era una persona honrada y el material que transportaba era completamente legal. Sin embargo, de nada sirvió su terca oposición a la insistencia de los agentes, quienes, con sumo cuidado, procedieron a abrir ambas maletas para cerciorarse de que en ellas no viajaba ningún producto susceptible de escapar a la legalidad vigente o que no cumpliese con las normas establecidas.
Ni que decir tiene cual debió ser la reacción de ambos agentes de la Policía al descubrir que en los sospechosos bultos que viajaban en primera clase iba, como les había indicado su propietario, carne, pero era humana. En uno de los contenedores encontraron la cabeza y las extremidades de lo que parecía el cuerpo de un varón, en tanto que en la otra iba el tronco del mismo hombre. No les cabía la menor duda que se encontraban ante un hecho delictivo de gran calibre, que les despertaría no solo una gran sensación sino que es también de suponer que les provocase una enorme repugnancia. Inmediatamente procedieron a la detención del sujeto, quien prácticamente en el acto les confesó que había dado muerte a Gabriel Adrover, en su casa de Madrid, al encontrarlo yaciendo con su esposa en su propia cama. Todo ello ocurría a la altura de la estación zaragozana de Casetas. Allí, el autor del crimen sería obligado a apearse del tren y sería conducido a la comisaría de Policía de la capital maña.
Un palo
En la declaración efectuada en comisaría proseguiría relatando los detalles del truculento acontecimiento que habría tenido lugar en días pasados por entonces. Jaime Castillo confesó que el día de autos se encontró a su esposa con quien terminaría convirtiéndose en su víctima en su propio domicilio y presa de la sorpresa y el furor que le ocasionó aquel hecho se inició una escandalera entre ambos y el provisto de un palo que tenía en su domicilio le sacudió un fuerte golpe en la cabeza que terminaría por provocarle la muerte. Posteriormente, decidió descuartizar el cuerpo del amante de su señora e introducirlo en las sospechosas maletas que le obligaron a abrir muy cerca de la estación de Casetas. Su propósito era transportarlas hasta Barcelona y, una vez que hubiese llegado a la capital catalana, deshacerse de los macabros bultos arrojando su contenido al mar. Sin embargo, su objetivo se vio truncado al levantar las sospechas de los agentes de la Policía, quienes estaban buscando a supuestos contrabandistas y estraperlistas, cuya actividad era muy frecuente en la Posguerra.
Apenas unos meses después de haberse producido el crimen se celebró en la Audiencia Provincial de Madrid el juicio contra Castillo Salas, quien, a pesar de la gravedad del acto, contaba con la atenuante -vigente en aquel entonces- del delito de adulterio en el que habrían incurrido tanto su esposa como la víctima, Gabriel Adrover. Suponía mucho mayor castigo el hecho de haber descuartizado el cadáver que si le hubiese dado muerte en compañía de su mujer y posteriormente se hubiese entregado a la Policía. Finalmente, el autor de este espeluznante y dantesco crimen sería sentenciado a la pena de 14 años de prisión, cuatro de los cuáles obedecían al hecho de haber profanado un cadáver y a la supuesta intención de inhumarlo de forma ilegal. Como se podrá observar, hemos cambiado y mucho, probablemente para bien.
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