Al hablar de los tiempos de la Posguerra española casi siempre se repite lo mismo. Años de hambre, necesidad e infamia, bajo una cruenta dictadura que lo pretendía controlar todo o casi todo, aunque no siempre estuviese a su alcance. En aquel entonces, uno de los más oscuros episodios de la crónica negra española se registraría en la pequeña localidad de Ribarroya, una pequeña pedanía perteneciente al término municipal de Aldealafuente, en la provincia de Soria, en lo que es hoy en día la España vaciada, que en aquel entonces contaba todavía con más de dos centenares de vecinos, cifra que en nuestros días se ha quedado reducida a apenas dos decenas de habitantes.
Tanto el escenario, como el criminal y las circunstancias en que se produjo nos retrotraen a una España rural y atrasada, en la que oficialmente se daban por finiquitadas en aquel mismo año las cartillas de racionamiento, pero no a las carencias que sufría una población sin esperanza y sin ilusión en un territorio que ofrecía muy escasas posibilidades y alternativas. La historia comienza con la llegada de un joven vagabundo de 19 años al pueblo, Carlos Soto Guitérrez, que era el clásico producto que salía de los orfanatos y hospicios de aquella maltrecha España de la década de los cuarenta y los cincuenta. El chaval se había fugado del centro en el que se había criado, tras haber permanecido en el mismo de los seis años, cuando había perdido a su madre. Su progenitor parece ser que había perecido en el transcurso de la Guerra Civil española.
Carlos Soto llegó solicitando auxilio y limosna al vecindario. Una buena mujer, madre de una extensa prole -como solía ser habitual en la época- se apiadó de él y le dio una caridad. En el día de autos, el 22 de marzo de 1953 estuvo merodeando por el pueblo y comenzó a acosar insistentemente a una niña de trece años, Purificación Tejero Jimeno, hija de la mujer que lo había socorrido. La criatura se dedicaba al cuidado de un rebaño de ovejas de la familia cuando fue abordada por aquel muchacho, que era un claro candidato a la marginación, sino es que ya era un producto de la misma.
Con una piedra
Al parecer, según algunos relatos, la niña se resistió a los deseos de Carlos Soto Guitíerrez, quien no duda en emplear lo que tiene a su alcance para conseguirlo. Sin embargo, Purificación Tejero se resistirá, siendo idealizada por la prensa de la época como el modelo de mujer a seguir, destacándose que había «defendido su pureza y castidad», además de haber asistido a misa y comulgado la misma mañana, previa a su muerte. En vista de la resistencia de la pequeña, su verdugó optó por darle un golpe con una gran piedra. Posteriormente, emplearía otra de gran tamaño para machacarle definitivamente la cabeza. Se dice también, y no es para menos, que la muerte que llevó la criatura fue horrible. No contento con su cruel patraña, el energúmeno en cuestión se llevaría consigo el cadáver, escondiéndolo entre sus pertenencias en las inmediaciones del río Tajo. Una vez muerte, profanaría el cuerpo de la niña, que sería encontrado días más tarde. Todas las miradas se dirigían a aquel vagabundo que había llegado al pueblo en aquel infortunado día de primavera.
Debido al clima religioso imperante, enseguida se comenzó a idealizar de una manera un tanto fantástica la actitud de Purificación Tejero Jimeno por parte de las autoridades de la época, siendo las religiosas quienes más inicidiran en las virtudes morales de tan joven víctima. Su figura, incluso, llegará a trascender hasta nuestros días con el recuerdo perenne en una de las estaciones del viacrucis que hay en la pequeña localidad, a cuyo pie se situó una de las piedras empleadas por el criminal que le quitó la vida. La otra piedra sería llevada hasta su iglesia parroquial, conservándose como si fuera una sagrada reliquia.
Una vez cometido el atroz crimen, que daría lugar a una gran leyenda no exenta de los clásicos cantares de ciego, Carlos Soto Gutiérrez iniciaría una nueva peregrinación sin rumbo, al sentirse perdido sin saber que camino tomar ni a dónde ir. Su deambular duraría apenas una semana pues el día 28 de marzo sería detenido por la Guardia Civil en Navaleno. En aquellos seis largos días de tensión había recorrido algo más de sesenta de kilómetros. Unas botas que llevaba en el macuto que portaba sirvieron para delatarle, pues se las había regalado un vecino de Ribarroya.
Condenado a muerte
Pocas o casi ninguna posibilidad tenía ya Carlos Soto de salir airoso de su brutal crimen. Apenas siete meses después de haberlo perpetrado se iniciaba el proceso en su contra en la Audiencia Provincial de Soria. El veredicto fue contundente y prácticamente inapelable. Condenado a muerte. Solamente le quedaba recurrir al Tribunal Supremo, quien ratificaría tan cruel sentencia. Tampoco el Consejo de Ministros ni el Jefe del Estado tuvieron conmiseración alguna de quien no dejaba de ser un pobre hombre, fruto de las circunstancias de su tiempo y de una época en la que la comprensión no era una característica muy común entre una sociedada que tan solo clamaba venganza por la muerte de la joven pastorcilla, tal y como se encargaba de reflejar la prensa de la época.
Una vez más entraría en acción la figura del célebre verdugo, «El Corujo», Antonio López Sierra, quien recordaría para un documental de Martín Patino el suceso ocurrido en tierras castellanas. Al parecer, cuando tuvo lugar la ejecución, prevista para el 5 de febrero de 1955, el reo, con el lógico disgusto ante su inminente muerte, le dijo sino iba a tener compasión por él, a lo que el ejecutor de sentencias respondió de forma contundente y no exenta de socarronería: «La misma que tuviste tu con la muchacha». Y así se marchó para el otro mundo, comentaba en el célebre episodio cinematográfico.
Lo cierto es que nadie pone en duda la atrocidad del salvaje crimen cometido por Carlos Soto Gutiérrez, tampoco es menos cierto que aquel chaval era uno de tantos que se criaba en los antiguos hospicios, presididos por una férrea y brutal mano dura, que no hacía otra cosa que recordarles lo desgraciados que eran y que solo les aguardaría una vida llena de tragedias y penurias, como terminaría sucediendo en multitud de casos. Jamás se encargaría nadie de inculcarles un sano sentimiento del deber y el posterior aprovechamiento, que tal vez hubiesen evitado lamentables episodios como este o similares. Ni que decir tiene el fomento de una no menos sana autoestima, que tal vez hubiese evitado que este joven y muchos otros como él se convirtiesen en auténtica carne de cañón para la delincuencia, acabando sus días de la peor forma posible.
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