Casi 20 años de interrogantes en torno al asesinato de Sheila Barrero

Sheila Barrero

Alrededor de las siete de la mañana del sábado, 25 de enero de 2004, la joven Sheila Barrero echó el cierre del local nocturno en el que trabajaba los fines de semana. Antes de marcharse a su casa, decidió ir a tomar una última copa con sus amigos a otro establecimiento hostelero de la zona. Una hora más tarde, cuando el cansancio había hecho mella en sus conocidos, Sheila tomaría su vehículo, un Peugeot 206, con el que se iba a trasladar a su domicilio, en el concejo asturiano de Degaña. Sin embargo, y para su desgracia, la muchacha, que destacaba por su rostro dulce y agradable, jamás llegaría a su destino. Alguien se interpuso en su camino de forma macabra y acabaría disparándole un tiro en la nuca en el puerto de Cerredo, cuando regresaba procedente de Villablino. Se supone que la persona que le efectuó el disparo que terminaría con su vida conocía a la joven, pues -según las investigaciones policiales- el autor del crimen accedió a su vehículo por una puerta trasera después de que Sheila lo hubiese detenido. El proyectil era una bala de muy poca fuerza, ya que aunque le atravesó la cabeza, rebotó contra la luna del coche, cayendo en el interior del vehículo. El orificio de la bala no se apreciaba a simple vista y sería descubierto por el forense que le hizo la autopsia, siendo así la forma en la que se descubrió que se encontraban ante un crimen, pues llegó a barajarse la posibilidad de que Sheila Barrero falleciese a consecuencia de un golpe.

Los agentes de la Benemérita iniciaron sus pesquisas entre los amigos y conocidos de la joven a quienes, por protocolo, los sometieron a la prueba de la parafina para comprobar los residuos de los disparos. Uno de ellos, Borja Vidal, que había mantenido una relación con Sheila, advirtió que él iba a dar positivo, como así resultaría, ya que la semana anterior había estado cazando. La escusa fue tenida en cuenta por los agentes, quienes le creyeron. Además, era el único muchacho de los convocados que dio positivo en la mencionada prueba. Por ello, le exigieron que llevase al cuartel toda la ropa que había vestido aquellos días, principalmente el día que ocurrió el crimen. Y así lo hizo, aunque a los investigadores les resultó muy extraño que no llevase ningún abrigo, algo que era ilógico dadas las gélidas temperaturas que se registran entre Asturias y León durante el primer mes del año, con valores termométricos inferiores a los cero grados centígrados. Aún así, en una de las prendas que entregó, una chaqueta, daría valores positivos en distintos componentes balísticos, siendo más notables en la manga derecha de la prenda. La concentración de partículas apuntaba a que se correspondían con la realización de un único disparo. A ello se añadía que, al parecer, la concentración de estaño no es frecuente en los cazadores, debido a las carencias de este metal en los proyectiles de caza.

Los químicos lograrían también aislar muestras de la mano derecha de Borja Vidal y en ellas detectarían residuos de disparo que encontraron en el casquillo que los expertos en criminalística hallaron en el interior del vehículo. También detectaron en la mano del joven una partícula muy específica, compuesta de bario, antimonio y plomo, que el conjunto de ellas es tan inhabitual que se convertiría, a juicio de los investigadores algo similar a una huella digital

Una fibra textil

Pero no fueron las pruebas balísticas las únicas que podrían incriminar al antiguo novio Sheila. En el coche de esta última se halló una bufanda y sobre ella una fibra de color azul, idéntica a la de la chaqueta que portaba Borja Vidal. Es cierto que se habrían comercializado muchas más prendas como aquella, pero tampoco es menos cierto que cuando fue analizada de manera individualizada, una vez comparada de forma científica con la chaqueta, los análisis determinaron su plena similitud con la de la americana que vestía el muchacho.

Otro dato que, en teoría, jugaba en contra del joven, fue su visita a un centro sanitario para informarles que sufría insomnio, pues la Guardia Civil, según su versión, le estaba presionando. Esto último sucedió un mes después de haberse perpetrado el crimen. Sin embargo, en esa fecha, Borja Vidal no estaba siendo investigado todavía. Ni siquiera era sospechoso. Después incurriría en una nueva contradicción, no exenta -a la vez- de una mentira, al cambiar su versión de porqué había acudido al hospital. Manifestaría que la causa de su falta de sueño se debía a que había intentado sacarse hasta en seis ocasiones, sin éxito, el permiso de conducir. Los agentes de la Benemérita descubirían su falsedad al demostrar que los intentos por obtener la licencia habían sido únicamente dos y no la media docena que él manifestó. A ello se sumaba la circunstancia de que las pruebas habrían sido un año antes de su visita al médico.

Sobreseimiento

El caso sería sobreseído hasta en tres ocasiones por estimar los miembros de la judicatura que no existían indicios suficientes para incriminar al principal sospechoso, Borja Vidal, a pesar de que los investigadores policiales sostenían lo contrario. La primera vez que se archivó fue en el año 2007. Se reabriría de nuevo ocho años más tarde, en 2015, siendo sobreseído de nuevo. La última vez en que fue reabierto fue a comienzos de 2020, cuando -con nuevos datos- se procedió a su tercera reapertura, aunque le darían otra vez carpetazo en septiembre del mismo año.

Los avances registrados en los últimos tiempos, tampoco son suficientes para la fiscalía y requiere nuevas pruebas. Según se ha podido saber, la coartada presentada por Borja Vidal se derrumbaría por su propio peso. La misma fue facilitada por su padres, quienes manifestaron que el día de autos pasó la noche en casa, mientras los vecinos apuntan a que ese día los progenitores del sospechoso no la pasaron en su domicilio.

Al parecer, los investigadores continúan haciendo su trabajo. Los expertos en balística sostienen que el ex novio de Sheila está involucrado en el asesinato de la joven, así como la familia de la joven asesinada, quien ha descartado en todo momento que tengan ninguna animadversión hacia él, pues, según dicen, ni siquiera le conocían antes de producirse el crimen. Recientemente, manifestaron ante un medio de comunicación que «el caso policialmente está resuelto, ahora solo falta juzgarlo«.

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Un joven asesina a dos mujeres en un párking de Barcelona

Párking

En aquel primer mes del año 2003 acudir a un párking en la Ciudad Condal se estaba convirtiendo en un auténtico suplicio para muchos barceloneses, pues en apenas diez días habían sido asesinadas dos mujeres en local destinado a guardar vehículos del barrio de Putxet, una de las zonas más exclusivas de la capital catalana. Ambas víctimas guardaban un gran parecido físico entre sí, pues eran atléticas, atractivas y elegantes, además de tener una edad similiar, entre 45 y 50 años. Se sumaba otro peculiar hecho y es que ambas mujeres aparcaban sus respectivos automóviles en la plaza número 15, lo que daría pie a que se especulase con la obsesión acerca de este número por parte del supuesto criminal. Este hecho, unido a las características físicas de ambas víctimas, inclinaría las investigaciones, en un principio, hacia la posibilidad que sobre aquel noble barrio barcelonés estuviese operando un asesino en serie, aunque no se sabía cual podría haber sido el móvil de ambos crímenes que conmocionarían enormemente a la sociedad catalana y por extensisón al resto de España.

El primer crimen tuvo lugar al mediodía el día 11 de enero de 2003. En esa fecha María Angeles Ribot, una mujer de 49 años que era madre de cuatro hijos y que pertenecía a una clase acomodada, fue a aparcar su vehículo como hacía de costumbre, pero no regresaría jamás. Ante su inusual tardanza, un hijo suyo fue en su busca y encontraría su cadáver en un hueco de la escalera de una de las plantas del sótano del aparcamiento del inmueble, que presentaba numerosas heridas de arma blanca en distintas partes del cuerpo. Su cadáver estaba cubierto con una bolsa industrial en la que los investigadores del caso hallarían una huella de la palma de una mano, que resultaría clave para la posterior detención del asesino. Según se sabría con posterioridad, tras la reconstrucción del suceso, el autor del crimen la habría obligado a bajar a su víctima hasta la última escalera del párking. Allí le habría tirado por los escalones y la habría rematado a martillazos. Sin embargo, en su precipitada huida, el criminal habría dejado pisadas de sangre en el suelo que se corresponderían con la horma de su calzado, así como también una colilla cuyo ADN resultaría determinante para el esclarecimiento de este trágico suceso.

En el transcurso de las horas posteriores a la muerte de María Angeles Ribot se producen una serie de hechos extraños, entre ellos un mensaje de móvil dirigido desde el celular de la fallecida a su esposo en el que le dice textualmente «Me encuentro bien, pero no iré a dormir». Asimismo, el autor del crimen ha retirado 300 euros de un cajero próximo al lugar de autos, pero no se lleva otros objetos de mayor valor que porta la mujer asesinada. Otro hecho singular, es que mientras que la familia procedía a enterrar los restos de la víctima, el marido de Mª Ángeles recibiría una llamada de alguien que le pedía dinero a cambio de contarle lo que realmente le había pasado a su mujer. La suma solicitada ascendía a 2.000 euros. Con la policía al tanto de la situación, Antonio Melero, el ya viudo de María Angeles, quedó con esa persona en el Bare Nostrum, dónde debería dejar dejar el dinero en el cuarto de baño. Minutos después, el supuesto informador o asesino le llamaría por teléfono de nuevo y le pidió que cogiera el dinero y se lo llevara a una camina que estaba a un par de manzanas. Un paseo que para Antonio Melero resultaría aterrador y que se daría por concluido cuando la policía le llamó, instándole a que se marchara.

Segundo asesinato

La psicosis se desataría en Barcelona a los diez días del primer asesinato moría una segunda mujer prácticamente en el mismo lugar donde había sido asesinada la primera, al final de la misma escalera de la planta quinta. Este nuevo crimen ocurriría el día 22 de enero de 2003, siendo el marido de la víctima quien encontró su cuerpo exangüe a las ocho menos diez de la tarde de ese mismo día. Fue entonces cuando se comenzó a mencionar la posibilidad de que por la capital catalana merodease algún asesino en serie. La situación era francamente muy rara y el pánico se apoderaría de quienes aparcaban allí sus vehículos.

La víctima de este segundo asesinato se llamaba Mayte de Diego y contaba con 46 años de edad. La mujer asesinada regentaba un gimnasio en aquel mismo barrio. Por su parte, el asesino había perfeccionado en esta ocasión la escena del crimen. Para ello, contaría con una cuerda con la que le ató los pies mientras que con unos grilletes le esposó las manos y, al igual que en el caso anterior, le colocaría una bolsa de plástico en la cabeza. A pesar de que se trata de una mujer fuerte y atlética, en esta ocasión se siente paralizada por el terror y el miedo que le inspira su asesino, quien una vez inmovilizada su víctima la trata igual que si fuese un muñeco roto, golpeándola de forma reiterada en la cabeza hasta que la mujer sucumbe definitivamente ante su brutal agresor. El asesino se marcha del lugar de los hechos apoderándose de las tarjetas de crédito de su víctimas. Primero intenta sacar dinero en la calle Fontanella, sin éxito. Esta operación permite registrarle los datos de su fisonomía, que también serán grabados por las cámaras de un centro comercial. La Policía disponía prácticamente del retrato robot del sádico criminal en el que destaca su incipiente coronilla.

En este periodo de tiempo, previo a la dentención del criminal, destacaría la función que desempeñaría el marido de la segunda de las mujeres asesinadas, Ruperto Bilbao, quien aparecería con mucha frecuencia en distintos medios de comunicación. Incluso se convertiría en uno de los sospechosos hasta que se detuvo al verdadero autor de ambos crímenes.

Detención del asesino y condena

El día 30 de enero de 2003 la policía procedería a la detención del autor de ambos crímenes. Se trataba de J.J.P.R., un joven de 24 años de edad, quien se había criado en el humilde barrio catalán de La Mina. Aunque se declaró inocente y no opuso resistencia las grabaciones realizadas en el cajero automático y en la estación de tren resultaron claves a la hora de detener al entonces supuesto asesino de las dos mujeres. La misma postura mantendría en el momento de pasar a disposición judicial, pero el juez ordenaría su ingreso en prisión incondicional sin fianza.

La Policía había reunido muchas pruebas incriminatorias contra el hombre que había sembrado el pánico en Barcelona en los primeros días del año 2003. En el transcurso de la investigación, los agentes encargados del caso pusieron de manifiesto la saña con la que se había empleado a la hora de ejecutar a sus víctimas, así como la extrema frialdad con que habría actuado. A pesar de que trató de borrar las huellas de su execrable actuación, cometió los típicos errores de un principiante, descuidando las huellas de una palma impresa en una bolsa, así como las llamadas que dirigió al marido de una de sus víctimas. Presentaba la novedad de ser un novato en aquellas lides, desconociendo la Policía porque había actuado de aquella manera, no descartando que el móvil de ambos crímenes fuese el robo, aunque el detenido carecía hasta aquel momento de antedentes, apuntando a que se trataba de una persona reservada e introvertida que había generado conflicto de ningún tipo.

En las fechas previas a las Navidades del año 2004 se celebraría el juicio contra J.J.P.R. en el que un Jurado Popular lo declararía culpable por unanimidad. El agresor había dado muerte a sus víctimas de manera intencionada, sin que pudiesen defenderse, lo que constituía una delito de alevosía, además de buscar el sufrimiento de las mismas, lo que sería una señal evidente de ensañamiento. En la sentencia, que lo condenaría a 52 años de prisión, los magistrados pondrían de manifiesto la «frialdad de ánimo», además de no haberle afectado en lo más mínimo la muerte de ambas mujeres, tal y como relatarían los peritos encargados de estudiar el caso.

Lo que nunca quedó claro fue el móvil que había movido a aquel joven de 24 años a la hora de asesinar a sus víctimas y se dejaba entreabierta la posibilidad de que en ambos crímenes pudiesen haber intervenido terceras personas, tal y como declararía J.J.P.R., quien aludió directamente al marido de la segunda de las mujeres asesinadas cuando se le concedió el derecho a la última palabra.

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Un cura mata a un niño de nueve años en Valencia

Semanario EL CASO dando cuenta del trágico suceso

En la década de los setenta del pasado siglo la Iglesia Católica seguía gozando de un extraordinario poder en aquella decrépita y alicaída España franquista. Eran, sin lugar a dudas, el tercer poder, a quien nada se le resistía y era el único tentáculo que despertaba cierto temor en los gobernantes de entonces por el arraigo del que gozaba, capaz de manipular millones de conciencias. Se podría decir que disfrutaban de patente de corso hasta el extremo de que la Justicia no actuaba con ellos de la misma manera que con el resto de los mortales. Un buen ejemplo lo sería el trágico suceso acontecido en la capital del Turia el día 2 de marzo de 1971 cuando el sacerdote José Prat asesinó de 47 puñaladas al niño de nueve años, Paquito Calero Navalón, un crío que ejercía de monaguillo en la parroquia de la que el asesino era titular.

Las crónicas de la época retratan al criminal como un hombre inquieto y neurasténico, que probablemente hubiese sufrido algún episodio de tipo psiquiátrico el día que cometió un suceso que traumatizaría a aquella España en blanco y negro que transitaba por un incierto sendero hacia el final del régimen político que se había instaurado a la conclusión de la Guerra Civil española.


Aquel ya lejano día de la primavera el sacerdote José Prat se dirigió al colegio Ramón Gamón, preguntando por Paquito alegando que necesitaba a la criatura para tareas de la parroquia pues habitualmente celebraba una función religiosa a las siete de la tarde en la parroquia de Nuestra Señora de la Begoña, que aquel día no llegaría a celebrarse. El religioso, de 54 años de edad, ejercía en ella como párroco de manera provisional por el fallecimiento del titular de la misma.


Un abrecartas


Nunca se sabrá con absoluta certeza que pudo habérsele pasado por la cabeza al asesino del pequeño para cometer semejante salvajada para la que utilizaría un abrecartas en forma de espada. Con el mismo acuchillaría hasta un total de 47 veces al niño, quien quedaría tendido en medio de un gran charco de sangre en la sacristía de la parroquia. Las puñaladas habían sido mortales de necesidad, pues le habían seccionado la artería carótida, lo que provocaría su desangramiento de forma muy rápida. Previamente, habría intentado estrangular al niño, al que también propinó un fuerte golpe en la cabeza. La dantesca escena provocaría el lógico horror de otro religioso, Jaime Pons, a quien José Prat comunicó que se marchaba a la comandancia de la Guardia Civil, pues había sufrido un episodio de enajenación mental y había dado muerte al joven monaguillo, Paquito Calero Navalón.


El suceso provocaría una gran consternación y una tremebunda ola de indignación en todos los estamentos de la capital valenciana, máxime cuando había sido cometido por un miembro de una institución, como la Iglesia Católica, quien debería velar por la pureza de las almas y encargarse de predicar con el ejemplo. Sin embargo, aquel suceso contravenía el ministerio del propio ente religioso y haría todo lo posible por tratar de pasar página, cuando no de borrarlo de su historial, además de posicionarse claramente a favor del sacerdote asesino.


Como era el poder de la Iglesia en la época viene avalado que hasta los sacerdotes encausados gozaban de un estatus especial cuando eran detenidos. Tras prestar declaración, antes de pasar a disposición judicial, José Prat, fue ingresado en las dependencias del Palacio arzobispal valenciano, tal como estipulaba el concordato de 1953 firmado entre el Estado español y las autoridades eclesiásticas de Roma.


Una condena que no se cumplió


La acusación particular solicitaba para José Prat la máxima condena que contemplaba el ordenamiento jurídico de la época, la pena de muerte, al entender que el sacerdote había obrado en la plenitud de sus facultades y con alevosía, aunque desde la sacra institución a la que pertenecía se sostenía que había sufrido un episodio que a grandes rasgos se calificaba de «locura». En casos muy similares, durante la etapa franquista, diversos delincuentes habían ido a dar con sus huesos al garrote vil por haber dado muerte a niños, entre ellos el joven Carlos Soto Gutiérrez, en el año 1953 y el antiguo miembro de la legión Santiago Viñuelas Mañero, en 1959, ambos acusados de haber dado muerte a dos jóvenes en Soria y Palencia respectivamente.


La sentencia a la que sería condenado José Prat fue de 17 años de prisión, aunque jamás llegaría a residir entre los muros de ninguna penitenciaría española. Amparado por el célebre concordato, sería la propia Iglesia Católica quien se haría cargo de su futuro. La familia de Paquito Calero no vería satisfechas jamás sus ansias de justicia, pues el religioso sería destinado a la pequeña pedanía de Tangel, en la provincia de Alicante. Incluso no le dolerían prendas a la máxima institución religiosa en mentir y manipular los hechos de los que se acusaba al sacerdote asesino, pues le manifestaría a la familia de la víctima que había sido excomulgado y expulsado de la Orden de los Paules, a la que pertenecía el criminal. Sin embargo, todo ello era una burda mentira. Además de no pasar un solo día entre rejas, José Prat volvería a ejercer su ministerio años más tarde, siendo destinado como vicario en el barrio de La Bordeta, en Lleida, gozando de nuevo del apoyo de la propia Iglesia Católica, quien de esta manera mostraba su cínico doble rasero.


Este hecho provocaría la indignación de la familia de Paquito Calero Navalón, pues se sentía indudablemente engañada por la desvergonzada actitud de las autoridades eclesiásticas que, desde luego, violaron en reiteradas ocasiones en Octavo Mandamiento de la Ley de Dios, sin ruborizarse lo más mínimo por ello. José Prat fallecería en el año 2002 a la edad de 85 años, arropado por la institución a la que pertenecía, quien trató en todo momento de ocultar su execrable crimen, cuando no de protegerlo y darle amparo cuando lo precisaba. No es de extrañar la lógica irritación de la familia del pequeño, un clan de extracción humilde, pues el patriarca del mismo, minero de profesión, había fallecido seis años antes de este trágico suceso. La madre de la criatura prefería que el niño fuese a la parroquia de monaguillo, pues estaba convencida de que en la calle aprendía cosas muy malas. No se imaginaba la tragedia que iba a sufrir amparada por la Iglesia Católica, que se define como santa e inmaculada, aunque en su haber se acumulan ya demasiados pecados. Y este no cabe duda alguna que fue muy grave. Demasiado.

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Ejecutados tres inocentes por el crimen de las estanqueras de Sevilla

Los acusados al llegar a la Audiencia Provincial de Sevilla

Hoy en día ya nadie pone en duda la inocencia de aquellos tres rateros de poca monta que tuvieron la desgraciada suerte de ser acusados y condenados por un crimen que no habían cometido. El suceso conmovería a la España de la época, un país subdesarrollado que arrastraba las penalidades de una prolonga Posguerra y el bloqueo internacional al que estaba sometido el régimen de Franco. Poco importaba entonces la ecuanimidad de la justicia. Lo verdaderamente importante era dar ejemplo entre los ciudadanos a cualquier precio. Costase lo que costase. Así entonces es como se entiende que aquellos tres individuos, cuya jerga se limitaba al conocimiento de vulgares expresiones empleadas en los bajos fondos en que se movían, pagasen un alto precio por un trágico acontecimiento que elevaría aún más las altas temperaturas que padecían los sevillanos en pleno mes de julio de 1952.


La historia arranca el día 11 de julio de aquel año en el que la aparición de los cadáveres de dos mujeres en el estanco que regentaba una de ellas, con evidentes señales de violencia y ensañamiento por parte del autor del crimen, demostraba a las claras que quien había perpetrado aquella matanza era alguien que guardaba en su interior mucho odio contra las dos mujeres, pues no había desaparecido ni siquiera la recaudación ni faltaba ningún objeto de valor del estanco, aspectos ambos muy raros para que el doble asesinato fuese cometido por unos vulgares rateros. Las víctimas eran dos hermanas que ya superaban la cincuentena, Matilde y Encarnación Silva Montero, quienes yacían en el suelo del establecimiento que regentaba una de ellas en un impresionante charco de sangre como consecuencia del brutal acuchillamiento del que habían sido objeto.


El gobernador civil de Sevilla, Alfonso Ortí Meléndez ordenó inmediatamente a las fuerzas del orden que iniciasen las pertinentes gestiones para proceder a la detención de los autores de aquel crimen que había desviado la atención de las tradicionales fiestas de San Fermín, en Pamplona, para fijarla en la capital hispalense. Se dice que el responsable de orden público llegó a afirmar que por culpa de ese suceso él no perdía su puesto. El delegado gubernamental en Sevilla era un militar que había participado en la Campaña del Rif, a las órdenes del mismísimo general Franco en una época cuya máxima divisa era la de «Ascenso o muerte».

Detenciones


Escasamente dos semanas más tarde, cuando el calor seguía arreciendo en la capital andaluza, eran detenidos tres individuos que no dejaban de ser tres rateros de poca monte, tras un soplo, no muy convincente a la pasma (la policía en el lenguaje delincuencial) de un colega suyo, conocido por el sobrenombre de «El Ojitos». En muy poco tiempo las fuerzas del orden detenían a Juan Vázquez Pérez y Antonio Pérez Gómez cuando se dirigían en tren a Madrid con la finalidad de alistarse en la Legión. El tercer detenido sería Francisco Castro Bueno, alias «El Tarta», al incendiar la policía el pajar en el que se ocultaba.


Los detenidos negaron de forma reiterada y taxativa en todo momento que ellos hubiesen perpetrado el doble crimen, a pesar del duro interrogatorio al que fueron sometidos. Dadas las circunstancias y al conocerse quienes eran los encausados, entre la opinión pública comienza a tomar fuerza la hipótesis de que los tres detenidos son inocentes. También desde distintos sectores, entre ellos el municipal y el religioso, con el Cardenal Segura al frente, también opinan lo mismo.


A pesar de que apenas existen indicios contra aquellos tres pobres diablos, debido a las fuertes presiones que ejercen en su contra terminan por confesar y a las a las técnicas supuestamente poco ortodoxas que se empleaban entonces para conocer la verdad por parte de las autoridades terminan confesando de una manera muy subrepticia. Sorprende que en la declaración empleasen unos términos profesionales, más propios de quienes se la tomaron, ya que ellos no conocían más allá que el vulgar argot de los quinquis y los bajos fondos. Sin embargo, se da como válida y son acusados de un atroz crimen que jamás habían cometido, a pesar de que habían incurrido en contradicciones y en que tampoco se hallaría nunca el arma homicida. Todo lo más, una insignificante gota de sangre en el jersey de uno de los acusados, en un tiempo en el que todavía se encontraba muy lejos el estudio del ADN. Al parecer, ese minúsculo indicio hizo que coincidiera con la sangre del agresor, aspecto este último que tampoco es muy raro.


Juicio y condena


Si había resultado un despropósito total y absoluto la toma de declaración de los detenidos, no lo será menos el juicio que se celebra en contra de estos tres pobres hombres, que se celebra en la ciudad hispalense durante tres jornadas, del 20 al 22 de octubre de 1954. Una vez más, los acusados incurren en múltiples contradicciones y apenas saben ofrecer detalles de un doble crimen en el que no han participado. El fiscal sostiene en todo momento que aquellos tres rateros son culpables de dos delitos de asesinato, ofreciendo una vaga y vulgar explicación en torno a como habría ocurrido el doble crimen. De hecho, la sentencia apenas ocupará ocho folios, cuando hoy en día es normal que ocupen, incluso, hasta más de un centenar, dependiendo del caso. Según la versión del ministerio fiscal, Antonio Pérez Gómez y «El Tarta» habrían apuñalado a Matilde Silva hasta en trece ocasiones tras pedirle dinero, mientras Juan Vázquez se encargaba de cerrar la puerta del establecimiento. Al escuchar los gritos de dolor y auxilio su hermana Encarnación habría acudido a socorrerla, siendo en este momento cuando la cosieron a ella a puñaladas. Su cadáver presentaría hasta un total de 16 cuchilladas. Sin embargo, el abogado defensor de los tres acusados le preguntó al fiscal porqué no se habían llevado el dinero que había en el establecimiento, pues se encontraron 600 pesetas en un estante, en tanto que en otro lugar otras 7.000. Una vez más, su respuesta fue muy vaga e imprecisa, limitándose a responder que algo se habían llevado y que si la recaudación quedó intacta fue debido a la precipitación de los autores de la matanza en el momento de la huida. Aún así, solicitaría dos penas de muerte para cada uno de los acusados.


Tan solo unos días más tarde se dictaba la sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla por la que los tres acusados eran condenados a muerte. Su abogado defensor, el prestigioso letrado Manuel Rojo Cabrera recurre al Tribunal Supremo y se mueve mucho por Sevilla y Madrid con el objetivo de evitar lo que a todas luces es una sentencia injusta por la que van a dar con sus huesos en el garrote vil tres inocentes, cuyo único delito es el de moverse por los ambientes más deprimentes y marginales de la capital hispalense. Sin embargo, sus súplicas no son atendidas, a pesar de que cuenta con el apoyo del todopoderoso Cardenal Segura y el alcalde de Sevilla, Jerónimo Domínguez y Pérez de Vargas, quienes también solicitan el indulto de aquellos tres vulgares rateros. En julio de 1955 el alto tribunal deniega el indulto y solamente le queda el último cartucho de la gracia del Jefe del Estado, quien por aquel entonces había hecho concesiones en este sentido a presos políticos, quizás para congraciarse con el nuevo amigo americano. No obstante, en esta ocasión se muestra incompasible e inclemente. Por ello, Juan Vázquez Pérez, Antonio Pérez Gómez y Francisco Castro Bueno, «El Tarta» serán condenados a la pena capital. Su sentencia sería cumplida en la cárcel sevillana de La Ranilla el 4 de octubre de 1956, actuando como verdugo el mítico Bernardo Sánchez Bascuñana, ante quienes vuelven a proclamar su inocencia como lo habían hecho en el transcurso del juicio. Aquí juega un papel clave el religioso Fray Hermenegildo de Antequera, quien se encargaría de dar los últimos auxilios a los reos de muerte y pasaría con ellos el tiempo que estuvieron en capilla.


La verdad, 20 años más tarde


Como si de un filme de suspense se tratara, el caso tendría el epílogo veinte años después, en el que se confirmaría que ninguno de aquellos tres pobres desgraciados tenían nada que ver con el crimen por el que habían pagado de manera injusta. Un buen día del año 1974 el religioso antes aludido recibió en su confesonario a un hombre de implacable aspecto y de muy buen porte. Le preguntaría si lo que allí tenía pensado contarle era secreto de confesión a lo que el franciscano respondió de manera afirmativa. Aquel penitente se confesó autor del crimen que en 1952 había costado la vida a dos hermanas y que había conmocionado profundamente a la sociedad española de la época. Para corroborar su autoría, ofrecería algunos detalles acerca del crimen de los que jamás se había hablado o se habían ignorado de manera deliberada para poder sentenciar a aquellos tres inocentes. Como sostenían muchos criminalistas, no se explicaba el ensañamiento en el caso del robo y es que este no había sido el móvil del crimen que le había costado la vida a las dos mujeres. Aquel hombre, cuya identidad no se reveló jamás, le manifestó a Fray Hermenegildo de Antequera que estaba muy arrepentido, pero de las muertes de los tres inocentes que habían pasado por el cadalso de una manera totalmente injusta, a lo que añadió que no sentía así la muerte de las estanqueras, pues, a su juicio, habían pagado por las denuncias que habían llevado a cabo al final de la Guerra Civil en su localidad de origen, el municipio sevillano de Estepa, saldándose con distintas ejecuciones de personas relacionados con grupos y partidos y republicanos.


Quedaba así clara la evidencia de que el crimen, como se había sospechado, no había obedecido a la argumentación que había cimentado el fiscal, convirtiéndose quizás en uno de los más clamorosos errores judiciales de la historia de España, pues no había ya posibilidad de resarcirlo ni mucho menos de enmendarlo. No obstante, el religioso, a pesar de que colgaría los hábitos unos años más tarde después de la confesión, jamás revelaría quien había sido el autor del crimen de las estanqueras de Sevilla, que alcanzaría la categoría de leyenda y del que todavía se continúa hablando. En él todavía perdura la gran incógnita de quien ha sido su verdadero autor, pues Fray Hermenegildo de Antequera se llevó consigo el secreto a la tumba. Quizás alguien en la localidad sevillana Estepa se encuentren esas claves que no se han revelado jamás.

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Prisión permanente revisable por degollar a sus hijas con una radial

Concentración ante la Diputación de Pontevedra en solidaridad con la madre de las niñas asesinadas en Moraña

El verano del año 2015 estaba discurriendo de una forma muy apacible en Galicia, con innumerables fiestas y romerías a lo largo y ancho de toda su geografía. Mientras, los casi 1.300 kilómetros de costa del territorio gallego se inundaban de intrépidos turistas que, además de un clima benigno, venían a disfrutar de un paisaje incomparable, al que se sumaba una celestial paz y tranquilidad que reina tanto en las rías gallegas como en su interior. Sin embargo, esa tradicional armonía se vería repentinamente resquebrajada el último día del mes de julio de aquel año cuando saltaba la noticia de un escalofriante y perturbador suceso que conmocionaba no solo a los gallegos sino al resto de España. En esa fecha un hombre de 40 años, David Oubel, daba muerte a sus hijas pequeñas, de nueve y cuatro años respectivamente, al degollarlas con una sierra radial con el único afán de de vengarse de su ex-pareja, Rocío Vieites. Oubel había iniciado una relación con un hombre tras separarse de manera muy abrupta de quien fuera su mujer durante casi quince años.

El relato de los hechos se inicia un par de días de antes cuando el criminal adquirió una radial en un comercio de la localidad de Moraña, una villa de algo más de 4.000 habitantes situada en la comarca del Umia, situada a 35 kilómetros al norte de la ciudad de Pontevedra. Cuando compró este aparato incluso bromeó de manera un tanto macabra con el comerciante que se la vendió acerca de un posible uso para degollar a una persona, la intención que llevaba el sádico y cruel criminal. Previamente, se supone que habría enviado una carta certificada a la madre de las pequeñas anunciándole sus tétricas intenciones. Esta última habría dado aviso a la Guardia Civil en el momento de recibir la misiva y aunque los agentes se personaron de inmediato en la vivienda del infanticida no lo hicieron con la suficiente rapidez para impedir la ejecución del truculento episodio que, de solo contarlo, parece que pone los pelos de punta.

El día de autos se vio a David Oubel en compañía de sus hijas y su pareja sentimental en una fiesta, haciéndose ver en una sesión vermú de las muchas que se celebraban en Galicia durante aquellos días. Posteriormente, se trasladó a su domicilio y puso la música a todo volumen, quizás con la intención de despistar al vecindario, aunque algunos vecinos comentaron a los diversos medios de comunicación que se desplazaron hasta Moraña que era muy habitual que se comportase de esta manera. Posteriormente, todo indica que drogaría a las pequeñas con algún potente somnífero para acometer su macabra patraña. Él mismo también habría ingerido algún psicotópico, pues cuando fue detenido se encontraba ligeramente adormilado y fuera de sí. Al parecer, la muerte de las niñas, Amaia y Candela, se habría producido cuando estaban completamente anuladas a consecuencia de la ingesta de los psicofármacos, a pesar de que la autopsia revelaría que una de ellas, Amaia, la mayor, habría intentado defenderse de su agresor. Además, les habría colocado cinta aislante en la boca con la finalidad de que no gritasen. Por si esto no fuera suficiente, las remataría con un cuchillo que portaba a tal efecto.

Los agentes de la Guardia Civil que se trasladaron hasta el lugar de O Casal, en la parroquia morañesa de San Martiño de Laxe, se encontraron con una situación dantesca, que superaba con creces a las escenas de cualquier película de terror. De hecho, procuraron evitar en todo momento que los familiares maternos más directos de las pequeñas contemplasen el pavoroso escenario en el que se había convertido la vivienda de David Oubel. Este último se habría introducido en el cuarto de baño y se habría autolesionado, aunque de escasa consideración, una vez hubo perpetrado el atroz doble infanticidio. El día primero de agosto de aquel año, apenas 24 horas después de haber cometido el aberrante crimen, el parricida prestó declaración ante el juzgado de Caldas de Reis, cuya titular ordenó el ingreso en prisión comunicada y sin fianza para David Oubel. En sus aledaños se concentraron centenares de personas procedentes de Moraña, que no dejaron de increpar un solo instante al asesino de las pequeñas. Incluso, en un momento dado los congregados rompieron el control de seguridad policial que se había dispuesto para rodear al criminal, quien perdió una de las zapatillas que calzaba en el momento de máxima tensión.

Violento y narcisista

Aunque las opiniones en torno al terrible parricida son diversas y encontradas, algunas apuntan a que se trataba de un individuo violento, de carácter arisco, al que los psicólogos y psiquiatras encargados de evaluaron definieron como un narcisista con una elevada autoestima. Sirva como ejemplo que el mismo día que ingresó en prisión después de haber asesinado a las pequeñas, David Oubel ni siquiera precisó de somníferos para conciliar el sueño, un aspecto que dejaría anonadados a los funcionarios de la prisión provincial de A Lama, en Pontevedra. Con anterioridad, hacía algo más de un año por aquel entonces, había sido denunciado por una médica del SERGAS a quien habría zarandeado en un ambulatoria porque se negó a firmarle una baja. No obstante, no sería condenado por este hecho dado que la facultativa no se presentó al juicio de faltas que se iba celebrar en contra de Oubel.

Desde el primer instante, se barajó ya la posibilidad de que el acusado del espantoso y aberrante crimen de Moraña fuese el primer sentenciado en España a prisión permanente revisable, una pena que le aseguraría un mínimo de 22 años en la cárcel y que, a partir de entonces, sería una junta encargada de evaluarlo quien tendría la última palabra para ver si podría acceder al tercer grado.

La emoción del fiscal

Aunque muchos se esperaban ya la sentencia, uno de los aspectos más impactantes del proceso se produjo cuando se celebraba el juicio por el vil y cobarde asesinato de las pequeñas Amaia y Candela. El fiscal encargado, Alejandro Pazos, un hombre veterano en estas lides, se enfrentaba, en teoría, a uno de los juicios más fáciles de su trayectoria profesional, pues el encausado reconocería los hechos ante los miembros del Jurado y su propio abogado, quien también coincidiría en solicitar la pena de prisión permanente revisable para su defendido, debido a que este último había renunciado prácticamente a cualquier estrategia de defensa. Sin embargo y sin proponérselo, víctima de la circunstancias en las que se había desarrollado el cruel crimen, Alejandro Pazos no podría contener las lágrimas de emoción y dolor, al tiempo que le resultaba poco menos que imposible para hacia el rostro del acusado, quien expresaría un vago arrepentimiento en la sala de audiencias, en el que no creyó jamás el hombre lloró sin rubor alguno por tan macabro y doloroso acontecimiento, que a la postre terminaría por convertirse en el más delicado de su vida. Probablemente el que más le impactó emocionalmente y el que le dejaría una de las huellas más profundas. Cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad comprende a la perfección el impacto emocional sufrido por el magistrado. No es para menos.

Una vez más, y esto no fue sorpresa para nadie, el asesino volvió a manifestar una actitud fría, limitándose a manifestar que había situaciones límites en la vida de las personas en las que se tomaban decisiones de las que desconocía los motivos, pero de las que se arrepentía profundamente. Si embargo, no aclaró en ningún instante que se refería al brutal asesinato de sus propias hijas. Los informes forenses respecto de su personalidad ponían de manifiesto que David Oubel no sufría ninguna anomalía, trastorno de personalidad ni amnesia grave que le impidiese una perfecta percepción de la realidad. Únicamente se apreciaron en él algunas conductas desadaptativas.

Con sentencia firme desde el primer instante, al llegar ambas partes a un acuerdo, David Oubel sería el primer condenado en España a prisión permanente revisable por dos delitos de asesinato con alevosía, agravados por tratarse de dos menores de 16 años a lo que se sumaba el también agravante de parentesco. A ello se añadía la prohibición de acercarse al domicilio o lugar trabajo de su ex mujer durante un período de 30 años, que será de nuevo cuando se revise la sentencia. En concepto de responsabilidad civil debería indemnizar a la madre de las pequeñas. con 300.000 euros.

La sentencia se dio a conocer el día 6 de julio de 2017. Desde entonces cuatro gallegos han sido condenados a la máxima condena que contempla el ordenamiento jurídico. Tres de ellos lo fueron por haber asesinado a niños, la última una mujer en el año 2022, mientras que otro, José Ignacio Abuín Gey, alias «El chicle», lo fue por haber cometido un espantoso crimen en el año 2016, que consternaría a toda España, el asesinato de la joven Diana Quer. El siguiente en la lista bien podría ser José Luis Abet, quien el 16 de septiembre de 2019 asesinó a tres mujeres a sangre fría, entre ellas su ex-esposa. La fiscalía ya ha hecho pública su petición y, tal vez, no sea para menos.

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Igor, «El ruso», un peligroso criminal puesto a buen recaudo

Norbert Feher, alias Igor, «el ruso»

Es conocido como Igor, «el ruso», aunque su verdadero nombre es el de Norber Feher, un peligrosísimo criminal y delincuente que sembró el terror, el pánico y la desolación en la comarca de Andorra-Sierra de Arcos en la que actuaría con una desmedida violencia, dejando en su trágico deambular el saldo de tres personas asesinadas y dos heridas. Este hombre es un antiguo militar serbio, nacido en la ciudad de Subotica en el año 1981, al norte de Serbia, que había formado parte del Ejército de su país, especializándose en la guerra de guerrillas, además de ser un perfecto conocedor de las tácticas de supervivencia, que le resultaron muy útiles para escurrirse de los agentes de la Guardia Civil, así como para perpetrar robos en diversos domicilios.

El anochecer del 14 de diciembre de 2017 se convertiría en trágico para quienes residían en la pequeña localidad de El Saso, el lugar que había elegido Norbert Feher para abastecerse de algo de comida. Al terrible criminal no le temblaba el pulso a la hora de empuñar el arma y no dudaba en disparar a matar llegado el caso, como así terminaría sucediendo. En la Masía de los Iranzo, como cada jornada, el padre de José Luis Iranzo había terminado ya sus faenas y se dispuso a llamar a su hijo para que le fuese a buscar como hacía todos los días, pero ese día el teléfono de su vástago se encontraba fuera de cobertura, por lo que no le fue posible comunicarse con él. Pretendía advertirle de que la luz de la casa estaba encendida y que se escondiera al igual que había hecho él, pues en su domicilio había entrado el peligroso militar serbio que había dejado dos heridos en fechas precedentes. Al darse cuenta de esta circunstancia, el patriarca de los Iranzo llamó a los agentes de la Guardia Civil para que se personasen en el lugar. En un primer momento, había escuchado dos disparos. Se supuso que el criminal, que no dudaba ya que era Igor, «El ruso» se había ensañado con el perro que guardaba la finca, sin embargo aquellos tiros habían terminado con la vida de su hijo, José Luis Iranzo, de 39 años de edad. Además, escuchó el coche de su hijo, que en ese momento estaba siendo conducido por el agresivo y atroz asesino. Hay quien dice que Norbert Feher no vio al progenitor de su primera víctima porque era noche cerrada, de lo contrario todo parece indicar que hubiera corrido la misma suerte que su vástago.

Dos guardias civiles asesinados

Igor, «El ruso», conducía a toda velocidad el mitsubishi pickaup de su primera víctima cuando se cruzó con los agentes de la Guardia Civil Víctor Romero y Víctor Jesús Caballero. Aquí pudieron haber ocurrido dos cosas. O bien el serbio disparó desde el vehículo sustraído contra los dos miembros de la Benemérita, o puede ser que estos dos últimos le diesen el alto y el terrible asesinó no dudó en empuñar de nuevo su arma para acribillarlos a tiros. Desde su escondite, el padre de Iranzo, ajeno a lo que realmente había ocurrido, escuchó de nuevo el silbido de las balas que terminaron con la vida de dos hombres de 30 y 38 años respectivamente. Al percatarse de aquellas detonaciones, llamó de nuevo a la Comandancia del la Guardia Civil de Andorra solicitando más efectivos, pues había oído de nuevo los balazos que en esta ocasión habían terminado con la vida de dos agentes. Norbert Feher robaría las armas reglamentarias de los fallecidos y proseguiría su huida con dirección a Andorra.

El padre de José Luis Iranzo desconocía lo que realmente había pasado cuando salió de su escondite y contempló como entraba una patrulla de la Guardia Civil, quien no le permitió acceder al lugar de autos. Un agente se limitó a informarle que un peligrosísimo delincuente había asesinado a dos compañeros suyos, además de una tercera persona, que resultó ser su hijo, dándose inmediatamente cuenta de lo que había sucedido, y que el perro no era la víctima de aquel delincuente sino su propio vástago.

A partir de ese momento se inicia un dispositivo con el objetivo de localizar a Norbert Feher, aunque hay ya muchas críticas contra la Subdelegación del Gobierno de Teruel por no haberlo hecho antes, cuando habían resultado heridas dos personas en las proximidades del lugar donde había perpetrado la horrible matanza.

Herido y borracho

Doce horas más tarde de haber perpetrado el triple crimen, Igor «El ruso» tendría un accidente con el vehículo que había sustraido a José Luis Iranzo, a 70 kilómetros del lugar donde había asesinado a tres personas, ya en la demarcación provincial de Castellón. El vehículo que conducía había sufrido un accidente entre las localidades de Cantavieja y Mirabel en la carretera A-226. Presentaba algunas heridas de carácter leve y se encontraba armado hasta los dientes. Llevaba dos pistolas, una preparada para ser accionada en cualquier momento, además de un machete. Los agentes que procedieron a su detención manifestaron que se encontraba muy tranquilo, además de preguntarle si había bebido a lo que respondió afirmativamente. Su test de alcoholemia arrojaría una cantidad de 0,47 mililitros de alcohol por aire espirado, casi el doble de lo permitido, una infracción por la que cualquier ciudadanon se vería obligado a satisfacer una multa de 500 euros, además de ser sancionado con la pérdida de cuatro puntos.

Los agentes que procedieron a su detención actuaron con suma cautela, dados los antecedentes del peligroso delincuentes. No obstante, no le dieron opción de ningún tipo, ya que además de inmovilizarlo, le pusieron los grilletes y le leyeron sus derechos. Además, le realizaron una serie de preguntas que Norbert Feher se negó a contestar.

Prisión permanente revisable

El perfil psicológico de Igor, «El ruso», que también había cometido un crimen en Italia donde está reclamado para el cumplimiento de la cadena perpetua, responde al de un individuo frío y calculador, que tal vez sufra depresión bipolar y también mesianismo. La fiscal lo acusaría de actuar con extrema crueldad en los tres crímenes que perpetró, mientras que su defensa reconoció el asesinato del ganadero, en tanto que aludió a la legítima defensa en el enfrentamiento que le había costado la vida a los dos guardias civiles.

En el juicio volvería a hacer gala de su carácter arrogante, mostrándose altivo y desafiante. De hecho, amenazaría a los funcionarios con matarlos cuando obtuviese la libertad definitiva. Además de la prisión permanente revisable a la que fue condenado, motivo por el cual deberá permanecer un mínimo de 30 años en la cárcel, también sería sentenciado a otras penas que sumaban diez años de prisión por el intento de asesinato de otras dos personas que había realizado diez días antes. Las indemnizaciones a sus víctimas fueron fijadas en más de tres millones de euros, aunque ha quedado patente la insolvencia de este peligroso sujeto.

Feher recibiría la noticia de su condena en la prisión de Zuera, en Zaragoza, a donde había sido trasladado desde Palencia. En esta última había herido a dos funcionarios el día anterior a su traslado a Teruel. Previamente había estado ingresado en la coruñesa de Teixeiro. Debido a su extrema peligrosidad, se encontraba en régimen de aislamiento y a pesar de que tenía derecho a una hora diaria de patio, jamás salía de su celda.

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El triple crimen de Trespalacios («El buen ladrón»)

Juan José Trespalacios, en una fotografía de la época

Eran aquellos tiempos una época terriblemente dura para quienes les tocó vivirlas. Plena Posguerra española, en la que cualquier treta servía para sobrevivir. Se generaron mitos y leyendas acerca de algunos personajes, cuyas prácticas parecían asemejarse a la picaresca medieval. Eran, mayoritariamente, rateros de medio pelo que tan solo aspiraban a sobrevivir, aunque a alguno se le fuese la mano. Ese fue el caso de Juan José Trespalacios, un individuo vasco que desde niño llevó una dura existencia cargada de grandes penalidades y privaciones que le harían pasar por diversos oficios. Entre ellos, el de estraperlista, muy común en aquellos furibundos y ariscos años cuarenta del pasado siglo. Su historial delictivo no pararía de crecer, realizando desde estafas hasta pequeños robos. Sería precisamente la desaparación de una vaca en el año 1950 en la pequeña aldea de Añes, en el municipio alavés de Ayala, la que le llevaría a la perdición, pues su ego personal, unido a su afán de venganza, le harían tomar la justicia por su mano contra quien le había denunciado. Su delator fue un campesino de la localidad, Marcelino Menoyo, a quien iría buscar personalmente a su domicilio para ajustarle las cuentas. Su intención, según declararía en el juicio que se siguió en su contra, no era la de matar a nadie sino de darle un buen susto, una paliza.

El día 4 de marzo de 1951, después de la salida de misa, se dirigió a casa de Marcelino Menoyo, en un domingo en el que una gran nevada cubría la pequeña localidad alavesa. Lo vio entrar en el pajar de su vivienda y tomó un palo para golpearlo de manera contundente. Cuando estaba ejecutando su venganza, ante los gritos proferidos por su víctima, salieron en su auxilio sus otros dos hermanos, Lázaro y Fe Clotilde, mientras proseguía con la terrible venganza. En aquel momento, y quizás al sentirse descubierto perdió el norte, y golpearía con la misma arma a los otros dos miembros de la familia Menoyo, ensañándose con los tres hasta el extremo de consumar una terrible matanza de las que hacen época. Posteriormente, el criminal comenzaría una huida por el monte, mientras los vecinos de Añes lo perseguían con los ánimos muy exaltados y con el ansia de hacerle pagar por el gravísimo crimen que acababa de perpetrar. Sin embargo, a pesar de que había salido de otras emboscadas, en esta ocasión no le ayudó su fuerza física, siendo detenido por varios habitantes de la localidad provistos de sus respectivas escopetas de caza. Exhausto y sin fuerzas, Trespalacios no opuso resistencia y fue detenido por aquellos furibundos hombres que lo introdujeron en una cabaña, atándolo con unas viejas cuerdas al tiempo que estudiaban la manera de matarlo. Los ánimos estaban muy encrespados y solamente la intervención del párroco de Añes evitó que fuese linchado en aquel mismo lugar, aunque no pudo impedir que fuese agredido o golpeado por el vecindario, que clamaba justicia inmediata por el triple crimen que se había cometido en el pueblo.

Avisados los agentes de la Guardia Civil, se dirigieron hasta la aldea donde se había perpetrado el triple crimen. Tampoco ellos demostraron generosidad alguna para con el detenido, a quien humillarían y hasta amenazarían adviertiéndole con la pena que le iba a caer encima. Se dice que Trespalacios pasó más de cuatro días sin comer, al tiempo que había declarado dos veces ante el juez, reconociendo el terrible crimen que se le imputaba.

La leyenda de «El buen ladrón»

A partir de esta detención, que sería la última de las muchas que había sufrido, Juan José Trespalacios da un giro radical a su vida. Tres días después de haber cometido el crimen, acepta confesarse con un sacerdote, cuya actitud impresionaría profundamente al autor del triple crimen, pues el religioso le da su ropa pues el detenido tiene frío. Reconoce la barbaridad que había cometido y se muestra arrepentido de lo que ha hecho. Cuando ingresa en la cárcel de Vitoria, el día 12 de marzo, lo primero que hace es solicitar la visita del capellán, a quien vuelve a manifestar su dolor y arrepentimiento por el triple crimen perpetrado apenas una semana antes.

Ocho meses después de su detención, es procesado en la Audiencia Provincial de Vitoria. El ministerio fiscal le solicita hasta tres penas de muerte. Finalmente solo será condenado a una, más que suficiente para terminar con la vida de cualquier hombre. Sin embargo, en ese periodo que va desde su detención hasta su juicio, se reconoce en él a otro hombre distinto al que había sido hasta aquel entonces. Acuciado ante la posibilidad de ser sentenciado a muerte, convierte su celda en una especie de santuario. Desde libros piadosos, pasando por un rosario para concluir con un cilicio ensangrentado forman parte de la vida de Juan José Trespalacios, quien llega a manifestar en un epistolario mantenido con un religioso que «Después de abjurar todos mis errores y recibiendo del señor luces suficientes para retomar como el hijo pródigo a mi fe perdida no me queda más que ofrecerle mi vida en holocausto por mis pecados y como reparación de mi mala vida pasada».

A pesar de su sincero arrepentimiento y de convertirse en una especie de santo popular al que algunos le profesan una no menos sincera devoción, en aquellos tiempos la férrea dictadura mantiene su rígido control sobre todo aquel que se ha salido de los cánones establecidos. Su delito es demasiado grave como para poder recibir un indulto que están esperando quienes le acompañan la madrugada del 13 de junio de 1951 en la prisión provincial de Vitoria, entre ellos un sacerdote. Previamente se había despedido de su madre y su hermana a quienes les había dicho que «mañana estaré en el cielo».

La ejecución, como casi todas, se convierte en un gran drama, pero mucho más en este caso, dadas las circunstancias que habían rodeado a lo largo de los últimos meses al reo. En ningún momento pierde la compostura y los testigos de su muerte no disimulan las lágrimas de dolor y emoción, entre ellos los agentes de la Guardia Civil. Por su parte, el verdugo Florencio Fuentes Estébanez se negará a oficiar el último acto de Trespalacios, por lo que es sustituido por su camarada Antonio López Sierra, alias «El Corujo». Al primero de los ejecutores de sentencias le costará su puesto en la administración de Justicia e iniciará una deriva que le llevará al suicidio en el año 1970, víctima de los resentimientos que le habían causado las ejecuciones que había practicado en su larga trayectoria profesional. El condenado ni siquiera permite que se le venden los ojos, como era una práctica habitual y obsequia a todos los presentes con una plácida mirada y la mejor de sus sonrisas, dando a entender que se marcha de este mundo sin rencor y sin odio. Ni siquiera hacia sus ejecutores.

Las crónicas de la época que relatan la ejecución ofrecen la visión de un criminal que termina convirtiéndose en la víctima, al igual que todos quienes terminaban en el cadalso. Una vez concluido la horrorosa ceremonia, su cuerpo fue trasladado al cementerio vitoriano de Santa Isabel para ser sepultado en el panteón familiar. A partir de ahí se inicia una leyenda que llega hasta nuestros días y serán muchas las personas que a partir de ahora se encomienden al «Santo Trespalacios», reconvertido ahora en «El Buen Ladrón».

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