Impunidad total para el cruel asesinato de un niño de cuatro años en Sevilla
En los días finales de octubre de 1984 aún estaba presente en muchos de los aficionados al toreo, y Sevilla es una gran ciudad taurina allí donde las haya, la reciente muerte en el coso de Pozoblanco de Francisco Rivera «Paquirri», tras la aparatosa cogida que sufrió por parte de un toro, «Avispado», que pasaría a engrosar la trágica historia de este arte, al igual que en su día lo hiciera «Islero» hacía ya casi cuarenta años tras haber corneado fatalmente a Manolete. Sin reponerse todavía de este dramático trance, la ciudad de la Giralda iba a asistir a otro truculento trance que quedaría marcado en la memoria colectiva de la capital andaluza. El día 28 de octubre de aquel año, en el que se conmemoraba el segundo aniversario de la victoria socialista en las urnas, sería hallado ya de de noche el cuerpo sin vida de un pequeño de cuatro años, Paquito Reyes, en una antigua caseta de «Sevillana de Electricidad». El trágico suceso conmovería de sobremanera a la noble ciudad hispalense, que asistía atónita a un macabro y cruel crimen que, por desgracia, jamás llegaría a resolverse, quedando en la impunidad más absoluta, al tiempo que los sevillanos y el resto de los españoles trataban de contener la respiración.
El relato de los hechos comienza en la tarde de aquel domingo cuando el pequeño se encontraba jugando con un grupo de amigos en los aledaños de la parroquia del barrio de Torreblanca, un arrabal situado al este de la gran urbe en el que el desempleo y la delincuencia comenzaban a hacer mella entre sus humildes residentes. Inesperadamente, contra todo pronóstico, el pequeño no regresó a su casa a cenar como era de esperar. Su ausencia desataría la lógica preocupación de sus progenitores, padres a su vez de una extensa prole que se componía de seis vástagos. Inmediatamente se dio aviso a la Policía, que juntamente con los vecinos de aquella barriada comenzaron a rastrear toda la zona en busca de Paquito Reyes.
Siendo ya noche cerrada aparecería el cadáver del niño en una vieja garita de la antigua empresa que abastecía de suministro eléctrico a la ciudad de la Giralda, hoy en día bajo el cuasi monopolio de ENDESA. Antes de aparecer el cuerpo sin vida del pequeño, algunos vecinos ya habían examinado aquella zona, sin hallar nada en el lugar. Su todavía diminuto cuerpecito presentaba evidentes señales de violencia, además de ofrecer algunos signos de que la criatura hubiese sido víctima de algún tipo de abuso sexual, aunque jamás nadie podría certificar que Paquito Reyes fuera violado por su agresor debido al mutismo, rayano con el secretismo que siempre ha rodeado este caso.
Antes de procederse al levantamiento del cadáver del niño, cuando se hizo la perceptiva inspección ocular, se comprobaría que el tejido en el que había sido introducido se hallaba muy extendido por todo el barrio de Torreblanca, lo que llevaría a los investigadores a una primera conclusión de que el autor del crimen podría ser alguien que conocía a Paquito, o cuando menos que residía en aquella humilde barriada. El lugar del crimen, aquella vieja caseta, sería derruida días después de ser precintada por la Policía, sin tener el oportuno permiso que debería haberle dispensado la autoridad judicial. Este acontecimiento es uno de los hechos que no ha encontrado respuesta. ¿Quién o quienes ordenaron el derribo de aquella garita, esencial para la resolución del caso, con tanta premura a sabiendas de que allí había aparecido el cuerpo del niño asesinado? Esta es una pregunta que sigue flotando en el ambiente casi cuatro décadas después del brutal crimen.
Detención de tres sacerdotes
En principio sería detenido un vagabundo homosexual que pululaba por la zona, lo que desataría una inustificada ola de homofobia en el barrio. No obstante, este hombre pudo acreditar su inocencia con una veraz coartada que sería corroborada por varios testigos. La gran sorpresa se produciría algo más de tres semanas después de la comisión del crimen cuando agentes de la Policía Nacional adscritos a la Comisaría de Sevilla procedían a la detención de tres sacerdotes que ejercían su ministerio en la parroquia de Torreblanca. Era el día 21 de noviembre de 1984. Los policías llevaban una orden judicial y dispensaron un trato cordial y amable a los religiosos. Igualmente se llevarían consigo el coche, un Renault «4L», en cuyo interior aparecería un saco fabricado con el mismo material con el que lo estaba el que contenía el cuerpo del pequeño asesinado. A todo ello, habría que sumar las constantes llamadas, algunas realizadas de forma un tanto impulsiva, que se hicieron desde el teléfono de la parroquia en la noche de autos al Gobierno Civil de Sevilla en las que se demandaba un helicóptero para ayudar en la búsqueda del niño, que no terminaba de cuadrar con otras incongruencias que se alojaban en un lugar donde supuestamente se ayudaba mucho más de lo que se pedía.
Con la detención de los tres sacerdotes el morbo y el escándalo estaba servido. Fue un tiempo de agrias especulaciones, bulos y comentarios infundados que no hacían otra cosa que acentuar el trágico drama que se estaba viviendo en la ciudad hispalense. Los detenidos eran los padres jesuítas Juan Francisco Naranjo, Luis Aparicio y Cristian Briales Schaw, este último gozaba de una excelente reputación y un cierto carismo en la capital andaluza. Mientras los dos primeros serían puestos en libertad a las pocas horas, el padre Briales permanecería en el calabozo durante tres días, debido a las incongruencias y contradicciones que hallaron en su declaración quienes le sometieron al interrogatorio. Sus incoherencias, según se encargaría de señalar criminólogo y detective Juan Carlos Arias en el diario sevillano EL CORREO DE ANDALUCÍA, con el latiguillo final de «solo Dios sabe». Apunta también este mismo profesional en un magnífico artículo que publicó en 2019 en torno a este suceso que durante el tiempo que estuvo recluido solicitaba que le dejasen leer la Biblia, además de echarle, una y otra vez, la culpa al demonio sobre el misterioso y atroz crimen que socavó lo cimientos de la capital andaluza el otoño de 1984.
Lo que sí quedo contrastado y certificado es que el yute que sirivió de primer sudario al pequeño había sido importado desde las Islas Canarias, en las que Briales había ejercido su ministerio antes de trasladarse a Sevilla. En opinión del investigador anteriormente aludido, la presión para que se pusiese en libertad a este religioso era insoportable y cuando se cumplió el plazo estipulado legalmente, el juez de guardia decretaría el fin de su estancia entre las rejas de la Comisaría de Sevilla.
Archivo y prescripción
Cinco años más tarde, en 1989 se decretaría el archivo de la causa al no hallarse autor conocido. Señalaba el estudioso de este trágico episodio, el detective Juan Carlos Arias, que en 1984, correría una leyenda en la que se daba por hecho que había una orden de ingreso en prisión del padre Briales, aunque tal mandamiento no figura en el sumario. En su intento de resolución desempeñaría una función fundamental el entonces Jefe del Cuerpo Superior de Policía de Sevilla, el comisario José Manuel Blanco Benítez, un hombre de ideas conservadoras y católico practicante, quien se vería muy fustigado por diversos medios y para quien -según sus palabras textuales- «el caso policialmente está resuelto, ahora solo falta que se haga de forma judicial». Como suele decirse en estos casos, a buen entendedor pocas palabras hacen falta. De hecho, el mencionado funcionario se querellaría contra dos medios escritos de la capital andaluza por los furibundos ataques que había recibido de los mismos, calificando de «patinazo policial» la detención de los tres religiosos. Además, habría de enfrentarse a toda la presión de una ciudad en la que no faltarían amenazas y coacciones, algunas de las cuales serían grabadas en las paredes que fueron testigos mudos de pintadas entre las que se podía leer literalmente «es imposible que tres jesuítas hagan eso», achacándose al clima anticlerical y a un cierto revanchismo la detención de los sacerdotes. Incluso, el recientemente nombrado Arzobispo de Sevilla, Carlos Amigo Vallejo, recibiría en el palacio episcopal a los curas que habían sido detenidos días antes, en señal de apoyo y respeto hacia su, labor, a pesar de que una oscura neblina podría haber manchado su ministerio.
Sea como fuere, lo cierto es que el caso prescribiría al cumplirse el periodo de 20 años que marca nuestro código penal para delitos tan graves como este. Cristian Briales Schaw fallecería en el año 1999, tan solo unos meses antes que quien era Jefe Superior de Policía de Sevilla en 1984, el comisario Blanco Benitez, aquel mismo hombre que le había puesto en el punto de mira, a pesar de las fuertes presiones que recibió desde distintos estamentos en un tiempo en el que la Iglesia Católica era intocable, tratando de ofrecer un inmaculado aspecto que se vería turbiamente empañado con el comienzo del tercer miilenio en el que tantos religioso fueron denunciados por prácticas pederastas y de abusos a menores, hasta el extremo de que el fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, un hombre protegido por un pontífice que fue elevado a los altares, el Papa Juan Pablo II, era una de las mayores bestias de la depravación sexual, pese a que era fotografiado con frecuencia arrodillándose ante el Sumo Pontífice. Lo peor de este asunto, es que como muchos otros, ha caído relegado al más triste de los olvidos y el autor de la muerte de un pequeño de un barrio humilde de Sevilla, para desgracia de la sociedad, se salió una vez más con la suya, a pesar de los nobles esfuerzos y el gran trabajo realizado por quien fuera su Jefe Superior de Policía, José Manuel Blanco Benítez, el mismo hombre que departió algunas horas con el religioso canario en el calabozo de la Comisaría, quien después del aquel sonado escándalo regresaría a su tierra, y bajo cuyo seno duerme ya el sueño de los justos, o en este caso, de los presuntamente injustos.
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