Cruzarse en el camino de Gustavo Romero, «el temible asesino de Valdepeñas», podía representar una sentencia de muerte. Depende como tuviera el día el famoso psicópata que atemorizó a la ciudad manchega en el último decenio del siglo XX. Con muchas carencias afectivas y criado en un hogar en el que los abusos estuvieron a la orden del día, su carrera criminal se iniciaría al anochecer del 18 de enero de 1993 cuando se dedicó a observar a una pareja de novios en un parque. Incomodados por su actitud, la joven pareja abandonó el banco en que se encontraban para dirigirse a otro con el ánimo de salir del objetivo de aquel «mirón», quien quizás ya había trazado un plan para acometer su primer crimen, que no sería descubierto hasta diez años más tarde, gracias a una denuncia de la mujer con la que se había casado y tenía dos hijas.
Cuando alrededor de las once menos cuarto de la noche, la joven pareja decidió abandonar aquel recinto en el que se encontraban, Gustavo Romero empuñó la navaja que portaba con intención amenazante, aunque testificaría en el juicio que su propósito era robarles. Sin embargo, sus planes cambiaron y bajo fuertes amenazas decidió llevarles a un lugar solitario. En la parte opuesta del parque, cercana ya a las vías del tren, quien se iba a convertir en verdugo de aquella pareja a la que tan frecuente era verlos juntos, les exigió que le entregasen todo el dinero que llevaban consigo. Ángel Ibañez, uno de los dos jóvenes asesinados, le entregó todo cuanto llevaba, unas tres mil pesetas. No obstante, aquel no era su verdadero objetivo, pues al muchacho le asestaría hasta seis puñaladas en la cavidad torácica, más que suficientes para terminar con su vida, a pesar de que intentó, sin éxito, huir de las garras de su asesino.
Su otra víctima, Sara Doctor, una joven veinteañera al igual que su novio, intentaría llegar a la estación del tren para solicitar ayuda, pero no lo conseguiría, ya que Romero le daría alcanzar cuando todavía no había recorrido un centenar de metros. La muchacha caería al suelo a consecuencia de un tajo hecho con la navaja que portaba el criminal. En el mismo lugar en el que cayó de bruces, Gustavo Romero la violó y posteriormente se ensañaría con ella, al igual que había hecho con Ángel, consumando así una matanza que consternaría profundamente a Valdepeñas en 1993.
Los cuerpos sin vida de los jovenes serían descubiertos al día siguiente, domingo, por un amigo de Ángel. quien contemplaría su torso desnudo y literalmente cosido a puñaladas. A pocos metros se hallaba Sara, en unas condiciones similares a la de su compañero. Una escena macabra y dantesca, perpetrada por un obscenos criminal carente, no ya de empatía, sino del mínimo sentimiento humano. Sin embargo, la autoría del crimen se convertiría en una gran incógnita durante muchos años. Gustavo Romero, que contaba tan solo veintidós años en ese momento, haría una vida normal durante una década. Incluso le daría tiempo a cometer un segundo crimen, con el único y repugnante objetivo de satisfacer sus bajos impulsos. Una vez cometido el atroz doble asesinato, se cercioría de deshacerse de distintas pruebas que lo pudiesen implicar, entre ellos la ropa de Sara, que arrojaría al río Jabalón. La navaja asesina la enterraría en una huerta a unos cien metros del lugar de autos y finalmenet se dirigiría a su propio domicilio. Nada había fallado en su orquestado y macabro plan.
El entierro de aquella joven pareja que permanecía muy unida se convertiría en una gran manifestación de dolor y duelo, concentrándose millares de personas, tanto del propio municipio de Valdepeñas como de otras localidades limítrofes, que trataban de manifestar así su apoyo a dos familias rotas por el dolor y el abatimiento que siempre representa un crimen tan brutal. Los dos clanes familiares, en homenaje a Ángel y Sara, decidieron que sus cuerpos descansasen en sepulturas prácticamente contiguas, simbolizando así la unión de ambos muchachos, a quienes se les veía casi siempre juntos por la ciudad de Valdepeñas.
Ante el gran galimatías que se encontraba, la Policía instaría a la colaboración ciudadana, mientras en Valdepeñas se desataba una ola de pánico, a sabiendas de que un brutal y despiadado asesino campaba a sus anchas por la ciudad manchega. Unos meses más tarde serían detenidos siete jóvenes, a quienes se implicaba en el doble crimen que había tenido lugar a comienzos del verano. La detención resultaría infructuosa y serían puestos en libertad en un breve espacio de tiempo al no encontrarse relación alguna con el sangriento suceso ocurrido el día 18 de junio de 1993. Con ello, no se había hecho otra cosa que dañar la reputación de los jóvenes, quienes eran, a todas luces, inocentes, pese a que en Valdepeñas no dejaban de señalarlos públicamente, vícitmas de la condena social, a veces peor que la emanada de los tribunales de justicia.
La desaparición de Rosana Maroto
Gustavo Romero durante años decidió poner tierra de por medio y se trasladaría a las Islas Canarias, a la espera que se apagasen los ecos de aquel brutal crimen que había estremecido a Valdepeñas y a toda la provincia de Ciudad Real y que parecía llevar camino de quedar impune, pues pasaban los años y nada se sabía de quien realmente había cometido el ya denominado «crimen de los novios de Valdepeñas«. Como buen psicópata buscaba tenerlo todo bajo su control. En el territorio insular trabaría amistad con dos hermanos de Sara Doctor, a quienes preguntaba acerca de las pesquisas policiales en torno al salvaje asesinato acontencido en 1993. Cuatro años más tarde, en 1997 regresaría a la ciudad manchega quizás con ánimo de reincidir en su brutal actitud, en vista que hasta aquel preciso momento nadie había sospechado de él, ni se encontraba en las quinielas de los presuntos autores del crimen.
Quizás con esa autoconfianza generada por esa situación de sentirse libre, Gustavo Romero, que ya había coqueteadao con la delincuencia en su adolescencia, se lanzó de nuevo a la caza, como si de un depredador se tratase. Había focalizado su atención en una joven bien parecída físicamente, quien a sus 22 años se encontraba en la plenitud de su juventud. Se trataba de Rosana Maroto, que correría la misma suerte que Ángel Ibañez y Sara Doctor. Por si fueran pocas las casualidades, su muerte acontecería en la misma época del año, aunque con un lustro y una semana de diferencia.
El 25 de junio de 1998 la joven se dirigía en bicicleta a las siete de la tarde de ese día a casa de su padre, situada en la localidad de El Peral, una pedanía distante siete kilómetros de la capital del municipio valdepeñero, del que es dependiente. Pero la joven nunca llegaría a su destino. En su trayecto se cruzaría con el célebre psicópata, aún no descubierto, la abordaría bruscamente con el vehículo que conducía, arrollandola de forma intencionada, a pesar de que él trataría de encubrir el suceso como un accidente de tráfico. Sin embargo, lógicamente, los magistrados no le creyeron. Posteriormente, tras reducirla violentamente, tal como se puede leer en la sentencia, la introdujo en posición fetal en el maletero de su coche, al tiempo que recuperaba la bicicleta que conducía Rosana Maroto, y la arrojaría a un acuífero que en es momento tenía un caudal de agua que en ese momento podría superar los veinte metros, aspecto este que era conocido por el sádico asesino.
Hambriento de macabras aventuras, la llevaría a un cortijo abandonado en el que consumaría una nueva violación. Una vez consumado el obsceno acto de violar a la pobre Rosana Maroto, decidió terminar con su vida, para eliminar cualquier prueba que lo incriminase. En un principio, le propinaría varios golpes que le ocasionaron heridas y contusiones, pero la muchacha consiguió, aunque débilmente, defenderse de su brutal agresor. Posteriormente, procedería a estrangularla, para lo que no escatimó medios. Entre estos emplearía hasta un cordón de una de las zapatillas deportivas de su víctima para cerciorarse que efectivamente no respiraba. Era el tercer asesinato que cometía el despiadado criminal de Valdepeñas, una especie de Hannibal Lecter, aunque son muchos quienes los comparan con el célebre asesino estadounidense Ted Bundy, quien tras asesinar a 36 mujereres terminaría con sus huesos en la silla electrica en el año 1989. Tras haber dado muerte a Rosana Maroto, arrojaría su cuerpo a un pozo de veinte metros de profundidad, próximo al lugar de autos.
Cinco años de suspense
La desaparición de Rosana Maroto sumió a su familia en la desesperación. Era similar a como si se la hubiese tragado la tierra. Nadie sabía donde se encontraba, mientras que el doble crimen de los novios parecía quedar ya relegado al olvido y sucumbir a la impunidad, en tanto que sus respectivas familias eran presas del terrible dolor que siempre representa la injusticia. En ese periodo de tiempo, fallecería el padre de Sara Doctor, quien no vería -en vida- colmado su deseo de ver entre rejas al asesino de su hija. Cuando ya se habían perdido las esperanzas de que el caso fuese resuelto, el 10 de ocubre de 2003 una mujer presentaba una denuncia contra su marido por los malos tratos y palizas que le inflingía. Era Yolanda, la esposa de Gustavo Romero Tercero. Pero su denuncia no quedaba ahí. Informaba además que su cónyuge era el autor material del doble asesinato que había ocurrido una década antes. Uno de los secretos mejor guardados, salía ahora a la luz. Además, la mujer facilitaba la localización del arma homicida, que sería encontrada por la Policía en el curso de las investigaciones. Vista la coherencia de la declaración, Gustavo Romero sería ingresado inmediatamente en la cárcel de Herrera de la Mancha.
Cuando se encontraba prestando declaración ante la Policía, y en vista de que se encontraba ya cercado, el temible asesino terminaría por derrumbarse y confesaría también ser el autor del asesinato de Rosana Maroto, ocurrida hacía tan solo cinco años antes. Además, indicaría la localización del pozo en el que había arrojado su cuerpo. Las pertinentes pruebas periciales, entre ellas el análisis genético confirmarían que efectivamente había sido el autor de los tres asesinatos. Tras cinco años de dolorosa incertidumbre, se pudo dar al fin con el trágico paradero de la joven, quien, en el momento de producirse su desaparición, se encontraba cursado los estudios universitarios de Historia del Arte. De nada habían servido las indagaciones que se habían hecho hasta aquel instante, en el que llegaron a examinarse hasta un total de 300 aljibes del millar que hay en la zona de Valdepeñas, llegando incluso a contar con la colaboración de los GEO de la Policía Nacional.
103 años de cárcel
Gustavo Romero Tercero, el temible psicópata de Valdepeñas, hubo de afrontar dos juicios en 2005 por separado en relación a los tres asesinatos que había perpetrado en la década de los noventa. La primera de las vistas, en atención al orden cronológico de los hechos, se celebraría los días 5 y 6 de abril de aquel año, Cuarto Centenario de la publicación del Quijote, sería la relativa al conocido como «Crimen de los novios». En el transcurso de este juicio, la sala consideraría probado que en la muerte de ambos existió la agravante de alevosía y ensañamiento, siendo condenado a 33 y 30 años de prisión por cada asesinato, así como a otros doce por la agresión sexual a Sara Doctor. La pena conllevaba aparejada consigo el destierro de Valdepeñas por un periodo de tiempo de diez años, contado a partir del momento en que salga de prisión. La responsabilidad civil a la que debería hacer frente se fijaba en 900.000 euros, cantidad con la que debería indemnizar a los familiares de sus dos primeras víctimas.
Dos días después de haber sido juzgado por vez primera, Gustavo Romero seguiría viéndose ante los tribunales los días 7 y 8 de abril, cuando fue juzgado por el crimen que le costó la vida a Rosana Romero. Por el tercer asesinato, sería sentenciado a cumplir 37 años de cárcel, 25 por el delito de asesinato en el que se observaban las mismas agravantes que en el cometido en 1993 y otros doce por la agresión sexual, al tiempo que debía satisfacer a los familiares de la joven estudiante de Historia del Arte la cantidad de 360.000 euros. Esta última pena también llevaría aparejado el castigo del destierro, no pudiendo entrar en contacto con los familiares de la víctima durante cinco años, una vez obtenga el primer permiso penitencario.
Como nota final, cabe destacar que el temible asesino expresaría una petición de perdón por los tres crímenes cometidos, dirigiendo una carta a las familias de su víctimas a los tres meses de estar en prisión, aunque tal vez no dejase de ser una argucia con el objetivo de conseguir algún beneficio penal. Difícilmente puede ser creído quien demostró ser un verdadero psicópata, que en los estudios realizados por psiquiatras forenses se demostraría que `presentaba «una personalidad marcada por un trastorno antisocial de la conducta», que en modo alguno alteraba su percepción de lo que estaba bien o mal, siendo consciente en todo momento de lo reprobable que eran sus actos. La cárcel es el mejor sitio en el que puede estar, en la que ni siquiera comparte celda ni tampoco otras actividades con el resto de los presos que se encuentran internados en Herrera de la Mancha. Por algo será.
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