En aquella mañana del 19 de julio de 1985, el viajante de joyería Domingo Martínez Andrés tomó su vehículo como hacía otras veces con destino a Calahorra. Llevaba material valorado en unos treinta millones de pesetas (unos 180.000 euros al cambio actual). En esta ocasión iba acompañado de una segunda persona, aparentemente amigo íntimo con quien había compartido muy buenos momentos, el subcomisario Justino Gonzalo Ruiz. El vendedor jamás sospechó que aquella compañía se iba a convertir en fatal y terminaría con su existencia a la temprana edad de tan solo 43 años.
En un momento dado, el hombre que iba sentado en el asiento del copiloto le expresó la necesidad de que detuviese el vehículo, pues le urgía una necesidad fisiológica. Ante la insistencia de su acompañante, a pesar de que acababan de salir de Logroño, Domingo accedió a las pretensiones de quien iba a convertirse en su dramático verdugo. Detuvo el coche junto a unos árboles, introduciéndolo por un camino rural. El joyero también descendió del automóvil para vigilar su mercancía. Apenas lo hizo, el malvado subcomisario le descerrajó los sesos de un único disparo en la cabeza. Después introduciría su cadáver en el maletero del coche y lo transportaría hasta la vitoriana Plaza de la Zumaquera, en la que sería encontrado el cadáver del conocido viajante al día siguiente, 20 de julio de 1985 por la Polícía Local de Vitoria, que pudo observar como un hilo de sangre bajaba del maletero, lo que, lógicamente, levantaría sus sospechas.
La esposa de Domingo Martínez, Aurora Sanz, fue quien primero dio la voz de alarma al sospechar de la prolongada ausencia de su marido, pues no era habitual su prolongada demora cada vez que realizaba sus labores comerciales. Al día siguiente, como se ha señalado con anterioridad, aparecía el cuerpo sin vida en el centro de la capital alavesa. Los investigadores sospecharon que el crimen había sido consecuencia de un robo, pues los profesionales de la joyería estuvieron en el punto de mira de los delincuentes casi siempre, pero muy especialmente en la década de los ochenta. En aquel duro trance le confortaban la esposa del subcomisario y el mismo suboficial del cuerpo de Policía, con quien compartía trabajo en una agencia de seguros de la que era titular este último, a quien servía para complementar sus ingresos.
Estrecho del cerco
Durante algún tiempo aquel dantesco crimen se había convertido en la comidilla diaria de muchos riojanos, que aguardaban con impaciencia que se detuviese al autor del crimen. Una precipitada llamada a la oficina de seguros en las que trabajaba la mujer del joyero fue la clave para estrechar el cerco al asesino, al tiempo que se descubriría la incompatibilidad del Policía con el negocio que regentaba. La llamada procedía de Vitoria de una persona influyente quien infundía ánimos en Aurora Sanz en el esclarecimiento de los hechos. Aquella comunicación dirigida a la mujer, quien se había ausentado para hacerse un chequeo médico, fue recogida por Justino Gonzalo y en ella se le daba cuenta de que estaba a punto de detenerse al autor del asesinato de su marido.
Presumiblemente, Justino Gonzalo telefoneó de modo precipitado a Vitoria y se interesó de forma rotunda y súbita por el curso de las investigaciones sobre el asesinato del joyero. El subcomisarío no tenía por qué conocer el mensaje privado enviado a la oficina de seguros donde Aurora Sáenz trabajaba, a no ser que él mismo trabajara allí. A medida que el cerco se hacía más asfisiante, y viendo que ya no tenía prácticamente escapatoria, el suboficial de la Policía sería interrogado por sus compañeros y ante ellos mismos se declararía el autor de la muerte de Domingo Martínez Andrés, a quien también había robado el día de autos, a pesar de que se especularon con otras posibilidades alternativas, entre ellas un supuesto affaire sentimental de Justino Gonzalo.
Reconstrucción de los hechos y suicidio
Ocho funcionarios de la policía, de Pamplona, Vitoria y Logroño, le acompañaron al alto de La Herrera. Por deferencia, Justino Gonzalo iba sin esposar. De pronto, intentó zafarse de sus compañeros y se acercó a un talud. Fue neutralizado. Allí mismo se halló una parte del muestrario de las joyas, calibrado entre el 85% y el 90% de lo robado, cuyo volumen total, tasado podría alcanzar los 40 millones de pesetas (240.00 euros al cambio actual).
La otra parte del botín, según dijo Justíno Gonzalo, se hallaba en un paraje próximo al Ebro, muy cerca del castillo de Davalillos, donde el río hace un recodo y se adentra en una zona de remolinos de unos tres metros de profundidad y unos 40 metros de anchura. Allí se desplazó el grupo de policías. Ya en las proximidades, Justino Gonzalo escapó hacia el río y penetró apresuradamente en las aguas. Sus compañeros de la policía aseguran que sí sabía nadar.
De aquella forma trágica, adentrándose en las aguas del Ebro, ponía fin a su propia vida el comisario Justino Gonzalo Ruiz del Río, contando tan solo 45 años de edad, al tiempo que dejaba viuda y tres hijos. Un comisario adscrito a la Jefatura de Policía de Pamplona se lanzó tras él con el propósito de auxiliarlo, pero fue imposible hacerle desistir de su temeraria actitud. A base de golpes y arañazos evitó que le salvasen la vida, que se perdía en las caudalosas aguas de uno de los famosos ríos de la geografía española y que mansamente las deposita en el Mediterráneo.
Síguenos en nuestra página de Facebook cada día con nuevas historias