El secuestro y asesinato de Anabel Segura: un caso que conmovió a toda España

Anabel Segura, la joven secuestrada y asesinada en el año 1993

La España de los noventa sufriría distintos episodios en los que los medios de comunicación se volcaron masivamente a causa de las circunstancias que los envolvían. Uno de esos trágicos acontecimientos tendría como protagonista principal a una joven madrileña, de tan solo veintidós años, Anabel Segura, una chica simpática y agradable que estudiaba cuarto curso de Ciencias Empresariales en la prestigiosa institución académica ICADE. Sin embargo, una pareja de desgraciados que buscaban dinero fácil, cuando no vivir del cuento, se cruzaron de manera funesta en su vida en la mañana del 12 de abril de 1993, siendo secuestrada y finalmente asesinada, tan solo seis horas después de haber sido privada de su libertad.

A media mañana del día de autos, la joven salió de su casa, en la urbanización Intergolf, en pleno barrio de La Moraleja, una de las zonas más exclusivas de Madrid. Iba ataviada con un chándal y llevaba también un reproductor de música. Fue entonces cuando dos extraños se dirigieron a ella con la excusa de preguntar por una dirección de aquel entorno, aunque no dejaba de ser una vulgar treta para entretener a la muchacha, que recibió un empujón de alguno de aquellos dos extraños y fue introducida en una furgoneta de color blanco. Nadie vio nada, salvo un jardinero de 62 años quien intentó socorrer a Anabel cuando escuchó sus gritos. Aún así, pudo hacer una descripción precisa del vehículo. Solamente le faltó tomar el número de matrícula, algo que no pudo hacer por no llevar en ese momento las gafas consigo.

Es a partir de entonces cuando se inicia un largo peregrinar en torno al destino de aquella joven que mantendría en vilo a todo un país durante dos años y medio, en los que se sucedieron las llamadas y los interrogantes, así como un sinfín de incongruencias que contribuirían a que se resolviese el caso. Lo único cierto es que Anabel Segura fue estrangulada por sus captores el mismo día de su secuestro. Sin embargo, estos no hicieron otra cosa que entretener en falso a toda una sociedad que buscaba respuestas en torno al paradero de la joven.

Falta de profesionalidad

Una de las peores cosas que le puede suceder a cualquier secuestrado es que sus raptores no sean profesionales ni hayan planificado el secuestro previamente. Así ocurrió en el caso de Anabel Segura. Sus dos captores eran unos chapuceros que desconocían hasta las normas más elementales en un suceso como el que pretendían llevar a cabo. Ni siquiera habían previsto el lugar en el que albergarían a su futura víctima. Su plan fue torpe e improvisado. Aquella misma mañana un repartidor en serias dificultades económicas, Emilio Martínez Guadix, de 38 años, se puso en común acuerdo con un viejo amigo de la infancia, Cándido Ortiz Añón para dar un golpe, quien era tres años más joven que el anterior. El lugar elegido era la lujosa urbanización madrileña de La Moraleja, una exclusiva colonia habitada por personas con un elevado nivel económico. Pensaban que la trama sería bastante sencilla y solamente se trataba de secuestrar a la primera persona que se encontrasen.

El hecho de no ser auténticos profesionales, sino tan solo un par de desalmados, hizo que las cosas comenzasen a torcerse desde el primer instante. Para empezar, su víctima les había visto el rostro cuando la secuestraron y también cuando se dirigieron hasta una gasolinera a repostar. Todo ello contribuía a que pudiesen ser reconocidos en cualquier momento. Durante aquella ingrata jornada de primavera estuvieron dando vueltas con la furgoneta por la capital de España y sus alrededores hasta que los amenazó la noche y no sabían que hacer con su rehén. Optaron por la solución más sencilla, y también la peor, que no era otra que darle muerte. Lo hicieron también de una manera macabra y obscena, pues la estrangularían y abandonarían su cadáver en la localidad toledana de Numancia de la Sagra, a 42 kilómetros de Madrid y a tan solo dos del domicilio de uno de los captores,

A partir de ahí comenzaría un largo rosario de patrañas que no hicieron otra cosa que entretener en falso a todo un país, que aún vivía con la lógica esperanza de que pudiese ser encontrada con vida la joven madrileña. En la memoria colectiva estaba presente todavía el largo secuestro de la farmacéutica de Olot, cuyo desenlace final con final feliz tras 500 días de cautividad hacía albergar las esperanzas de gran parte de los españoles que seguía expectante a las noticias que le llegaban acerca del incierto futuro que podría Anabel Segura.

Cinta magnetofónica

Para darle realismo y credibilidad al esperpéntico schow montado por los dos secuestradores, no se les ocurrió mejor idea que enviar una cinta magnetofónica con la supuesta voz de Anabel a los padres de la muchacha. En ella, Felisa García Campuzano se hacía pasar por la secuestrada. Sin embargo, después de analizar la grabación hasta la saciedad, los investigadores le restaron credibilidad y comenzaron a ver puntos oscuros en aquel truculento montaje que no parecían conducir a ninguna parte. No obstante, la cinta sería decisiva en la resolución del caso, pues algunas de las voces que se escuchaban en la misma serían reconocidas por algunas personas, entre ellas una expresión del área de Toledo en la que residía uno de los captores. «Sabes más que los ratones coloraos», siendo esta frase la que marcaría un punto de inflexión en aquella cruda historia que la totalidad de los españoles creyeron, aunque no así quienes estaban investigando el caso.

La Policía requirió la colaboración ciudadana y llegó a recibir hasta 30.000 llamadas. Igualmente se haría eco del trágico hecho el programa de TVE ¿Quien sabe dónde?, dedicado a buscar personas desaparecidas y en el que se reprodujo aquella famosa cinta magnetofónica que pareció llevar cierta tranquilidad a muchos ciudadanos, aunque quienes se encontraban a pie de obra indagando en la hipotética suerte de Anabel Segura habían dirigido sus miradas hacia otros derroteros. Gracias a la ayuda de los ciudadanos, fue identificada la voz de Emilio Martínez Guadix, el autor material de la muerte de Anabel.

Previamente, a ser localizados, los supuestos secuestradores -reconvertidos ya en asesinos- exigieron importantes sumas de dinero a la familia de su víctima, llegando a solicitar hasta 150 millones de pesetas (900.000 euros al cambio actual). Sin embargo, jamás se atrevieron a dar la cara, dado que nada podían ofrecer a cambio y aquello no dejaba de ser una macabra y vulgar tomadura de pelo. Hasta un total de quince llamadas recibieron en su domicilio los progenitores de la joven que ya había sido asesinada. Asimismo, la Policía llegaría a frustrar dos hipotéticas entregas del dinero exigido, al tiempo que el padre de Anabel había hipotecado su vivienda para poder supuestamente liberar a su hija.

Las llamadas a la familia, así como las comunicaciones que mantenían con la misma, parecían proceder de un mismo entorno, que se situaba la provincia de Toledo, por lo que los investigadores centraron su atención en esa zona. A todo ello se sumaba el hecho de que un ciudadano anónimo fue quien identificó la voz del hombre que dio muerte a la joven madrileña.

Detenciones y hallazgo del cadáver

Con todos los cabos atados y bien atados, el día 27 de septiembre de 1995 eran detenidos en el madrileño barrio de Vallecas, Emilio Martínez Guadix y su esposa Felisa Muñoz Campuzano, en la vivienda que poseían los padres del primero en el populoso distrito madrileño. Prácticamente y al mismo tiempo, era detenido Cándido Ortiz Añon en la madrileña calle Orense. Los tres detenidos confesarían de inmediato su participación en los hechos y cual era el paradero de la joven a la que habían secuestrado hacía dos años, cinco meses y 16 días. Se confirmaba así la tesis que siempre sostuvo la Policía. Los autores del rapto de Anabel Segura eran delincuentes comunes

Todo el relato y la parafernalia que habían montado se vendría abajo por su propio peso en cuestión de minutos. Se dice que las mentiras tienen las patas muy cortas, pero esta, desgraciadamente, fue demasiado larga. El día 28 de septiembre de 1995 era hallado su cadáver en las dependencias de una vieja fábrica de cerámica abandonada en la localidad toledana de Numancia de la Sagra. Se ponía así fin a un larguísimo culebrón que mantuvo en vilo a todo un país y cuyo final no pudo ser más desgraciado y horrendo. El cadáver de la joven, cuando fue hallado, aún conservaba parte del chándal que había utilizado para hacer deporte cuando fue secuestrada.

90 años de cárcel

Si mediático fue el secuestro, no menos mediático fue el juicio, que se celebraría a comienzos del año 1998. Con la indignación generalizada de todo un país, se esperaba que la Justicia fuese contundente con aquellos tres viles canallas, que habían levantado una expectación inusitada en un hecho que ponía los pelos de punta. No obstante, depararía un agria sorpresa, que ocasionaría las contrariedades de la familia de Anabel Segura, quien recurriría al Tribunal Supremo para incrementar las condenas de los tres implicados.

En un primer momento Emilio Martínez Guadix y Cándido Ortiz Añón serían condenados a 39 años de prisión cada uno de ellos, acusados de un delito de asesinato con alevosia. Sorprendía la escasa pena a la que fue sentenciada Felisa Muñoz Campuzano, pues tan solo debería cumplir seis meses de cárcel por la colaboración que había prestado a los dos asesinos. Asimismo, debían indemnizar conjunta y solidariamente con veinte millones de pesetas (120.000 euros al cambio actual) a la familia de Anabel Segura.

Insastisfechos con la condena que habían recibido los asesinos de su hija, los padres de Anabel Segura recurrieron al Tribunal Supremo, quien elevaría la condena de los dos asesinos de 39 a 43 años de cárcel, en tanto que la de Felisa Muñoz Campuzano pasaba del medio año a dos años y cuatro meses de prisión.

En el año 2009 la llamada «Justicia Poética» recaería sobre uno de los acusados, Cándido Ortiz Añón, para quien aquella condena se convertiría en prisión perpetua al fallecer en prisión a la edad de tan solo 51 años. Mejor suerte corrió el «cerebro» de la operación, Emilio Martínez Guadix, quien saldría de prisión en 2013, después de haber penado tan solo 18 años por uno de los delitos más horrendos de la historia reciente de España. En sus primeras declaraciones ante los medios manifestaría «estar arrepentido» de su fechoría. Se sabe que no regresó a la localidad toledana de Pantoja, a donde había ido a parar después de comprar un chalet adosado que fue la causa de una locura que se plasmó con el asesinato de una inocente, pues las deudas de los impagos y las letras le acuciaban.

También es conocido que la relación entre Emilio y Felisa se haría añicos como consecuencia del nefasto episodio que mantuvo en vilo a un país durante casi dos años y medio. La mujer también ha regresado a Vallecas abandonado la churrería que había montado en el municipio toledado al que había emigrado en compañía de su marido. Según algunos medios, prefiere «pasar página» y tratar de ahuyentar los fantasmas de un pasado, que según sus propias manifestaciones, «le marcó profundamente». Y al resto de los españoles también.

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Dos niños brutalmente asesinados en Granada con apenas ocho meses de diferencia

Uno de los crímenes tuvo lugar en las inmediaciones del Parque Nueva Granada

El año 1984 dejaría el amargo recuerdo en tierras andaluzas de las muertes violentas de tres pequeños. Uno de ellos en Sevilla, que jamás llegaría a esclarecerse, en tanto que otros dos tuvieron como escenario Granada, una ciudad que en aquel entonces vivía conmocionada todavía por el asesinato de un niño en el año 1981, que parecía haber entrado en punto muerto debido al escaso avance de las investigaciones.

En aquella complicada tesitura, los granadinos se vieron terriblemente sorprendidos el día 7 de abril de 1984 con la aparición del cuerpo del pequeño Bernado Díaz, de nueve años, horriblemente estrangulado en la casería de San Jerónimo. El niño era hijo de un miembro de la Policía Nacional, quien en un primer momento dijo que había dejado a bordo de su coche, un SEAT-133, que presuntamente había sido robado. Según la primera versión, el padre de la criatura habría dejado el vehículo estacionado junto al bloque Osuna-3, del Polígono de la cartuja en torno a las nueve de la noche del día de autos. Una hora más tarde, cuando regresó, ya no se encontraban ni el coche ni el pequeño.

A partir de la desaparición de Bernardo, se pone en marcha un dispositivo policial para dar con su paradero después de que su propio padre diese la voz de alarma a sus compañeros. El resultado de la operación tuvo un fatal desenlace y en torno a las once de la noche de aquel trágico día eran hallados tanto el automóvil como el cuerpo sin vida del niño. El coche se hallaba completamente cerrado, mientras que la criatura se encontraba a unos centenares de metros, con una cuerda atada al cuello, lo que indicaba que había sido estrangulada.

Detención del padre

En principio se barajaron diversas hipótesis en torno a lo que le podría haber sucedido al niño asesinado. Entre ellas, que algunos delincuentes le hubiesen robado el vehículo y al encontrarse con el niño dentro decidieron darle muerte, en tanto que otra abundaba en que podría haber sido víctima de algún energúmeno que estuviese enfrentado a su progenitor como consecuencia de su profesión de policía. Sin embargo, había algunas cosas que no cuadraban, entre ellas que el coche estuviese perfectamente cerrado, dado que si había sido robado los ladrones no suelen tomarse esas precauciones. Al mismo tiempo, J. M. D. J., su padre, incurriría en diversas contradicciones, que llevaron a investigar, como sucede la mayoría de las veces en estos casos, al entorno más próximo de la víctima.

La detención de aquel agente de Policía de 38 años causaría gran sensación y conmoción al mismo tiempo en Granada. En su posterior relato de los hechos manifestaría que aquella tarde él y su hijo habían estado visitando a su madre, quien se hallaba ingresada en el Hospital Clínico de Granada, pues se encontraba gravemente enferma de un cáncer que terminaría segándole su existencia a una temprana edad. Posteriormente, se habría iniciado una discusión entre padre e hijo, después de haber dejado a la hermana menor de Bernardo en casa de unos parientes. El muchacho se habría puesto muy pesado con su progenitor y se habría desencadenado una disputa en toda regla y en un momento de ofuscación y arrebato, sin explicárselo muy bien, habría estrangulado al chaval.

Con el crío muerto se habría dirigido en coche desde la calle Linares hasta el parque de Nueva Granada. Posteriormente cargaría con su cuerpo en hombros y lo transportaría a lo largo de unos centenares de metros en el lugar en el que apareció su cadáver. El móvil del espeluznante asesinato se encontraría supuestamente en la tensión que soportaba el policía debido a la grave enfermedad que afectaba a su mujer. Sus depresiones eran muy frecuentes, a lo que habría que añadir su estancia en el País Vasco durante siete años, coincidiendo con los famosos «años de plomo» en los que las fuerzas del orden eran un objetivo prioritario de los terroristas.

Algo más de un año después del crimen, en julio de 1985 se celebró el juicio contra J. M. D. J., quien sería condenado a ocho años de cárcel, a pesar de que el fiscal solicitaba más del doble. Se tuvo en cuenta la situación personal que atravesaba el agente, aplicándosele la eximente incompleta de enajenación mental transitoria. La Audiencia Provincial de Granada sostuvo que se trataba de un homicidio, calificando los hechos de parricidio con alevosía.

Un adolescente asesina a otro

Cuando resonaban los ecos del crimen de Bernardo y se vivía con la tensión de un niño asesinado en Sevilla, la capital nazarí se hubo de enfrentar a un nuevo hecho que la situaría de nuevo en las páginas de sucesos de los principales diarios, en otro acontecimiento que suscitaría la estupefacción de sus ciudadanos, no acostumbrados a que tan bella urbe fuese escenario de casos tan truculentos.

El día 16 de diciembre de 1984, cuando ya se atisbaban las primeras luces navideñas, un adolescente de quince años era literalmente cosido a puñaladas por otro amigo de una edad similar. La víctima era Antonio Peña, de quince años, hijo de una viuda que había perdido a su marido en un trágico accidente de circulación que jamás se había aclarado. A las tres de la tarde de la jornada anteriormente referida, Antonio recibió en su casa a A.M.R.G., a quien había comprado una bicicleta. Este último, su asesino, le fue a reclamar el importe acordado por el vehículo. Tras una agria discusión entre ambos, el segundo sacó con gran frialdad una navaja de grandes dimensiones con la que le asestó más de treinta puñaladas, para huir luego del lugar de autos, no sin antes apoderarse de 27.000 pesetas (unos 171 euros al cambio actual) que guardaba la madre de la víctima en casas.

Alertado el vecindario por los gritos del joven, lo encontraron en estado moribundo. Avisaron de inmediato a la Policía, quien en uno de sus vehículos trasladó a Antonio Peña al hospital Ruiz de Alda de Granada, pero ingresaría cadáver, sin poder hacer otra cosa los médicos que certificar su trágico deceso. La víctima era estudiante de Formación Profesional en un instituto de la capital granadina y el día en que sucedió el funesto acontecimiento había sido visto en compañía de un amigo a bordo de la supuesta bicicleta que sería la causa de su precoz muerte.

A.M.R.G., quien en su huida se cruzó con las vecinas que acudieron a socorrer a Antonio Peña, consciente de la gravedad del suceso que había provocado, llegó a subirse al tren expreso que cubría la ruta entre Granada y Madrid, siendo capturado en torno a la una de la madrugada del 17 de diciembre de 1984 en la estación Linares-Baeza, interviniéndole la Policía el arma con la que había dado muerte al otro muchacho. Este individuo, al ser menor de edad, sería ingresado en un centro de menores donde cumplió la condena que le fue impuesta, que solían ser muy suaves en estos casos.

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Un joven de 28 años asesina a tres personas en una masía de Benifallim (Alicante)

Panorámica de Benifallím, el pueblo en el que tuvo lugar el sangriento suceso

Fue uno de los episodios más escabrosos y sanguinarios de todos cuanto tuvieron lugar a finales del siglo XX en España, alterando el animado verano que siempre se vive en la costa levantina. Cuando comenzaba a declinar el mes de agosto, concretamente el día 20, los agentes forestales de la comarca de la Hoya de Alcoy, en Alicante, se vieron repentinamente sobresaltados al percatarse de que de Les Vaquerises salía humo. Temerosos de que el fuego pudiese extenderse por toda la contorna, en lo que estaba siendo un verano seco, acudieron al lugar con la intención de sofocar el hipotético incendio y evitar así riesgos mayores.

Lo que no se podían siquiera ni imaginar aquellos hombres es que al llegar al lugar en el que aparecía la nube de humo se iban a encontrar con un dantesco y escabroso panorama. Allí se hallarían con los cadáveres de tres personas, que dadas las circunstancias en que se encontraban, todo hacía presumir como así sería que habían sufrido una horrible muerte violenta, dando la sensación de que los tres fallecidos habían padecido, incluso, grandes torturas antes de morir, aunque esto último no llegaría a corroborarse. Los muertos son Elvira Munllor Miró, de 54 años, dueña de la masía; su empleado Rigoberto Esteve, de 47 años y un tío de la primera, Francisco Miró, de 75 años

Avisada la Guardia Civil del del trágico episodio que había tenido lugar en aquella pequeña localidad, las sospechas acerca del móvil del crimen son aclaradas de inmediato. Para ellos está claro que el objetivo del autor o autores de la horrible matanza que consterna a todo el País Valenciano ha sido el robo. Se comenta que Elvira Munllor es una mujer acaudalada y que hacía muy poco tiempo por aquel entonces había recibido la cantidad de 400 millones de pesetas (2,4 millones de euros) por la venta de unas fincas. Supuestamente guarda ese dinero en la vivienda en la reside, aunque los investigadores jamás lo hallarían.

Detención

Al iniciarse las pesquisas las sospechas se centran en un joven que por aquel entonces contaba con tan solo 28 años de edad, F.G.S., conocedor de la masía, en la que ha estado contratado de forma eventual realizando algunos trabajos. Su detención se produce el día 25 de agosto de 1999, solamente cinco días después del triple crimen que ha conmovido a toda la comarca y a la Comunidad Valenciana en general. En sus primeras declaraciones ante la Guardia Civil se autoinculpa de las tres muertes acaecidas en Les Vaquerises, aunque días más tarde, probablemente aconsejado por su abogada, el muchacho se desdice y niega haber dado muerte a ninguna de las tres víctimas. En su descargo argumenta que ha sido objeto de presiones y no le ha quedado otro remedio que asumir un horrendo hecho del que se proclama inocente.

Según su versión, las muertes allí ocurridas habrían sido de forma fortuita y que en ningún momento el había tenido la intención de darle muerte a las tres personas fallecidas. Al parecer, la mañana del día de autos F.G.S. se dirigió a Les Vaquerises con el objeto de hacer algún trabajo en la masía para ganarse un jornal, pues ya había trabajado allí en otras ocasiones. Cuando llegó hasta el lugar, la dueña le recriminó que se pusiese a orinar en su presencia sin guardar un mínimo de decoro. Esta actitud de Elvira Munllor no gustó al muchacho, quien, sin pensárselo dos veces, le propinó fuertes golpes en la cabeza con el rastrillo que portaba la propietaria de la masía, ocasionándole heridas que le provocarían la muerte, además de desfigurarle el rostro.

Alertado por los gritos que daba la dueña para que trabajaba, acudió en su auxilio el empleado Rigoberto Esteve, quien se encaró con el joven, pero que terminaría corriendo la misma suerte que Elvira Munllor. Con el mismo rastrillo, el muchacho le daría muerte al trabajador, a quien también propinaría fuertes golpes en la cabeza que terminaron provocándole la muerte. Posteriormente, quizás consciente de la barbaridad que había cometido, trató de arrastrar los cadáveres a la cuadra, pero fue entonces cuando se encontraría con Francisco Miró, tío de Elvira Munllor, un hombre ya septuagenario. Al sentirse perdido y a la vez descubierto, decidió acabar también con su vida con el mismo rastrillo que le había servido para dar muerte a sus dos primeras víctimas. Finalmente, prendería fuego a la finca para intentar ocultar el triple crimen.

Excarcelación y condena

El suceso, además de la consternación que causó en toda la Comunidad Valenciana, no estaría exento de polémica, ya que el acusado de las tres muertes, que se encontraba internado en la prisión de Fontcalent, sería excarcelado al cumplir el encausado el tiempo máximo en prisión preventiva, quedando en libertad en marzo de 2003. Una vez fuera del recinto penal, Francisco Gómez Simón se proclamaría de nuevo inocente en relación a las tres muertes que le imputaban. A consecuencia de este hecho, su puesta en libertad, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) abriría sendos expedientes disciplinarios a los dos jueces encargados del triple crimen, así como una investigación para depurar posibles responsabilidades, aunque el entonces fiscal general del Estado, Cándido Conde Pumpido, dejaría sin efecto las sanciones que pudiesen derivarse de esta circunstancia al entender la masificación que sufrían algunos juzgados de lo penal en España en aquellos tiempos.

Finalmente el juicio se celebraría un año después de quedar en libertad F. G. S., en marzo de 2004. Una vez más volvería a proclamar su inocencia, aunque sería sentenciado a un total de 24 años de cárcel. De ellos, siete correspondían a los dos primeros crímenes, que fueron tipificados como homicidio, en tanto que los diez restantes le recayeron por la tercera muerte, calificada de asesinato. El tribunal que lo juzgó estimó que el acusado sufría un retraso mental que le impedía comprender la gravedad de sus actos, así como que en el momento de cometer el triple crimen se hallaba bajos los efectos de una enajenación mental transitoria.

La responsabilidad civil a la que debía hacer frente F.G.S. ascendía a un total de 288.000 euros, con los que debería indemnizar a los familiares de sus víctimas. A pesar de que se declararía insolvente, la vivienda en la que residían sus padres, un piso situado en Alcoy, saldría a subasta, siendo adjudicado en tan solo cinco mil euros, a pesar de que su precio real superaba los 90.000.

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Un individuo secuestra, viola y asesina a una niña en Palma de Mallorca (El asesinato de Paquita Garrido)

Primera página de DIARIO DE MALLORCA dando cuenta de la detención del asesino de la pequeña, Paquita Garrido

Aunque sucedían cosas como en cualquier otro país, la España de mediados de la década de los sesenta del siglo XX no estaba acostumbrada a sucesos tan brutales, a pesar de que no era la primera vez que acontecían. Estos solían situarse en los países anglosajones e incluso los nórdicos, pero no en aquel país que todavía estaba iniciando un lento progreso y en el que primaban por encima de todo la moral y las buenas costumbres, amén de una férrea censura a la que no le gustaba que se diesen noticias tan escabrosas como esta, que atentaba contra cualquier principio básico. No obstante, depravados como este sujeto los hubo en todas las épocas y han pasado a la historia como malvados o truhanes del tres al cuarto que después eran utilizadas sus tristes andanzas para atemorizar a los más pequeños.

En la pista de patinaje de la mallorquina plaza de la Soledad se encontraba jugando un grupo de niños al anochecer del día 7 de noviembre de 1965, cuando todavía era posible que los pequeños jugasen en las plazas y calles sin ningún temor. Al parecer, a los pequeños les desapareció uno de los objetos con los que se estaban divirtiendo por lo que solicitaron a un individuo que se encontraba pululando por la zona una cerilla para poder localizar lo que se había perdido. Ese energúmeno en cuestión, Miguel Reynaldo Porlán, de 24 años, que trabajaba como taxista, no tuvo mayor inconveniente en acceder a la petición de los pequeños, al tiempo que aprovechaba para invitar a dar un paseo a una de las niñas en el coche que conducía. La pequeña, de siete años, era Paquita Garrido Pérez, una,criatura alegre y extrovertida con la que era fácil entablar conversación. Según algunas versiones, sus compañeros de juegos le gritaron que no se marchase con un desconocido, quien había emprendido la marcha a toda velocidad.

La suerte de la pequeña se había sellado nada más subir al vehículo del desconocido, quien tenía otras pretensiones que la de llevar a un simple paseo a Paquita. Aquel sujeto era un peligroso delincuente que ya contaba con distintos antecedentes. Miguel Reynaldo llevaría a la criatura a un descampado y aprovechando la oscuridad de la noche abusaría de la misma. Fue entonces cuando comenzó a gritar y llorar al comprobar en sus propias carnes que aquel energúmeno tenía otras intenciones. Ante el escándalo montado por la niña, decidió taparle la boca con la mano derecha, provocando que se desmayase, lo que asustó al raptor. Este, según sus propias declaraciones, asustado por la reacción creyó que había fallecido por lo que decidió arrojar su cuerpo al mar, cuando aún se encontraba con vida, tal y como se encargaría de demostrar la autopsia.

Aparición del cadáver de la niña

Tras la desaparición de la pequeña y la alarma generada en la isla, se organizaría un dispositivo con el objetivo de dar con su paradero. Desgraciadamente y como se temía, el cuerpo de la niña aparecería al mediodía del día siguiente a la altura de Cala Gamba, a siete kilómetros de la capital insular, siendo hallado por un hombre que se dedicaba a recolectar setas. La noticia, como es lógico, cayó como una bomba en toda la isla generándose una psicosis en la población que daría cuenta de falsos secuestros en días sucesivos.

Aunque la tragedia ya estaba servida, lo que no contaba el asesino era con que los pequeños que se encontraban jugando con la infortunada Paquita Garrido fuesen a ser determinantes en la resolución del caso. Uno de ellos describiría el aspecto del sujeto en cuestión, al tiempo que facilitó la última cifra de la matrícula del vehículo, insistiendo en que el autor del secuestro y asesinato de su amiga había sido llevada a cabo por un taxista. Este hecho contribuiría de manera decisiva a poner en el punto de mira a algún individuo que precisamente no gozaba de buena reputación, a lo que se sumaba la colaboración desinteresada del gremio de los taxistas para poder resolver el trágico suceso que había consternado a las Islas Baleares y al resto de España.

A pesar de los datos facilitados por los críos que jugaban junto a su amiga, tardaría hasta un mes en ser detenido el autor de la muerte de Paquita Garrido. En un principio la atención estuvo puesta en otro individuo que años atrás había dado muerte a su mujer por haberla encontrado con otro hombre. No obstante, resultó ser una falsa alarma. Finalmente se procedería a la detención de Miguel Reynaldo Porlán, alias «El Beatle», mote alusivo a su larga melena y a su afición por la música que producía el célebre grupo británica. La Policía ya lo había detenido en un primer momento, pero lo puso en libertad a las 72 horas por carecer de pruebas concluyentes. Aquel sujeto contaba con 24 años y había nacido en la localidad murciana de Lorca, aunque residía desde su niñez en la capital balear, siendo ya un viejo conocido de las fuerzas de seguridad por su estancia entre los muros de la cárcel durante un periodo de tres meses al haber sido acusado de un delito contra la propiedad

Pena de muerte

En los días finales del mes de marzo de 1966 se celebraría el juicio contra «El Beatle», despertando una gran expectación en las Baleares y el resto de España, al extremo que la fuerzas de orden público hubieron de organizar un dispositivo de seguridad en torno a la Audiencia Provincial de Palma Mallorca con la finalidad de evitar incidentes, dada la indignación que había ocasionado el suceso, siendo muchos los ciudadanos que querían asistir a la vista oral de aquel execrable crimen, uno de los peores en la historia de la islas.

El fiscal encargado del caso tuvo muy claro desde el primer momento que el autor de la muerte de la pequeña Paquita Garrido Pérez debía de ser condenado a la pena capital, amparándose en los supuestos de abusos deshonestos, indefensión de la menor, despoblado y el agravante de nocturnidad y, lógicamente, el de asesinato, que era en lo que se basaba el fiscal para instar al tribunal a que la sanción fuese la más dura que contemplaba entonces el código penal vigente. Además solicitaba para el acusado otros doce años de prisión, y la indemnización con 100.000 pesetas a los padres de su víctima.

El acusado, por su parte, sostuvo que en ningún momento había tenido la intención de dar muerte a la pequeña, sino que los acontecimientos se habían precipitado por distintos motivos que no concretó y se asustó al ver que se desmayaba, pensando que había fallecido. En su descargo adujo que aquel día se encontraba bajo los efectos de bebidas alcohólicas, lo que provocaría las consecuencias posteriores. Se supo también que al día siguiente no había acudido a su puesto de trabajo y se levantó a la una de la mañana. Al parecer, después de deshacerse del cuerpo de la víctima se trasladó hasta el «barrio chino» de Palma de Mallorca en el que estaría acompañado de una mujer de «mala nota», tal y como la describe la prensa de la época.

Además, añadiría que su intención era devolver la niña a su familia, al tiempo que le pretendía dar 500 pesetas para que le comprasen distintas cosas. Por si fuera poco dejaría una frase para la posteridad, tal vez con la intención de llegar a la emoción del tribunal. «Si con mi muerte devuelven la vida a la niña -dijo Miguel Reynaldo- pido a la sociedad que me condene a muerte». El tribunal, al igual que el fiscal también lo tuvo claro, y el acusado fue sentenciado a la pena capital, aunque con el recurso automático al Tribunal Supremo que llevaban estos casos.

Indulto

En primera instancia, el Tribunal Supremo rechazaría el recurso interpuesto por el acusado, ratificando la pena que le había impuesto la Audiencia Provincial de Palma de Mallorca en abril del año 1966. Le quedaba todavía el último cartucho que se reservaba para quienes eran sentenciados a la máxima pena, que era la probabilidad de la gracia del indulto por parte del Consejo de Ministros, aunque otros energúmenos en circunstancias similares se habían dejado el cuello ante el garrote vil. No fue este el caso de Miguel Reynaldo Porlán, quien en junio del año 1967 se vería favorecido por esta prerrogativa, que era potestad del Jefe del Estado.

Prácticamente en el último minuto, aquel individuo de estrafalarias formas para la época, la década de los sesenta del siglo XX -a quien apodaban «El Beatle»-, evitó dejarse su vida ante la despectiva mirada de cualquiera de los verdugos que se encontraban en activo. En su lugar, le recaería una pena accesoria de treinta años de prisión, además de la indemnización que le había sido impuesta por la Audiencia de Palma a los padres de la pequeña. La pena capital jamás está justificada, pero a sujetos como este el susto de poder ser carne del garrote vil no le vino mal.

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Un adolescente de quince años roba y asesina a un taxista en Barcelona

Taxis de Barcelona en la década de los sesenta del pasado siglo

Fue un suceso extraño, trágico e impactante. La extrañeza viene justificada por la forma en la que se produjo en aquella España de la década de los sesenta del pasado siglo, un país muy rezagado con relación al resto de los europeos y en el que supuestamente «no se movía nadie». Trágico por que se llevó la vida de una persona de tan solo cuarenta y siete años de una manera vil y hasta canalla e impactante porque lo cometió un adolescente de quince años, que, al parecer, buscaba aventura. No obstante, esa peripecia conllevaría aparejada consigo un suceso que conmovería profundamente a la Barcelona de los sesenta, una ciudad que en aquellos tiempos estaba entrando en una fulgurante etapa de progreso merced a la masiva llegada de emigrantes de otras latitudes de España en busca de la prosperidad que se les negaba en sus tierras de origen.

El desgraciado acontecimiento tendría su origen en la localidad ilerdense de Anglesola, un pequeño municipio de los Pirineos que contaba entonces con unos 1.500 habitantes y que se encuentra enclavado en la comarca de Urgel. Desde allí partiría un muchacho de quince años, que respondía a las iniciales de F.A.S. con destino a la Ciudad Condal con el ánimo de labrarse un futuro, aunque hay que reconocer su precocidad. Sin embargo, esa hipotética emancipación que pretendía llevar a cabo de su familia conllevaría algunos actos delictivos, lo que no parecía importarle mucho. Se había estado instruyendo durante algún tiempo en la comisión de los mismos con lecturas de libros y revistas en los que se daban cuenta de sucesos de distinta índole acaecidos en otros países de nuestro entorno. De hecho, no escatimaría esfuerzos para llevar adelante su funesta actividad, ya que consigo se llevaría una escopeta de caza a la que había recortado los cañones.

La primera y supuestamente única víctima de sus patrañas sería un taxista, Isidro Olivé Pascual, un profesional del volante que llevaba más de dos décadas trabajando en el sector del taxi. En la mañana del 14 de enero de 1963 el adolescente requirió sus servicios en la barcelonesa plaza de Antonio López y le solicitó que lo trasladase hasta la localidad de Esplugés de Llobregat, obedeciendo a un plan preconcebido que había visto en una publicación francesa. Cuando llegaron a su destino, en torno a las doce de la mañana, el joven, que iba bien vestido con gabardina gris clara y unos zapatos decentes, empuñó el arma que llevaba bajo la prenda y a la altura del primer número de la calle Luis Mulet le exigió que le entregase el dinero de la recaudación. El taxista, entre perplejo y sorprendido, ofreció cierta resistencia ante quien se iba a convertir en su verdugo. De hecho, el cuerpo de Isidro Olivé presentaría múltiples contusiones como consecuencia de la lucha y la pelea mantenida con su agresor, tal y como se encargaría de demostrar la autopsia.

Dos disparos

En vista de la resistencia ofrecida por su víctima, un hombre fuerte y corpulento, el muchacho, ni corto ni perezoso, decidió zanjar el asunto por la vía más rápida, que no era otra que la de emplear el arma que llevaba escondida bajo la gabardina. Dos disparos a quemarropa terminarían con la vida de aquel taxista de 47 años, quien dejaba viuda y dos hijos; un joven de veinte años y una niña de tan solo diez. Por su parte, F.A.S. se daría a la fuga, huyendo a pie del lugar de autos. Sin embargo, y eso quizás no lo había leído en los libros, no contaba con que había dejado demasiadas huellas en el momento de cometer aquel atroz asesinato. La más importante de todas fue la de una testigo presencial, quien se asomó a una de las ventanas de su domicilio al escuchar las dos detonaciones, que la alarmarían de que algo grave había ocurrido. La muchacha en cuestión, que sería amenazada por el precoz criminal, declararía que el autor de la muerte del taxista iba bien vestido y que en la gabardina que portaba a los hombros podían apreciársele manchas de sangre, cuestión clave para determinar quien había asesinado a Isidro Olivé Pascual.

Vecinos del lugar y compañeros del taxista, que había quedado malherido en un primer momento, avisaron de inmediato a las asistencias médicas y al 091 para dar cuenta a la Policía de lo que había acontecido en el lugar de autos. Isidro Olivé todavía llegaría con vida al Hospital Clínico de Barcelona, aunque fallecería al poco tiempo de serle practicada una primera intervención quirúrgica de urgencia. Las heridas revestían una gravedad extrema, pues la metralla se le había alojado en el tórax y le afectaba a diversos órganos vitales, por lo que los médicos no pudieron hacer prácticamente nada para salvarle la vida.

Lo que quizás tampoco contaba el adolescente era que también el arma empleada en el crimen iba a ser fundamental a la hora de descubrirlo. Los expertos en balística en seguida se dieron cuenta que la munición empleada era de grueso calibre, de la que se utiliza en caza mayor y que era bastante rudimentaria, tal y como se acreditaría más tarde. De hechos, había realizado varios perdigonazos contra el vehículo de la víctima. Aún así, tardaría hasta 48 horas en ser detenido. Tampoco el botín obtenido por el joven delincuente era una suma de dinero extraordinario, ni siquiera para la época, pues la recaudación del taxista en esa jornada apenas alcanzaba las 150 pesetas, menos de un euro al cambio actual. Teniendo en cuenta la inflación a lo largo de los últimos sesenta años podrían cifrarse en unos sesenta euros actuales, lo cual no deja de ser una cifra, sino irrisoria, lo cierto es que ni siquiera nos alcanzaría para unos gastos que se pudiesen considerar mínimamente decentes. Él muchacho había llegado a Barcelona con 300 pesetas, que enseguida gastó en alojamiento y comida.

La autopsia realizada al cadáver de Isidro Olivé Pascual determinaría que uno de los impactos le había alcanzado a la altura del hombro con trayectoria de arriba abajo, afectando al eje del cuerpo, la cual era mortal de necesidad. De la misma forma, las heridas que presentaba en la región occipital y la mano izquierda, determinaron que se había producido una lucha cuerpo a cuerpo entre agresor y víctima, ofreciendo esta última una gran resistencia que tan solo sería vencida cuando el asesino le efectuó un primer disparo, contra el que se hallaría completamente indefenso.

Joven desaparecido

Las alarmas saltaron cuando ´-desde el pueblo del que era originario el joven delincuente- su familia denunciaría su desaparición, que había tenido lugar un día antes de perpetrar el asesinato, el domingo, 13 de enero de 1963. A todo ello se sumaba que algunos vecinos del barrio de la estación de ferrocarril de Barcelona comentarían que habían visto un joven por la zona que trataba de encontrar un empleo por la zona y que, al parecer, se estaría hospedando en alguna pensión de la Ciudad Condal. En el lugar en el que se hospedaba fue hallada la rudimentaria arma con que había cometido el crimen y que posteriormente pasaría a engrosar las dependencias del Museo Criminológico. El muchacho que se había fugado de su casa pertenecía a una reputada familia de la comarca pirenaica, lo que hacía descartar que el crimen fuese cometido por algún joven que tuviese antecedentes penales.

En la tarde del 16 de enero de 1963 sería detenido el muchacho que respondía a las iniciales de F.A.S. La Policía no tuvo muchos problemas a la hora de interrogar al jovencísimo asesino, pues confesaría el crimen de inmediato, así como el móvil del mismo, que no había sido otro que el robo. De la misma forma, el chaval no dudó en explicar su modus operandi, así como donde lo había aprendido, una publicación francesa en la que se daba cuenta de todo tipo de delitos. Además, les comentaría que su objetivo era independizarse de su familia y emprender alguna aventura en la capital catalana, aún a riesgo de que para ello se viese obligado a llegar a cauces extremos y hasta siniestros.

El rapaz declararía también que le asfixiaba vivir en Anglesola, donde residía toda su familia, sus padres con sus cinco hermanos mayores que él y una hermana más pequeña. Todos ellos trabajaban en talleres de la localidad, a excepción de la hermana pequeña y otra de veinte años que había ingresado en un convento de carmelitas descalzas. En el pueblo del que era oriundo una gran parte de la población vivía de la agricultura, en tanto que otros iban a trabajar al industrial municipio de Tárrega. F.A.S. estaba aprendiendo en aquel entonces la profesión de camarero. También allí, en el pequeño municipio pirenaico, se viviría con gran expectación el trágico suceso, sorprendiendo a propios y extraños, pues le consideraban incapaz de realizar semejante barbaridad. A pesar del frío invierno que estaban sufriendo, los vecinos se reunirían en la plaza del pueblo hasta altas horas de la madrugada soportando las gélidas temperaturas a la espera de nuevas noticias, al tiempo que expresaban su extrañeza y abatimiento por un episodio que involutariamente los situaba en el mapa.

Una publicación de la época, ya desaparecida, daba cuenta de su estancia en el calabozo de la Comisaría de Barcelona. Al parecer, al chaval se le escuchó llorar solo una vez, implorando a voz en grito que lo sacasen del habitáculo en el que se hallaba recluido. A alguno de los policías que se encargaron de su custodia les sorprendió de sobremanera su débil constitución física, así como el hecho de contemplar unas reducidas muñecas todavía de niño portando una esposas. Esta misma publicación informaba, a su vez, que el padre del joven ya le había incautado una pistola en las Navidades de 1962, apenas un mes antes de cometer el asesinato del taxista.

Inimputable

El Código Penal vigente determinaba que al ser menor de diéciseis años, edad que el precoz criminal cumpliría en marzo de 1963, el joven no era responsable de sus actos, «aún cuando se declare autor del hecho, no es responsable de acuerdo con el artículo octavo». El joven, cuya identidad jamás sería revelada ni tampoco su fotografía, ingresaría en un centro de corrección, los popularmente conocidos como reformatorios en el que cumpliría la sanción establecida de acorde con la ley.

Desgraciadamente este no sería el único episodio protagonizado por un menor. Se producirían otros a lo largo y ancho de la geografía española que impresionaran profundamente a la sociedad, más por la precocidad de sus autores que por otras circunstancias. No obstante en esta época los españoles todavía no se habían familiarizado con terminología tal como desarraigo, familias desestructuradas y otras expresiones similares que están tan en boga, aunque en el subconsciente de los jóvenes delincuentes sigan subyaciendo causas similares.

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Tres jóvenes asesinadas en Burgos en los primeros años de la década de los ochenta

Las tres jóvenes asesinadas en la capital burgalesa entre 1981 y 1983. DIARIO DE BURGOS

Hubo un tiempo en el que dirigirse al burgalés parque del Castillo suponía un grave riesgo. Allí se daban cita todo tipo de personajes que eran de todo menos ejemplares. El consumo de droga en la época de la heroína estaba a la orden del día y muy pocos eran los osados que se atrevían a pulular por la zona por el temor que despertaba entre los vecinos de la ciudad castellana. Incluso la sangre llegaría al río, en el sentido literal de la expresión, pues en muy poco tiempo fueron brutalmente asesinadas tres jóvenes que no superaba ninguna de ellas los treinta años de edad. Uno de los asesinatos, en teoría jamás sería resuelto, en tanto que los otros dos serían atribuidos a un mismo individuo, J.D.E., un joven de 23 años alto y fórnido, casado y de carácter aparentemente calmado e introvertido. Quizás esos sean los peores, tal como reza algún dicho popular.

La capital burgalesa se vería repentinamente sobresaltada a comienzos del año 1981 al parecer el cuerpo sin vida de una joven en las inmediaciones de la calle Corazas, que une el barrio de La Fuente con el casco histórico burgalés. Era el día 14 de enero cuando fue hallado el cadáver de Gloria Brizuela Ortega, de 25 años de edad y madre de un niño de pocos meses. Presentaba evidentes señales de violencia, en las que el supuesto autor del crimen se había ensañado con ella hasta extremos inauditos debido al gran número de traumatismo que fueron localizados en su cuerpo. En un principio los investigadores sospecharon que se trataba de un crimen cuyo móvil obedecía a motivos sexuales, pero la necropsia realizada al cuerpo de la joven asesinada descartó que hubiese sido violada. Su agresor tampoco se había apoderado de sus pertenencias, por lo que no había móvil del crimen, en teoría, lo que provocaría que se hiciesen muchas preguntas que quedarían sin resolver, pues aunque la Policía sospechó que este asesinato había sido obra de J. D. E., este jamás llegaría a confesar este macabro crimen.

Cuando la Ciudad del Cid no se había repuesto todavía del horrible crimen con el que habían comenzado el primer año de la década de los ochenta, poco más de medio año después de la comisión del primer asesinato se registraba un segundo homicidio que hacía recordar al primero. Una señora que paseaba su perro por las inmediaciones del parque observó en una de las vaguadas del parque forestal un cuerpo semicubierto con ramas, hojas y piedras. Se trataba de una joven francesa, Michele Plante, de 27 años, profesora de español en un instituto de Bruselas, quien tenía pensado regresar a su país al día siguiente y que solía pasar los veranos en la urbe castellana para mejorar su dominio de la lengua española. Al igual que había ocurrido con Gloria, su rostro estaba horriblemente desfigurado, además de estar el torso desnudo y visiblemente ensangrentado. Una vez más, los investigadores sospecharon en el móvil sexual como posible detonante del crimen, pero una vez más la autopsia se encargaría de demostrar lo contrario. La joven no había sido violada, ni tampoco robada. Se encontraban en un dilema similar a lo ocurrido a principios de aquel sangriento año en la capital burgalesa. Dos crímenes sin móviles aparentes. Era todo un enigma de difícil resolución.

El tercer crimen

Todo parecía indicar que los dos crímenes acaecidos en el año 1981 iban camino de ser relegados al más absoluto de los olvidos cuando de nuevo la sangre haría acto de presencia en Burgos. el peligroso criminal que había atemorizado la ciudad volvería a actuar nuevamente en la primavera de 1983, por la zona del parque del Castillo, que se había convertido en un paraje indómito y maldito para muchos de sus ciudadanos. el 24 de marzo de 1983 aparecía asesinada la joven de 19 años, Teresa del Carmen Cuesta Monzón. En esta ocasión el autor del crimen, J.D.E. llegó a la vivienda que compartía con su esposa en estado de ebriedad en plena madrugada, con sus ropas manchadas en sangre, confesándole a su esposa que había sido él quien le había dado muerte a la muchacha.

La noticia, por boca de su propio marido, alteraría profundamente a su esposa, pues al parecer era amiga íntima de la joven asesinada, por lo que decidió presentar una denuncia en la comisaría de Policía de la capital burgalesa. A diferencia de lo que era de esperar, Escribano no huyó de la ciudad y anduvo deambulando por distintas zonas de la misma, siendo detenido en un bar, sin oponer resistencia, pero tampoco sin expresar emoción alguna cuando los agentes le leyeron sus derechos, así como del delito que se le acusaba. En un principio negó que fuese el autor del crimen, pero después confesaría el crimen y encaminaría a la Policía al lugar de autos, donde se hallaba el cuerpo exangüe de Teresa.

El panorama presenciado en la finca de Quintadueñas, donde se había cometido el crimen, marcaría profundamente a quienes acudieron al lugar, pues se encontraron con un escenario tétrico y dantesco. Recordaba de alguna manera a los crímenes acontecidos en el año 1981. Su cuerpo estaba completamente desnudo y la cabeza había sido aplastada, posiblemente con una enorme piedra que se halló al lado del cadáver, pues estaba totalmente embadurnada de sangre.

Ante las preguntas que le formularon los agentes sobre el móvil del crimen, Escribano manifestaría que obedeció a la negativa de la joven a mantener relaciones sexuales con él. Al parecer, el asesino había estado toda la noche de juerga en compañía de unos amigos de Teresa y cuando regresaban en el vehículo a sus respectivos domicilios le hizo la proposición a su víctima, siendo entonces cuando se desató una discusión entre ambos y posteriormente el aberrante crimen que conmocionaría de nuevo a la capital burgalesa.

Confiesa el asesinato de Michelle Plante

Los investigadores de la Policía estaban convencidos que, visto el modus operandi del criminal se hallaban ante la resolución de los otros dos crímenes acontecidos hacía ya dos años. En un plazo de 72 horas, J.D.E. confesaría haber dado muerte a la profesora francesa en 1981. Al parecer, la había conocido en un mesón en el que Michelle trabajaba para ganarse algún dinero mientras tomaba unos vinos y que el móvil había sido muy similar al de Teresa. Sin embargo, aunque estaban convencidos que la autoría del primer crimen también había sido suya, no consiguieron en ningún instante que lo asumiese como tal. A partir de entonces, los burgaleses respirarían algo más tranquilos, aunque al Parque del Castillo siempre le perseguiría la fama de ser un lugar tenebroso y peligroso, que en la actualidad se encuentra debidamente adecentado y cuidado.

J.D.E., que se hallaba recluido en la prisión provincial de Burgos, sería sometido en la residencia sanitaria de esa capital a un estudio encefalográfico del sueño, para averiguar si había cometido los crímenes inconscientemente. Los estudios estaban encaminados a ratificar o rectificar la hipótesis de que Jesús Domingo había cometido los crímenes de los que se declaró culpable, en un estado de epilepsia temporal, con lo que su responsabilidad sería prácticamente nula. La hipótesis fue barajada por José María Movilla, jefe de neurofisiología de la residencia sanitaria y perito médico en las diligencias que se seguían en este caso. Este doctor inició las investigaciones a raíz de los testimonios presentados por los conocidos de J.D.E., que no podían dar crédito a que él hubiera cometido este asesinato; ante su personalidad no agresiva, y, sobre todo, por una frase del acusado que le llamó la atención al explorarle: «Cuando se hizo el silencio me dí cuenta de lo que había sucedido».

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Asesina a una pareja de novios en Ciudad Real y después se suicida

Parque de la Atalaya en Ciudad Real, donde sucedió en trágico acontecimiento

Ciudad Real, noble y hermosa urbe española donde las haya, se sobresaltaría aquel día de primavera del año 1987. Era el día 21 de abril y nada hacía presagiar que se fuese a escribir una de sus más negras páginas de su historia más reciente. La historia comienza con un padre alarmado por la ausencia de su hija, María del Mar Perales Serrano, una joven de 20 años, quien denuncia ante la Policía local ciudadrealeña la desaparición de su hija, pues le resulta muy extraño que un día normal de la semana no llegase a casa cuando ya se adentraba en la madrugada.

Los agentes se ponen manos a la obra y se dirigen en búsqueda de la joven, quien en ese momento mantiene una relación formal con un muchacho tan solo un año mayor que ella, Alfredo Lozano Galbán. El lugar al que se dirigieron las fuerzas del orden fue al Parque de la Atalaya, pues es un paraje bastante reservado y al que acudían con frecuencia parejas de novios en busca de intimidad. El panorama con el que se encontrarían sería dantesco y desolador. Avistaron dos vehículos, que estaban distantes entre sí poco más de veinte metros. Eran un Citroën Visa y un SEAT 850. El primero de ellos pertenecía a la joven pareja, en tanto que el segundo era propiedad de un policía nacional que llevaba siete años destinado en Ciudad Real, Isidro Mejías, de 32 años, casado y padre de dos hijos.

En el interior de ambos vehículos encontrarían a sus ocupantes muertos por disparos de arma corta. En el Citroën Visa fue hallado en el asiento del conductor el cadáver de Alfredo Lozano, que presentaba sendos disparos en un ojo y en el cuello. Mientras que su novia, María del Mar Perales, estaba literalmente acribillada a tiros, pues su cuerpo presentaba cuatro impactos de bala. Dos en las manos y otros dos más a la altura del pecho. Sin embargo, el cuerpo sin vida de quien fuera agente de la Policía Nacional, que también estaba sobre el asiento del conductor, había recibido un único tiro en la sien. La deducción a la que llegaron era que se encontraban ante un doble crimen y posterior suicidio del autor de los dos asesinatos.

El crimen habría sido cometido con el arma reglamentaria del Policía, quien se habría aprovisionado de munición suficiente aquella misma mañana en la Comisaría de Ciudad Real. En su vehículo se hallaría una caja con varios proyectiles y el cargador de la pistola, con la que también pondría fin a su vida, ya no quedaba ninguna bala más. Además de la lógica conmoción y consternación que reinaría en el ambiente de la capital manchega, también causaría una extraordinaria sorpresa, pues nadie consideraba a Isidro Mejías capaz de llevar a cabo un acto de las características como el que tuvo lugar el 21 de abril de 1987.

En el parque de la Atalaya se descubriría una pequeña placa en memoria de las víctimas de este trágico episodio, que quebraría la habitual tranquilidad que se vivía en Ciudad Real y el lugar, un precioso paraje, quedaría para siempre marcado y hasta estigmatizado por el desgraciado episodio que se vivió en la lluviosa primavera de hace ya más de treinta años.

¿Porqué lo hizo?

Esa era la pregunta que se hicieron muchos habitantes de Ciudad Real durante largo tiempo. ¿Qué motivos empujaron a Isidro Mejías a terminar con la vida de dos personas a quienes ni siquiera conocía? Los padres de ambos jóvenes tampoco conocían al funcionario de Policía. En un principio se habló de un posible crimen pasional, pero enseguida se descartó que el autor del crimen mantuviese relación alguna con la joven asesinada, como se encargarían de divulgar algunos medios de comunicación. Es más, allegados a Isidro manifestarían que era un hombre muy enamorado de su mujer, con la que se le veía a menudo en todos los actos en que tomaba parte.

Otra hipótesis que tomaría fuerza era la de la presunta depresión que estaría atravesando el agente de Policía y de la que no se habría recuperado. Todo indicaba que Isidro Mejías había planificado minuciosamente su suicidio y que se encontraba ante un grado elevado de frustración personal que procuraba disimular ante sus amigos y conocidos. Según algunos estudios de este suceso, el policía decidió acabar con su vida aquel día de primavera en el lugar que previamente había elegido y, tal vez víctima de su estado personal de desasosiego comenzaría a disparar a diestro y siniestro contra todo lo que se encontró por delante. Aún así, había algún dato que llamaba la atención de los investigadores, pues el coche en el que se encontraban los dos jóvenes asesinados se encontraba con las puertas cerradas con el seguro, lo que les llevó a suponer que se habrían percatado del peligro que corrían, pero su agresor decidió dispararles por el cristal delantero del vehículo a fin de terminar con sus vidas.

Como cualquier trágico suceso de esta índole, son muchos los interrogantes que se siguen planteando más de treinta años después del asesinato de una joven pareja, muy querida por sus vecinos de Ciudad Real, y que un día de primavera de 1987 vio abruptamente truncada su existencia por la irrupción en sus vidas de una mente que supuestamente se encontraba en estado de enajenación y delirio, mientras ellos tuvieron la enorme desgracia de hallarse en el lugar equivocado. Por desgracia no han sido las únicas víctimas de circunstancias similares que se han reproducido a lo largo y ancho de toda la geografía española.

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Asesinado un joven que había matado a su novia doce años antes en Salamanca ¿Una venganza?

Salamanca

Hay quien dice que la venganza se sirve en plato frío, mientras que otros dicen que no se puede olvidar jamás. Y mucho menos la muerte violenta de una hija, aunque quienes conocían Eloy Gómez, un guardia civil jubilado de 61 años, lo consideraban incapaz de rumiar durante más de diez años una venganza contra el autor de la muerte de su hija Mercedes Gómez Calvo, una adolescente de quince años asesinada el 31 de marzo de 1973 por quien entonces era su novio, Miguel Ángel Marcos Prieto, de 19 años.

Sea como fuere, lo cierto es que el propio Miguel Ángel Marcos, casi trece años después de haber dado muerte a la muchacha, volvería a protagonizar la página de sucesos de los distintos diarios nacionales tras aparecer su cuerpo con nueve impactos de bala el 7 de febrero de 1986, apenas cinco meses más tarde después de haber obtenido la libertad condicional y tras haber protagonizado algunas aventuras impropias de una persona que fuese capaz de controlar sus estribos. El cadáver de Miguel Ángel aparecería en las proximidades del Hospital Clínico de Salamanca.

La violenta muerte del joven impactaría en la capital charra y a muchos de sus ciudadanos se les venía ahora a la mente el trágico suceso que había protagonizado Miguel Ángel Marcos trece años antes. Apenas dos horas después del hallazgo de su cuerpo sin vida, era detenido Eloy Gómez, el padre de Mercedes Gómez Calvo, la quinceañera a la que había dado muerte quien ahora aparecía brutalmente asesinado en el turbulento año de 1973. En su poder se halló una pistola Star, del calibre nueve, para la que poseía la oportuna licencia, pues había sido durante muchos años agente de la Benemérita y ahora se dedicaba al mundo empresarial, siendo muy conocido en la capital salmantina. La munición hallada en el cargador del arma de Eloy era idéntica a los casquillos hallados en las inmediaciones del cadáver de Miguel Ángel Marcos. Sin embargo, el crimen quedaría impune y jamás se pudo demostrar quien se había encargado de asesinarlo. Su abogada, Soledad Manso, declararía al digital SALAMANCA 24 HORAS que el crimen pudo obedecer a raíz de algunos problemas que había tenido el joven en prisión, descartando que fuese el padre de su víctima quien se hubiese tomado la venganza.

Asesinato de Mercedes Gómez

En marzo de 1973 España ya estaba en los últimos estertores del franquismo y todo parecía «atado y bien atado». Salamanca era una ciudad apacible en la que cada año se daban cita millares de universitarios para cursar estudios en su ya casi ocho veces centenaria Universidad, una de las más prestigiosas y acreditadas del país. Sin embargo, un suceso luctuoso interrumpió el devenir de aquella noble urbe a finales del mes marzo. El suceso se produjo cuando una pareja se disponía aparentemente a gozar de una tarde de sábado en el campo, sin que nada les sobresaltase. El joven portaba una bolsa de plástico en su mano izquierda, mientras que con la derecha ayudaba a sortear a su acompañante algunas piedras del camino. Un labrador los estuvo observando a cierta distancia, aunque sin dar mayor importancia al hecho.

Después de haber recorrido aproximadamente unos tres kilómetros, los dos jóvenes se introdujeron en un chozo de piedras calizas. Al cabo de una hora el mismo labrador que los había observado escuchó un par de descargas de una escopeta. Miguel Ángel, nervioso, oteó a su alrededor, mientras entre quienes se hallan en las proximidades ha cundido ya la alarma. La Guardia Civil del puesto de Los Pizarrales ya está en sobre aviso de que algo ha podido suceder en el tranquilo campo salmantino. Junto al mismo trabajador del campo, otros dos hombres se dirigen hacia el chozo donde observan un objeto que parece recordarles a una muñeca de grandes dimensiones. Se acercan y comprueban que se trata del cuerpo ya exangüe de Mercedes Gómez, una joven de quince años que estudia cuarto de bachillerato. Su cadáver presenta dos impactos de metralla, uno en un brazo y otro en el corazón, suficientes para arrebatarle su corta existencia.

Miguel Ángel Marcos es detenido en las inmediaciones del cementerio de Salamanca, muy cerca de donde treces años más tarde sería hallado su cadáver con nueve impactos de bala. Con él lleva las ropas de la joven a la que ha dado muerte y que se encuentran completamente ensagrentadas. Allí mismo lleva diez cartuchos, un puñal y la carabina del calibre 16 con la que ha asesinado a la muchacha.

Mercedes Gómez gozaba de una gran reputación entre sus amigos y conocidos, además de ser una persona que interviene en distintas actividades en la capital salmantina. De hecho, era miembro de la junta directiva de la Casa de la Juventud de Salamanca y había propuesto que se llevase a cabo una conferencia sobre delincuencia juvenil en el centro tan solo veinticuatro horas antes de ser asesinada. A su sepelio asisten millares de escolares salmantinos y su cuerpo es introducido en un ataúd blanco y es enterrado en el cementerio de la capital charra.

Pena de Muerte

Once meses después del crimen se celebra en la Audiencia Provincial de Salamanca el juicio contra Miguel Ángel Marcos Prieto. En el transcurso de la vista oral da pruebas de sus desequilibrios mentales, pues en un momento dado grita que amaba a la joven a la que le había dado muerte. En primera instancia es condenado a 28 años de prisión mayor, insuficiente en la opinión de la parte acusadora, quien recurre al Tribunal Supremo. Este organismo atiende sus peticiones y el joven es sentenciado a la pena capital el día 10 de diciembre de 1974. No obstante, unos meses más tarde, atendiendo las súplicas de su defensa, en mayo de 1975, el Consejo de Ministros concede al muchacho la gracia del indulto, siendo sustituida la máxima pena por la accesoria que le había impuesto el organismo de justicia provincial de Salamanca.

La vida de Miguel Ángel Marcos Prieto en la prisión no será aparentemente turbulenta, pues se granjea la amistad de los funcionarios con el objetivo de alcanzar algunos beneficios penitenciarios. Así, en 1979 consigue su primer permiso y se dirige a su ciudad natal. Un hombre de sus mismas características físicas es avistado en el cementerio donde reposa el cuerpo de Mercedes Gómez Calvo. La sepultura de esta última aparecerá embadurnada de pintura roja, pero nunca se pudo demostrar que hubiese sido él.

Trasladado al penal de Santa Cruz de Tenerife, se le concede un nuevo permiso penitenciario con la condición expresa de que no pueda salir de las islas. Aún así, consigue un documento nacional de identidad falso y regresa a Salamanca. Un joven con su mismo aspecto es visto merodeando por el cementerio. Allí supuestamente le habría puesto una navaja al cuello a una muchacha. Posteriormente roba una carabina en una armería de la capital charra, que le cuesta una pena de cuatro años más de cárcel por el delito de robo. Su odisea terminar de nuevo de muy mala manera.

El 23 de febrero de 1979, los psiquiatras que le habían atendido en la prisión dictaminan que padece «sufrimiento cerebral difuso. Carácter enigmático,silencioso y sombrío. No se relaciona con nadie. Experimenta impulsos que no es capaz de controlar debido a causa patológica. Personalidad paranoica y esquizoide. No es responsable de la conciencia del delito». En septiembre de 1985 obtiene la libertad condicional. Con el apoyo de su familia, se dedica a la cría de pájaros y se dedica a preparar unas oposiciones para el ingreso en la Seguridad Social. Sin embargo, sus ansias de reinsertarse se ven abruptamente cortadas en febrero del año siguiente en un crimen que jamás ha conseguido esclarecerse. Sus restos mortales descansarían en el mismo camposanto que lo hacían los de Mercedes Gómez, a menos de quinientos pasos de distancia.

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